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El elogio de la sombra*

Fragmento

Junichirō Tanizaki

     En realidad, la belleza de una habitación japonesa, producida únicamente por un juego sobre el grado de opacidad de la sombra, no necesita ningún accesorio. Al occidental que lo ve le sorprende esa desnudez y cree estar tan sólo ante unos muros grises y desprovistos de cualquier ornato, interpretación totalmente legítima desde su punto de vista, pero que demuestra que no ha captado en absoluto el enigma de la sombra.
     Pero nosotros, no contentos con ello, proyectamos un amplio alero en el exterior de esas estancias donde los rayos de sol entran ya con mucha dificultad, construimos una galería cubierta para alejar aún más la luz solar. Y, por último, en el interior de la habitación, los shoji no dejan entrar más que un reflejo tamizado de la luz que proyecta el jardín.
     Ahora bien, precisamente esa luz indirecta y difusa es el elemento esencial de la belleza de nuestras residencias. Y para que esta luz gastada, atenuada, precaria, impregne totalmente las paredes de la vivienda, pintamos a propósito con colores neutros esas paredes enlucidas. Aunque se utilizan pinturas brillantes para las cámaras de seguridad, las cocinas o los pasillos, las paredes de las habitaciones casi siempre se enlucen y muy pocas veces son brillantes. Porque si brillaran se desvanecería todo el encanto sutil y discreto de esa escasa luz.
     A nosotros nos gusta esa claridad tenue, hecha de luz exterior y de apariencia incierta, atrapada en la superficie de las paredes de color crepuscular y que conserva apenas un último resto de vida. Para nosotros, esa claridad sobre una pared, o más bien esa penumbra, vale por todos los adornos del mundo y su visión no nos cansa jamás.
     En estas condiciones, es evidente que las paredes enlucidas deben ser recubiertas de un color uniforme para no perturbar esa claridad; aunque el color de fondo puede variar ligeramente de una habitación a otra, la diferencia en todo caso sólo puede ser ínfima. No será una diferencia de tinte, sino más bien una variación de intensidad, poco más que un cambio de humor en la persona que mira. De este modo, gracias a una imperceptible diferencia en el color de las paredes, la sombra de cada habitación se distingue por un matiz de tono.
     Tenemos, por último, en nuestras salas de estar, ese hueco llamado toko no ma que adornamos con un cuadro o con un adorno floral; pero la función esencial de dicho cuadro o de esas flores no es decorativa en sí misma, pues más bien se trata de añadir a la sombra una dimensión en el sentido de la profundidad. En la propia elección de la pintura que colocamos ahí, lo primero que buscamos es su armonía con las paredes del toko no ma, lo que llamamos un toko-utsuri. Por el mismo motivo, concedemos a su montaje una importancia similar a la del valor gráfico del caligrama o del dibujo, porque un toko-utsuri no armónico quitaría todo interés a la obra maestra más indiscutible. En cambio puede suceder que una caligrafía o una pintura sin ningún valor en sí misma, colgada en el toko no ma de un salón esté en perfecta armonía con la habitación y que esta última y la propia obra queden por ello revalorizadas.
     ¿Pero en qué, se preguntarán ustedes, consiste esta armonía cuando se trata de una obra que es en sí misma insignificante? Reside habitualmente en el aspecto antiguo del papel, el color de la tinta o las resquebrajaduras del armazón. Se establece entonces un equilibrio entre ese aspecto antiguo y la oscuridad del toko no ma o de la propia habitación. Cuando visitamos los famosos santuarios de Kyoto o de Nara, nos suelen mostrar, suspendida en el toko no ma de una gran sala al fondo del todo, algún cuadro que dicen ser el tesoro del monasterio, pero es imposible distinguir el dibujo en ese hueco, generalmente tenebroso incluso en pleno día; por lo tanto no nos queda más remedio, mientras escuchamos las explicaciones del guía, que intentar adivinar los trazos de una tinta evanescente e imaginar que ahí sin duda, hay una obra espléndida. A pesar de ello se sabe muy bien que existe una armonía absoluta entre esa vieja pintura marchita y el oscuro toko no ma, que en definitiva no importa que su dibujo esté difuminado y que, por el contrario, esa imprecisión es de lo más adecuada.
     En un caso como éste, el cuadro no es en suma más que una «superficie» modestamente destinada a recoger una luz débil e indecisa cuya función es absolutamente la misma que la de una pared enlucida. Por eso, al elegir una pintura damos tanta importancia a la edad y a la pátina, porque una pintura nueva, aun hecha con tinta diluida o con colores pálidos, si no nos damos cuenta, puede destruir la sombra del toko no ma.

     Si comparáramos una habitación japonesa con un dibujo a tinta china, los shōji corresponderían a la parte en donde la tinta está más diluida, y el toko no ma al lugar en que está más concentrada. Cada vez que veo un toko no ma, esa obra maestra del refinamiento, me maravilla comprobar hasta qué punto los japoneses han sabido dilucidar los misterios de la sombra y con cuánto ingenio han sabido utilizar los juegos de sombra y luz. Y todo eso sin buscar particularmente ningún efecto determinado. En una palabra, sin más medios que la simple madera y las paredes desnudas, se ha dispuesto un espacio recoleto donde los rayos luminosos que consiguen penetrar hasta allí, engendran aquí y allá, recovecos vagamente oscuros. Sin embargo, al contemplar las tinieblas ocultas tras la viga superior, en torno a un jarrón de flores, bajo un anaquel, y aun sabiendo que sólo son sombras insignificantes, experimentamos el sentimiento de que el aire en esos lugares encierra una espesura de silencio, que en esa oscuridad reina una serenidad eternamente inalterable. En definitiva, cuando los accidentales hablan de los «misterios de Oriente», es muy posible que con ello se refieran a esa calma algo inquietante que genera la sombra cuando posee esta cualidad.
     Yo mismo, cuando era niño, si aventuraba una mirada al fondo del toko no ma de un salón o de una «biblioteca» adonde nunca llega la luz del sol, no podía evitar una indefinible aprensión, un estremecimiento. Entonces, ¿dónde reside la clave del misterio? Pues bien, voy a traicionar el secreto: mirándolo bien no es sino la magia de la sombra; expulsad esa sombra producida por todos esos recovecos y el toko no ma enseguida recuperará su realidad trivial de espacio vacío y desnudo. Porque ahí es donde nuestros antepasados han demostrado ser geniales: a ese universo de sombras, que ha sido deliberadamente creado delimitando un nuevo espacio rigurosamente vacío, han sabido conferirle una cualidad estética superior a la de cualquier fresco o decorado. En apariencia ahí no hay más que puro artificio, pero en realidad las cosas son mucho menos simples.
     Por ejemplo, no será difícil imaginar que el trazado de una ventana en el hueco, la profundidad de los nichos, la altura de los pilares, han exigido una laboriosa búsqueda que escapa a la vista, y en lo que a mí respecta, cuando estoy a la luz macilenta de los shōji de una «biblioteca» me olvido del tiempo que pasa. Este término de «biblioteca» proviene de que antaño, como indica el nombre, era un lugar para leer; por eso se hizo una ventana, pero más tarde ésta se convirtió en una simple fuente de luz para el toko no ma; muchas veces ni siquiera es eso, sino un dispositivo destinado a reducir al nivel deseado la luz exterior que por ahí se introduce, filtrándola a través del papel de los shōji. En realidad, la luz que ilumina el reverso de dichos shōji cobra un color frío y apagado. Como si los rayos de sol, que a duras penas penetran desde el jardín, después de haberse deslizado bajo el alero y haber atravesado la galería, hubiesen perdido la fuerza de iluminar, como si se hubieran quedado anémicos, hasta el punto de no tener otro poder que el de destacar la blancura del papel de los shōji.
     A menudo me detengo ante un shōji para contemplar la superficie del papel, iluminada, pero sin resultar por ello deslumbrante. Por ejemplo, en las inmensas salas de los monasterios la luz está tan mitigada, debido a la distancia que las separa del jardín, que su macilenta penumbra es igual en verano que en invierno, haga buen o mal tiempo, por la mañana, a mediodía o por la noche. Los umbríos recovecos que se forman en cada compartimento del apretado armazón del marco de los shōji parecen sendos rastros polvorientos y sugieren una impregnación del papel, inmutable para toda la eternidad. En esos momentos, llego a dudar de la realidad de esa luz de ensueño y guiño los ojos. Porque me produce el efecto de una ligera bruma que embotase mis facultades visuales.
     Como si fuesen incapaces de hacer mella en las espesas tinieblas del toko no ma, los reflejos blanquecinos del papel rebatan en cierta manera sobre esas tinieblas, desvelando un universo ambiguo donde sombra y luz se confunden. Ustedes, lectores, ¿no han experimentado nunca, al entrar en alguna de esas salas, la impresión de que la claridad que flota, difusa, por la estancia no es una claridad cualquiera sino que posee una cualidad rara, una densidad particular? ¿Nunca han experimentado esa especie de aprensión que se siente ante la eternidad, como si al permanecer en ese espacio perdieras la noción del tiempo, como si los años pasaran sin darte cuenta, hasta el punto de creer que cuando salgas te habrás convertido de repente en un viejo canoso?

     Diríjanse ahora a la estancia más apartada, al fondo de alguna de esas dilatadas construcciones; los tabiques móviles y los biombos dorados, colocados en una oscuridad que ninguna luz exterior consigue traspasar nunca, captan la más extrema claridad del lejano jardín, del que les separan no sé cuántas salas: ¿no han percibido nunca sus reflejos, tan irreales como un sueño? Dichos reflejos, parecidos a una línea del horizonte crepuscular, difunden en la penumbra ambiental una pálida luz dorada, y dudo que en ningún otro sitio pueda el oro tener una belleza más sobrecogedora.
     Algunas veces, al pasar por delante, me he vuelto para mirarlos de nuevo una y otra vez; pues bien, a medida que la visión perpendicular va dando paso a la visión lateral, la superficie del papel dorado se pone a emitir una suave y misteriosa irradiación. No es un centelleo rápido sino más bien una luz intermitente y nítida, algo así como la de un gigante cuya faz cambiara de color. A veces, el polvo de oro que hasta entonces sólo tenía un reflejo atenuado, como adormecido, justo cuando pasas a su lado se ilumina súbitamente con una llamarada y te preguntas, atónito, cómo se ha podido condensar tanta luz en un lugar tan oscuro.
     Ahí es donde comprendí por primera vez las razones que tenían los antiguos para cubrir con oro las estatuas de sus budas y por qué se chapaban con oro las paredes de las habitaciones donde vivían las personas de categoría. Nuestros contemporáneos, que viven en casas claras, desconocen la belleza del oro. Pero nuestros antepasados, que vivían en mansiones oscuras, experimentaban la fascinación de ese espléndido color, pero también conocían sus virtudes prácticas. Porque en aquellas residencias pobremente iluminadas, el oro desempeñaba el papel de un reflector. En otras palabras, el uso que se hacía del oro laminado o molido no era un lujo vano, sino que, merced a la razonable utilización de sus propiedades reflectantes, contribuía a dar todavía más luz. Si se admite esto se comprenderá el extraordinario favor de que gozaba el oro: mientras que el brillo de la plata y de los demás metales se apaga muy deprisa, el oro en cambio ilumina indefinidamente la penumbra interior sin perder nada de su brillo.
     Anteriormente me referí al hecho de que las lacas decoradas con oro molido estaban hechas para ser vistas en lugares oscuros; esto no sólo es válido para las lacas: si en los tejidos antiguos se usaban con profusión hilos de oro y de plata, es evidente que se hacía por la misma razón. El mejor ejemplo es la estola de brocado que los monjes llevan alrededor del cuello. En la actualidad, los edificios religiosos de las ciudades son en su mayor parte edificios claros, hechos para atraer a una masa de fieles; en ellos, esas estolas parecen inútilmente llamativas y no inspiran demasiado respeto aunque estén sobre el cuello del más digno prelado; pero cuando esos mismos religiosos, sentados en fila, celebran un oficio de liturgia antigua en algún monasterio histórico, te ves obligado a admirar la armonía entre la piel arrugada de los viejos monjes, el centelleo de las lámparas ante las estatuas de los budas y la textura de esos brocados, y aprecias hasta qué punto ha aumentado la solemnidad del acto; porque como ocurre con las lacas doradas, la mayor parte de los dibujos tornasolados del tejido desaparece en la sombra, pues los hilos de oro y de plata sólo de vez en cuando lanzan un breve destello.
     Por la misma razón, pero a lo mejor soy el único que experimenta esto, considero que nada forma un contraste más afortunado con la tez de los japoneses que un traje de .1 Por supuesto, muchos de estos trajes tienen unos colores brillantes y están profusamente sembrados de oro y plata; además, el actor que los lleva en escena no está maquillado como el actor de kabuki,2 pero ni la piel oscura con reflejos rojizos, característica de los japoneses, ni el rostro de marfil amarillento son particularmente atractivos; y a pesar de eso, cada vez que veo me quedo admirado. Sin duda, las prendas exteriores con dibujos tejidos o bardados en oro y plata son muy favorecedoras y las capas, túnicas o ropas de caza, verde oscuro o rojo caqui y los vestidos con mangas estrechas o los amplios pantalones de un blanco inmaculado no lo son menos. Cuando por casualidad el actor es un bello adolescente, la delicadeza de la piel, la frescura de las mejillas que tienen el brillo de la juventud, quedan realzadas, desprenden una seducción que no se parece en nada a la de la piel femenina y te das cuenta de que eso era lo que hacía perder la cabeza a los grandes señores de antaño, locamente enamorados de la belleza de sus favoritos.
     Los trajes de kabuki, en las obras históricas o en los intermedios coreográficos, no son menos esplendorosos que los del y generalmente se suele dar por hecho que su atractivo erótico es muy superior al del ; ahora bien, creo que quien frecuente asiduamente ambos se habrá dado cuenta de que en realidad es todo lo contrario. Para quien lo ha visto poco, el erotismo del kabuki parece tan indiscutible como su belleza; estoy de acuerdo en que eso era así antaño, pero en la actualidad, en los escenarios iluminados a la occidental, sus vivos colores caen inevitablemente en la vulgaridad y cansan enseguida.
     Lo que es verdad para el traje lo es también para el maquillaje: se puede encontrar belleza en un rostro totalmente artificial, pero nunca se experimentará la impresión de autenticidad que produce la belleza sin maquillaje. El actor de sube a escena con el rostro, el cuello y las manos que le ha dado la naturaleza. En estas condiciones, sus rasgos no tienen más seducción que la suya propia, sin que nuestros ojos estén en modo alguno engañados. Por tanto, en el caso del actor de , es imposible que su rostro desnudo decepcione como lo puede hacer el de un actor que represente, en el kabuki, papeles de mujer o de jóvenes galanes.
     En cambio, lo que nos llama la atención es el extraordinario relieve que cobra su belleza en cuanto se pone los abigarrados ropajes de la época guerrera que, a primera vista, no parecen demasiado adecuados para quien tenga nuestro color de piel. Hace poco, tuve la suerte de ver a Kongō Iwao3 en el papel de Yang Kuei-Fei4 del El Emperador, y nunca he olvidado la sublime belleza de sus manos entrevistas por la abertura de las mangas. Yo miraba sus manos, luego miraba las mías, colocadas sobre mis rodillas. Si esas manos parecían tan bellas era debido, sin duda, al movimiento delicado que las animaba de la muñeca a la punta de los dedos y también a la disposición sumamente estudiada de los propios dedos; sin embargo subsistía en mí una duda: ¿de dónde podía proceder ese brillo de la piel que parecía desprenderse de una fuente de irradiación interior?, porque, en realidad, eran unas manos de japonés de lo más corriente y, en lo que se refería al tono de la piel, nada las distinguía de mis propias manos, ahí, sobre mis rodillas. Dos, tres veces, comparé con las mías las manos de Kongō en escena ante mí, pero, por mucho que las comparara, aquellas manos me seguían pareciendo iguales. Y a pesar de eso, cosa extraña, esas mismas manos que en escena adquirían una belleza casi inquietante, sobre mis rodillas no eran sino unas manos de lo más corriente.
     Éste no es un fenómeno exclusivo de Kongō. En el , la parte del cuerpo que deja ver el traje es ínfima, como mucho el rostro y el cuello y la mano desde la muñeca hasta la punta de los dedos; además, en un papel femenino como el de Yang Kuei-Fei, el actor lleva una máscara, de forma que su propio rostro está oculto, pero entonces el color de esa ínfima parcela al descubierto produce un efecto prodigioso. Este efecto era particularmente asombroso en Kongo, pero las manos de cualquier actor, honestas y corrientes manos de japonés medio, desprenden una seducción tal que te hace abrir los ojos de asombro, seducción que no se hubiera podido ni sospechar si llevara un traje moderno. Lo repito, no se trata de ninguna cualidad inherente al actor guapo o buen mozo.
     Otro ejemplo: resulta inconcebible que en la vida cotidiana los labios de un hombre corriente nos atraigan; pues bien, en el escenario del nō, su color rojizo oscuro, su piel ligeramente húmeda, sugieren una elasticidad carnal superior a la de los labios de una mujer pintados rojos. Eso se puede deber al hecho de que el actor, para cantar, humedece continuamente sus labios con saliva, pero no puedo creer que sea ésta la única razón. Ocurre lo mismo con el niño actor, cuyas excelentes mejillas enrojecidas adoptan colores más frescos. Mi experiencia personal me dice que este efecto es más visible si lleva trajes en los que predomina el color verde; en tal caso, la rojez, que en un niño de tez clara es ya evidente, se realza aún más en el niño de piel oscura. Porque en el niño de tez clara el contraste entre su palidez y ese rojo es demasiado tajante y el efecto de los colores oscuros del traje demasiado fuerte, mientras que en el niño de tez oscura, de mejillas morenas, el rojo sobresale menos, de manera que el traje y el rostro se iluminan mutuamente. El verde sobrio y el marrón mate, ambos colores neutros, destacan mucho entre sí y la piel del hombre amarillo se ve tan favorecida que llama la atención.
     Posiblemente exista en otras partes una belleza similar, creada por la simple armonía de los colores, pero si por desgracia el tuviese que recurrir como el kabuki a los modernos sistemas de iluminación, es seguro que bajo el impacto de esa luz brutal sus virtudes estéticas saltarían en pedazos. Es, pues, absolutamente esencial que el escenario del nō permanezca en su oscuridad original y, cuanto más antiguo sea el edificio, mejor. Una reluciente tarima con brillo natural, pilares y tabiques de reflejos oscuros, una oscuridad que, procedente del techo, se extienda por encima de la cabeza del actor como una inmensa campana, ése es el espacio teatral más adecuado; desde este punto de vista, presentar el como lo han hecho hace poco en el Asahikaikan o en el Kōkai-dō, posiblemente no sea malo en sí mismo, pero el pierde la mitad de su auténtico sabor.
     Ahora bien, esta oscuridad intrínseca del y la belleza que genera forman un singular universo de sombra que, en nuestros días, sólo se ve en el escenario, mientras que antaño no debían de estar muy alejados de la vida real. ¿Cómo puede ser eso?, me dirán ustedes. Porque la oscuridad que reina en el escenario del no es sino la oscuridad de las mansiones de aquellos tiempos; en cuanto a los dibujos y a la armonía de los colores de los trajes del , aunque son algo más vivos que en la realidad, no dejan de ser menos parecidos en su conjunto a los trajes que llevaban los nobles y los señores de la época. Llegado a este punto de mi reflexión intento imaginarme, y esto me fascina, el orgulloso aspecto, comparado con el nuestro, de aquellos japoneses de antes y, en particular, de los señores de la guerra que llevaban los suntuosos trajes de la época de las guerras civiles o de Momoyama.5 El muestra, de la forma más elevada posible, la belleza de los hombres de nuestra raza; cuán imponente y majestuoso debía de ser el porte de aquellos veteranos de los antiguos campos de batalla cuando, con sus rostros quemados por el viento y la lluvia, totalmente ennegrecidos, con los pómulos salientes, se ponían aquellas capas, aquellos trajes pomposos, aquellos trajes de ceremonia con semejantes colores, chorreantes de luz. Estoy convencido de que todos los que disfrutan viendo se entregan en cierto modo a asociaciones de ideas de este tipo y encuentran un placer retrospectivo, completamente ajeno al quehacer del actor, en decirse que este universo de la escena, de tan encendido colorido, tuvo antaño una existencia real.
     En el extremo opuesto, el escenario del kabuki permanece hasta el final como un universo de ficción, sin relación con la belleza de nuestra tierra. Esto es cierto, por supuesto, en su interpretación de la belleza masculina, pero lo es todavía más en la de la belleza femenina: me resulta imposible imaginar que las mujeres de otras épocas hayan podido ser unos seres parecidos a los que vemos hoy en día en escena. En el , el actor que hace un papel de mujer lleva una máscara y por lo tanto también se aleja de la realidad, pero los intérpretes de papeles femeninos del kabuki tampoco dan sensación de autenticidad. La culpa es, por supuesto, de la iluminación demasiado cruda del escenario; ¿no estaba esta forma de teatro, especialmente en los papeles femeninos, un poco más cerca de la realidad, cuando todavía no existían los medios actuales de iluminación, cuando las velas o candelabros difundían una claridad mediocre?
     A este respecto se suele decir que en el kabuki actual ya no hay actores especializados en papeles femeninos que tengan una feminidad tan verosímil como los de antes, pero no está muy claro que la culpa sea de las aptitudes o la belleza de los actores. Porque si hubieran colocado a los actores de entonces en un escenario iluminado como hoy en día, es indudable que los contornos angulosos de su silueta masculina habrían saltado a la vista: ¿No era la oscuridad la que difuminaba en buena medida este defecto? Al ver a Baiko6 hacia el final de su vida en el papel de Okaru7, lo percibí muy nítidamente. Entonces fue cuando me di cuenta de que lo que mataba la belleza del kabuki era esa iluminación inútilmente exagerada.
     Un distinguido aficionado de Osaka me decía que durante algún tiempo, a principios del Meiji, se habían utilizado lámparas de petróleo para iluminar el teatro de marionetas de bunraku8 y me aseguraba que en aquella época dicho teatro tenía unas resonancias infinitamente más ricas que ahora. Incluso hoy en día considero que esas muñecas tienen una vida más auténtica que los papeles femeninos del kabuki; porque a la incierta luz de aquellas lámparas, las muñecas debían de perder su característica dureza de rasgos y sus deslumbrantes reflejos de blanco de china debían de quedar difuminados, y cuando me imagino lo que ganaban en agilidad y la sobrecogedora belleza de la escena de aquellos tiempos, me siento recorrido por un estremecimiento involuntario.

Notas

1. La forma clásica más antigua del teatro japonés. Creada en los siglos XIV y XV por Kanze Kanami (1333-1384) y su hijo Zeami (1364-1444), el ha sobrevivido hasta nuestros días gracias a una tradición ininterrumpida.

2. Junto al y el ningyōjōruri, el kabuki es el tercero de los géneros clásicos del teatro japonés. Muy apreciado por el público popular, conoció su apogeo en el siglo XIX.

3. Kongō Iwao (1887-1951) fue un celéberrimo actor de nō.

4. Favorita del emperador Kiung-tsong, asesinada en 756 por los soldados de la guardia. Su figura inspiró a numerosos poetas japoneses así como varias obras de teatro, en particular dos , Yō Kihi (pronunciación japonesa de su nombre) y Kotei (el emperador).

5. «La montaña de los melocotones», colina situada a 5 km al suroeste de Kyoto. El llamado «período de Momoyama» corresponde, en historia del arte, a los últimos años del siglo XVI.

6. Onoe Baiko (1870-1934), sexto con este nombre, célebre intérprete de papeles femeninos del kabuki.

7. Personaje femenino del famoso drama histórico El tesoro de los vasallos fieles. Es uno de los grandes papeles del repertorio del kabuki.

8. Cantante y director de teatro, muerto en 1810, cuyo nombre sirvió para designar el teatro de marionetas de Osaka.

*Tomado de: Junichirō Tanizaki. El elogio de la sombra. España: Siruela, 2007. pp. 45 – 65.   

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