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     En esta oportunidad La más verbosa ofrece a la voracidad de sus lectores dos ensayos. Éstos son: "Lezama y las hormigas (rutas de un imaginario)", del poeta y ensayista Pedro Marqués de Armas" (pulse en el enlace que está arriba), y "In medias res publicas / Sobre los intelectuales y la crítica social en la esfera pública cubana", de Desiderio Navarro.  Esperamos que quienes han insistido en que multipliquemos nuestras ofertas, estén satisfechos. En lo que a la Redacción de La Habana Elegante respecta, nos satisface poner a la disposición de nuestros amigos estos trabajos caracterizados por una notable lucidez, y por una invitación a ver y leer de otra manera...
 

IN MEDIAS RES PUBLICAS
Sobre los intelectuales y la crítica social en la esfera pública cubana1
 

Desiderio Navarro

En medio de la cosa pública: es ahí donde están llamados los intelectuales a desempeñar su papel en cada país. Pero, como bien señala el documento del Prince Claus Fund que nos convoca, “en varios aspectos el papel de los intelectuales difiere de país en país”, y también los “constreñimientos materiales, culturales y políticos” que ellos experimentan “difieren de situación en situación”. Es preciso tener en cuenta esas diferencias si no se quiere correr el riesgo de incurrir en extrapolaciones ilícitas, generalizaciones infundadas y etnocentrismos. En efecto, como añade el documento: “Hay necesidad de entender el papel de los intelectuales en esos contextos y discutir los dilemas clave.”
     Las observaciones y reflexiones que siguen se proponen contribuir a la comprensión del papel de la intelectualidad artística en la esfera pública en la Cuba revolucionaria, esto es, en los últimos Palabrascuarenta años de historia de mi país. Se trata de un período muy largo y complejo que sería imposible presentar y analizar debidamente en el estrecho marco prestablecido de esta ponencia. De ahí el carácter abocetado y la ejemplificación mínima de la siguiente introducción histórica, realizada según el criterio de la pertinencia al problema que aquí nos ocupa.
     En junio de 1961, en una célebre reunión con las personalidades más representativas de la intelectualidad cubana de entonces, el Comandante Fidel Castro formuló una frase que, por su brevedad, construcción y categoricidad, funcionó, desde entonces hasta la fecha, como el resumen de la política cultural de la Revolución: “dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”.2 Sacado de su contexto y en manos de toda clase de hermeneutas y exégetas circunstanciales, ese versículo de las que en adelante serían conocidas como “Palabras a los intelectuales” daría muestras de una extraordinaria polisemia que le permitiría ser el principio rector reconocido por los sucesivos períodos y tendencias en lucha.3
     La vida cultural y social del país pondría una y otra vez sobre el tapete muchas preguntas más concretas que quedaron sin una respuesta amplia, clara y categórica: ¿Qué fenómenos y procesos de la realidad cultural y social cubana forman parte de la Revolución y cuáles no? ¿Cómo distinguir qué obra o comportamiento cultural actúa contra la Revolución, qué a favor y qué simplemente no la afecta? ¿Qué crítica social es revolucionaria y cuál es contrarrevolucionaria? ¿Quién, cómo y según qué criterios decide cuál es la respuesta correcta a esas preguntas? ¿No ir contra la Revolución implica silenciar los males sociales que sobreviven del pasado prerrevolucionario o los que nacen de las decisiones políticas erróneas y los problemas no resueltos del presente y el pasado revolucionarios? ¿Ir a favor de la Revolución no implica revelar, criticar y combatir públicamente esos males y errores? Y así sucesivamente. 
     Después del triunfo revolucionario de 1959, y sobre todo después de la declaración del carácter socialista de la revolución en abril de 1961, las relaciones entre la vanguardia política y la vanguardia intelectual o artística — para emplear las denominaciones en curso por entonces — conocieron tensiones fuertes, pero puntuales o pasajeras, en materia de política cultural (por ejemplo, en relación con la prohibición de la exhibición pública del filme “P.M.” de Sabá Cabrera Infante en 1961 o con el  “sectarismo” de 1961-1962); sin embargo, puede hablarse de una amplia adhesión de la segunda a las decisiones y proyecciones de la primera en las demás esferas de la vida política nacional. Por otra parte, todavía en septiembre de 1966, en un artículo titulado “Hacia una intelectualidad revolucionaria en Cuba”,  Roberto Fernández Retamar, uno de los más destacados pensadores de aquella vanguardia intelectual, podía presentar la crítica de los errores de los políticos como un deber  consustancial a la adhesión del intelectual a la revolución y como un factor de diagnóstico y corrección tomado en cuenta por los políticos cubanos “realmente existentes” por entonces: 
 

Un error teórico cometido por quien puede convertir sus opiniones en decisiones, ya no es sólo un error teórico: es una posible medida incorrecta. Con medidas incorrectas hemos topado, y ellas plantean, por lo pronto, un problema de conciencia a un intelectual revolucionario, que no lo será de veras cuando aplauda, a sabiendas de que lo es, un error de su revolución, sino cuando haga ver que se trata de un error. Su adhesión, si de veras quiere ser útil, no puede ser sino una adhesión crítica, puesto que la crítica es “el ejercicio del criterio”. Cuando hemos detectado tales errores de la revolución, los hemos discutido. Así ha pasado no sólo en el orden estético, sino con equivocadas concepciones éticas que se han traducido en medidas infelices. Tales medidas fueron rectificadas, unas, y otras están en vías de serlo. Y ello, en alguna forma, por nuestra participación. (...) de alguna manera, por humilde que sea, contribuimos a modificar ese proceso [la revolución]. De alguna manera somos la revolución.4


     Frente a la socorrida hipostasiación de la sinécdoque que hace de un dirigente individual o de un colectivo de ellos a tal o cual nivel, “la Revolución”, y de sus ideas y decisiones, por carácter transitivo, las ideas y decisiones de “la Revolución”, Fernández Retamar recordaba que también los intelectuales revolucionarios son una parte en el todo de esa Gran Sinécdoque.
     Para la mayoría de los intelectuales revolucionarios — pero no para la mayoría de los políticos — estaba claro que su papel en la esfera pública debía ser el de una participación crítica. Alrededor de 1968 se hace sentir con cierta fuerza en esa esfera la intervención crítica intelectual desde diversas posiciones políticas: el relativo monologismo dominante ya por varios años sobre la base de la coincidencia política espontánea y de cierta medida de autocensura en consideración al peligro de la manipulación informativa enemiga, es roto por voces intelectuales aisladas que emprenden cuestionamientos puntuales o amplios del proceso revolucionario, o incluso impugnaciones globales. 
     Esa heteroglosia en cuestiones políticas resultaba tanto más resonante cuanto que se presentaba sobre el fondo de una intelectualidad nacional pro-revolucionaria que, por paradójico que parezca, no intervenía públicamente en discusiones extraestéticas. Al enumerar “algunos problemas del intelectual revolucionario” en el artículo antes citado, Fernández Retamar había mencionado en primer lugar precisamente ese extraño silencio: 
 

Hace poco me preguntaba en México Víctor Flores Olea por qué los intelectuales cubanos no participaban sino excepcionalmente en las discusiones sobre problemas de tanto interés como las referidas al estímulo material y al estímulo moral, a la ley del valor, etc., asuntos que solían ser tratados por el Che, Dorticós y otros. (...) La pregunta (...), entre otras cosas, roza este punto: los intelectuales cubanos, que han debatido lúcidamente sobre cuestiones estéticas, deben considerar otros aspectos, so pena de quedar confinados en límites gremiales.5


     Y había reclamado “esa ampliación de la problemática intelectual”  justamente como parte del “proceso de conversión en intelectuales de la revolución”.6
     Por otro lado, también en las relaciones con la intelectualidad extranjera se puso de manifiesto una heteroglosia política análoga: gran parte de la intelectualidad extranjera izquierdista o progresista (fundamentalmente europea y latinoamericana) reaccionó con críticas al Gobierno Revolucionario en relación con la aprobación de la invasión de Checoslovaquia por las tropas del Pacto de Varsovia en 1968 y con el arresto y detención del poeta cubano Heberto Padilla en 1971. Si en enero de 1968, en ocasión del Congreso Cultural de La Habana, se ensalzaba a los trabajadores intelectuales del mundo y de Europa en particular precisamente por intervenir en la esfera pública con protestas y combativas movilizaciones en favor de causas como la de Cuba durante la Crisis de Octubre, la guerrilla del Che, la lucha de Vietnam, el movimiento negro en EUA, etc., en contraste con el nulo o escaso apoyo público de las vanguardias, organizaciones y partidos revolucionarios mundiales, ya en 1971 se descubre entre ellos una “maffia” de “falsos intelectuales”, “pequeñoburgueses seudoizquierdistas del mundo capitalista que utilizaron la Revolución como trampolín para ganar prestigio antes los pueblos subdesarrollados”, y que “intentaron penetrarnos con sus ideas reblandecientes, imponer sus modas y sus gustos e, incluso, actuar como jueces de la Revolución”.7
     De repente, para la mayoría de los políticos, el intelectual apareció como un Otro ideológico real que los interpela en el espacio público sobre asuntos nacionales extraculturales, políticos. Esa aparición, así como el conocimiento del papel desempeñado por los intelectuales checos en la por entonces reciente Primavera de Praga, la creciente influencia del modelo socio-político y cultural soviético en su etapa de Restauración brezhneviana, son algunos de los factores que contribuirían a que muchos políticos llegaran a ver en la intelectualidad como tal un compañero de ruta no confiable, e incluso una potencial fuerza política opositora. Algunos no dejaron de aprovechar la idea expuesta por el Che Guevara en El socialismo y el hombre en Cuba (1965) de que  “la culpabilidad de muchos de nuestros intelectuales y artistas reside en su pecado original; no son auténticamente revolucionarios”, al tiempo que hicieron caso omiso de un mandamiento político formulado por el propio Che a continuación en el mismo párrafo: “No debemos crear asalariados dóciles al pensamiento oficial ni ‘becarios’ que vivan al amparo del presupuesto, ejerciendo una libertad entre comillas.” 8
     De 1968 en adelante, más allá de una serie de medidas administrativas (la más simbólica de todas sería la disolución de la importante revista llamada precisamente Pensamiento Crítico), se produjo una verdadera cruzada contra la intervención crítica de la intelectualidad en la esfera pública, cruzada que tuvo su punto culminante en el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura (1971) y que sólo vino a desarticularse a principios de los años 80 con el fracaso del último desesperado intento de implantar como doctrina oficial el realismo socialista en su versión soviética más hostil a la crítica social.  Justamente a principios de los 80 comienzan a oírse nuevamente voces críticas, esta vez con más fuerza y en mayor número,  pertenecientes a jóvenes intelectuales nacidos y formados ya dentro de la Revolución —en su gran mayoría artistas plásticos, pero también narradores, teatristas, cineastas y ensayistas.
     Nadie ha descrito mejor que el crítico de arte cubano Gerardo Mosquera cómo concebían y desempeñaban aquellos jóvenes artistas plásticos el papel del intelectual en la esfera pública: “Se siente [en ellos] una gran urgencia por ir ‘más allá del arte’ para abordar con él en directo los problemas de la sociedad, sin hacer la más mínima concesión artística.” Añadía que esos artistas estaban “llevando adelante un cuestionamiento crítico muy serio de problemas de nuestra realidad que, aunque se tocan en los pasillos, de rareza han traspasado la oralidad para discutirse públicamente con todas sus letras.” Y en una clara relación intertextual con la mencionada frase de Fidel, concluía: “Por fuerte que resulte en su expresión, se trata de un cuestionamiento dentro del socialismo y por el socialismo.” 9
     Todavía a mediados de 1989 Mosquera podía señalar: “Las artes plásticas (...) constituyen ahora la tribuna más osada. Su crítica social analiza males muy reales en busca de la rectificación.” Y  menciona algunos de esos males: “burocracia, oportunismo, autoritarismo, rectificación pero no mucha, pancismo, centralismo antidemocrático...”.10
     En relación con esa voluntad de crítica y discusión públicas se produjo en los 80 una proliferación inaudita de espacios culturales de todo tipo: espacios de exhibición, de publicación, de lectura, de discusión; espacios institucionales y no institucionales; espacios privados y espacios públicos. Una inusitada característica de muchos de esos nuevos espacios fue la apertura a la intervención espontánea no revisada, autorizada y programada previamente (p. e., la lectura pública de textos no sometidos con días o semanas de anticipación a diversas instancias culturales y políticas para su aprobación, corrección o rechazo). 
     Por otra parte, esa actividad  intelectual crítica se caracterizó por una orientación, nunca antes vista, hacia lo no institucional y lo antiinstitucional.  Frente a los constreñimientos de los espacios institucionales y sus usos institucionales, desarrolló las siguientes estrategias:
     — irrupción imprevista y apropiación efímera, “desconstructiva”, de espacios culturales institucionales (repentinos performances no programados en medio de vernissages o conferencias ajenas);
     — creación de espacios culturales no institucionales (exhibiciones de obras plásticas y representaciones teatrales en casas particulares, un periódico cultural samizdat), algunos de los cuales tenderían a devenir una especie de instituciones no institucionales (galerías en casas o en un céntrico parque);
     — irrupción y apropiación más o menos efímera de espacios públicos (graffitti, murales y performances en las calles de la ciudad, un juego de base-ball por artistas y críticos en un estadio de base-ball). 
     Pero ya desde 1988 se produce nuevamente una ofensiva contra la intervención crítica del intelectual en la esfera pública, que — por obra del desencanto, el pesimismo, el escepticismo, y hasta el amargo resentimiento que genera, y en conjunción con las duras condiciones de trabajo y de vida creadas por la crisis económica de principios de los 90, y la simultánea apertura en la concesión de permisos de salida del país — conduce a la dispersión de la mayor parte de esa intelectualidad artística por tierras de América y Europa. No obstante, en los 90, sobre todo en su primera mitad,  siguen apareciendo, si bien cada vez más esporádicamente, obras cinematográficas, narrativas, teatrales, etc. en las que sobrevive el espíritu crítico de “los 80”. 
     A continuación examinaremos no las medidas administrativas, sino el discurso que las legitima y, en general, la ideología y las prácticas culturales movilizadas contra la actitud crítica del intelectual,imagen  el carácter público de su intervención, y hasta contra la propia figura del intelectual en general.  Y lo haremos de una manera tipológica, sincrónica, sin atender a la propia historia interna de esa ideología y prácticas ni a las variaciones de su presencia histórica en la vida nacional, cuyo examen requeriría todo un libro. Ellas, que se presentan a sí mismas como garantes de la estabilidad ideológica y política de la Revolución, han llegado a ser hegemónicas en determinados períodos, pero, felizmente, nunca han llegado a reinar de manera absoluta en todas las instancias y ramificaciones del poder político y de las instituciones culturales. Precisamente la resistencia que a ellas le han opuesto en determinados momentos instituciones como la Casa de las Américas y el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos, o la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y el propio Ministerio de Cultura — ambos partícipes de ellas en otros momentos —, ha permitido la aparición o supervivencia de determinados espacios intelectuales críticos. 
     En el marco de esa ideología y prácticas anticríticas, el papel del intelectual revolucionario como crítico de la propia realidad social revolucionaria raras veces es negado abiertamente, pero también raras veces es afirmado o reafirmado sin ambages; la mayor parte del tiempo es silenciado o mencionado de paso como un mero rasgo secundario o facultativo. Pero, incluso cuando se lo reconoce explícitamente en la teoría, es neutralizado de inmediato con restricciones y reservas de diverso alcance y naturaleza, y su desempeño en la práctica social concreta deviene objeto de toda clase de acusaciones políticas y éticas.
     Las más radicales restricciones son, desde luego, las planteadas en nombre de la Raison d’État: no conviene, o no se debe permitir, la crítica social en la esfera pública 
     a) porque los enemigos internos y externos de la Revolución podrían aprovecharla con fines propagandísticos, y/o
     b) porque el conocimiento de ciertas verdades (dificultades y defectos de la realidad social) podría desorientar, confundir y desalentar al pueblo, que aún no tiene la preparación necesaria para asimilarlas [Nota bene: se trata del mismo pueblo cuya cultura política, madurez y lucidez ideológicas son presentadas como extraordinarias cuando es cuestión de destacar el carácter racional de su apoyo a la Revolución],  y/o
     c) porque cada nueva discrepancia crítica constituiría una heterodoxia, una disidencia que rompería la monolítica unidad ideológica de la nación, tan necesaria para su supervivencia.
     Ahora bien, si se acepta que la crítica social en la esfera pública pone en peligro la seguridad nacional, al intelectual revolucionario, en la práctica, sólo le queda realmente, en el “mejor” de los casos, el silencio o el papel de apologista, cantor de lo positivo realmente existente, y, en el peor de los casos, el papel de idealizador e idealizador de la realidad social.
     La Raison d’État dio origen al  Síndrome del Misterio. Así bautizó el lenguaje popular cubano la tabuización de la investigación y la discusión pública de fenómenos sociales que encierran (o pudieran encerrar) algún elemento negativo endógeno. Esa tabuización, que ha existido con amplitud y rigor variables en los diversos períodos, penetró en las esferas más triviales de la vida cotidiana y llegó en ocasiones a extremos grotescos.
     Muchas veces, para el intelectual, no es siquiera cuestión de hacer que el “pueblo”, “el público”, tome conciencia de un determinado fenómeno social negativo, sino simplemente de lograr que ese fenómeno, secreto a voces, sea discutido colectivamente en la esfera pública. Por ejemplo, la existencia de prostitución en Cuba fue uno de los grandes temas tabú: mientras a fines de los 80 casi todo el pueblo sabía de su abierta y creciente existencia en las calles, el discurso oficial seguía negando su existencia, y justamente del medio intelectual surgió el artículo testimonial que sacó a debate público el indeseable fenómeno. También gracias a la intervención de la intelectualidad artística, algo semejante está ocurriendo en nuestros días con otro tema tabú: la supervivencia del racismo en Cuba.
     Conjuntamente o no con las antes mencionadas restricciones, al papel crítico de la intelectualidad en la esfera pública se le fijan límites relativos al dominio de acción de su competencia. Se afirma que la intelectualidad no debe ocuparse de intervenir públicamente sobre problemas sociales no estrictamente culturales o político-culturales, puesto que no es competente para ello, carece del conocimiento teórico y empírico de la realidad social concreta que es propio de los políticos profesionales y los “expertos” o “especialistas” en determinados problemas sociales.
     Esta concepción, que refuerza y es reforzada a su vez por la ya señalada falta de interés de muchos de los propios intelectuales en la crítica social pública, dicta el perfil temático de las publicaciones culturales locales. Si se comparan las revistas culturales cubanas con sus homólogas de la antigua Europa del Este — por ejemplo, La Gaceta de Cuba con la soviética Literatúrnaia Gazeta —, salta a la vista el carácter estrictamente artístico-cultural de los temas abordados por las cubanas (salvo recientes excepciones), la ausencia en éstas de temáticas sociales — como la ecología, la educación, la moral, el modo de vida y, hasta hace poco, pero todavía presentes en grado mínimo, la religión, la raza y el género.
     Adicionalmente, a menudo se afirma que, ya en el dominio estrictamente cultural, el intelectual  debe ocuparse de intervenir críticamente sólo sobre obras literarias y artísticas particulares, y no sobre las instituciones culturales y sociales y su influencia en la producción, difusión y recepción de esas obras. En momentos en que cada vez más teóricos y críticos no marxistas de todo el mundo están reconociendo la esterilidad de una crítica “ergocéntrica” — esto es, concentrada en las obras como si éstas estuvieran suspendidas en un vacío comunicacional social — y la necesidad de investigar esas obras en el contexto de los procesos sociales de producción, difusión y recepción,  en el seno del socialismo cubano se llega a esperar de la crítica marxista, entre otras, que no investigue los aspectos sociales de la comunicación social artística, que sea menos sociológica, es decir, que sea menos marxista o que deje de serlo.
     El más frecuente modo de atacar las intervenciones críticas de la intelectualidad en la esfera pública no es, como sería de esperar, el señalamiento de las consecuencias negativas que textosupuestamente sus afirmaciones críticas pudieran tener, ni, mucho menos, la demostración del carácter supuestamente erróneo de esas afirmaciones, sino la atribución de condenables intenciones ocultas a sus autores: los intelectuales o parte de ellos son acusados de pretender convertir a la intelectualidad en la Conciencia Crítica de la sociedad, o sea, en la única, exclusiva conciencia crítica de ésta. Ello a contrapelo de algo obvio: que la intelectualidad podría aspirar a ello y lograrlo únicamente en una esfera pública en la que el resto de la sociedad no interviniera críticamente ni pudiera hacerlo; pero la intelectualidad, claro está, no tiene modo alguno de impedir tal intervención. Sólo la ausencia de actividad crítica pública por los otros sujetos sociales (clases, grupos, organizaciones políticas, medios masivos, etc.) puede hacer que la intelectualidad no sea una conciencia crítica entre otras, sino la conciencia crítica.
     Otro modo frecuente de descalificar las intervenciones críticas de la intelectualidad es estigmatizarlas públicamente con el epíteto “hipercríticas”, lo cual resulta legitimación suficiente para su exclusión de la esfera pública . En correcto español, “hipercrítico” se aplica a lo que contiene una crítica excesivamente minuciosa, escrupulosa o rigurosa. Si lo condenable del hipercriticismo no es la minuciosidad, la escrupulosidad y la rigurosidad en el análisis y la valoración críticos de la realidad social, debe ser entonces el grado excesivo de esas cualidades: el que ellas se presenten “en más cantidad que lo necesario o conveniente”. O sea, que el criterio de la crítica social correcta no sería la verdad, sino la correspondencia de su grado de minuciosidad, escrupulosidad y rigurosidad a cierta medida de lo necesario o conveniente. Sin embargo, ninguna intervención crítica es estigmatizada como “hipocrítica” o “acrítica”. No criticar del todo o criticar menos de lo necesario o conveniente no es motivo de condena y exclusión. Esto deja ver que el “cero”, la total ausencia, es, en realidad, el grado ideal de crítica social.  Ahora bien, una vez más, ¿quién, cómo y según qué criterios decide qué grado de rigurosidad crítica es necesaria o conveniente para la sociedad socialista?; o, lo que es lo mismo, ¿cuánta verdad y cuánto silenciamiento de la verdad son necesarios o convenientes? ¿Y cuánto silenciamiento de la verdad da origen a una mentira por omisión?
     Un recurso de invalidación similar al anterior, y a menudo asociado a él, es la falaz exigencia gnoseologista realista-socialista del reflejo de la totalidad de la sociedad no ya por el conjunto de las obras de una cultura, sino por la obra literaria, artística o científico-social individual. Ésta ha de ser un microcosmos en el que no se puede omitir nada. Así, se condenan tajantamente las intervenciones críticas porque se concentran en revelar lo negativo y no presentan del todo o en su magnitud real (por su proporción estadística o su significación social) lo positivo que existe en la sociedad al lado de lo negativo criticado. Sin embargo, las mayoritarias intervenciones no críticas, o incluso absolutamente apologéticas, no son anatematizadas en modo alguno por concentrarse en lo positivo y no mostrar del todo o en su magnitud real lo negativo que sobrevive o surge en la sociedad al lado de lo positivo ensalzado.
     Tal vez el más incapacitador de los ataques es el que se limita a señalar en la intervención crítica del intelectual alguna coincidencia con  afirmaciones anteriores de contrarrevolucionarios externos o internos. Tampoco en este caso rige el principio de la correspondencia a la verdad, sino la “lógica” de lo que ya el propio Engels llamó burlonamente “política de Gribul”, consistente en la supuesta obligación que tendría todo pensador marxista de afirmar automáticamente lo contrario de lo que haya afirmado cualquier autor no-marxista. Pero esta “lógica” también es aplicada retroactivamente: si algún enemigo declarado de la Revolución afirma públicamente que coincide en algo con una anterior intervención crítica del intelectual, o da alguna muestra directa o indirecta de aprobarla, ésta se convierte automáticamente en contrarrevolucionaria, independientemente del tiempo transcurrido desde su recepción inicial.  Si lo políticamente correcto es lo contrario de lo que digan los enemigos, el intelectual revolucionario y su obra se ven sometidos a una azarosa y penosa dependencia intelectual respecto de la iniciativa de aquellos.
     Otro modo de descalificar intervenciones críticas de intelectuales es culparlas de “indisciplina”, de introducir anarquía y desorden en la vida social. Se llama a desatender el contenido de verdad de una intervención crítica por el mero hecho de que ésta ha violado las reglas pragmáticas no escritas, pero no por ello menos rigurosas, que deciden dónde, cuándo, cómo y ante quién no se debe plantear una crítica sobre determinados temas (e incluso quién no debe plantearla).  Basta, por ejemplo, que haya sido realizada fuera del correspondiente círculo de autorizados, fuera de las instituciones o reuniones programadas, o por una persona (principiante o aficionado) no reconocida institucionalmente como una figura intelectual, o sin rodearla de rituales apologéticos  “constructivos”, o sin ofrecer ya lista la solución del problema planteado, para que se pueda desautorizarla de manera absoluta y declarar innecesaria —y también improcedente— toda respuesta a ella.
     Un modo particularmente eficaz y socorrido de descalificar las intervenciones críticas es su presentación, patética y casi siempre melodramática y kitsch, como una “ofensa a la sensibilidad popular”, una “herida infligida a las fibras más profundas del corazón de nuestro abnegado pueblo”. Del mismo modo que en materia de comprensibilidad de las obras se busca — como bien señala una célebre frase de Che Guevara —, “lo que entiende todo el mundo, que es lo que entienden los funcionarios”, en materia moral y política sólo se busca lo que aprueba todo el mundo, que, en realidad, es lo que  aprueban los funcionarios. Así, de repente la “sensibilidad popular”, a veces desatendida por los mismos funcionarios en otros asuntos sociales, es presentada como la suprema e infalible instancia moral  y política, aunque a menudo no es más que un constructo mass-mediático u oratorio que encarna lo que los funcionarios consideran que el pueblo tiene el deber de sentir sobre tal o cual asunto.
    Por último, cuando la argumentación crítica del intelectual se realiza, de manera muy visible y consecuente, desde el punto de vista de los principios e intereses de la Revolución y con una impecable lógica marxista, entonces es posible que se recurra a un mecanismo neutralizador de emergencia: en vez de discutir públicamente sus afirmaciones, de impugnarlas con las armas intelectuales del marxismo, se acusa al autor de estar simulando que es revolucionario o marxista, de disfrazarse con una fraseología marxista, con lo cual se da por zanjada la parte intelectual del asunto y se hace el correspondiente daño moral a un verdadero revolucionario o marxista.
     Ahora bien, la actividad crítica del intelectual en la esfera pública no sólo es combatida directamente, sino también por vías indirectas. Una de ellas es la administración de la memoria y el olvido. En cada período se trata de borrar (minimizar, velar) de la memoria colectiva cultural todo lo relativo a la actividad crítica del intelectual en el período anterior: ora el recuerdo de las formas que asumió, las vías que utilizó, los espacios en que se desarrolló y las personalidades concretas que la ejercieron, ora el recuerdo de cómo se la combatió, reprimió o suprimió, y quiénes fueron sus antagonistas (lo cual, en la incierta primera mitad de los 90, vino a facilitar el “lavado de biografías”, el “travestismo ideológico” y el “reciclaje” de personajes de línea dura).
     Así pues, empleando convencionalmente la nada exacta designación de los períodos con números redondos, podemos decir que las intervenciones y espacios críticos de “los 60” (1959-1967) fueron borrados en “los 70” (1968-1983); los “errores” políticoculturales cometidos contra esas intervenciones y espacios en “los 70”, fueron superficialmente reconocidos e inmediatamente borrados en “los 80” (1984-1989); y, por último, las nuevas intervenciones y espacios críticos de “los 80”  fueron borrados en los 90. Los modos de operación han ido desde la burda exclusión de diccionarios y textos históricos hasta la sutil aceptación inmediata, en “los 80”, de la eufemística denominación “quinquenio gris” (1971-1975) para el período de autoritarismo y dogmatismo que, por una parte, se extendió por unos quince años, aproximadamente desde 1968 hasta 1983, y, por otra, fue negro para muchas vidas y obras intelectuales.
     No es, pues, casual que las intervenciones críticas de “los 80”  hayan realizado un empeño de rescatar la memoria de sus precedentes de “los 60” como una tradición interrumpida.  También el rescate de la memoria de la joven plástica y demás manifestaciones críticas de la intelectualidad de “los 80” deberá formar parte de la tan necesaria anamnesis histórica de la intelectualidad cubana, frente a aquéllos que se esmeran en hacer realidad lo que proclamaba desde su título aquel viejo libro de Aldo Baroni: Cuba, país de poca memoria.
     Idéntico sentido que esa administración de la memoria y el olvido tiene el hecho de que, del corpus de la producción intelectual de la Europa oriental socialista que se ha presentado al público cubano, se han excluido a priori o expulsado a posteriori las obras que encarnan una tradición intelectual socialista de crítica de la realidad social del socialismo realmente existente:  desde los textos satíricos de Maiakovski hasta los de Stratíev, desde los ensayos políticos de Trotzki hasta los de Adam Schaff o el primer Rudolf Bahro.
     Otra vía indirecta, pero sumamente efectiva, de lucha  contra la intervención crítica de la intelectualidad es el atizamiento y propagación del antiintelectualismo, ya preexistente en la cultura cubana, pero avivado y difundido con fines políticos.
     En efecto, ya en 1925, en su ensayo “La crisis de la alta cultura en Cuba”, el destacado pensador cubano Jorge Mañach, al enumerar los factores responsables de aquella crisis en la joven República, señalaba que en el pueblo, en “todas las clases no intelectuales de la Nación”, existía “una sorda antipatía, un irónico recelo”, una “actitud de displicencia y hasta de menosprecio hacia las inquietudes intelectuales”.  Y observaba: “No sólo entre el pueblo bajo, sino hasta entre la burguesía, el ser o parecer ‘intelectual’ es una tacha”.11 En esta temprana “tradición” se manifestaba la influencia del antiintelectualismo, diverso pero profundo, de dos culturas, la española y la estadounidense, que participaron en la génesis y la evolución de la cultura cubana. 
     Así, en los “70” la imagen del intelectual en la cultura masiva (canciones, telenovelas, espectáculos cómicos, etc.), se tornó más ridícula y antipática, no sólo como tipo no popular, sino, en general, como personaje carente de “cubanía” (ajeno a la realidad social, al pueblo, al trabajo duro; aristocrático, pomposamente retórico y pedante).
     Si “las masas”, “el pueblo”, habían sido construidos alguna vez como el Otro de la élite intelectual — el término definitorio en la oposición —, y, por ende, primitivo, obtuso, irracional, etc., es la “élite” intelectual la que fue construida entonces como el Otro del “pueblo”, y, por ende, extravagante, amoral, extranjerizante.
     Aprovechando las ideas morales reinantes en amplios sectores populares, la homofobia (más exactamente, la gayfobia) y la hostilidad e intolerancia hacia toda diferencia en el modo de vida (y, por ende, hacia todos los signos de originalidad en el vestir, etc. tan frecuentes entre los intelectuales), se operó una identificación de intelectualidad, homosexualidad, “extravagancia” y no confiabilidad política y moral. Ya Pierre Bourdieu ha llamado la atención sobre “el antiintelectualismo viril” y “la tendencia de las fracciones dirigentes [de la clase dominante] a concebir la oposición entre ‘el hombre de acción’ y ‘el intelectual’ como una variante de la oposición entre lo masculino y lo femenino”.12
     El internacionalmente conocido film cubano Fresa y chocolate [1993] — al que en Cuba le ha sido la opción: dentro del chocolate, todo; dentro de la fresa... bueno... pero.. ¿?...vedada hasta hoy la masividad de la difusión nacional televisiva — puede ser visto también como una respuesta artística tardía de la intelligentsia nacional a la gayfobia y, en general, la “alofobia” moral e ideológica realmente existentes en el seno del pueblo, pero atizadas y dirigidas en los 70  contra la intelectualidad como un todo13 (se recordará el peso de lo intelectual y la cultura en la imagen del protagonista homosexual, así como el carácter de iniciación cultural que reviste su relación de amistad creciente con el joven comunista heterosexual).
     Ahora bien, portadores de ese antiintelectualismo son no sólo gran parte de los políticos y de las capas populares: también en nuestro país se ha hallado un buen número de los que Leszek Kolakowski ha llamado “intelectuales contra el intelecto”. Sin embargo, la explicación que de su surgimiento ofrece Kolakowski — una sensación de “desarraigo”, de no integración, y la derivada necesidad de una sensación de compromiso total o de una conciencia de pertenencia — no parece válida en este caso.14 Más apropiada parece la explicación que de ese “anti-intelectualismo desde adentro”  ha ofrecido Bourdieu: el resentimiento y “la violencia del amor desilusionado” que surge en intelectuales mediocres  “cuando el relativo fracaso viene a condenar sus aspiraciones iniciales a propósito de una cultura de la que ellos esperaron todo”.15 Así lo indica el hecho de que el auge del antintelectualismo en el medio cultural coincide con el período que ya muchos han descrito como el de “la mediocracia”, el “ascenso de la mediocridad al poder”, etc.
     Tan profundo éxito y arraigo tuvieron esas campañas antiintelectuales que todavía en 1992 el Consejo Nacional de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba hubo de emitir un documento dedicado en gran parte a criticar los “prejuicios anticulturales” y a las personas que provocan la hostilidad y desconfianza del pueblo hacia los intelectuales.16
     Ahora bien, en sus respectivos momentos de incidencia en la esfera pública la mayoría de los intelectuales críticos cubanos ha creído más que muchos políticos en la  capacidad del socialismo para soportar la crítica abierta. Más aún, la han considerado, no una amenaza para el socialismo, sino su “oxígeno”, su “motor”: una necesidad para la supervivencia y salud del proceso revolucionario. En su convicción, la crítica social sólo puede ser una amenaza cuando se la silencia o incluso se la  desalienta con represalias administrativas o de otra índole, cuando se la confina a un enclave gremial o institucional cerrado, cuando se la coloca en un vacío comunicacional bajo una campana de vidrio, y, sobre todo, cuando no se la responde, o cuando, incluso reconocida como acertada, no es tenida en cuenta en la práctica política. Para ellos, lo que confirmaron los procesos que llevaron al derrumbe del campo socialista no fue —como piensan muchos políticos, burócratas, tecnócratas y econócratas— que la crítica social de los intelectuales determina la erosión y caída del socialismo realmente existente, sino que el silenciamiento, confinamiento y desdeñamiento de la crítica social realizada por la intelectualidad y el pueblo en general permite que los problemas sociales y los correspondientes malestares crezcan, se multipliquen y se acumulen más allá de lo que una tardía apertura del debate crítico público podría enfrentar.
     La suerte del socialismo después de la caída del campo socialista está dada, más que nunca antes, por su capacidad de sustentar en la teoría y en la práctica aquella idea inicial de que la adhesión del intelectual a la Revolución — como, por lo demás, la de cualquier otro ciudadano ordinario — “si de veras quiere ser útil, no puede ser sino una adhesión crítica”; por su capacidad de tolerar y responder públicamente la crítica social que se le dirige desde otras posiciones ideológicas — las de aquellos “no revolucionarios dentro de la Revolución” a quienes se refería la célebre máxima de 1961—; por su capacidad, no ya de tolerar, sino de propiciar la crítica social que de su propia gestión se hace desde el punto de vista de los mismos principios, ideales y valores que proclama como propios, esto es, de ser el mecenas de la crítica socialista de su propia gestión; en fin, por su capacidad de asegurar que el intelectual, para publicar la verdad, no tenga que apelar al “samizdat” o al “tamizdat”,* esferas públicas diaspóricas y otros espacios culturales y mecenazgos extraterritoriales, ni vencer las “dificultades al escribir la verdad” señaladas por Brecht en su célebre artículo de 1935.17 Pero mientras esta capacidad se vea dañada por la acción de las fuerzas políticas hostiles a la crítica social, el intelectual, para vencer esas dificultades, tendrá que dar muestras de las correspondientes cinco virtudes brechtianas: el valor de expresar la verdad, la perspicacia de reconocerla, el arte de hacerla manejable como un arma, el criterio para escoger a aquellos en cuyas manos ella se haga eficaz, y la astucia para difundirla ampliamente.
 

NOTAS AL PIE

1. Ponencia presentada en la Conferencia Internacional “El papel del intelectual en la esfera pública”, organizada por el Fondo del Príncipe Claus de Holanda, y celebrada en Beirut, del 24 al 25 de febrero del 2000. 
1. The role of the intellectual in the public sphere, Beirut, Lebanon, 24, 25 February 2000: Reader, Prince Claus Fund, The Hague, Holanda, p. 3.

2. Fidel Castro, Palabras a los intelectuales, Ediciones del Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1961, p. 11.

3. En octubre de 1977, en su discurso de clausura del Segundo Congreso de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (desde el primer congreso habían pasado ya dieciséis años), Armando Hart, entonces Ministro de Cultura, observaba lo siguiente: “Las deficiencias, dificultades y los logros que han existido durante el período comprendido entre el Primer y el Segundo Congresos de la UNEAC, están en parte relacionados con la mayor o menos comprensión que cada cual ha tenido de la esencia más profunda de las palabras de Fidel cuando, en pensamiento que todo lo sintetiza, proclamó: ‘Dentro de la revolución todo, contra la Revolución nada’, o cuando dijo: ‘El arte es un arma de la Revolución’.” (Armando Hart, Del trabajo cultural. Selección de discursos, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1978, pp. 142.

4. “Hacia una intelectualidad revolucionaria en Cuba”, en: R. Fernández Retamar, Ensayo de otro mundo, Instituto del Libro, La Habana, Cuba, 1967, p. 186.

5. Ob. cit., pp. 178-179.

6. Ob. cit., p. 179.

7. “Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura”, en: Casa de las Américas, La Habana, núm.  65-66, pp. 17.

8. Ernesto Che Guevara, El socialismo y el hombre en Cuba,  Ediciones R, La Habana, 1965, p. 49.

9. Gerardo Mosquera,  “Crítica y consignas”, La Gaceta de Cuba, La Habana, noviembre de 1988, p. 26.

10. Gerardo Mosquera, “Trece criterios sobre el nuevo arte cubano”, La Gaceta de Cuba, junio de 1989, p. 24.

11. Jorge Mañach, Ensayos, Letras Cubanas, La Habana, 1999, pp. 32 y 33.

12. Pierre Bourdieu, La distinction: Critique social du jugement, Éditions du Minuit, París, 1979, pp. 361-362.

13. “Los medios culturales no pueden servir de marco a la proliferación de falsos intelectuales que pretenden convertir el esnobismo, la extravagancia, el homosexualismo y demás aberraciones sociales, en expresiones del arte revolucionario, alejados de las masas y del espíritu de nuestra Revolución.” “Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura”, en: Casa de las Américas, La Habana, núm. 65-66, pp. 16.

14. Leszek Kolakowski, Intelectuales contra el intelecto, Tusquets Editores, Barcelona, 1986, p. 112.

15. Pierre Bourdieu, Les règles de l’art: Genèse et structure du champ littéraire, Éditions du Seuil, París, 1992, p. 388.

16. La cultura cubana de hoy: temas para un debate, documento aprobado por el Consejo Nacional de la UNEAC el 26 de mayo de 1992, pp. 5-8.

17. Bertolt Brecht, “Fünf Schwierigkeiten beim Schreiben der Wahrheit” (1935), Schriften zur Literatur und Kunst, Aufbau-Verlag, Berlín y Weimar, 1966, tomo I, pp. 265-290.

* N. del E. “Tamizdat”, neologismo ruso, construido por analogía con “samizdat” a partir de “tam” (“allá”)  e “izdat” (apócope de “izdatelstvo”, “editorial”). Designa las ediciones norteamericanas, euroccidentales, etc. de textos de autores soviéticos y de otros países del bloque socialista que, por decisiones gubernamentales, no podían ser publicados en sus respectivos países de origen.
 

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