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Nuevas y viejas memorias del subdesarrollo

La documentalística tras 1959: Del sujeto colectivo a los marginales con sueños frustrados

Duanel Díaz, Princeton

     Mejor que ningún otro género, el documental expresa el espíritu de lo que algunos consideran época romántica de la Revolución Cubana, aquella primera etapa concebida como un "gran salto adelante" fuera del subdesarrollo. Los realizadores no sólo habían de ofrecer testimonio de la "movilización total" en torno a la producción agropecuaria que semejante propósito conllevaba; también debían contribuir a la misma por medio de la propaganda revolucionaria y la ilustración de las masas.
     El documental didáctico, un subgénero ampliamente cultivado en la década de los años sesenta, quintaesenciaba estos objetivos. Ciertamente, la idea de desarrollar el país estaba ya desde 1959, pero no es hasta después de declararse "el carácter socialista de la revolución" que todo el énfasis se desplaza hacia el proceso mismo de la producción. Basta comparar los documentales didácticos de fines de los años sesenta con Adelante cubanos para apreciar esta diferencia.
     En este documental de 1959 encontramos aquel nacionalismo un tanto retórico que la propaganda comercial de entonces explotó: recuérdese las famosas cuchillitas cubanas, y el Álbum de la Revolución, compuesto por postales sobre la insurrección contra Batista que se vendían con caramelos.
     "Consumir lo que el país produce es hacer patria", era la consigna del momento, y Adelante cubanos mostraba tanto la diversificación industrial (construcciones por prefabricado, industria cervecera, producción de artículos de belleza para la mujer, etcétera), como el "gran movimiento comercial" en que terminaba todo. "Al elevarse el nivel de vida del pueblo, se facilita el ir más veces a la tienda", decía la voz en off, mientras mostraba a las mujeres cubanas en el momento de la adquisición de artículos con la etiqueta "hecho en Cuba".
     Es justamente este último momento del proceso el que quedará fuera de los documentales producidos en número de decenas por el ICAIC (Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos). No ya porque ahora, a pocos años del triunfo de 1959, todo está racionado y apenas hay que consumir, sino sobre todo porque la nueva ideología comunista invierte la obscenidad: si antes la publicidad mostraba sólo, estetizándolos, los bienes de consumo, mientras que el proceso de su producción quedaba fuera, ahora es este último el que ocupa la escena toda.
     Queda la retórica iniciada de 1959 ("engrandecer la patria en la producción, como ya lo ha sido en su dignidad y soberanía", se oye en Adelante cubanos, que empieza afirmando: "Con fe en su destino y con un destino en su historia, conciente de su obra y firme en su revolución, surge Cuba plena de dinamismo en el año de la liberación"), pero se ha esfumado el sentido patriótico del consumo de productos cubanos, pues el consumo en sí ha quedado asociado al antiguo régimen y el sistema capitalista.

El nuevo contexto

     Fracasada la diversificación industrial, son los tiempos de la producción agropecuaria, del "cordón de La Habana" y la Zafra de los Diez Millones. Las declaraciones de los cineastas reflejan muy bien la función del cine en el nuevo contexto. "Para un país en revolución, para un país que se proponga salir realmente del subdesarrollo, el cine es un medio idóneo para informar a la población obedeciendo a necesidades y objetivos muy concretos como los de la educación, la producción, la salud pública, la defensa, etc.", decía Julio García Espinosa en una encuesta sobre el cine documental.
     En El documental didáctico y la táctica, Pastor Vega expone, por su parte, la ideología de ese género hoy olvidado y entonces en boga. Al tiempo que contribuye a formar a los cineastas, el documental contribuye a formar a las masas, enfrascadas en un proceso acelerado cuya primera etapa es la producción agrícola, asentada en la mecanización y la electrificación.
     Según Vega, los hombres que tienen que llevar a cabo tal revolución son necesariamente los nuevos espectadores, porque no hay tiempo para esperar que de entre ellos y de las nuevas generaciones surjan las masas de técnicos óptimamente calificados.
     "La convulsión económico-social propiciatoria del despegue sitúa al campesino recién alfabetizado como operador de tractores y de maquinaria agrícolas, dando el salto de los utensilios de trabajo de la Edad Media a la segunda mitad del siglo XX". Y en ese gran salto adelante hacia el mundo de la ciencia y la técnica, "tanto el arte como la pedagogía deben ser medios y no fines en sí de la inevitable transformación de la realidad".
     El documental didáctico, ejemplo extremo de la heteronomía del arte en la sociedad socialista, juega un papel central en la ideología desarrollista de un régimen que, destruyendo a la sociedad civil, pone a la guerra en el centro mismo de la vida social. "La condición revolucionaria que el hombre comporta le obliga a considerar su propia existencia como elemento táctico de la lucha general por alcanzar estratos superiores de vida", y el cine documental, al ocupar un lugar central en este "combate", se eleva sobre sus limitaciones artísticas, deviniendo "Nueva Categoría Estética". Si la Revolución es ahora la gran obra de arte, el único fin en sí, el medio, ¿no queda de cierto modo ennoblecido?
     Alzadora de caña (1965), El arroz (1962), El azúcar (1965), Cooperativas agrícolas (1960), Construyendo (1963), Cría porcina (1965), Cultivo del tomate balizado (1967), Ganado (1967), Máquinas (1964), La mosca doméstica (1964), Vía libre a las zafra del 64 (1964), Variedades (1965), Zafra heroica (1962): los títulos lo dicen todo, y las imágenes nos llevan a una época marcada por una ingeniería social que, emulando el mensaje evangélico y la milagrosa multiplicación de los panes y los peces, pretendía regenerar al hombre y triplicar la producción.
     Tiempos en que la fascinación por la técnica iba mucho más allá de la sustitución de los bueyes por tractores: Castro hablaba, por ejemplo, de "acelerar el proceso de crecimiento" de las plantas de café aplicándoles hormonas. El nuevo canto que se oye, según el título de un documental de la época, es el del trabajo, y este es comprendido como la trinchera en la lucha contra un imperialismo enfrascado en sabotear de todas las maneras posibles el camino expedito hacia la Jauja comunista.

Todo el horror del sistema

     La misma, como sabemos, no se logró, y el fracaso de la zafra de 1969-1970 marcó el fin de la Edad de Oro del documental didáctico. Hoy, tres décadas después, la parte más valiosa de la documentalística cubana refleja el estruendoso fracaso de aquellas utopías a las que cabe aplicar la leyenda del célebre grabado de Goya: "el sueño de la razón produce monstruos". Donde antes estuvo el sujeto colectivo de la gran transformación social, aparecen marginales para testimoniar la realidad de un país de sueños frustrados y miserias de todo tipo.
     Los "palestinos" que vemos en Buscándote Habana, ilegales en su propio país, podrían ser aquellos niños campesinos que en Por primera vez, de Octavio Cortázar, veían maravillados, gracias al cine móvil, las imágenes en movimiento. El contraste entre aquella maravilla —que correspondía al paso de la Edad Media a la modernidad— y esta extraña pobreza de hoy expresa los efectos paradójicos de una revolución desarrollista.
     Y si significativo es el caso de los "palestinos", no lo es menos el de los "buzos", que han hecho de la recogida de artículos y materias primas en los tanques de basura de la capital su medio de vida. Junto a sus testimonios, francos y realistas, tenemos, en De buzos, leones y banqueros (Rafael Vera, 2005), los de los funcionarios del gobierno del municipio Playa, quienes se refieren a la necesidad de disminuir el número de buzos y a las medidas utilizadas para ello, en una lengua ya anacrónica: aquella lengua de la Revolución que amalgamaba la jerga burocrática con la axiología comunista.
     "Sobre estos elementos se está accionando con fuerza", dice uno de los funcionarios. "Hay que reducir el número de buzos, porque es una mala imagen la que se le da al turismo", dice otra "compañera".
     La profunda crisis de esa lengua, que es la de todo un sistema que identifica a la nación con el Estado y la patria con la revolución, se aprecia significativamente en Existen, de Esteban Insausti, donde toman la palabra "algunos de los locos más famosos de La Habana". Uno de ellos habla con esa lengua casi muerta que se diría ya nadie en su sano juicio usa en Cuba. Él dice estar de acuerdo con la mesa redonda; afirma querer "a Fidel y al Tercer Mundo", "el comunismo, el light", "quisiera que no hubiera más libreta, y que todo fuera por libre mercado"; dice que "la solución que pudiera haber para quitar el período especial" es "hacer convenios con otros países menos con Rusia hasta que no vuelva a ser la Unión Soviética".
     Es tentadora, desde luego, la posibilidad de leer este discurso delirante en el sentido en que, en su introducción a El Padre mío, Diamela Eltit comprende el habla del mendigo esquizofrénico como una expresión de Chile y de la crisis de lenguaje sobrevenida a raíz del golpe de Estado. El discurso de los locos presenta, en jirones, los residuos de la historia reciente del país, esa marcha heroica acompañada siempre de retóricos discursos.
     Se diría que en el "período especial", cuando la crisis económica impone el abandono total de la ideología y la concentración de todas las fuerzas en la dura "lucha" cotidiana, únicamente los locos conservan de alguna manera aquella pesada carga de palabras. No por gusto el documental presenta sus "testimonios" con imágenes de antiguos noticieros: el corte de caña, los logros agropecuarios, la gente en CDR, los discursos del comandante en Jefe…
     Dedicado a Nicolás Guillén Landrián, el filme de Insausti se inspira, evidentemente, en aquellos montajes singulares de los mejores documentales de Nicolasito. ¿No estaba, de cierta manera, anunciado, prefigurado o diagnosticado todo en algunos de ellos? Coffea Arabiga, el más conocido de los documentales didácticos del ICAIC, logra captar la dimensión pesadillesca de aquella locura colectiva que procedía directamente de los discursos del Comandante en Jefe.
     El loco de la colina hablaba de cifras, prometía abundancia de leche, se enfrascaba en vacas, injertos y abonos, mientras el país entero se movilizaba en "batallas" muy parecidas, aunque menos exitosas, que las que llevara a cabo Mussolini en la Italia de los años treinta. El movimiento nervioso de la cámara, la yuxtaposición de planos, el quiebre de la narrativa convencional, logra reflejar ese "sueño de la razón" que se llamó, entre otros nombres, Cordón de La Habana.
     Tres años después, en Taller de Línea y 18, ya estamos dentro de la pesadilla; la extraña campana, los ruidos de fondo ejercen un extraño efecto de distanciamiento: vemos a esos obreros participando en una típica asamblea socialista o explicando en qué consiste la línea de montaje; los oímos, como si estuvieran del otro lado del cristal de una pecera, o de la pared del manicomio. La lengua de la Revolución Cubana, esa lengua de cederistas y federadas, compañeros y personales, producciones y emulaciones, aparece como puro absurdo, el cuento de un idiota, significando nada.
     Lo que debía ser el paraíso de la comunicación, allí donde toda posible oscuridad o doble sentido fueron desterrados por decreto, es eso: mundo de idiotas; la comunicación es imposible desde que el espacio del yo en que se fundamenta todo diálogo ha sido conquistado por la lengua del Estado. Una reunión de obreros comunistas es una puesta en escena de teatro del absurdo: he ahí, como en el discurso del loco de Existen, todo el horror del sistema.

27 de febrero de 2008.


El caso UNEAC

Lecciones para una política cultural

James Buckwalter-Arias, Hanover College

     En escritos recientes, Iván de la Nuez y Rafael Rojas se ocupan del perenne desencuentro entre los intelectuales cubanos y los intelectuales de izquierdas de ultramar.1  Ya no se trata de aquel desencuentro entre los “auténticos” revolucionarios cubanos y los “señores liberales burgueses” de los países imperialistas que Fidel Castro denunciara tras el “caso Padilla” en 1971, ya no el desencuentro entre “millones de trabajadores y campesinos” (liderados por un caudillo aristocrático) y aquellos “agentillos del colonialismo” (que se opusieron al encarcelamiento de Heberto Padilla), sino el desencuentro entre intelectuales cubanos independientes del régimen y los intelectuales metropolitanos embelesados con la epopeya revolucionaria. Iván de la Nuez observa que este desencuentro, al reconfigurarse múltiples veces en los cuarenta y siete años posteriores a la emblemática visita de Jean Paul Sartre a la isla en 1961, ha respondido, en todas sus variantes, a los patrones coloniales o neocoloniales. En una frase lapidaria, Iván de la Nuez caracteriza el discurso metropolitano — tanto el discurso identificado plenamente con la Revolución cubana y con sus posturas oficiales o identificado como el multiculturalismo y la teoría posmoderna — como una especie de “neocolonialismo de izquierdas.”
     Reconozco que cualquier juicio emitido desde los países pos-industriales hacia la “periferia” cubana se entiende a priori como pronunciamiento colonialista o neocolonialista, tanto por los militantes del Partido como por el exilio opositor; se trata de una relación irremediablemente asimétrica en términos de recursos materiales y en términos de los establecidos patrones intelectuales según los cuales las colonias aportan la materia prima, o los textos primarios, y las metrópolis la elaboran en productos auténticos, bien embalados y teorizados. Pero tengamos en cuenta que la izquierda metropolitana es desacreditada no sólo desde la periferia, sino también desde el campo victorioso, es decir, desde la hegemonía neoliberal. Tras la desintegración del campo socialista en Europa del este, algunos teóricos primermundistas llegan a afirmar la absoluta superfluidad del pensamiento revolucionario de izquierda, cuyos protagonistas durante tantos años se dejaran seducir por los carismáticos barbudos revolucionarios cubanos; ya hemos accedido, se argumenta, al final de la historia con el estado democrático y liberal.2
     El intelectual de izquierdas que reside en el “Primer Mundo”, entonces, cae mal. Y cae mal en todos los campos, por razones comprensibles. Pretende hablar contra el imperio desde el imperio — un reto en nada comparable al de su homólogo cubano, que sopesa los peligros y las ventajas de hablar contra y/o dentro, según los parámetros establecidos. Pero acá, en las “entrañas del monstruo”, o nos callamos o aceptamos el reto que la historia y las estructuras del poder nos han impuesto. En las páginas que siguen, desde luego, opto por esta segunda alternativa: quisiera conjeturar que el intelectual metropolitano tiene un papel legítimo y “ex-céntrico” en el desarrollo del pensamiento y la praxis político-cultural de una izquierda anti-autoritaria y heterodoxa, y que los proyectos socialistas del siglo XX — incluyendo la Revolución cubana — aportan importantes lecciones históricas para la construcción de los mismos. A principios del siglo XXI, es más que evidente que Cuba ya no puede ser el modelo de tal construcción, ni esa vanguardia imperfecta pero iluminada que, según los solidarios, representa “mucho más que sus errores”, sino más bien una especie de contramodelo. De ahí su utilidad.
     No ha sido posible dentro del régimen castrista adecuar el pensamiento socialista a las exigencias éticas, teóricas y pragmáticas surgidas en los últimos casi cincuenta años en los que el capitalismo tardío (monopolista) se ha consolidado. Los organismos denominados extra-estatales, reprimidos por el estado, no han podido encabezar tal proyecto. A puerta cerrada y en conversaciones informales se reconocen los estrechos límites ideológicos impuestos por el gobierno, los riesgos y la claustrofobia, pero por razones obvias no suelen reconocerse públicamente. Consideremos el ejemplo de la Unión de Escritores y Artistas Cubanos, la UNEAC. Han transcurrido ya casi treinta y siete años desde el famoso “caso Padilla” que, tras el encarcelamiento del poeta y su autocrítica coercitiva, produjera una ruptura entre el régimen castrista y muchos intelectuales de izquierdas en el resto del mundo — entre ellos intelectuales del “primer mundo” como Jean Paul Sartre, Simóne de Beauvoir, Italo Calvino, Juan Goytisolo, Luis Goytisolo, Marguerite Duras, Pier Paolo Pasolini y Susan Sontag.
     Pero para los que podrían haber anticipado a comienzos de los años 90 que ese “caso” infausto se había superado, y que en los años posteriores a la desintegración del campo socialista se vislumbraba una mayor autonomía para este organismo y otros organismos análogos, la UNEAC ha hecho constar su intransigencia, o más bien su incapacidad de arrostrar la autoridad del estado. Pensemos, por ejemplo, en el caso de Antonio José Ponte, uno de los mejores — tal vez el mejor — ensayista cubano de estos años. Debido principalmente a su colaboración con la revista Encuentro de la cultura cubana, con sede en Madrid, su membresía fue “desactivada” — eufemismo digno del léxico “New Speak” de la novela de George Orwell. Con esta decisión la UNEAC hace constatar su complicidad con el régimen; parece insistir que el mismo organismo no pretende representar un punto de referencia ni siquiera para la muy enérgica izquierda latinoamericana contemporánea — fortalecida, por cierto, en los primeros años de este siglo.
     Consideremos también la controversia de enero del 2007, que surge a raíz de la aparición en la televisión cubana de Luis Pavón Tamayo, quien había sido presidente del Consejo Nacional de Cultura durante el “quinquenio gris” de 1971-1975. Después de un airado intercambio de correos electrónicos de numerosos escritores cubanos condenando la comparecencia del ex-funcionario en el programa “Impronta”, el secretariado de la UNEAC dirimió el conflicto declarando que “la política cultural de la Revolución es irreversible”. Aunque reconoció que “se habían cometido graves errores”, la declaración más bien confirmó lo que el evento catalizador en sí ya había demostrado, de modo implícito pero nada sutil: la política cultural de la Revolución era irreversible. Reconozcamos, entonces, lo que la izquierda internacional ha demorado en reconocer abierta y colectivamente: las instituciones culturales “no gubernamentales” de la Revolución Cubana durante la época fidelista representan un modelo fallido, impotente; nunca han disfrutado de la necesaria autonomía del régimen castrista. El régimen ha ejercido, casi desde los inicios, una función dirigente, y a veces punitiva, sobre ellas. Mientras tanto, fuera de Cuba, los intelectuales “solidarios” no han emprendido de modo sostenido ni riguroso una crítica desde la izquierda del proceso revolucionario cubano. Al contrario, las críticas más públicas a la Revolución cubana han surgido de los sectores más o menos alineados con el “Washington consensus”.
     Ante el modelo cubano de administración cultural, la hegemónica democracia liberal primermundista — y el mercado libre que se sirve de ella — se yergue como el mejor de los mundos posibles. Es más, como observa el estudioso John Beverley, “la globalización y la economía política neoliberal han hecho mejor [que la izquierda] un trabajo de desjerarquización cultural”.3  La euforia posmodernista ha servido en cierta medida como testamento al éxito logrado por la industria cultural. O digamos por lo menos que el mercado libre ha superado a los gobiernos socialistas en la escenificación de este simulacro. Rupert Murdoch ha tenido más éxito con News Corp que Fidel con Granma y los demás órganos estatales de diseminación en proyectar una aparente descentralización, en proyectar un paisaje mediático de relaciones horizontales. (Claro, Murdoch tiene más recursos materiales que Fidel Castro.) Los caudillos socialistas del siglo veinte, no obstante la celebrada “dictadura del proletariado”, se han aferrado a la política vertical en la que los decretos se emiten desde arriba para las masas congregadas abajo, en la calle, en el campo, o ante el televisor. No concebimos a Murdoch con atuendo militar, ni con ejército leal ni esbirros complacientes. Murdoch, desde luego, no precisa de ellos. Pero ni en sueños llega Fidel Castro a moldear tanto la opinión mundial ni a estipular lo que sale y no sale a luz como lo hace Murdoch y un puñado de congéneres suyos. Por más intelectuales de izquierdas que seduzca Fidel, o por más activistas que se embelesen con el recuerdo y la imagen de Che Guevara, los barbudos no atisban, siquiera, el poder ideológico, los recursos materiales o la sofisticación mediática de News Corp, or de Clear Channel Communications, o de The Walt Disney Corporation. En la lucha simbólico-industrial de la política cultural, Mickey Mouse puede mucho más que Che Guevara; la fantasía en red, white and blue puede mucho más que la “fantasía roja”.
     Reconozcamos, entonces, que en el contexto global, y ante la hegemonía neoliberal (hegemonía algo lastimada, por cierto, en los años que corresponden a la presidencia de George W. Bush en los Estados Unidos) la razón de ser de una organización verdaderamente no gubernamental de escritores y artistas cubanos es más contundente que nunca. Es decir, el modelo neoliberal que parece representar la única alternativa a la política de los estados socialistas del siglo XX ofrece muy poco al escritor de un país subalterno cuya producción cultural e intelectual ha sido absorbida, en gran medida, por la industria cultural metropolitana, y sobre todo, en el caso de la literatura cubana, por la industria editorial española.
     Si bien la industria cultural que teorizaron Teodor Adorno y Max Horkheimer en los años cuarenta nunca fue tan monolítica, ni tan carente de valor artístico e intelectual, ni tan incapaz de formular una perspectiva crítica como creían éstos, hoy por hoy, a medida que las grandes empresas multinacionales se van conglomerando, adueñándose de un número cada vez mayor de editoriales, periódicos y emisoras radiales y televisivas alguna vez independientes, la misma industria cultural se ha vuelto más masiva, más eficaz—en lo tecnológico, lo ideológico, y en lo empresarial—de lo que Adorno y Horkheimer podrían haber imaginado hace sesenta años.4  No es verdad, como algunos han supuesto de modo irreflexivo, que con la desintegración de la Unión Soviética las circunstancias que dieron pie a la Revolución cubana y que justificaron su política cultural anti-capitalista y anti-imperialista se han esfumado. Al contrario, en la ausencia del rival geopolítico, el carácter global del capitalismo se ha consolidado. El intelectual se encuentra, entonces, ante una disyuntiva algo paradójica; la crítica marxista del modo de producción capitalista cobra su mayor relevancia en la hora de su menor prestigio. Los cubanólogos, por lo menos, hemos prescindido, de modo irreflexivo, de la herramienta crítica más adecuada a la deconstrucción de esta coyuntura histórica.
     Por su parte, la noción de que a través de la democracia liberal y la liberalización del mercado, Cuba podrá ingresar con ciudadanía plena en la así llamada “comunidad de naciones” no le concede la importancia debida al estatus subalterno de la nación archipiélago, ni a lo reducido del espacio político, cultural, intelectual y comercial que el centro metropolitano y su cultura empresarial le otorgan a los exóticos países tropicales. Por decirlo de otro modo, pensar que Cuba puede integrarse a la comunidad internacional con la ciudadanía plena de Suiza o de Japón debe entenderse como la contrapartida de la “fantasía roja” que Iván de la Nuez analiza en su último libro — la otra cara de la misma moneda falsa, que ostenta el perfil de Castro por un lado y el de Washington por el otro.
     Pero, ¿cuáles son los peligros, en el contexto global, que actualmente asedian la cultura cubana, y, específicamente, la cultura literaria e intelectual que la UNEAC pretende custodiar? Para empezar, reconozcamos que el modelo político-cultural hegemónico mundial, en el que las empresas multinacionales parecen ser los verdaderos “ciudadanos” de los gobiernos “representativos”, y en el que el ciudadano en la calle o en el hogar desempeña un papel esencialmente simbólico (sobre todo en los comicios pautados), le ofrece a Cuba un mundo en el que lo que se entiende como cultura cubana depende tanto o más de las decisiones de unos empresarios en las antípodas de la ciudad letrada que de los mismos intelectuales y escritores cubanos.
     Pensemos, por ejemplo, en los empresarios de Random House Mondadori, multinacional que ya se ha apoderado, por ejemplo, de Grijalbo, Plaza y Janés, Sudamericana, y decenas de editoriales en otros idiomas. Aun la biografía Fidel Castro: Biografía a dos voces, que se hizo a base de entrevistas con Ignacio Ramonet, ha sido editada por la Editorial Debate — que pertenece a Random House Mondadori, que a su vez pertence a Bertelsmann, la casa editorial más grande del mundo. La multinacional no sólo absorbe el discurso supuestamente revolucionario — una vez que éste deje de representar, en el mundo poscomunista, un verdadero potencial revolucionario — sino que ejerce un control publicitario y editorial sobre el mismo.5 Tal vez ejerza sobre él, incluso, un efecto neutralizador.
     Quisiera proponer en estas páginas que a pesar del historiado desencuentro entre intelectuales de ambas orillas, la doble inconformidad — tanto con el dominio empresarial como con el dominio estatal sobre la producción cultural e intelectual — debe constituir la base de un re-encuentro, e incluso una alianza, entre los intelectuales de izquierda de los países capitalistas y los intelectuales de izquierda cubanos, bien sean estos últimos emigrantes o residentes en la isla. Debería representar, a mi juicio, la base de una causa común entre los desafectos de las respectivas y antitéticas experiencias políticas. Se trataría, por cierto, de una alternativa a las alianzas intelectuales que se han planteado entre el oficialismo cubano y la izquierda solidaria, por un lado, y entre el exilio reaccionario y la disidencia isleña — alianza, esta última (cabe señalar), promovida más por el exilio que por la disidencia interna. La única alianza que tiene sentido para los intelectuales de izquierdas, dadas las realidades históricas, sería la que se establece entre los intelectuales doblemente desafectos — es decir, los que son a la vez anti-colonialistas y anti-castristas, los que reconocen que puesto que la moneda circulada durante la guerra fría es falsa, tiene aun menos sentido hoy que ayer elegir entre sus dos caras.
     Se objetará, tal vez, que la experiencia del intelectual en Cuba y la del intelectual metropolitano no son en nada simétricas, y que la “represión” o “marginación” sufrida por el intelectual en los Estados Unidos, por ejemplo, desde donde se escribe este ensayo, se basa más en una manipulación teórica que en una represión literal — policial y carcelaria — como la que sufren los intelectuales cubanos. El encarcelamiento de setenta y cinco disidentes cubanos en 2003 no tiene contrapartida en los Estados Unidos. De acuerdo; reconozcamos la asimetría. Pero consideremos la posición del intelectual estadounidense — académico, periodístico o independiente — cuya denuncia, por ejemplo, de la tortura “anti-terrorista” o de la “guerra preventiva”, ha servido principalmente para sostener la apariencia de una pluralidad democrática, y cuyas libertades, en los primeros años del siglo se han ido erosionando en nombre de la unidad exigida por la amenaza terrorista y el Patriot Act. De la “unidad” ante el enemigo se ha hablado ampliamente de ambos lados de la orilla. Holgaría señalar, tal vez, la simetría retórica entre el “you’re either with us or against us” de George W. Bush y el “dentro de la Revolución todo; contra la Revolución nada” de Fidel Castro.
     Consideremos el ejemplo concreto del académico cubanólogo y cubano-americano que escribe este ensayo precisamente en Miami, recordando que el Departamento de Estado de los Estado Unidos ha designado a Cuba durante los últimos veinticinco años como “state sponsor of terrorism”. Y tengamos en cuenta que en los últimos meses de su administración el ejecutivo le pondrá presión a la Cámara de Representantes de los Estados Unidos para que apruebe las medidas ya aprobadas en el Senado, que le otorgarían al mismo ejecutivo el derecho de interceptar, sin permiso de las cortes FISA (Foreign Intelligence Surveillance Act), cualquier comunicación electrónica internacional, sin tener que contar con el aval de ningún organismo, medidas que concederían inmunidad judicial a las compañías de telecomunicación que han cooperado con el gobierno. Las recientes tendencias hacia el espionaje doméstico en los Estados Unidos tienen una clara resonancia en el contexto cubano, y tienen implicaciones fatídicas para los que nos comunicamos electrónicamente con cubanos en la isla. Bajo el pretexto de una amenaza terrorista, el gobierno puede intervenir comunicaciones que no tienen nada que ver con el terrorismo sino con otra especie de “diversionismo ideológico”.
     Si bien el gobierno de Washington no ejerce el dominio directo y casi absoluto sobre los medios de comunicación que ejerce su homólogo en La Habana, el así llamado “Washington consensus” y sus organismos mediáticos pesan mucho más, hoy por hoy, que cualquier romanticismo revolucionario, precisamente por el aparente consenso otorgado tan libremente, sin coerción. Pero las medidas propuestas en el Congreso de los Estados Unidos ponen al descubierto una vez más — si es que hacía falta más evidencia — la relación simbiótica que existe entre el estado y estos organismos mediáticos. Y si aún existe alguna duda en cuanto a la disposición de los aparatos estatales a usar la fuerza represiva cuando no tienen el efecto deseado los aparatos ideológicos (bien analizados hace casi cuarenta años por Louis Althusser), consideremos por un momento la represión violenta desencadenada en esta misma ciudad de Miami hace cuatro años durante las manifestaciones en contra del ALCA (Area de Libre Comercio de las Américas). En la supuesta capital del exilio cubano, símbolo vivo y exportador de los más sagrados valores democráticos a la isla a través de emisoras como Radio Martí, y a través de organismos como The Cuban American National Foundation o Hermanos al Rescate, las protestas pacíficas en contra del orden económico imperante se contestaron con gases lacrimógenos, gomas de bala, encarcelamientos, y con garrotes, que por cierto partieron por lo menos un cráneo estudiantil.
     Desde esta óptica, la idea de una unión de escritores e intelectuales verdaderamente no gubernamental podría representar ya no la consagrada portavoz de las masas sino un modesto comienzo de resistencia desde la ciudad letrada, la posibilidad de una mínima agencia política colectiva frente al Estado — frente a los Estados de ambos lados de la orilla, desde luego — y frente a la administración de la cultura por la cada vez más consolidada industria capitalista y los aparatos represivos que defienden sus intereses. Es más, podría representar en estos días la posibilidad de una agencia política transnacional que refleje la realidad geográfica e ideológica de lo que se ha dado en llamarse la “diáspora” cubana (aunque los salvadoreños y los guatemaltecos desterrados, por ejemplo, siguen siendo “emigrantes”). Los principios anti-capitalistas y anti-imperialistas de entidades como la UNEAC — ya que no su verdadero ejemplo histórico — resultan más contundentes hoy, tal vez, que hace casi cincuenta años cuando se formó este organismo.
     He querido subrayar que, a largo plazo, en poco le beneficia al intelectual elegir entre los existentes modelos represivos, optando por el que le parece menos maligno. No le conviene a la izquierda, a principios del siglo XXI, conformarse ni con la hegemonía neoliberal que se ha impuesto ni con las mitologías socialistas del siglo pasado que parecen haber perdido. Al contrario, habría que aprender de las resistencias anteriores, tanto o más de sus errores que de sus aciertos, ya que los primeros parecen ser los más abundantes. Hay muchos indicios de que un imaginario intelectual anti-neoliberal se va edificando, aun entre algunos cubanos exiliados que tienen mucho motivo para sospechar de cualquier discurso anti-capitalista o anti-imperialista.
     Pido se me conceda, entonces, este breve ejercicio de pensamiento utópico tras el espectacular fracaso de la Utopía cubana. Sospecho que sólo un tercer pensamiento utópico le puede servir de contrapeso a éste y a aquel otro que no se reconoce como tal, y que afirma, por ejemplo, que la “democracia liberal” en los países metropolitanos no tiene nada de simulacro, y mucho menos de eufemismo, o que el mercado fue alguna vez, o podría ser en el futuro, realmente “libre” para los trabajadores — es decir, para la gran mayoría de las personas del mundo (que por cierto aprenden a identificarse cada vez más como consumidores que como trabajadores). Concluyo, entonces, con una hipótesis: para renovar en el contexto cubano-global la estancada política cultural de izquierdas, hacen falta instituciones análogas a la UNEAC o Casa de las Américas o el ICAIC — si bien contrapuestas a las mismas, o a su ejemplo durante los años fidelistas — capaces de ejercer las funciones organizativas, editoriales, y publicitarias que han quedado en manos de la burocracia socialista, por un lado, y del mundo empresarial por otro lado. El diálogo necesario precisa de un foro, de instituciones, de una colectividad y una praxis política. Hacen falta organismos anti-imperialistas y democráticos, socialistas y heterodoxos, compuestos por cubanos de “todas partes del imperio”, que rechacen tanto las epopeyas totalizantes de la revolución en el poder como aquellas viejas “teleologías insulares” de las élites criollas. Tal organización político-cultural podría inaugurarse, acaso, con el simple otorgamiento de un premio literario para el mejor ensayista cubano, hace pocos años “desactivado” en la UNEAC.

Notas

1. Pienso, por ejemplo, en Fantasía Roja, de Iván de la Nuez, o el artículo “La anatomía del entusiasmo,” de Rafael Rojas (de la Nuez, Iván. Fantasía Roja: La Revolución cubana y los intelectuales de izquierdas. Barcelona : Debate, 2006; Rojas, Rafael. “Anatomía del entusiasmo” Encuentro de la cultura cubana. 45/46 (2007), pp. 3-15).

2. Fukuyama, Francis. The End of History and the Last Man. New York: Free Press, 1992.

3. Beverley, John. “El latinoamericanismo después de ‘9/11’”. Casa de las américas 241 (2005).

4. Adorno, Teodor y Max Horkheimer. The Dialectic of Enlightenment. New York: Herder and Herder, 1972.

5. Ramonet, Ignacio. Fidel Castro: Biografía a dos voces. Editorial Debate (Random House-Mondadori), 2006.


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