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Dos conferencias de Diego Vicente Tejera (comentadas a cuatro manos)

Diego Vicente Tejera (1848-1903). Periodista y poeta.

     En 1862 abandonó el Seminario San Basilio el Magno para concluir sus estudios primarios en la Escuela Preparatoria. En 1864 ingresó en el Instituto de Segunda Enseñanza de su ciudad natal. En 1865 fue a Ponce, Puerto Rico, para reunirse con su familia. Un año después, su padre lo envió a Estados Unidos. En 1867 viajó a París, donde se relacionó con los emigrados españoles y participó en actividades conspirativas. Visitó a Londres, Bélgica y Alemania. Al llegar a España, comprometido en una revolución contra Isabel II, se encontró con que el movimiento había sido sofocado. En 1868 regresó a Puerto Rico, donde se dedicó a la agrimensura. Para librarlo de persecuciones por sus manifestaciones de simpatía hacia la revolución de Lares, su padre lo envió a Venezuela. Allí se graduó de Bachiller en Artes y comenzó la carrera de medicina, que dejó inconclusa.
     Fue encarcelado por su participación como combatiente contra la revuelta de Guzmán Blanco. Regresó a Puerto Rico en 1870. Para alejarlo de la guerra emancipadora cubana, su padre lo envió a Barcelona para que continuara sus estudios de medicina. Allí se inició en las actividades masónicas. Fundó el semanario La Abeja Recreativa y colaboró en El Ramillete. Se trasladó a Nueva York, donde dirigió el periódico La Verdad, órgano de la Junta Revolucionaria. Después viajó a París y, tras el Pacto del Zanjón, a Estados Unidos y a México, donde colaboró en El Ferrocarril y en Revista Veracruzana. En 1879 regresó a Cuba. Fundó El Almendares y la Revista Habanera. Colaboró en El Triunfo, La Habana Elegante, El Porvenir, Revista de Cuba, El Tábano, El Fígaro y otras publicaciones. Apareció incluido en la antología Arpas amigas. En 1885 su nombramiento como director de la revista La Ilustración Cubana, de Barcelona, fue cancelado por considerársele separatista. Residió tres años en Nueva York, donde conoció a José Martí y colaboró en La América. Como secretario particular del presidente hondureño Marco Aurelio Soto viajó a París. Allí fundó la revista América en París y fue jefe de las oficinas del cubano Emilio Terry, con quien hizo un viaje a Cienfuegos, Las Villas. En 1893 viajó a Puerto Rico y al año siguiente regresó a La Habana. Partió hacia Estados Unidos, donde hizo propaganda revolucionaria en Nueva York y Cayo Hueso. Durante la ocupación norteamericana regresó a Cuba, donde editó el periódico La Victoria y dirigió Patria. En 1899 fundó el Partido Socialista Cubano. Al año siguiente viajó a París y a Estados Unidos. En 1901 fundó el Partido Popular, que fue derrotado en las elecciones. Entre sus obras se encuentran: Consonancias (ensayos poéticos), Barcelona, 1874. / La muerte de Plácido, cuadro dramático, New York, 1875. / Un ramo de violetas (poesías), París, 1877. / Poesías completas 1869-1879. Prólogo de José Antonio Cortina, La Habana, 1879. / Un poco de prosa (crítica, biografía, cuentos), La Habana, 1895. / "La capacidad cubana" (conferencia dada en San Carlos, Cayo Hueso), La Habana, 1899. / Conferencias sociales y políticas dadas en Cayo Hueso, La Habana, 1899. / "La mujer cubana" (conferencia dada en el “Club Cubano” de Cayo Hueso, La Habana, 1899. / "Blancos y negros" (conferencia dada en Cayo Hueso en 7 de noviembre de 1897, La Habana, 1900. / "La educación en las sociedades democráticas" (conferencia dada en Cayo Hueso), La Habana, 1900.
    Las preocupaciones de Diego Vicente Tejera – el adulterio, la educación, la pena de muerte, la mujer, las razas, la crítica de las costumbres – lo señalan fundamentalmente como un reformista social. Fundador en 1899 del Partido Socialista Cubano, se le ha acreditado pionero de las ideas socialistas y de la defensa de los trabajadores, lo cual, como verán los lectores, se transparenta en la siguiente conferencia suya, y cuyo envío - al que igual que la que le sigue: "La capacidad cubana" -- agradecemos a Pedro L. Marqués de Armas.

Nacionalismo con Viagra, y bohío con ínfulas de serrallo

Francisco Morán   

    Al presentar su conferencia “La indolencia cubana,” debemos considerar el contexto de la misma: estamos en diciembre de 1899, en plena ocupación yanqui. Tejera pertenece, pudiéramos decir, a la generación que perdió la guerra por el oportunismo interventor. Esa ansiedad se transparenta en su convicción de que teniendo el pueblo cubano, “entre sus defectos, […] algunos que es preciso corregir a todo trance, porque son incompatibles con los propósitos que abrigamos de fundar una república sincera y vigorosa,” expresa que “acaso ninguno sea tan grave, en este sentido, como la indolencia.” La indolencia – que no falla en evocar otras actitudes como la irresponsabilidad, la pereza, la falta de preocupación ciudadana, en una palabra, la inacción – marca lo que, como vemos con más claridad al final de su charla es su obsesión primordial: la desvirilización del pueblo cubano. Y lo dice con absoluta claridad: “mientras el capricho o la pasión nos mueva, nos ciegue la ignorancia y la indolencia nos encoja, no seremos libres, no seremos hombres: hay que iluminar la razón y fortalecer la voluntad” (énfasis nuestro, excepto en hombres). Puede verse que la indolencia, como decíamos antes, cae sospechosamente del lado de atributos tradicional y estereotípicamente marcados como femeninos: el capricho, la pasión, la indolencia, el encojimiento – que por su reverso sugiere el pánico por la pérdida de la erección1 – y que, por lo mismo, a estas conductas, opone aquéllos otros también tradicional y estereotípicamente marcados como masculinos: la razón, la voluntad, y, particularmente, la acción: iluminar, fortalecer. Debe notarse que este binarismo está mediado o atravesado por el lastre positivista, lo que se manifiesta en el importante rol que Tejera le confiere a la herencia, a la sangre: tanto la herencia blanca (española) como la negra (africana), y a las que culpa de la indolencia del cubano. Y no se trata sólo de las razas, sino incluso de la tierra misma: “Somos, luego,” añade, “hijos de Cuba, tierra ardiente y tierra rica, donde si el sol abate las fuerzas, la naturaleza en compensación se deja arrebatar con poco esfuerzo el alimento.” Resulta sorprendente que el sol, que generalmente casi siempre se ha prestado a la simbolización de la fuerza masculina, sea la fuerza debilitante en Cuba,2 a lo que hay que añadir la desvergüenza femenina de la tierra que se entrega a la recholata como toda una señora puta. Ser hombre, viril, en Cuba – sugiere Tejera – requiere de fuerzas enormes, verdaderamente sobrehumanas, porque se trata de sobreimponerse a la naturaleza. El problema con lo que hemos visto hasta aquí, sin embargo, estriba en que ese razonamiento conduce inevitablemente al orador a un callejón sin salida: si la indolencia es algo heredado, trasmitido por la sangre y acunado por la tierra, no hay nada que hacer. Sólo queda resignarse y regodearse en la propia indolencia, es decir, asumirla como naturaleza, vacilarla.
     Ahora bien, después de decir, explícitamente, que la indolencia de los cubanos – e implícitamente la desvirilización – es natural, Tejera procede a justificar esa misma indolencia por la situación colonial en que, afirma, “hemos vivido” perennemente, o sea, “recluídos en el hogar, sin acción ni significación en la vida pública, sin aliento para la iniciativa ni premio para la diligencia, sin campo para el ejercicio de la voluntad.” La colonia – que continúa en la intervención – es, pues, otra de las causas de la emasculación del pueblo cubano. Pero, un momento, de acuerdo con el propio análisis de Tejera, ¿es la situación colonial lo que nos desviriliza, o es debido a nuestra desvirilización que no hemos podido librarnos de la condición de colonizados? En esta aporía encontramos los encontronazos que da Tejera para salir del embrollo. Por eso nos parece paradójico el final – si lo leemos con seriedad – sino hasta risible, lo cual sería hasta más saludable. Veamos por qué.
     Cuando Tejera mencionó las razas constitutivas de la nacionalidad cubana dejó fuera, convenientemente, a la china. El propósito de esa omisión no era otro que el de paliar esa indolencia dejando la puerta abierta a lo que era el discurso de turno: la regeneración a todo trance de los cubanos. En los pueblos orientales, nos dice, “la pereza física y la pereza intelectual corren parejas, o se arrastran parejas, mejor dicho. El hombre, ligado flojamente en sociedad, sometido en su creencia a un poder superior incontrastable y respirando en el seno de una naturaleza dulce y generosa, vive echado en tierra, embriagado por el narcótico o despierto a medias en la vaguedad de la contemplación. No es ésta, por fortuna, la indolencia del cubano.” En efecto, esa diferencia con el Oriente le permite afirmar que la indolencia de sus compatriotas no es, ni “radical,” ni “incurable.”3 El cubano – sugiere – podrá sufrir de indolencia física, pero no intelectual, como sucede con los orientales. Y no obstante, esa imagen de un sujeto oriental “respirando en el seno de una naturaleza dulce y generosa,” y que “vive echado en tierra, embriagado por el narcótico o despierto a medias en la vaguedad de la contemplación,” ¿no es casi idéntico, punto por punto, al cubano que nos ha pintado? Si no lo podemos ver, es porque Tejera no se solaza en su descripción con el mismo empeño que pone al describir a los orientales, pero, insisto, el hombre“indolente, frívolo y vicioso que” – según él – “en nosotros llevamos;” y esa “tierra ardiente y tierra rica, donde si el sol abate las fuerzas, la naturaleza en compensación se deja arrebatar con poco esfuerzo el alimento,” ¿no parecen ser igualmente los sujetos y el escenario oriental que – a partir de una óptica esencialmente racista – manipula para trazar una raya en el suelo entre nosotros y ellos?
     Así nos explicamos, sin poder evitar la carcajada, que él mismo nos diga que en Europa “es muy común figurarse a nuestro pueblo como uno de esos pueblos orientales, que vegetan en la molicie, perdidos en las dulzuras del narcotismo y la contemplación.” Una y otra vez nos encontramos con el mismo esquema, tan frecuentemente repetido. El intento descolonizador – la crítica a la mirada también racista de Europa – va de la mano con la reproducción del mismo modelo que esa crítica busca descalificar, reificándolo en su propio interior. Con todo, falta lo más sabroso: el antídoto propuesto por Tejera para combatir esa imagen nuestra fabricada por la mirada europea. Así llegamos al final de su discurso: “Es preciso que, por nuestra conducta, alcancemos que el mundo no nos represente sino en la forma de un joven ágil y robusto, erguido sobre un inmenso campo cultivado, pisando una cadena rota, la frente ceñida con el gorro frigio, la mirada serena levantada al horizonte, la mano izquierda tocando el pomo del machete redentor, colgado al cinto, y con la derecha empuñando el timón de un arado, clavado profundamente en la tierra generosa” (énfasis nuestros). ¿No parece que estamos frente a una de las esculturas del realismo socialista? Por otra parte, esa mano que no sostiene o empuña, sino que se limita a tocar apenas “el pomo del machete redentor,” ¿no será una mano propensa al desvío – no hay que olvidar el trabajito del sol sobre ese cuerpo ágil y robusto – a las caricias del machete?
     La imagen alternativa, supuestamente de una virilidad absoluta – y ya veremos el por qué de ese supuestamente – ¿no se nos presenta acaso en un rampante homoerotismo? ¿El discurso anti-deseo no reifica, irónicamente, ese mismo deseo a través de la imagen que busca exorcizarlo? Y ahora entramos, finalmente, en el detalle – ¿de qué otra manera llamarlo? – que deshace, invadiéndolo desde dentro, el discurso de Tejera: el gorro frigio con que corona la testa de ese joven ágil y robusto, y cuya mano izquierda toca – roza, acaricia – “el pomo del machete redentor.”
     La imagen de Cuba, contrario a lo que hemos visto siempre – y a lo que hemos visto también en otras partes – no está representada por la figura de una mujer, sino por la de un hombre. Sucede, sin embargo, que es solo cuando la representación de la nación cae en la mujer, que el cuerpo que simboliza a aquélla lleva, como uno de sus atributos simbólicos, el gorro frigio. El ejemplo emblemático de esto que decimos es, desde luego, el de Francia. Igualmente lo vemos en Estados Unidos. En este sentido conviene destacar que, mientras las representaciones simbólicas no antropomorfas de los Estados, incluyen el gorro frigio – el escudo nacional cubano,4 el sello del departamento del ejército norteamericano, o el del Senado, también de los Estados Unidos – cada vez que, por el contrario, la representación de la nación se expresa a través del cuerpo, éste sólo llevará el gorro frigio si se trata de una mujer.5 No tenemos más que imaginar a ese joven que pinta Tejera, insisto, ceñida la frente por el gorro frigio, para que salga a la luz el escandaloso travestismo de la nación. Y hay, finalmente, algo que no podemos dejar de notar, y que, más allá del caso cubano, queremos extender a Occidente. Resulta que en la Antigüedad, el gorro frigio tenía connotaciones no solo diferentes, sino incluso opuestas. Para los griegos era una señal distintiva del origen oriental – y por tanto bárbaro – del sujeto, mientras que para los romanos era una insignia de libertad. Los imaginarios nacionalistas de Occidente han apostado, invariablemente, por la lectura romana. No obstante, no está de más recordar la interpretación griega, puesto que ésta enreda a Oriente con Occidente, demostrándose así que todo intento de deslindar con precisión a uno de otro será siempre un intento fallido. Tejera, empeñado en borrar el Oriente de los orígenes de la cubanidad, lo trae de vuelta – y con el Oriente, claro, esa indolencia radical e incurable que le atribuye a éste –, vía el gorrito, a la imagen ideal de la nación cubana. ¿No se los había dicha? Si no lo podemos evitar, si está en nuestra naturaleza, ¿qué otra cosa podemos hacer que aceptar nuestro síntoma y disfrutarlo?
     Siguiendo la sugerencia de Pedro, reproducimos – antes de pasar a la segunda conferencia – el conocido poema de Tejera, “En la hamaca” (1871). Como observa mi amigo desde su panóptico habanensis, en el poema “el tópico de la indolencia es asumido, no críticamente – si se tiene en cuenta la referencia medianamente (auto)crítica que aparece sobre la imagen de la hamaca al final de ‘La indolencia cubana’ – sino como verdad pura y dura, lo que demuestra por otra parte que los textos escritos a finales de la Colonia y comienzos de la República parten de un archivo ya constituido, y siempre en construcción, siendo de este modo extensiones del tópico de la vagancia, de Saco, o de la femineidad de la naturaleza y la falta del vigor del cubano (Caballero, Zequeira, Costales, etc.).
     A lo que expresa Marqués de Armas solo quiero agregar – no podía pasarlo por alto en este número, tan «orientalista», de La Habana Elegante, que, al igual que en “La indolencia cubana,” en el poema “En la hamaca,” el sujeto y el paisaje nacionales son (re)afirmados en oposición a esos “ciertos pueblos orientales” que menciona el orador. Y no hay ni que decir que en el poema vemos algo muy similar – si es que no lo mismo – a lo apuntado acerca de la charla: en ambos casos el intento de demarcar a un sujeto nacional, la cubanía, en oposición al Oriente, termina por traer de vuelta eso que se quiere expulsar. Uno tiene que preguntarse ¿por qué para cantar el “rústico bohío” había que oponerlo al harén?, ¿por qué el yo lírico tenía que contraponerse él mismo al Sultán turco? El hecho mismo de que conciba la posibilidad de que éste último pudiera ambicionar – como dice – “los encantos de la oscura / vida [suya]” - ¿no vuelve canjeables harén y bohío? ¿Y no es en última instancia la sensual despreocupación con que viven guajiro y sultán, con que se hamacan en la «indolencia» lo que los hace, en última instancia, tan parecidos? Es cierto que, en su esfuerzo por marcar una y otra vez la distancia, Tejera opone la poligamia, el despotismo del sujeto oriental, así como la mujer forzada a venderse al opulento sultán, y, en general, la fascinación de aquél con la riqueza material, a la rusticidad de su paraíso, a un locus amoenus “característicamente” cubiche y tropical: en lugar de “los infinitos placeres / del harén” y “el serrallo deslumbrante,” o de las “falsas caricias” que el “opulento monarca” pueda comprar o no, el yo lírico prefiere su “oscura vida,” el “vívido sol,” el “rústico bohío” y el “frondoso platanal.” No obstante, las alusiones a la “fabulosa tierra,” oriental, a su “radiante Cielo azul” (lugar común, como sabemos, en los cantos a la naturaleza insular), y aún a “los primores” que, nos dice, “encierra el serrallo,” y al que, como ya vimos, agrega él mismo el adjetivo deslumbrante, sugieren, la fascinación con y la imposibilidad de separarse de aquello a expensas de lo cual busca construir su diferencia. Para decirlo en otras palabras, el bohío y la hamaca aparecen como las imágenes desplazadas, venidas a menos y tropicales, del serrallo y el harén. De la misma manera, este pastorcillo tropical – el yo del poema – no es sino una imagen invertida y pobretona del abyecto sultán (cuyas riquezas espía fascinado). Sólo así se explica – insisto – que ese sultán, tan “diferente” del guajiro, estuviera dispuesto – como dice Tejera – a cambiar su imperio por una vida “tan oscura.” Y aunque el amor del poeta sea enfáticamente singular y esté individualizado – Amelia – uno tiene que preguntarse qué lugar le está reservado a ella en esa arcadia cubiche en la que el yo puede olvidarse de todo y concentrarse, exclusiva, e indolentemente, en su propio placer, como todo un sultán de los campos de Cuba. Es por ello que, cuando el poeta menciona el tosco muro de su hogar, el bohío se nos desenfoca. ¿Quién ha visto un bohío amurallado? La necesidad de aclarar que se trata de un "tosco" muro obedece, justamente, a la intención de que desechemos las imágenes del serrallo y del harén que, inevitablemente, al escuchar la palabra muro, echarán por tierra la escenografía campestre del bohío. Claro, se trata, en última instancias, de escenografías y poses que se superponen y sustituyen una a la otra en un interminable baile de máscaras.

               
Notas

1. No se piense que exageramos. Véase esta caracterización del cubano: “Nervioso y vehemente, el cubano, a la menor excitación, se mueve con suma agilidad, y mientras dure el estímulo, muéstrase infatigable, entra en lucha, la sostiene con ahínco, despliega en ella cualidades preciosas, la inteligencia se le anima, inflámasele el corazón, despiértasele imperiosa la voluntad, hínchasele el músculo y pónersele como de acero.” En primer lugar, no hay que olvidar que el énfasis en la virilidad que observamos en la charla de Tejera, no deja lugar a dudas de lo que está en juego – en ese defecto que, piensa, es el peor de los defectos nacionales: la indolencia – es la desvirilización. En este contexto, psicológica y fervientemente masculino, verbos como sostener, desplegar, animar, inflamar, despertar, hinchar y endurecer; o, más específicamente, “ponérsele como de acero” – la “voluntad,” por supuesto – no pueden sino arrastrar consigo todas las ansiedades y deseos asociados al logro, mantenimiento y/o pérdida de la erección (erección que, en última instancia, no es sino la seguridad de que se está en posesión del falo). No hay nacionalismo sin viagra. Aclaro de paso que, aunque mi lectura se concentra en los desplazamientos, articulaciones y crisis de la metáfora de la hombría, otro aspecto insoslayable en el texto de Tejera resulta eso que no podía ser más martiano: el recelo y hasta el rechazo a los placeres, al deseo, y a los que percibe como causantes principales de la indolencia. Así nos explicamos su alarmismo ante los juegos de pelota, por ejemplo, pasión en la que ve un desvío del cumplimiento de los deberes cívicos.  

2. En honor a la verdad, la visión estereotipada del trópico como aletargador de los sentidos, y constante acicate de la sensualidad y la sexualidad (sólo hay que recordar la mulata sensual y maraquera, y el negro bongosero y bien dotado), no está para nada disociada de la lectura que hace Tejera. De ahí que su crítica luego a los estereotipos construidos por el deseo europeo resulte paradójica e incongruente.    

3. Escuchemos el temible lenguaje del médico social cuyas curas son, casi sin excepción, quirúrgicas, y con el único propósito de arrancar “el mal” de raíz: la  eugenesia, la lobotomía.

4. En principio la mujer cubierta con el gorro frigio fue, es y ha sido una de las alegorías de la Libertad, más que de la Nación propiamente dicha. No obstante, no es ver difícil cuando se examinan, por ejemplo, los escudos - véanse los Argentina, Bolivia, Nicaragua, Colombia, Haití, El Salvador, así como la bandera de Paraguay – que el gorro frigio está fuertemente imbricado en los imaginarios nacionales de Occidente. En el famoso cuadro “La libertad guiando al pueblo,” de Delacroix, por ejemplo, podría argüirse que, mientras la libertad aparece representada por la mujer coronada con el gorro frigio, Francia misma estaría simbolizada en la bandera francesa que ella enarbola. Pero es justamente este hecho – la inseparabilidad de las ideas de Nación y Libertad – lo que a la larga las vuelve indistinguibles a una de otra.

5. Caso curioso el del escudo argentino, de cuya trama simbólica no puede decirse que no sea absolutamente antropomorfa. Allí el gorro frigio aparece colocado – como ocurre con frecuencia en otros escudos – sobre una vara, o un palo, y delante de esta hay dos manos estrechadas, seguramente como símbolo de unidad. De todas maneras, lo que importa aquí es la resistencia a colocar el gorro sobre ninguna cabeza si ésta no es la de una mujer.


En la hamaca

Diego Vicente Tejera

A Juan B. Toro

¡Qué descansada vida
La del que huye el mundanal rüido.

L. de León.

En la hamaca la existencia
Dulcemente resbalando
    Se desliza.
Culpable o no mi indolencia,
Mi acento su influjo blando
    Solemniza.

Goce el Sultán en reposo
Los infinitos placeres
    Del harén,
Y en éxtasis voluptuoso,
Fínjase entre sus mujeres
            Un Edén.

No su fabulosa tierra
Envidio, ni su radiante
    Cielo azul,
Ni los primores que encierra
El serrallo deslumbrante
    De Estambul.

Y su poder no ambiciono,
Ni lo temo cuando estalla
    Su furor,
Y humilla desde su trono
Al pueblo que tiembla y calla
    De pavor.

Que es tan vívido el sol mío,
Tan espléndido mi suelo
    Tropical,
Y en mi rústico bohío
Bríndame próvido el Cielo
    Dicha tal,

Que si el Turco sorprendiera
Los encantos de la oscura
    Vida mía,
Su imperio al punto me diera
Por gustar de mi ventura
    Sólo un día!

Sobre pintoresca loma,
En el centro de frondoso
    Platanal,
Por cuyas cepas asoma
Fresco, limpio y bullicioso
    Manantial;

Pobremente construido
Léjos del hombre, entre mares
    De verdor,
Do sólo suena a mi oído
De las ceibas y palmares
    El rumor,

Levanta su tosco muro
El hogar donde, en sabrosa
    Languidez,
Tan suaves gocea apuro,.....
Que no más anhelar osa
    Mi avidez.

¡Cuán grato es vivir en calma
Consigo mismo, sin penas
    Que gemir,
Y en su mundo absorta el alma,
El curso del tiempo apenas
    Percibir!

¡O del tiple al eco blando,
De amor fingidas congojas
    Exhalar!
¡O adormecerse escuchando
El céfiro entre las hojas
    Susurrar!

¿Qué me importa que opulento
Monarca falsas caricias
    Compre o no,
Si en el plácido aislamiento
De mi choza mil delicias
    Tengo yo?

Aquí, de perfumes llena,
La brisa el calor aplaca
    Sin cesar,
Y mi conuco, sin pena,
Puedo, tendido en la hamaca,
    Vigilar.

O del conuco me olvido,
Y sin deberes tiranos
    Soy feliz,
Ya calme el tierno gemido
De mis tórtolas con granos
    De maíz,

Ya de las piñas el zumo
Libe, o la caña jugosa
    Miel me dé,
Del tabaco aspire el humo,
O la esencia deleitosa
    Del café.

O me duermo al vaiven lento
De la hamaca, o me recrea
    Contemplar
Cómo al impulso del viento
El cañaveral ondea
    Cual un mar.

Ó sorprendo el pajarillo
Su nido en la seiba añosa
    Fabricando,
O admiro el cambiante brillo
Del sunsún sobre una rosa
    Palpitando.

O la imagen me extasía
Del único ser que impera
    Sobre mí:
De Amelia, la gloria mía,
Trigueña más hechicera
    Que una hurí.

¡Feliz quien, con embeleso,
Sueña en las dulces patrañas
Del amor,
Y duerme la siesta al beso
De las brisas, de las cañas
    Al rumor!

Desprecie el remanso y cuide
De vencer el oleaje
    Mundanal,
Quien, por su desgracia, olvide
Que es bien corto nuestro viaje
    Terrenal:

Yo, que advierto cuán de prisa
Se cruza el piélago, apenas
    Remaré,
Y al soplo de blanda brisa,
Por aguas siempre serenas
    Bogaré.

Respete el rayo mi techo;
La fresca lluvia fecunde
    Mi heredad;
Viva yo dentro del pecho
De Amelia; de amor me inunde
    Su beldad;

Gima el bosque; suene el río;
Ostente todas sus galas
    El Abril;
Colúmpieme en mi bohío,
Y arrebátenme en sus alas
    Sueños mil......

Y las mentiras del mundo
Jamás mi dulce reposo
    Turbarán,
Y en mi retiro profundo
Seré eiempre más dichoso
    Que un Sultán!

1871


La indolencia cubana*

Diego Vicente Tejera

     Nada pudiera, amigos míos, serme más grato que la invitación que me habéis hecho para daros algunas conferencias sociales y políticas, porque semejante invitación prueba que comprendéis muy bien la gravedad de la situación, en vísperas de tomar en nuestras manos los destinos de la Patria, y el propósito que abrigáis de haceros merecedores, por el estudio, de vuestra nueva condición de pueblo libre y soberano. Estos días, en efecto, son críticos: todo induce a esperar que, muy en breve, será exclusivamente nuestra esa Cuba, esa patria que llevamos en el alma, que es – mejor dicho – nuestra alma misma, puesto que de Cuba recibimos todo aliento, en Cuba pensamos sin interrupción, por Cuba nos movemos, con Cuba lloramos o sonreímos, a Cuba le damos cuanto nos pide, y si nos pidiera la vida se la diéramos, y hasta en el sueño, cuando el dormido ser yace sin voluntad ni conciencia, todavía persiste despierta en nosotros una imagen: Cuba. Pero no basta que la amemos, es necesario que nuestro amor sea fecundo y provechoso para ella, que sepamos darle paz, justicia, libertad, progreso, riqueza, es decir, decoro y felicidad. Y ¿cómo ofrecerle tales dones, si no los tenemos en nosotros mismos, si no somos pacíficos, justos, libres, progresistas y trabajadores? Así lo entendéis, amigos míos, y al congregaros aquí para que un viejo cubano como yo os hable de estas cosas, mostráis que queréis ser, que sois ya dignos obreros de esa felicidad que hay que labrarle a Cuba. ¡Lástima que no pueda yo corresponder a la invitación de una manera satisfactoria, señalándoos con claridad los caminos por donde se llega al generoso fin que perseguimos! Pero poco valgo, no soy en realidad sino un hombre a la vez soñador y reflexivo, algo conocedor de la vida y de los hombres, que ha sufrido mucho, mas en quien el sufrimiento, lejos de endurecer, ha ablandado el corazón, llevándolo a amar en lugar de aborrecer. No soy, pues, más que un simple compañero que aspira, por su misma modestia y la sinceridad de su palabra, a despertar o avivar ideas y sentimientos que existen en vosotros, aguardando tal vez, para aparecer y entrar en actividad, el llamamiento de una voz hermana.
     Sí, el obrero cubano debe despertar al nuevo día que ya asoma. Su espíritu, en verdad, ha estado adormecido. Y se comprende. Como colono español, no era nada; nada tampoco, como proletario, en la vieja sociedad. ¿Qué de extraño que hiciera lo que ha hecho, trabajar sin entusiasmo, divertirse locamente y despreocuparse de un mundo que nunca se ocupaba en él? Los mismos vicios que adquiriera encuentran, si no justificación, explicación al menos en su estado de inferioridad y de abandono.
     Pero la escena cambia. La Colonia desaparece barrida y devorada por huracán de fuego, y sobre el suelo purificado se levanta una república. Con la escena, es natural que cambien también los personajes: bien cuadraba el colono en la Colonia; mal cuadraría el colono en la República. La República quiere republicanos, y no es republicano quien no tenga vivísima conciencia de sus derechos y deberes, quien no estime como su mejor título su ciudadanía, quien no muestre mayor interés por el bien de la comunidad que por el suyo propio. Sí, amigos míos; hay que matar en nosotros al colono, hay que aniquilar al hombre indolente, frívolo y vicioso que en nosotros llevamos, hay en fin que hacer de modo que esos torrentes de sangre que en Cuba se derraman, sean el bautismo de un hombre nuevo, del republicano. Porque esa sangre la tenemos sobre nuestras frentes, y brillará como aureola si acertamos a regenerarnos; pero parecerá borrón o mancha criminal si perseveramos en el vicio, porque será sangre que se habrá vertido inútilmente. No se hace esta revolución para lanzar de la Isla a los españoles y ocupar sus asientos en el festín de la desvergüenza y de la explotación: hácese por el contrario para desbaratar ese festín, para que no haya quien engorde y ría a expensas de quien enflaquece y llora, para que no haya en una palabra explotadores ni explotados. Mas ¿cómo obtener tal fin, si el pueblo no logra sacudir su inveterada apatía de colono, si se muestra incapaz de prestar atención continua a los asuntos serios y no se decide a manejar virilmente sus intereses propios? Si a pueblo semejante volviese alguien a explotarlo, quejaríase sin razón, pues que para que lo exploten ha nacido.
     Vosotros, amigos míos, no sois de los apáticos, y el solo hecho de haber fundado esta asociación de trabajadores y de pedir a compañeros como yo que os den conferencias sociales y políticas, delata vuestro afán de regeneración y vuestro firme propósito de ser mañana buenos ciudadanos. Mis palabras de censura deben sin embargo resonar en esta sala, para que, subrayadas por vuestra aprobación, traspasen con mayor brío los muros que nos cercan y vayan a sacudir más bruscamente a los dormidos. Es deber nuestro ser francos en esta hora delicada. No sería amigo vuestro quien os dijese: “Obreros, la redención de la Patria es cosa hecha, pronto podréis gozar de la libertad y sacarle provecho a vuestra soberanía”. No, vuestro verdadero amigo será quien os diga por el contrario: “Obreros, la independencia de Cuba es cosa hecha; pero su libertad, su dignidad y su ventura son cosas por hacer: no es libre ni soberano quien no merezca serlo: suponemos que la libertad es un don del cielo, cuando es en realidad una conquista, y conquista que hay que empezar a realizar sobre nosotros mismos: mientras el capricho o la pasión nos mueva, nos ciegue la ignorancia y la indolencia nos encoja, no seremos libres, no seremos hombres: hay que iluminar la razón y fortalecer la voluntad, y entonces, cuando la razón sepa dirijir y la voluntad ejecutar, entonces, libres ya en nosotros mismos y aptos para equilibrar bien nuestros derechos y deberes, sabremos labrar nuestra libertad social”. Tal es el lenguaje que el amor a Cuba me dicta en estos momentos, compatriotas. Nadie quiere a nuestro pueblo más que yo, nadie tiene más fe que yo en su buen natural y su capacidad. Pero el pueblo cubano, entre sus defectos, tiene algunos que es preciso corregir a todo trance, porque son incompatibles con los propósitos que abrigamos de fundar una república sincera y vigorosa. Entre tales defectos, acaso ninguno sea tan grave, en este sentido, como la indolencia. Esta indolencia nos es sin duda natural. Primeramente, procedemos de españoles los cubanos blancos, y de africanos los cubanos de color; es decir, de dos razas igualmente perezosas. Somos, luego, hijos de Cuba, tierra ardiente y tierra rica, donde si el sol abate las fuerzas, la naturaleza en compensación se deja arrebatar con poco esfuerzo el alimento. Y hemos vivido, por último, en perenne tutela colonial, recluídos en el hogar, sin acción ni significación en la vida pública, sin aliento para la iniciativa ni premio para la diligencia, sin campo para el ejercicio de la voluntad. Estas tres causas no han sido sin embargo, en mi concepto, bastante poderosas – parece increíble – para darnos una indolencia radical e incurable, como la de ciertos pueblos orientales. En estos pueblos la pereza física y la pereza intelectual corren parejas, o se arrastran parejas, mejor dicho. El hombre, ligado flojamente en sociedad, sometido en su creencia a un poder superior incontrastable y respirando en el seno de una naturaleza dulce y generosa, vive echado en tierra, embriagado por el narcótico o despierto a medias en la vaguedad de la contemplación. No es ésta, por fortuna, la indolencia del cubano. Nervioso y vehemente, el cubano, a la menor excitación, se mueve con suma agilidad, y mientras dure el estímulo, muéstrase infatigable, entra en lucha, la sostiene con ahínco, despliega en ella cualidades preciosas, la inteligencia se le anima, inflámasele el corazón, despiértasele imperiosa la voluntad, hínchasele el músculo y pónesele como de acero. Es en fin hombre poderoso, que se marca un objeto y lucha sin descanso hasta alcanzarlo. ¿No son pruebas elocuentísimas de energía y actividad nuestras largas, duras e intensas guerras de separación? ¿Qué enorme suma de esfuerzos violentos, e incesantes, no han exigido y obtenido del cubano? Y descendiendo a hechos más humildes, precisamente, tenemos ahora en este Cayo un ejemplo del ardor inextinguible, del entusiasmo delirante y de la gran perseverancia del cubano cuando se excita. Hace cuatro meses que a todas horas, día y noche, vivimos entre el zumbido de los flys de las pelotas y los golpes secos de los hits. Salta la pelota con solemnidad los lunes junto a la Brisa; salta menos solemnemente entre semana en improvisados match, y salta sin solemnidad ninguna, de sol a sol, en todas las esquinas y patios y solares de la población, en un match de muchachos que no se acaba nunca. Los hombres acortamos el trabajo para no perder el juego y discutimos muy largamente si pisó la primera base el jugador que llegó a segunda; en nuestras cocinas la sopa se evapora y el arroz se quema mientras se averigua cómo Felo se dejó ponchar; nuestras lindas cubanitas contraen penosamente los frescos labios para articular la jerga bárbara v no conciben ya a Cupido sino armado de un bat y con medias azules o punzó, y nuestros niños... ¡Oh! desde que hay pelota, no se ha dado bien una lección, ni se ha hecho un mandado en regla, ni ha habido bola bastante para comprar zapatos ni árnica suficiente para lavar chichones. Los hijos nuestros, las esperanzas del mañana, se nos atrasan en instrucción, se nos envician y se nos enferman con tan desmedido abuso; mas ¿qué hacer si el ejemplo lo toman de los grandes?
     Pero no es mi ánimo, queridos compatriotas, hacer la crítica de esta diversión, aunque esté adquiriendo el carácter y las proporciones de una calamidad. Mi único objeto es demostrar, con este hecho palpitante, que la indolencia cubana no es indoleneia física, que el cubano es vivo y ardiente cuando quiere y muy capaz de mantener largo tiempo activa su voluntad. Nuestra indolencia es más bien mental, y consiste en la indiferencia casi absoluta con que sabemos mirar los asuutos serios, especialmente los que corresponden a la vida pública. Apenas hay vínculos sociales entre nosotros, ignnramos la vida colectiva, somos en cierto modo todavía el colono acostumhrado a no cuidar más que de sí mismo, sólo al derecho que se le concedía, ya que en su suelo, que no podía llamar patria, un poder extrañ.o se encargaba de gobernarlo y de administrar sus intereses generales. No fuimos así nunca un verdadero pueblo, y aun el solo ideal que nos fué común, el de la independencia, como era subversivo, no pudo reunirnos exteriormente ni despertar en nosotros el sentimiento de la solidaridad. En cambio, fomentábase en el cubano la frivolidad, y también la prodigalidad, no poniéndose coto alguno a sus diversiones y placeres, procurándose por el contrario que el oprimido se sintiese absolutamente libre en él campo del vicio y del libertinaje, para que esa expansión insana le impidiera buscar expansiones de otro orden. Esta pérfida política obtuvo tan brillante éxito, que a un Gobernador General le fué dado decir que con un violín se podía manejar a los cubanos.
     Estamos todavía, mis buenos amigos, sufriendo las consecuencias de semejante régimen; todavía nos atrae más la lejana orquesta que preludia los voluptuosos compases de un danzón, que la voz del tribuno que nos llama en la sala solitaria para hablarnos de nuestros más vitales intereses; todavía nos placen más las agrupaciones silenciosas que se agitan en los sombríos rincones de los ocultos garitos, que la instrucción franca y cordial de los abiertos institutos de instrucción y de recreo. Pero ese mismo hecho de haber sido modelado nuestro carácter principalmente por el régimen opresor y pérfido a que hemos estado sometidos, indica al propio tiempo que algunos de nuestros defectos son en gran parte artificiales y, por lo tanto, corregibles. No importa que, como hemos visto, procedamos de razas perezosas y seamos hijos de tierra tropical; tenemos por fortuna un temperamento fácilmente excitable, que no nos deja caer en la incurable pereza física de otros pueblos. De manera que si logramos que nos exciten los intereses superiores de la vida como nos excitan sus placeres, seremos perfectamente aptos para labrar y mantener nuestra felicidad social. Ahora bien; el remedio está en nuestras manos: la reflexión profunda, la reflexión sostenida puede hacernos comprender la necesidad de darle todo su valor a los asuntos serios, y la voluntad debe en seguida esforzarse en atenderlos: que ya luego el hábito facilitará esa atención y acabará por dotamos de una seriedad enteramente natural.
     Otra prueba de que el cubano no adolece de pereza física y es por el contrario activo, más activo que uno de sus progenitores, el español, es que todo el trabajo rudo de Cuba le ha tocado a él, que es quien ha labrado los campos y recogido las cosechas, quien ha creado y mantenido las pocas industrias del país, quien ha estudiado y ejercido las profesiones liberales y desempeñado los oficios, mientras el español tomaba para sí las sedentarias y cómodas tareas del oficinista gubernamental y del mercader de mostrador.
     No hay, pues, que luchar sino para darle al cubano una conciencia clara de su nueva situación. Ya ha desaparecido la Colonia; en su lugar se alzará mañana una república. Mas ¡ay de esa república, si llevamos a ella nuestros vicios coloniales! ¡Ay si el pueblo persiste en su apatía y, ávido solamente de goces materiales, abandona la gestión de sus propios intereses en manos de los pocos que se dispongan a encargarse de ella! El gobierno habrá caído en poder de una oligarquía, la explotación comenzará, la seguirá la tiranía, y entonces el cubano patriota y pensador, si alguno queda, se preguntará, con llanto de dolor y de vergüenza, para qué predicó y murió Martí, para qué combatió y murió Maceo, para qué lucharon y perecieron generaciones de cubanos, para qué se arrasó la Isla, y se derribó el hogar, y se deshizo la familia, para qué se atrajo en fin, a fuerza de heroísmo, la atención del mundo sobre Cuba, si todo debía parar en la criminal resurrección de aquello que con justicia se mató; si lo que se creyó sacudida iracunda de un pueblo que se juzgaba superior a su condición, no era más que genialidad de esclavo, que sólo quería cambiar de yugo; si aún después de echados los españoles de la tierra, quedaba en ella imperando lo español!
     Y esto sucederá inevitablemente si no nos transformamos, si no nos ponemos a la altura de nuestra nueva dignidad de pueblo soberano. Porque hay que fijarnos bien en esto: quien debe dominar, quien debe gobernar en Cuba es el pueblo; para él se hace la República, para que sea su espíritu el que prevalezca; para que formando, como forma, la inmensa mayoría de la Nación, sea su voluntad la que se imponga. El pueblo dirige con su voto desde sbajo y puede aspirar a obrar también desde las esferas del gobierno y la administración, pues en las repúblicas democráticas no se le pregunta a nadie de dónde procede sino lo que vale, y aun el humilde obrero puede ocupar la Presidencia, si por sus virtudes y méritos conquistó el beneplácito de sus conciudadanos. Pero la simple emisión del voto es cosa grave, por la responsabilidad moral que entraña, e implica o debe implicar por lo menos el conocimiento exacto de aquello que es objeto de la dotación. Y ¿cómo adquirir ese conocimiento, si el pueblo desdeña la lectura del periódico, la discusión en el seno de las asociaciones del partido y las enseñanzas de la tribuna popular, prefiriendo quedarse en casa o irse a sus diversiones favoritas? Y aun el acto mismo de depositar el voto es entre nosotros materia de escasa importancia, al parecer. EI ciudadano se dice: ¿a qué molestarme en llevar mi papeleta a la urna? ¿qué significa la pérdida de mi voto, cuando todos mis correligionarios van a votar lo que yo quiero? De modo que este ciudadano se abstiene de votar, confiando en que ningún compatriota suyo será tan perezoso como él. Mas como cada otro ciudadano va repitiéndose en sí mismo el admirable razonamiento de la desidia universal, la urna quédase vacía y la votación se pierde.
     No, amigos míos; es indispensable elevarnos a una concepción más alta de nuestros deberes, es indispensable hacernos dignos de esa patria que se nos está creando, que va surgiendo ya entre los resplandores del incendio y sobre un mar de lágrimas y sangre. Y ya que poseemos excelentes condiciones para el gobierno propio, como son nuestra armónica y clara inteligencia, nuestra notable cultura, nuestra gran libertad de espíritu, nuestra facultad de asimilación, nuestras latentes energías de carácter y los abundantes y variados recursos de nuestro incomparable suelo, no lo echemos todo a perder por nuestra frivolidad y nuestra dejadez y nuestra indolencia enteramente coloniales. Sería un crimen, y al propio tiempo una vergüenza, que nos dejaría cubiertos de ridículo a los ojos de la humanidad.
     En Europa, amigos míos, es muy común figurarse a nuestro pueblo como uno dc esos pueblos orientales, que vegetan en la molicie, perdidos en las dulzuras del narcotismo y la contemplación. Muy frecuentemente he visto representar a Cuba con las formas de una joven trigueña, lánguida y hermosa, medio tendida en flexible hamaca, a la sombra del tupido platanal, embriagándose con el fragante humo de un cigarrillo, mientras una negrita, detrás de ella, la refresca con un gran abanico de anchas plumas.
     Esta imagen, por graciosa que sea, nos desfavorece en nuestra justa pretensión de pueblo varonil; pero, por fortuna, es en el fondo una imagen falsa, que podemos hacer rectificar. Es preciso que, por nuestra conducta, alcancemos que el mundo no nos represente sino en la forma de un joven ágil y robusto, erguido sobre un inmenso campo cultivado, pisando una cadena rota, la frente ceñida con el gorro frigio, la mirada serena levantada al horizonte, la mano izquierda tocando el pomo del machete redentor, colgado al cinto, y con la derecha empuñando el timón de un arado, clavado profundamente en la tierra generosa.

                        He dicho.

*Conferencia prununciada en la Sociedad de Trabajadores, 12 de diciembre de 1899.
Tomado de: Revista Bimestre Cubana, vol. XLIX, no. 1. 1942. pp. 115 – 123.


     Concluimos con una más que breve presentación de la segunda conferencia de Tejera que ofrecemos aquí: “La capacidad cubana.” Veamos, entonces, el comentario que nos envía Marqués de Armas:

Yo, la mejor de todas o la cubanía delirante

Pedro Marqués de Armas

     En “La capacidad cubana,” creo que es muy curioso el encuentro entre una definición del choteo – como cosa de obreros, segúnn parece, que no es vista del todo mal, pero a la que se le trata con cierta permisividad, en tanto gracia que todavía no se ha vuelto peligrosa – y la presencia de José Martí –, a quien no se le menciona por su nombre. O sea, estas dos figuras, Martí y el choteo, van a cerrar en tanto construcciones, y por tanto de modo artificial, esa entelequia que es el carácter cubano. Se van a desarrollar a la par, como vemos, a partir de 1887, y a lo largo de toda la República. De frente al proyecto civilizador martiano – Martí  es, pretendidamente, lo que no sea chotea, lo que no se echa a perder – el choteo viene a ser una especie de virtud bárbara, siempre incluible, a veces visto en positivo como en J. A, Ramos y en Piñera, pero por lo general visto en negativo... Si Ortiz, por ejemplo, sospecha que tiene su marca en la psicología africana, aquí Tejera lo ve brotar del pueblo-obrero, mientras en otros – Machach sobre todo –, brota sobre todo de una crisis de la noción de ciudadanía, la cual, por lo general, diluyen las atribuciones de raza, clase, etc.
    Fijémonos, además, en la relación entre el cuerpecito de Martí, en la descripción de Tejera, y el inventario de grandezas a través del cual se llega, por último, al apóstol: el cubano es más inteligente que el latinoamericano, el campesino cubano más que el español, el obrero cubano más que el de otros sitios, y por fin el cubano de color más vivo, pura viveza, que el negro del resto de América. Aquí lo que identifica al negro con lo cubano es su viveza. Solo que, aún por fraguar la República, esta viveza no es todavía una picardía delictiva, del mismo modo que la música que el negro cultivó es, en 1897, aún melancólica, muy cercana a la esclavitud, mientras en la República será simplemente escandalosa... Por tanto, los contextos funcionan como marcos de agenciamiento; se trata de quitar uno y poner otro...


La Capacidad Cubana

Diego Vicente Tejera
*

     No sé si voy logrando, queridos compatriotas, que estos ligeros estudios, que os presento cada domingo, toquen los aspectos principales de nuestra sociedad, de modo que podamos hacernos de ella una idea bastante aproximada. Mi deseo sería poder trazaros un cuadro tal, que os fuese dable, sin más esfuerzo que levantar los ojos, ver, en sus proporciones y con el relieve y colorido de la vida, animarse las masas y figuras, asomar los caracteres en los rostros y hasta desprenderse del conjunto ese sentido íntimo que esconde cada colectividad y es como su alma. Pero la habilidad me falta y tengo que ceñirme a daros meros apuntes para que vosotros mismos alcéis en la imaginación el cuadro. Hoy examinaremos nuestra capacidad intelectual y las condiciones de carácter que para el trabajo poseamos; y en previsión de que el juicio definitivo haya de ser favorable, me apresuro a manifestar que también será sincero, porque no vengo aquí a halagar deliberadamente el amor propio ni creo pueda servirse a la patria, en esta hora crítica, sino con la verdad escueta, dulce o amarga, indicando con franqueza igual la virtud que podemos utilizar y el vicio de que debemos corregirnos. Pruebas pienso haberos dado – en mi anterior estudio, por ejemplo – de que sé sacar sin vacilación a la luz nuestras flaquezas. Acoged, pues, sin prevención mis afirmaciones halagüeñas – cuando las haga – por ser de un hombre que, humilde y todo, no ha nacido para cortesano.
     Pero antes de entrar en materia, acaso convenga expresar que no olvido nuestro objeto capital: el socialismo. Presente ha estado en mi memoria al pronunciar cada una de las palabras que hasta ahora he tenido el gusto de dirigiros, y de seguro habéis observado ya que todos mis estudios están hechos desde el punto de vista exclusivamente obrero. Ya estamos haciendo socialismo, y haciéndolo como debe hacerse, con riguroso método científico, comenzando por el análisis de nuestro estado social presente, averiguando cuáles son nuestras fuerzas y recursos para la lucha e inquiriendo las condiciones de vida que nos harán los trascendentales acontecimientos que en nuestra tierra se están desarrollando. Nuestra situación, además – y esto hay que preverlo también –, se  complica de modo grave, desde el momento en que a las preocupaciones del obrero por su porvenir particular se juntan las preocupaciones del cubano por el porvenir de Cuba. El problema social y el problema político se encuentran en la misma ruta, y hay que hacerlos andar de frente, sin que recíprocamente se entorpezcan. Porque el socialista cubano debe ser patriota y mostrarse, en lo político, resueltamente liberal, a diferencia del socialista europeo que, por ser tan dura la tiranía del patronato a que está sujeto, suele mirar toda otra tiranía como cosa secundaria. Continuemos así nuestros estudios preparatorios, para abordar luego con más tino la cuestión principal y proceder con mayores luces a la organización – en su día – del partido socialista y a la redacción de su programa de combate. Y entremos en el asunto de la conferencia de hoy: la capacidad cubana.
     Bien pudiera aducir, como demostración sintética y concluyente de nuestra capacidad, el grado de cultura que alcanzamos y nos coloca entre los pueblos más avanzados de la América latina, así como también el desarrollo del trabajo y de la industria en nuestra hermosa Antilla, renombrada en todo tiempo por su prosperidad – cultura y prosperidad debidas únicamente al esfuerzo tenaz de nuestro pueblo, pues la denominación española, lejos de alentarlas, las contrarrestó, oponiéndose deliberadamente a la primera y agobiando la segunda con exacciones insensatas. España nunca ha visto en sus colonias hijas que educar, sino factorías que explotar hasta el agotamiento. En los abrumadores presupuestos de Cuba son realmente irrisorias las sumas destinadas al fomento de la instrucción y de las obras públicas; y la iniciativa  individual ha tropezado siempre allí con algún obstáculo levantado por esos gobiernos suspicaces o torpemente codiciosos. Objeto de persecución en toda época nuestros hombres superiores, y nuestra producción, nuestro comercio y bienestar económico han sufrido incesantemente los ataques arbitrarios e inmoderados del Fisco y las limitaciones que les ha impuesto el interés privilegiado de la producción de la metrópoli. Dígase, pues, si con tratamiento semejante no delatan admirable capacidad la antigua riqueza y la cultura del cubano… Pero cumple mejor a mi propósito examinar de cerca, y una por una, nuestras condiciones intelectuales y morales.
     Se ha dicho que el hijo de las islas es más despierto y vivo que el hijo de los continentes, y se intenta explicar el fenómeno por el hecho de estar las islas en medio del mar, al paso que las comunicaciones de los pueblos, recibiendo por esta circunstancia ideas de todas partes, ideas diferentes que solicitan el espíritu y le dan al cabo mucha libertad, amplitud y armonía. Ello es que en América se encontraría una confirmación más del fenómeno observado, por que el pueblo de Cuba es indiscutiblemente más vivo y despierto que los demás pueblos latinoamericanos, no obstante la identidad de origen y de historia. La vivacidad y la soltura del cubano resaltan – he podido notarlo veces infinitas – en cualquier círculo de hispanoamericanos. El peruano se le acerca por la gracia, el argentino y el chileno lo superan en aplomo, el colombiano lo vence en cultura clásica y en ingenio y chiste literarios; pero éstos y los otros pueblos de la raza se le quedan muy atrás en la despreocupación del espíritu, el desenfado del carácter y en esa facultad de asimilación, que en el cubano es extraordinaria. El cubano se aclimata en todas las latitudes, se adapta a todas las costumbres y se hace a todas las situaciones, sin perder casi nunca – eso no – su agudeza y su alegría ingénitas. Un cubano, en nuestros días, ha estado en la región del polo; otro, en fronteras de México, hízose temible, combatiendo y cazando indios; hace poco, allá en el Perú, ha muerto en un combate Pacheco, que era general y un prohombre en la política del país; he conocido en Europa a dos, un domador de fieras y otro agregado como músico a una familia de gitanos ambulantes; nuestro demagogo Tarrida se crea una personalidad entre los demoledores europeos, y los dos Heredias, que residen en Francia, se han identificado de tal modo con aquella nación, que el uno ha sido Ministro de la República y el otro ha podido ser recibido en la Academia.
     La despreocupación de espíritu del cubano, signo, para mí, de inteligencia, como veremos luego, es también una condición preciosa, que nos librará de una de las mayores desventuras que pesan sobre los otros pueblos de la América latina. Esta despreocupación se muestra, en efecto y sobre todo, en materia religiosa. No hay fanatismo religioso en nuestra Cuba, apenas si hay fe, y la iglesia católica, esa ambiciosa insaciable, esa dominadora terrible, no tiene por dónde agarrarnos para someternos a su yugo. No hay, pues, que temer que en lo futuro la Iglesia, apoyada por una clase culta, llena de soberbia y vanidad, y seguida de masas fanáticas perturbe, como en México un día, la paz a su antojo y aspire, como allí aspiró, a imponerle al país, a la patria, el oprobioso cetro de un príncipe extranjero. Ni que el cura sea quien en realidad dirija, desde el confesionario y muy callando, a la sociedad entera, como en las pequeñas repúblicas de la América Central. Ni que impere, no ya desde el confesionario, sino en el gobierno mismo, no ya a la sordina, sino descarada y escandalosamente, como en la infeliz Colombia, donde hechuras de sacristía como el doctor Núñez, ayer, y hoy el señor Caro, su continuador, resucitaron y mantienen viva durante largos años – que no se sabe cuándo acabarán – la peor época de la dominación española, al extremo de que los colombianos liberales están huyendo de la república que sus padres les hicieron. Ni hay que temer que entre nosotros que se reproduzca el vergonzoso espectáculo que hasta hace poco ha dado el Ecuador – y hay sospechas de que volverá a darlo – de la mansa y ciega sumisión de un pueblo en masa a la tiranía de la Iglesia, en grado tal que la nación era como un convento que se rige por toques de campana. Ni que hay que luchar en fin, a cada rato, como en los demás países de Sur América, con la iglesia católica, siempre que se intente dar un paso en la vía del progreso.
     Como veis, es una superioridad decidida y envidiable que tenemos sobre nuestros hermanos del Continente, sujetos en gran parte todavía por la peor de las cadenas, por la que ata la conciencia, que es atar la misma voluntad: el esclavo antiguo podía conservar el pensamiento libre; pero el verdadero católico es enteramente, en cuerpo y alma, una simple cosa de la Iglesia. Esta ventaja la debemos, como he dicho, a nuestra despreocupación, que es hija de nuestra inteligencia. La Iglesia no ha podido hacernos aceptar sus dogmas confusos e inútiles, sus milagros absurdos ni sus supersticiones pueriles. Nuestra razón los ha rechazado con un encogimiento de hombros y ha visto, penetrado hasta el fondo de las sagradas intenciones, que si la Iglesia ofrece un cielo, es para asegurarse la conquista de la tierra.
     Pero prosigamos el examen de la inteligencia cubana y apreciémosla en otras manifestaciones. El hombre de campo suele ser en otros puntos la parte menos inteligente de la sociedad, como si su aislamiento entre lo inerte y su contacto con el bruto lo rebajasen mentalmente. Recordad a los campesinos españoles, que nos llegan a Cuba con el uniforme del soldado. ¡Qué caras ésas, tan toscas e inexpresivas! Por rareza se encuentra en alguna de ellas un destello intelectual. ¡Qué diferencia entre ese obtuso palurdo y el guajiro cubano, esbelto, ágil, de facciones acentuadas y expresivas, casi tan finas como las del resto de la raza! Es ignorante, sí; pero esa desconfianza que lo caracteriza en su trato con el hombre de la ciudad, prueba su natural inteligencia, que le permite conocer la superioridad del otro y le aconseja que se ponga en guardia. Entonces, cuando está en tratos con el ciudadano, empieza a emplear otra cualidad que le es también característica y es asimismo intelectual: la astucia. En el diálogo que se entabla, el guajiro es, a juzgar por su aire de víctima, la parte débil, que apenas acierta a contestar las preguntas que se le hacen sino con otras preguntas, o con especies que no vienen a cuento y que van exasperando al interlocutor, que al fin se aleja echando pestes de la imbecilidad de los guajiros. Y el guajiro se aleja también, pero sonriendo… y sabiendo para qué lo quería el ciudadano. Tienen nuestros campesinos mucha sociabilidad entre ellos, júntanse con frecuencia para divertirse, y la conversación se anima, y el chiste salta, casi siempre de buen género, y el amor y la galantería cuentan allí con fervorosos practicantes, como en el salón de la ciudad, no siendo rara, en los galanteos, la caballeresca consecuencia de un duelo al machete entre rivales, duelo llevado a cabo en toda regla. En tales reuniones se canta siempre, y a las décimas conocidas siguen las improvisadas, defectuosas por supuesto, a veces un puro desatino; pero espontáneas, abundantes, armoniosas y de tiempo en tiempo agudas.
     Si el campesino es de suyo inteligente, lo es más todavía el obrero en la ciudad. Su ignorancia es ya menor, ha recibido regularmente la instrucción elemental y aún alguno ha logrado extenderla con estudios particulares y lecturas. Y como su roce social es también mayor, nuestro obrero puede suplir en cierto modo la falta de la educación escolar completa con esa otra preciosa educación que va dando lentamente el trato de los hombres. El obrero es vivo, y cuando la clase de ocupación se lo permite, mientras las manos se mueven la lengua no está quieta, y el taller se convierte en campo de batalla en que las bromas, cargadas a veces de dinamita, cruzan el aire como bombas que van a estallar sobre determinadas mesas de trabajo. A las bromas suceden, o mejor dicho las bromas se mezclan a cada rato con discusiones sobre todos los asuntos imaginables, porque nuestro obrero nació discutidor, y si en tales discusiones puede fácilmente advertirse la carencia de nociones exactas, nótase casi siempre buena suma de lógica y un ingenio que sorprende, terminándose todas, invariablemente, no por un disgusto, sino por una guasa general. El obrero nuestro posee un tino especial para poner apodos y es maestro consumado en ese arte cubanísimo del choteo – páseseme la expresión – que consiste en echar a perder la cosa más seria a fuerza de burlitas muy finas, muy amables y soberanamente irrespetuosas.
     De todas estas cualidades de que vengo hablando, participan asimismo, naturalmente, nuestros cubanos de color. También se nota en ellos, como hijos de isla, mayor vivacidad de inteligencia y mayor soltura de carácter que en los hijos de la raza nacidos en el continente. Nuestro cubano de color es todo punto apto para recibir cualquier cultura, y ahora, cuando todavía no ha podido educarse en la extensión con que lo hará mañana en la patria libre, ahora ya es razonador, verboso, y – cosa que me halaga profundamente, porque me demuestra que ya él no se siente excluído de la Humanidad – habla con sincero amor de los mismos grandes ideales que hoy a todos los hombres nos sonríen. No obstante su viveza, paréceme observar en él cierto fondo de seriedad un tanto melancólica, dejo acaso de pasadas amarguras que tal vez expliquen su admirable disposición para la música, el solo arte que sabe dar voz a las indefinibles tristezas y a las aspiraciones inefables.
     La inteligencia natural cubana, desarrollada por la educación, da frutos que nos van a sorprender por su variedad. Pero empecemos por una rectificación. A primera vista se creería que el sol del trópico no hubiera de producir por fuerza sino cerebros fogosos, en que la imaginación predominase. Nada de esto. Hay mucha frialdad y mucho peso en el cerebro cubano, y si la imaginación es viva, palidece en comparación con la de los pueblos del Norte, por ejemplo el alemán. Parece que, en la semioscuridad septentrional, la creación fantástica o imagen –sueño de la vigilia – se produce mejor y es más brillante y persistente que entre la intensa claridad meridional, en la cual se ahogan las tintas dulces y los contornos vagos. La imaginación cubana no ha creado nada todavía, y ni siquiera ha sabido poblar nuestros bosques de fantasmas ni de leyendas nuestra historia. La tentativa de Fornaris de resucitar la leyenda india fracasó, no tanto porque el poeta era mediano cuanto porque nuestro pueblo es incrédulo, pues tales resurrecciones han de ser, en el fondo, obra de la imaginación y del sentimiento popular. ¿Cómo tener leyendas, si hasta los cuentos con que maravillamos a nuestros niños nos han de venir de fuera? Nuestra poesía legítima es más bien sentimental y épica, pues las mismas imágenes y metáforas que con tal abundancia emplean nuestros poetas y escritores modernistas no son cubanas sino exóticas, tomadas letra por letra de libros extranjeros. Y respecto al arte imaginativo por excelencia, la pintura, la nuestra, si acaso ha nacido, está en mantillas, y no sé por qué me figuro ¡ojalá me equivoque! que nunca hemos de tener un gran pintor. Viva es la imaginación cubana, sí; pero es estéril: arde con llamaradas fugaces, que sólo sirven para animar la conversación y para hacer insoportables a nuestros oradores de segundo y tercer orden.
     En cambio nuestro espíritu de observación está bien desarrollado, y a él somos deudores de un buen grupo de excelentes naturalistas, alguno de ellos eminente y bien apreciado fuera de la tierra propia, y de un crecido número de médicos de relevante mérito, que han surgido en todas las épocas. Muchos de ellos han conquistado notoriedad en los Estados Unidos y en Europa, y ahora mismo brilla en una cátedra de la Facultad de Medicina de París el talentoso joven Albarrán. Ese poder de observación y de investigación nos ha dado igualmente, en todo tiempo, buenos discípulos de filosofía, pudiendo enorgullecernos en la actualidad con el nombre de Varona, que es a la vez magistral expositor y pensador original, cerebro sin disputa el más nutrido y de mayor penetración que hoy tiene Cuba. Bien está que lo llamemos “nuestro sabio”. Y al referido espíritu de investigación debemos por último – ¡quién lo creyera! – una lista interminable de eruditos pacientes, laboriosísimos, infatigables, a la alemana: prueba evidente de la amplitud de nuestra capacidad. Es ya respetable el caudal de apuntes y de datos que sobre historia y hasta prehistoria cubana, sobre economía política y estadística, sobre literatura y biografía, sobre nuestros hombres en fin y nuestras cosas, han acopiado esos modestos y meritísimos obreros de la inteligencia, materiales que facilitarán mañana la composición de la historia de nuestra vida en todas sus manifestaciones. A algunos de estos encarnizados trabajadores débense las pocas estadísticas regulares que en nuestra isla se han llevado. Cierto que entre tales eruditos no faltan – y aun abundan – quienes no son sino simples rebuscadores, urracas furibundas que no dejan rincón sin registrar y que, así que allegan montones enormes de notas disparatadas y confusas, no saben qué hacer de ellas y al fin las vierten a paletadas en artículos u opúsculos de todo punto indigeribles. Pero en cambio otros, infinitamente más discretos, rebuscan y coleccionan con tino y método, y de sus hallazgos sacan libros interesantes y provechosísimos, repletos de freca información y sana crítica.
     En el foro, la inteligencia cubana ha despedido fulgor especial, habiendo hallado allí digno empleo algunas de nuestras mejores facultades: la sagacidad, el poder deductivo, la claridad y la vehemencia de expresión. No sólo hemos tenido abogados brillantes en incontable número, sino también algunos jurisconsultos de vasta ciencia y de seguro juicio, que habrían adquirido autoridad en cualquier parte. Y en muchos casos, a la inteligencia y el saber se han unido las nobles condiciones de carácter que completan, a los ojos del pueblo, la figura ideal del defensor del derecho y la justicia. Y eso que el foro cubano no supo cerrar todas sus puertas, y a menudo las abrió de par en par, a la corrupción engendrada y mantenida por los gobiernos coloniales.
     Las ciencias exactas han encontrado también en la isla distinguidos cultivadores, a pesar de la poca aplicación que el atraso industrial y el abandono casi absoluto del ramo de obras públicas han permitido a las carreras que de aquellas ciencias se derivan. Nuestros mejores ingenieros han debido buscar, y lo han hallado, fuera de Cuba, empleo decoroso y lucrativo, pudiendo citarse a Menocal y a Ignacio M. Varona, a quienes el gobierno mismo de los Estados Unidos ha cofiado comisiones y cargos de importancia, y a Cisneros, que en naciones latinoamericanas ha ejecutado obras de extraordinaria consideración. En la propia Cuba ha encontrado ocupación Ximeno, uno de los más aplicados alumnos que han tenido las escuelas Politécnica y Central de París y que es realmente un ingeniero muy notable.
     La literatura ha sido sin embargo el campo que, de más tiempo atrás y con mayor ahinco, ha cultivado la inteligencia cubana, sacando de él los frutos que más la han dado a conocer y apreciar en el exterior. En los días de mayor opresión, cuando la torpe y férrea mano de España aniquilaba toda actividad mental en la Colonia, todavía el poeta hallaba modo de cantar y, envolviéndose en el manto de liberalismo español, daba salida al sentimiento del cubano. El poeta ha sido en Cuba el eterno rebelde, y aunque no tuviese más merecimientos, bastaría ése, sin duda, para hacer simpática su figura a los ojos de la Humanidad. Pero el poeta cubano ha tenido además valor artístico y literario, siendo exponente fiel, no sólo del grado de cultura local y del espíritu de los suyos en cada época, sino del espíritu universal y de los gustos generales dominantes, merced a esa facultad de asimilación tan propia de la raza. Han sido así poetas humanos, que han vibrado con las iras del polaco y del griego en rebelión, que han sentido la heroica exaltación del girondino y que han entonado fervorosos himnos al progreso de los pueblos… ¡ay! sin dejar de ser cubanos, y yendo, como tales, a morir en el patíbulo y a gemir y languidecer en el destierro.
     Poco hemos hecho en historia, no ¿qué podíamos hacer bajo la mirada suspicaz de la metrópoli, desde el instante en que la simple narración del pasado de Cuba, por ejemplo, o de América, había de ser condenación irrefutable de sus métodos de conquista y colonización? Tímidos opúsculos, cronologías, monografías, investigaciones de carácter americanista y nada más. Pero sí: como trabajo histórico especial, poseemos un libro, uno solo, bien que admirable y para nosostros, con razón, monumental: la Historia de la Esclavitud, de José Antonio Saco.
     En la novela, entre muchos ensayos – algunos de importancia, por contener pinturas bastante exactas de nuestras cosas – contamos también con otra obra de la que podemos enorgullecernos, expresión palpitante de la fisionomía de nuestra sociedad en plena vida colonial: la Cecilia Valdés, de Villaverde.
     La crítica ha tenido siempre en nuestras letras numerosa aunque no insigne representación, pudiendo observarse una pronunciada tendencia a la sátira, que rara vez es fina y muy frecuentemente acerba hasta crueldad, pero chispeante. Citemos a Bobadilla, que sobresale en este género, además de ser buen escritor. Quien con mayor continuidad se ha dedicado entre nosotros a la crítica seria, es Piñeyro, que en ella muestra cualidades superiores, tales como vasta y selecta cultura literaria, amplia comprensión, juicio sereno y principalmente un gusto bien depurado y exquisito. Varona ejerce también la crítica con innegable competencia, llevando a ella su universal instrucción y su honda manera de pensar. La crítica erudita, en la que – como hemos dicho – tanto se distinguen Merchán y Sanguily, es también muy cultivada entre nosotros.
     De la prosa baste decir que, entre incontables manejadores, álzase raramente un estilista. La cualidad dominante es la claridad, revelándose en ésta como en otras particularidades nuestra filiación mental francesa. Tenemos unos pocos escritores sobrios y castizos; algunos, brillantes aunque amanerados; otros, jugosos pero incorrectos; muy pocos, confusos; muchos, difusos, y uno que otro extravagante hasta la ridiculez. En el periodismo ha habido y hay polemistas de gran nervio. De los prosistas vivientes citemos a Ricardo del Monte, José Gabriel del Castillo, Varona, Alfredo Martín Morales, Nicolás Heredia y especialmente a Piñeyro, que entre nosotros es incomparable por la nitidez y elegancia del estilo.
     Para la oratoria, manifiesta nuestro pueblo aficiones, que la libertad de que vamos a gozar puede hacer calimatosas. Es grande nuestra verbosidad, y mientras no la disciplinemos y no la contengamos dentro de los límites que el buen sentido marca, no sacaremos de ella ningún fruto. El fin de la elocuencia es convencer o persuadir o sencillamente deleitar; pero no aturdir, no abrumar, no aniquilar nuestra razón y nuestro sentido común bajo el peso de una estupenda catarata de palabras. Esa oratoria de garganta, de pulmones y de brazos, y aun de cuerpo todo, menos de cerebro ilustado y juicioso, no es la que debemos llevar mañana al recinto de nuestro parlamento, so pena de no hacer allí nada útil y de ponernos en ridículo. El cubano es, sin embargo, buena madera de orador. Tiene inteligencia clarísima, abundante elocución, efectos vehementes, énfasis y una gesticulación abierta y expresiva. Disciplinadlo bien por el estudio, dadle ilustración y sobre todo buen gusto, y tendréis un orador admirable. Las aptitudes del cubano para la oratoria son variadas, y así poseemos, en nuestra ya rica colección de discursos, desde la arenga desordenada y atrevida de Cortina, hasta la oración artística y mesurada de Piñeyro; desde la fogosa y realmente inspirada elocuencia de Figueroa, hasta la frialdad calculada y la punzante ironía de Govín; desde el almibaramiento empalogoso y la retórica trasnochada de Zambrana, hasta el agrio vehemente, irrebatible y fulminante alegato de Sanguily; desde la elegante y espléndida improvisación de Lincoln de Zayas, hasta la oratoria serena, sustanciosa, profunda y conquistadora de Varona; desde la palabra, en fin, lenta, grave, sacerdotal, del doctor Francisco Zayas, hasta el gran discurso amplio, majestuoso, rotundo, magistral, del mejor orador nacido en Cuba… ¡ay! a quien no pueden aplaudir manos cubanas.
     Si en las letras nos hemos distinguido tanto, sólo hemos brillado en una de las artes, en la música. La pintura no adelanta mucho entre nosotros, que digamos: hasta ahora no hemos tenido creadores ni maestros de un arte personal, sino discípulos más o menos hábiles de las escuelas clásicas de Europa y algunas bellas esperanzas que, por desgracia, se han malogrado en flor: murió, joven, Melero; joven murió Arburu; joven, niña, ha muerto Juana Borrero; Collazo se malogró mucho antes de morir… Debemos citar, entre los contemporáneos, unos pocos artistas de buen talento, alguno de ellos brillante, que trabajaron y trabajan aisladamente, faltos de estímulo y sin formar escuela: Esteban Chartrand ayer, hoy Federico Martínez, Melero padre, Armando Menocal, Romañach, Osmundo Gómez ¿qué sé yo? Y quedan otras esperanzas – Dulce María Borrero y José M. Soler, por ejemplo – que quiera la buena estrella de Cuba conservar para que fructifiquen.
     Pero la música ha sido nuestro arte de predilección, aunque no me atreva a afirmar que estamos especialmente dotados para su cultivo. Como arte sentimental, parece que su producción debiera ser natural y abundante en raza tan afectiva como la nuestra. No veo, sin embargo, muestras muy convincentes de que haya de haber una música cubana. Hay, sí, dulzura y poesía en nuestros puntos criollos y viveza y gracia en las guarachas, no careciendo la danza de sabor especial y sensualismo, y acaso bien cultivados, pudieran uno y otros aires darnos cierta originalidad. Ojalá sea así. Cuanto a la canción romántica, que tanto gusta a nuestro pueblo, nada más insoportable o risible. Es un puro disparate pretencioso que hay que proscribir, con sus falsetes, sus palabras entrecortadas y sus trémolos… Mas, si el divino arte cuenta en Cuba con pocos compositores de nota todavía, tiene en cambio, por centenares los ejecutantes exquisitos, muchos de los cuales han hecho sonar, al par de sus dóciles instrumentos, el nombre de Cuba en regiones apartadas. Por no citar sino a contemporáneos ¿qué honra y qué placer no le han proporcionado a la isla natal profesores y artistas de la talla de Espadero y de Villate, de Desvernine y de Arizti, de Cervantes, y Jiménez, y White, y Brindis de Salas, y Albertini?
     Y para que la capacidad cubana se revele en toda su amplitud, miremos que hasta en el arte de la guerra, que nadie nos enseñó, hemos sabido tener jefes de indiscutible superioridad y todo un pueblo de innegable disposición para el combate. ¡Bien sabe el español, aunque por mal entendido orgullo se lo calle, lo que han valido y vale militarmente un Agramonte, un Maceo y un García, por ejemplo, y si los cubanos son o no buenos soldados! Además de la inteligencia viva, fecunda, rápida y sutil manifestada a cada paso ¡qué temple de alma, qué valor, qué abnegación, qué tenacidad moral y qué resitencia física no se le ha visto desplegar al pueblo cubano en tan horrible y desigual contienda, virtudes que han sido, aun para nosotros mismos, una revelación y que de seguro nos colocan ya entre los pueblos más animosos de la Historia! No se lucha, no se muere, no se vence así sino cuando la raza es buena y lleva en sí, con el ideal alentador, el poder de realizarlo.
     ¿Qué no hemos de esperar, pues, de pueblo así dotado de tan armoniosas facultades? ¿Qué hay de excesivo en nosotros en nosotros o de deficiente en grado sumo? Y ¿qué no darán de sí tan ponderada inteligencia y tan generoso corazón, cuando se les someta de lleno a esa racional y varonil cultura con que soñaron nuestros dos grandes educadores de Occidente y de Oriente, José de la Luz y Caballero y Juan Bautista Sagarra, que ya, en tiempos de abyección, supieron hacer hombres…? Abramos, pues los acongojados pechos a esperanzas lisonjeras: el porvenir premiará los dolorosos merecimientos del pasado. Aunque pequeña nuestra Cuba, podemos alcanzar que la consideren como grande. Porque el valor de las naciones, como el de los individuos, no reside en el tamaño material, sino en la suma de energías que contengan. Y el cubano, que es un enérgico hombrecillo, puede concebir y realizar cosas enérgicas…          
     He conocido a un hombre que en sí reunía, magnificadas, las virtudes todas del cubano. En lo físico, era el tipo de ese hombre de los trópicos en quien el sol seca las carnes, como para que el nervio y la fibra muscular adquieran mayor soltura y temple y respondan al estímulo con la celeridad del rayo. Era delgado y flexible; mas con la delgadez y flexibilidad de las hojas de Toledo. Parecía una dama, y era un hombre. Las asperezas de un clima violentísimo, la fatiga de un incesante trabajar, las amarguras de un destierro interminable, la privación y la humillación de la pobreza, dolores de carácter íntimo y, añadida a toda esta desgracia, la angustia intensa de quien persigue un ideal por sendas cubiertas de abrojos y cortadas por abismos, nada pudo rendir su delicado cuerpo ni siquiera apagar la sonrisa de su rostro. Vivía y se movía entre innumerables hombres de otra raza, hercúleos y arrolladores, que pasaban a su lado imaginando empresas gigantescos como ellos. Pero él, el hombrecito del trópico, que con nervioso pie se escurría entre las masas y a quien más de un hombrazo de aquellos miró acaso con desdén, era más hombre que todos, en la doble acepción de la palabra: porque amaba más a la Humanidad, y porque estaba acometiendo – él  solo – una empresa, al lado de la cual eran juegos de niños las más atrevidas imaginaciones de aquel pueblo.
     En lo moral, poseía la bondad cubana en toda su grandeza. Era humilde con los humildes, blando hasta el enternecimiento con los niños y con los desventurados, galante como caballero antiguo con las damas, noble y atento y obsequiso con todo el mundo; creyendo que el amor todo lo resolvía, que la persuasión era la gran fuerza humana; amándolo todo, principalmente la libertad y la justicia, e idolatrando a su pueblo y a su patria. Sólo tuvo un odio; pero este odio era la forma suprema de ese amor a su patria y a su pueblo, a la libertad y a la justicia. Sí, su fuerza era el amor. Mas cuando vió que era inevitable la obra de violencia, cuando se convenció de que el sacrificio cruento se imponía, él con su mano blanda y acariciadora, fue llevando poco a poco y uno a uno a sus hermanos al lugar del sacrificio. Y después, se fué también.
     En lo intelectual, tenía toda la capacidad cubana: era inteligente, mas en grado tal y con destellos tan fulgurantes, que en las naciones que recorría o con las que se comunicaba, dejaba la impresión del genio. Por genio lo tenía el mexicano, y el hijo de la América Central, y el de Venezuela y de Colombia, y allá, en el extremo meridional del Continente, el argentino por genio lo tenía… En su país natal se discutía si era loco. Era inteligente, sí. Concibió una obra magna, sublime, y para prepararla, dió intenso empleo a todo aquello que su patria había puesto en él: a la atención infatigable, a la recelosa previsión, al cálculo frío y caviloso, a la cordura que examina, a la prudencia que no se arriesga, a la habilidad sutil que ajusta, al ingenio que combina, a la paciencia que desenreda, a la solicitud que en todo está, a la sagacidad, al tino, a todo lo que en él había de propio para que nada faltase, para que nada dejase de ser lo que debía, para que todo concurriese al fin propuesto; y cuando estuvo todo bien urdido y llegó el instante de dar a conocer su plan a los que debían realizarlo, empleó en la indispensable y riesgosa operación todas las otras cualidades, todas las otras fuerzas que la virtud de la raza y del suelo propios le habían infundido: y fué el más tenaz y ardiente de los propagandistas, y viajó sin parar ni cuidar su salud, y fundó periódicos, en los que escribió sin tasa y con el alma toda, y levantó clubs, en los que derramó torrentes de elocuencia extraña y poderosa, y convirtió, a fuerza de razón, en amigo al extranjero, y a fuerza de cariño, en combatiente al compatriota, y a fuerza de persuasión, en contribuyente al pobre, al rico, a todo el mundo; y supo sacar de sí – de su cuerpo frágil y pequeño – todo lo que era menester para su obra: pensamientos colosales y pensamientos tiernos, energías de titán y blanduras de mujer, conminaciones, súplicas, lágrimas, sonrisas, la mirada que escruta, la frase que levanta, el gesto que esclaviza, la arrebatadora arenga del tribuno, el razonamiento impecable del demostrador, la fina circunlocución del diplomático, es decir, recursos para la guerra, barcos, pertrechos, rifles, generales y soldados… y cuando todo lo hubo sacado de sí mismo, se sacó también la vida y la entregó…!
     Vosotros habeis conocido, como yo, a ese gran cubano cuyo nombre no pronuncio, para dejar que lo murmuren enternecidas nuestras almas.      

                                                                               He dicho.

* Conferencia dada en “San Carlos”, Cayo Hueso, el 24 de octubre e 1897. 

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