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El angel de Sodoma

Alfonso Hernández Catá

(continuación)


esde el rellano de la escalera, mientras él subía, Amparo le gritó:
– ¡Carta de Jaime, José-Mari! Isabel-Luisa no me ha dejado abrirla.
Iba ya a decir que la boca cautelosa en donde se filtraban las palabras habían hecho bien en ordenar que le guardase el sobre intacto, pero se retuvo: La vehemencia de Amparo le era, a pesar de todo, preferible a la indiferencia mesurada y un poco egoísta de la otra. Cuando tuvo el sobre en la mano, preguntó:
– ¿Y cómo pensasteis que fuera de él? Ca dirección viene a máquina
– Sí, pero como es de sabe Día dónde...
– De Jamaica, de un corresponsal nuestro. Por desgracia no es de Jaime
     Y se la guardó con la certidumbre de que la perfección de su mentira –  ¡mentira femenina! – derrotaba presentimientos y desconfianzas.
     Era de Jaime, sí: su corazón también se lo había dicho igual que a Amparo, y antes de leerla pensó en que desde seis meses atrás la esperaba todos los días. Dos meses antes, los periódicos publicaron la noticia de que en una ciudad de América, una noche de tempestad, durante la representación de un circo, las pobres fieras, no se sabe si aterrorizadas o cansadas de su servidumbre, habían devorado a la vista de la muchedumbre una ensalada de titiriteros, y el corazón de José-María tuvo un nuevo sobresalto y un nuevo secreto que guardar. Dos certidumbres lo poseyeron en seguida: que la mujer y el hombre designados por Satán para traer la desdicha a la casa de los Vélez-Gomara habían muerto, y que Jaime no estaba ya con ellos desde hacía mucho. No era posible que de haber perecido o sufrido daño su pecho no sintiera una palpitación luctuosa.
     Sin embargo, el anhelo de comprobación cayó pronto sobre sus problemas, sobre sus fatigas, sobre la tortura de aquellas cotidianas visitas a la casa de Cecilia, ya novia suya, sobre los preparativos de la boda de Isabel-I,uisa, y se puso a esperar la carta de Jaime con una confianza inmotivada que venía a justificar ahora el hecho de tenerla contra su corazón.
     Mientras comía pensando en las horas amargas que venía de pasar en la casa que desde el primer momento le abriera sus puertas, junto a la muchacha apasionada cuyo amor galvanizaba en él todas las frialdades, se interrogaba sin hablar: «¿Querrá responderme Dios así, con este premio a la fe, en su misericordia, a mis preguntas de aquel día?» Y antes de abandonarse al optimismo, volvía a demandarse: «Hay que esperar aún... ¿Qué me traerá este sobre voluminoso, después de tres años de silencio?»
     Le traía dinero. Dinero y noticias, una de las cuales grávida de sentido. Jaime, tras rodar por cien peripecias de escasez y holgura, por oficios inverosímiles, había hallado uno sin nombre, capaz de enriquecerlo en pocos años. Arduo y oblicuo debía de ser cuando, para ejercerlo, juzgó útil cambiar de nombre.
     Cambiar de nombre: ¡qué cosa tan turbadora y, por lo visto, tan fácil!... Cambiar de nombre, bautizarse a sí mismo, cortar el cordón umbilical del alma y reconocerse sólo, único, eslabón irresponsable desligado de toda cadena... Dejar a un lado la funda estrecha de los apellidos, y ser otro, más verdadero tal vez, sin pasado, sin cargas... ¡Qué maravilla!
     Jaime se llamaba ahora Nicolás Smith y viajaba a bordo de una goleta entre las Antillas y las costas americanas, llevando una mercancía preciadísima y peligrosa. «Seis o siete viajes como el último; que no tropezara con un ciclón o, lo que era peor y más probable, con un cañonero yanqui, y volvería a la ciudad natal para tener el derecho a ser noble y hacerlos felices s todos. Antes que no volver así, prefería no regresar... Moriría de un tiro o de un trago de agua salada Nicolás Smith, y nadie sabría nada del Jaime Vélez-Gomara que dejó un día detrás su case con blasones y su pueblo mezquino, para ir mar adelante hacia el ancho mundo donde el nombre de mayor alcurnia es brizna en el viento...» Des-pués, con curiosidad tierna, preguntaba si las muchachas se habían casado, si lo recordaban con cariño, y enviaba, por si llegaba a tiempo, unas cuantas libras sterlinas para los regalos de boda.
     La idea, para José-María nueva, de que se pudiera cambiar de nombre, le produjo primero estupor y luego una perspectiva lejana y confusa, de esperanza. El nombre aquel por el que llevaba tantos años sacrificándose; el nombre que era orgullo de la ciudad, penas salvadas unas leguas, «por el ancho mundo», no era nada, nada, y podía trocarse por otro cualquiera...
   Viniese o no Jaime, cuando los apellidos de sus hermanas se hubiesen borrado al fundirse en el caudal viril de otras estirpes, él podría huír, quitarse el escudo, la responsabilidad de ser hijo del padre suicidado heroicamente y un día, siquiera un día, lejos, libertar el alma y el gusto equivocados de cuerpo, y vivir una hora de cieno feliz no importa si conocida o no cuantos le conocían, o si sólo vista por los dioses que lo hicieron ambiguo y pusieron en sus ojos verdes, en su boca hermana de la de Amparo, en sus nervios y en su tacto, a un tiempo mismo la repugnancia y la envidia de la mujer.
     Aun cuando no se lo confesase, todas sus horas penosas dábalas ya com pago de la que un día, lejos, habría de permitirle encararse con la vida y decirle: «¡Así soy! ¡Fuera falsa virtud, fuera vergüenza de mostrarme según me hicieron!» Una frase oída a no sabía quién, en la perfumería, cobraba sentido de norma. «Si se nos dieran dos vidas, una para nosotros y otra para los demás, cabría elegir; pero no es así, y lo que dejamos de hacer por miedo a los otros ya no lo podremos hacer nunca.» Y se engallaba en la soledad, cual si un juez estuviera pidiéndole cuentas del pecado no cometido aún.
     Ya la boda de Isabel-Luisa estaba muy próxima, ya había sufrido la humillación de verse ascender no por sus méritos, sino por su venidero parentesco con Claudio, a la categoría de jefe. Una idea única, honrada, exigida por cuanto había de probo en su espíritu, lo venía torturando desde hacía varios meses: «Era preciso romper cuanto antes con Cecilia.» Aquel empeño sin resultado posible, constituía una vileza.
     Quizás por un fluido mal sano, gemelo del suyo, o por la misteriosa capacidad que tienen las mujeres de admirarse a sí mismas cuando ven transfundidas vagamente a otro sexo las femeniles gracias, Cecilia lo adoraba. Lo adoraron ella y su madre desde el primer momento, a pesar de la casi esquiva cortesía con que lo trataba el hermano.
     Eran, cada tarde, cerca de tres horas de tortura. Cuando una conversación ajena a ellos no los salvaba, el tiempo goteaba lento y cargado de peligros, del reloj de pared. Y en vano pretendía dominarse. Vecindad de dos climas sin compenetración posible; de una carne que sin las trabas del recato habría envuelto ardorosa y florecida en espasmos a su elegido, y de otra frígida, serpeada sólo por relámpagos de conciencia, que sin los grillos del pundonor habría huído de aquella juventud fragante como de la más horrenda vejez.
     Si se cargaba demasiado el silencio, ella solía decir:
     – ¿Has tenido algún disgusto en la oficina? No me lo niegues. Acércate más.
     – ¡No, no!... Estoy así bien.
     – ¡Si vieras qué envidia me dieron Isabel-Luisa y Claudio la otra tarde!... Esos sí que se quieren. Él no está nunca tan indiferente como tú.
     – ¡No me digas eso!
     Hubo algo tan doloroso en su demanda, que ella retuvo los reproches.
     Para compensarlos, susurró.
     – ¿Quieres Que te cuente una cosa? Hace días que quiero contártela y no me atrevo. ¡Como no acabo de comprenderte!... Temo ser indiscreta o no haberme fijado bien. Y eso que...
     – Dímelo pronto. ¿No sabes lo curioso y lo impaciente que soy?
     – Igual que una mujer, sí.
     Una nueva sombra encapotó la frente de José María, y su boca tuvo palabras bruscas.
     – ¡Pues cállatelo! Me es igual... ¡No, no quiero saber!
     Pero ella, mimosa, contrita ya de la falta que ignoraba haber cometido, se lo dijo, muy bajo, suavemente:
     – Que creo que mi hermano y Amparo se gustan, ¡bobo!... Lo he observado. ¡Si vieras lo bueno que es Marco! Mucho mejor que yo, sólo que no ha tenido suerte en la vid.a. ¿Te opondrías tú?
No pudo responder al pronto. La idea de resarcir a aquella familia de su inevitable abandono y de dar a Amparo un hombre humilde y enérgico, un verdadero hombre capaz de compensar la boda ignominiosa de Isabel-Luisa, habíale frisado el anhelo muchas veces. Y ahora presentábasele clara y fácil, propuesta por aquella de quien se tendría que separar para no castigar su confianza con un engaño y una ignominia.
     De vuelta a su casa habló con Amparo y ella se esponjó de placer al ver que, por vez primera, quien hasta entonces volviera el rostro con disgusto al verla hablar con hombres, le hiciera una proposición casi.
     – El hermano de Cecilia te quiere. Yo nada te aconsejo. Me gustaría, sólo, que tú te fijaras en él.
     – Es muy guapo, sí; lo tengo bien visto.
     – Y muy bueno, muy hombre... He pensado, antes de que te diga nada y tú le contestes, para que no medie interés, colocarlo en el Banco... Pedirlo de ayudante mío, por si yo llegara a faltar. Además de bueno, sé que es inteligente, honrado... Tiene todo.
     Tenía todo, hasta una instintiva perspicacia que le hacía rehuír, sin caer en incorrección, el trato con José-María. Muchas veces se había preguntado éste si aquel malestar existente entre ellos provenía de alguna causa expresa. Se hablaban poco. Sólo se dieron la mano los primeros días. Y en la calle,  únicamente cuando el encuentro era harto frontal, se saludaban. Era por parte de José-María temor de sentirse adivinado, descubierto. Y por parte del otro nada fijo: la voz previsora de la intuición tal vez.
     Al otro día, con la voluntad presurosa que suelen poner las almas femeninas cuando se templan en un anhelo entrañable, habló con el novio de Isabel-Luisa.
     – Claudio, tengo que pedirle, bueno, que pedirte un favor: un puesto aquí... Yo sólo no voy a organizar el departamento... Garantizo a la persona que recomiendo, claro: honrado, inteligente... Hay que darle, por lo tanto, un sueldo decoroso.
     – Hombre, el caso es...
     – No me importaría que rebajarais algo del mío. Me habéis puesto demasiado, y desde hace tres meses no sé qué hacer ron el dinero. Confidencialmente te diré que es muy posible que entre también en nuestra familia, por Amparo... Muy confidenciaImente, ¿eh?
     A él mismo, le pasmaba su tono seguro y ligero. Y le hizo sonreír la respuesta del sietemesino cargado de oro, ya ganoso de no dar espurios entronques a los cuarteles del escudo que iba sacramentalmente a comprar.
     – Te habrás enterado de la familia que es, por supuesto.
     – Una investigación completa. Figúrate.
     En ese caso, puedes fijarle el sueldo tú; sí, hombre... Has de acostumbrarte a ser jefe de veras.
Su entrevista con Marco fué más corta, y procuró entablarla delante de Cecilia y de su madre, para prevenir una negativa absurda hija de aquella antipatía o sospecha de que, por parte de Marco, sentíase objeto.
     – Oiga, Marco, ¿cuánto gana usted en donde está?
     – Poco... Algo menos de lo suficiente.
     – Y sin porvenir, lo sé.
     – Psché...
     – Es que tengo para usted una colocación mucho mejor, en el Banco, desde el día primero si quiere. Ya está hablado allá.
     Al saber la cuantía del sueldo y las posibilidades de progreso, las mujeres palmotearon, y la anciana, atrayendo a José-María hacia su regazo, le dio un beso húmedo de felices lágrimas, que lo removió todo. El leyó la promesa de otro beso en la boca de Cecilia y tuvo miedo. Marco le dio la mano, y la suya se sintió desfallecida en aquel apretón de gratitud que había de empañarse bien pronto por su necesario rompimiento con Cecilia.
     Aquella tarde, cuando iba de vuelta a su casa, le ocurrió una aventura cuya estela de pensamientos le hizo comprender la imposibilidad de prolongar más la prisión del medio ser nacido en el circo, cada día más fuerte, más deseoso «de vivir su vida». Era verano – la época peor, sobre todo en el sopor de las siestas – y la ciudad estaba llena de forasteros. Como él iba ensimismado, alegre de que Marco no hubiese su rechazado su oferta, tropezó con un transeunte y se volvió a pedirle excusas. Fué un momento, un instante, un cruce de miradas sólo, y José-María se dio cuenta de que acababa de ser descubierto, desnudado hasta lo más  recóndito.
     Tenía el hombre, muy fornido y vestido con afectación, algo violador en la vista. José-María casi echó a correr, pensando: «Acaso no sea culpa de él sólo, sino de mi secreto que madura, que se desborda, que, tal vez, ha dictado ya sospechas a Marco como se las dictó, antes de revelárseme a mí mismo, al albino de la oficina, quien en cinco años de convivencia jamás me habló sin una sonrisa punzante... Urge huír: dentro de poco me lo conocerán todos y seré lo mismo que aquel guiñapo abrasado de vicio que pasó de una puerta a otra, entre risas, con una flor avergonzada en la oreja.»
     De pronto, se detuvo: Detrás de los suyos sonaban otros pasos, fuertes. Miró de soslayo, con una mirada hasta entonces ajena a su carácter – mirada de ser débil  que le produjo ira, y apresuró el andar. Entonces los otros pasos aceleraron también el ritmo. Y José-María tuvo miedo.
     Su primer impulso fue correr, entrar no importa dónde, pedir socorro. Pero reaccionó. Un valor súbito, de los nervios, impelióle a enfrentarse con quien así se le entraba por los ojos a lo más íntimo de su vida. En el recodo de una esquina se detuvo. Los pasos se acercaban, se acercaban... Y hubo otro encuentro.
     – ¿Qué me quiere usted? ¿Por qué me sigue?
     Sus manos menudas, de orden, se crisparon; y otras más fuertes, cargadas de anillos, cual si estuviesen habituadas a jugar con muñecas, torsionáronle las suyas.
     – ¡Ay! – gimió.
     – ¡Bobo... bobo! – balbució, babosamenfe, una voz fina, inesperada en el rostro de cíclope.
     Sonaron pasos al extremo de la calle y José-María, desasiéndose, volvió a emprender la fuga. Una lucidez gélida había sucedido a su arrebato. Todavía sentía el valor preciso para volverse asesinar al monstruo; pero las consecuencias del escándalo, la certeza de malbaratar en un solo minuto las precauciones de tantos años de disimulo, aconsejaron huír. En el choque había vuelto espaldas a su casa, y, al sentir de nuevo los pasos persiguiéndole, se encaminó a la de Cecilia.
     La encontró sola en el comedor. Marco debía de haber salido, y su madre estaba en las habitaciones interiores. Él fingió haber olvidado unos papeles. La voz musical, en la penumbra olorosa a geranios, dijo:
     – José-Mari, ¡si vieras cuánto me alegro de que hayas venido!... ¡Eres tan bueno! ¡Y antes no supe darte las gracias, delante de todos!... ¡José-Mari, puedes pedirme lo que quieras!
     Había un temblor delicioso, de feliz sacrificio en su rubor y en el ademán de sus dos manitas tendidas. ¡Nunca habían estado tan juntos! Sin querer, ella gravitaba hacia él, y él, rígido, frío, sentía acercarse su atmósfera de llama suave. Un punto más y la boca de Cecilia se hubiera abierto sobre la suya. Un momento más y el doble temblor apasionado del pecho se habría apredo contra su corazón... José-María la repelió con violencia, perdió ante el inesperado peligro el miedo al otro riesgo que lo acechaba en la calle, y salió huyendo. Sin saber si el desconocido perseguidor estaba o no, cegado por internas tinieblas, incapaz de oír más que el bordoneo de sus oídos, anduvo largo rato.
     Cuando las fuerzas lo abandonaron de improviso, estaba al pie de una iglesia. Apoyándose a las paredes para no caer, entró. Y en la húmeda penumbra del templo maidijo cien veces su nombre, la hora en que su padre lo engendrara y las entrañas donde se había cuajado su mísera vida, sin que las imágenes rodeadas de gotitas de sol, salieran de su indiferencia.


iempo, te pintan viejo y ¡qué vista tienes para desenredar las madejas difíciles les! Allí donde la imaginación se exaspera y hace dramáticos nudos y siente ganas brutales de romper, tú, hora a hora, sin apenas mover los dedos, vas devanando, devanando...
     De este modo, ocho meses más tarde, bajo el ámbito secular de otra iglesia, resonaba el trueno religioso del órgano en canto nupcial, para celebrar la unión de dos parejas: Isabel-Luisa y Claudio, Amparo y Marco. Y la tercera pareja, la que debía haber completado el día feliz, la que en noches interminables de insomnio él no lograra preveer el modo de romperla, habíase desunido sin saber cómo, en una melancolía hasta exenta de lágrimas, fatal y suavemente.
     Quién sabe si los pensamientos a que se podían comparar las ojeras de Cecilia, estuvieran injertados con amargos citisos; mas su voz seguía siendo melódica, y nadie, al verla inclinarse sobre los azahares de las dos hermanas, hubiera descubierto en su sonrisa verde raíz de envidia.
     Música, incienso, tintineantes arras, blancos velos, rumor de muchedumbre, palabras rituales del sacerdote, campanas que ensanchaban el cielo con sus sones, una bendición, unas firmas... y he aquí la madeja convertida en tres hilos nada más: uno de oro – el de Isabel-Luisa y Claudio –, otro de plata feliz – el de Marco y Amparo – y otro negro, negro de noche, negro de ir oculto entre culpables sombras: el de José-María.
     Ya sólo quedaba una meta, muy próxima. Se irían los novios a viajar y regresarían a los dos meses para quitarle de los hombros Ia carga última: la del despacho de la casa de banca. Era ese intervalo José-María gozó de una especie de ansiedad satánica.
     Ni siquieza las visitas a casa de Cecilia le eran ya difíciles, pues habíase tendido entre ellos, para dulcificar la ruptura, una generosa y subconsciente comprensión, disfrazada de gratitud. AI irse a su casa, libre del remordimiento de antes, él pensaba: «Me guardará un poquito de luto, y, luego, cuando menos lo espere, encontrará, lo mismo que Amparo halló a Marco, un hombre de veras, capaz de merecerla y de transformar en viva miel sus panaIes.»
     Ahora José-María marchaba a pasos seguros e ingrávidos a un tiempo. Sentíase ya un poco ausente de su ciudad, tan tirana, tan rica en resonancias familiares; y hasta la incógnita del destino de Jaime pesaba menos sobre su corazón.
     ¿Qué importaba si su hermano había muerto o no, si, en realidad, era ya, desde hacía tiempo, otro? Un mes más, medio, diez días, y él partiría por primera vez en la vida, por vez primera él mismo, y apena.s saltase de un tren a otro y traspusiese una frontera, nadie podría decirle: «Tú eres el primogénito le los Vélez-Gomara. Hombres de tu linaje fundaron nuestra ciudad, y en tu escudo, ahondado en el medio punto de piedra bajo el cual muchas generaciones pasaron, los ocho cuarteles ostentan blasones cada uno de los cuales te obliga a ser superior a nosotros...»
     Nadie lo podría ni recordar ni exigir. Se iría, se iría apenas regresaran los novios. No estaba seguro de haberles insinuado aún su deseo, mas sí de que no le pondrían impedimento alguno. En su certeza, empezaba a despedirse ya de ciertos sitios queridos de la ciudad. Aquella esquina, aquella cuestecita de piedras agudas que casi todos evitaban dando un rodeo y que él subió tantas veces para mortificarse...
     Creía detestar a la ciudad donde toda su vida pasara en doloroso rosario de días desde su adolescencia, y ahora comprobaba que algo melancólico enturbiaba la alegría de dejarla. ¿Ocurriría también así con los sacrificios?...
     Un domingo fué de campo, solo, al repecho desde donde se veía la enorme roca en el instante de suicidarse y en donde el globo cautivo de un pino esperaba para ganar el cielo que cortasen las amarras de sus raíces. En el agreste escenario de su infancia el tiempo subvertíase, y durante largo rato, echado de espaldas, mirando el alto azul al través del verde de las ramas, sintióse niño, en espera de toda la vida. Y poco a poco, como si el pasado tuviera algo de futuro, recordaba con esfuerzo, lo mismo que si adivinase...
     Pasaban en las remembranzas su orfandad, los años felices antes de acabar la carrera Jaime, la enfermedad de Isabel-Luisa, la primera costura derecha que hizo él a máquina, su júbilo ignorante la tarde en que se oyó llamar «madrecita», y, luego, cosas, cosas, ¡cosas! ... algunas de las cuales le aborrascaban el ceño, mientras otras le hacían pestañear estrangulando lágrimas o lo estremecían todo contra la muelle hierba...
     Su despedida última debía de ser para aquel nudo de la carretera, lazo con que el destino gustaba detener la impaciencia y la vida de los hombres que se desbocaban.
     Todas las tardes subía a ver al padre de Claudio. Cinco años antes, cuando él entró en la casa, el viejo era un patriarca de judaico perfil, rápido todavía de movimientos cuando estaba sentado; pero en poco tiempo decayó, se le endurecieron las arterias, tuvo un ataque hemipléjico y quedó medio afásico, aprendiz de muerto, solemne y macabro, en un sillón de ruedas. José-María teníale afecto por la bondad con que, desde el principio, lo acogió, y por el respeto con que hablaba siempre de su padre. Pero al verlo ahora babeante, apagadas las pupilas sin cuya luz la proa de la nariz era como vestigio de naufragio, la idea de llegar a ese estado sin haber sido siquiera una vez «él mismo», robustecíale su decisión de irse.
     Para disuadir a un fantasma que insistía en clamar los lugares comunes del deber, explanaba la perspectiva de una existencia solo ya, sin causas a que sacrificarse, ya sin responsabilidad, sin posibilidades de gastar la superenergía en trabajos útiles a los otros, apoltronado por el dinero y espoleado por las comodidades que la vida le iba obligando a aceptar, hacia el declive por donde ruedan los sentidos. Sentíase en capilla, condenado, no a muerte, sino a vida, y se tenía una especie de lástima y de admiración que lo hacía dulce, frágil...
     Todos cuantos lo frisaban advertían el influjo de aquella bondad anhelosa de emplear el fin de su tesoro. Los mendigos ciegos le conocían los pasos y lo bendecían al acercarse. En todas partes se celebraba su llegada. Hasta Cecilia, en lugar de guardarle animadversión, lo recibía con armoniosa sonrisa de bienvenida.
     – ¡Ayer no viniste y te echamos de menos!
     – No pude, mujer... Ahora lo tengo que hacer todo, y...
     Le dio sonrojo mentirle también en las cosas menudas, y a favor de un momento en que se quedaron solos, y sin miedo, le cogió las manos. Ella se quedó helada, sin perder la sonrisa, sin atreverse a dejar chispear el rescoldo de su corazón.
     – No me quisiera ir sin que me perdonaras, Cecilia.
     – ¿Yo? ¿Yo a ti? Pues ni que te fueras al fin del mundo. Y, además, ¿perdonar yo? ¿Yo, al que ha sido el ángel bueno de esta casa?
     Había en la ligereza segura de su tono el dolor de la mariposa en torno a la luz. Él sentía las manitas húmedas entre las suyas. Y susurró muy bajo:
     – Con todos he sido bueno menos contigo, y ¡te quiero, Cecilia!... Pero ¡no puede ser!... Supón que tuviera una enfermedad terrible... ¡No digas que no Importa! Tú que eres creyente, supón que Dios hubiera puesto su espada de fuego entre nosotros... Eres buena, lo mereces todo... Y lo tendrás... ¿Crees que no me costó renunciar a ti? ¡Fue perder Ia última esperanza!... Yo quise, Cecilia, y Él no quiso… Él, ¡Dios!... Y como la vida es larga y hasta las peores cicatrices casi se borran. Me da pena entristecerte más, Cecilia... Pero era necesario... Y ahora, aunque no me lo digas, sé que me vas a perdonar.
     Salió con el alma apretada, rezumando una emoción con fermentos malignos, y quiso sufrir ya todo el día para que nada pudiera entorpecer luego sus últimos preparativos de marcha. Tomó un coche en la plaza y ordenó al cochero:
     – Echa por la carretera del Oeste, hasta después de las tres vueltas.
     – Sí, señorito José-María.
     Ignoraba que lo conociera, y se sorprendió. Se sorprendió más cuando, aquí y allá, muchas personas se volvían para saludarle y por doquier elevaba su paso un murmullo de simpatía: «Es el señor de la casa del escudo.» «Es el mayorazgo de los Vélez-Gomara, ¡bueno si los hay!» Y él, ante aquella despedida de la ciudad que desde niño habíale exigido fidelidad a su rango, sentía impulsos de erguirse y gritar: «iNo soy bueno, soy un monstruo! Un sepulcro mal blanqueado nada más!»
El coche avanzaba envuelto en polvareda tenue, entre álamos. Desde lo alto de un collado la ciudad veíase recostada contra las montañas, azules de crepúsculo. Al llegar al sitio de la catástrofe, José-María descendió, fue hasta un árbol de añoso tronco y pasó la mano por la áspera corteza hasta hacerse daño.
     Contra aquel árbol había roto el centauro suicida que lo engendró cuanto tenía de hombre, y ahora, en su fronda, cantaban pájaros. ¿Sería eso un símbolo? ¿Querrían decirle aquellas gotas violentas de música que un día, después de haber muerto el José-María de las abnegaciones y las resistencias, anidarían alegrías en su exisiencia? ¡No, no! ¿Cómo se había atrevido a pensar eso allí, donde la sangre paterna corriera?
     Dos días más tarde llegaron Isabel-Luisa y Claudio. Al siguiente la otra pareja. Y entonces la existencia de José-María empezó a correr bajo un signo de sorpresas ordenadas. Se vió agasajado por todos, empujado por todos, cual si hadas benignas o malvadas allanaran cada obstáculo de su nuevo camino. Había pedido un mes y se le dijo: «No uno, sino dos o tres. ¡A descansar y volver con fuerzas para darle un verdadero impulso a la casa!...»
     A su regreso – aseguraba Claudio – habría cambios sensacionales... «¡Era preciso hacer de las dos una familia sola, fuerte!...» Amparo le sonreía feliz con  una dicha de la carne visible en la jugosa sonrisa; e Isabel-Luisa manejaba en el naciente otoño su abrigo de costosas pieles y los relámpagos domesticados de sus joyas con un aplomo fino, de raza. Y ya, despectiva, para dar el último puntapié al último crepúsculo, la voz que había ido derrotando todas las razones de la moral y del espíritu de la familia le dijo con chocarrero acento: «Tanto sacrificio por un nombre, ¿a qué conduce? Todo tiene su punto de vista... Para la Compañía dr Seguros tu padre no fué un noble, sino un villano listo, ya ves.»
     En la estación, adonde fueron a despedirle todos los empleados de la Banca además de la familia, entre las maletas regaladas por sus hermanas, tocándose de vez en cuando, por costumbre, la cartera repleta de billetes y de cartas de crédito, José-María tuvo un instante miedo a que alguien viniera a arrebatarle aquel viaje. Al primer grito de prevención subió al coche. Iba solo. Sonó un silbido estrídulo, traqueteó el tren con movimiento brusco, y los rostros empezaron a quedarse detrás. Todavía oyó la voz chillona de Claudio gritarle:
     – Déjate de tontunas y ve a ver a nuestros corresponsales en seguida. Yo les escribo.
     Se derrumbó en el muelle sillón, emocionado; y largo rato estuvo sin coordinar ideas. La luz menguaba en los cristales trémulos, y en la vasta soledad, únicamente el asmático chispear de la máquina y, de tarde en tarde, rojizas lucecitas – chispas embalsamadas – interrumpían la sombra. En el comedor no vió ningún rostro conocido; y él, que apenas comía, repitió de dos platos y al final tomó café, licor, y se echó en la silla hacia atrás, con la copita de oro denso entre los dedos, ensayando un gesto de impertinencia.
     Tocóle de compañero de cama un inglés enjuto, y apenas durmió. Muy temprano vistióse y, en el pasillo, se puso a ver pasar paisajes, pueblos, gentes. Al llegar a la frontera hubo trasbordo. Un poco mareado, cayó en el otro tren. ¡Qué grande era el mundo! ¡Qué lejos estaba la ciudad, el escudo de piedra, las menudas preocupaciones! ¿Quién se volvería, aquí, a escuchar su nombre si lo dijera en alta voz? Nadie. El concepto de las magnitudes y la diversidad de la vida, adquiría de estación en estación, realidad sensible en su conciencia.
     ¡Bien había hecho Jaime en seguir el imán de la distancia! El mundo era para cada hombre igual que el tiempo para todos: borraba, aislaba, nivelaba... Cien leguas, cien años y el magnate era polvo y el reverenciado desconocido... Luego de almorzar durmióse. Despertó al caer la tarde, cuando pueblos risueños se asomaban a un río. Luego fueron más kilómetros, más trepidar, noche otra vez.
     Y, de súbito, se recobró en todos sus nervios, porque un señor de barbilla hirsuta dijo señalando a una constelación caída allá lejos, sobre el valle:
– París.

continuará...

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