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Severo Sarduy: "después de la cuarta cerveza"

     Continuamos el dossier dedicado a Severo Sarduy.  En esta oportunidad agradecemos al amigo Jean Michel el envío de un breve texto inédito de Sarduy (Profanación), así como la disposición del artista Ramón Alejandro (también amigo nuestro) a responder las preguntas de La Habana Elegante acerca de su relación con Sarduy.  
     Jean Michel fue uno de los firmantes de la segunda carta dirigida a Fidel Castro a raíz del "caso Padilla", y fue amigo de Severo por muchos años.  Desde hace doce años dirige la revista literaria Hors-Jeu (Fuera del Juego) y está preparando un número especial dedicado a la literatura cubana.  El texto de Severo Sarduy que nos envía está dedicado a un amigo común, José Maria Alfonso, quien había nacido en Granada (Andalucía) en 1925, y murió en París, el 8 de febrero de este año del 2001.  Nos pareció importante incluirlo, no sólo por el interés que todo texto inédito despierta siempre, sino también porque, no obstante su brevedad, ofrece la imagen de un Sarduy aferrado a las cosas ínfimas.  Este fantasma -- pronto se dará cuenta el lector -- contrasta con el que suscita el acercamiento de Ramón Alejandro.  Por esas y otras avenidas sigue andando, inquietándonos siempre, y siempre desde su "caos generalizado", la presencia elusiva de Severo Sarduy.  
     Para quienes están familiarizados con la obra plástica de Ramón Alejandro serán una sorpresa la gracia, la elegancia y la penetrante agudeza de sus reflexiones, tanto sobre el Arte, sobre sí mismo, como sobre Sarduy.  A Jean Michel y a Ramón Alejandro, nuestra más acendrada gratitud.

La Redacción
 
 
 
 

Profanación

a José Maria Alfonso

     Muchos, hace más de veinte años, nos reuníamos en los crepusculares cafés de la orilla izquierda, a proclamar, después de la cuarta cerveza, que para los griegos, según Lezama, es la de la locura, la ruptura con todo, el caos generalizado, la apoteosis del margen y la subversión total...
     Hoy, después de la revolución decantada, opaca, en el fondo del vaso -- como del vino, la morada madre --, nuestros laboriosos y testarudos ejercicios han alcanzado la categoría y majestad de la Obra. Algunos - la mayoría - contemplan sus libros sumergidos en las subastas de los contratos, los adelantos, las ofertas, los verdinegros dólares; otros - yo mismo - bajo la terrible autoridad de las tesis de doctorado; otros - la otra mayoría - abandonaron el humilde misterio de las letras para tener acceso al sentido común, disfrazado de abundancia, o de respetabilidad...
   Sólo él, que yo sepa, permaneció heroico, intacto, aferrado casi. ¿A qué? Precisamente: a nada. Al papel y a las pequeñas cosas devoradoras, siempre presentes, ínfimas. A ésas que nos están ni más allá, ni más acá.
   Como el vino, la escritura. Y la muerte.

Severo Sarduy (2/6/82)
 
 
 
 

Ramón Alejandro y Severo Sarduy: los veladores de la memoria

entrevista realizada por Francisco Morán al artista Ramón Alejandro

Recientemente, la revista Baquiana entrevistó a Ramón Alejandro.  Esa entrevista suscitó otras preguntas las cuales el pintor -- quizá por necesidad de exorcismo -- accedió a responder.  Ofrecemos a continuación el texto íntegro de la entrevista.
 

1-Vamos a empezar por precisar algunas cosas que dijiste en la entrevista que te hizo M.M.M. Allí decías que tu relación con Severo había sido muy “pasional”. Esta afirmación es tan sugestiva como ambigua. Pasional, pero, ¿en que sentido? ¿En lo erótico? ¿En el plano de la amistad? ¿ En el de las ideas intelectuales, sobre la creación? ¿Hubo acaso una intersección entre dos o mas de estos territorios?

     En el plano de la amistad y en el de las ideas, también en el de la ética y el de la estética, en la manera de concebir la vida. Todos estos planos son interactivos. El intercambio intelectual entrede izquierda a derecha: Ramón Alejandro y Severo Sarduy nosotros fue muy intenso desde el instante en que nos conocimos. El afecto también. Es natural que dos personalidades tan intensas y de tan diferente carácter como nosotros dos, se atrayesen y rechazasen con igual fuerza. Severo tenía un encanto personal muy grande, tenía mucha gracia natural. Aún su afectación era agraciada, tenía eso que se llama "ángel". Se podía salir siempre con la suya con mucha facilidad, aun cuando raramente con elegancia. Ese don le permitió un contacto superficial agradable con un inmenso numero de personas, pero de cierta manera lo privó de verdaderas amistades. A pesar de eso yo creo haber sentido por él una intensa simpatía, cariño, admiración. Es decir mucha amistad. Severo divertía con su presencia, sobre todo cuando no se proponía hacerlo. Cuando quería brillar lo echaba todo a perder, y desgraciadamente muy a menudo se proponía brillar.
     Pero antes de profundizar sobre mi relación con Severo, que es todo lo que puedo darte, pues la esencia de Severo se nos ha esfumado en el Universo sin fondo, y lo poco que nos queda es lo que Ramón Alejandro (foto de Severo Sarduy)dejó escrito y su imagen en las fotografías, como todos y cada uno de nuestros muertos, te tengo que prevenir que lo que yo sentí y sigo sintiendo por él ha estado fuertemente determinado por el prisma de mi configuración afectiva personal, que fue muy condicionada por el carácter extraordinario de mi hermano mayor; Carlos Federico. Yo fui el quinto y último hijo de nuestros padres y justo antes de mi venia él, que fue un individuo muy brillante desde niño. Primero de la clase y medalla de religión año tras año mientras estudió en los Hermanos Maristas de La Víbora. Así que desde que vine al mundo mi padre me propuso un modelo tan difícil de imitar que por supuesto tuve que poner todo mi empeño en diferenciarme de él lo más posible, por elemental amor propio. Mi hermano era incomparable. Yo tenía que encontrar mi propio camino fuera del amplio campo que él dominaba. Encontrar un margen donde ser yo mismo excelente como él, pero en otras disciplinas. Desde entonces he tenido la tendencia a tener en mi entorno a hermanos mayores que yo admiro y de los cuales sé que me tengo que diferenciar en legítima defensa. Siempre hay un roto para un descosido y no importa si ellos me han buscado a mí o si soy yo el que los ha buscado a ellos. Probablemente una mutua afinidad nos reúne, y esta no es más que una de las numerosas formas que adopta el abuso consentido. Un contubernio espontáneo. Severo fue uno de esos admirados hermanos mayores, quizás el más ejemplar de los que he tenido. Mis sentimientos hacia él hay que entenderlos en esta perspectiva. Por ejemplo, mi hermano Carlos me trataba de convencer -- y siendo yo muy crédulo lo logró muchas veces -- de que el testimonio de los sentidos es demasiado engañoso como para confiar en el, así el entorno de mi barrio de La Víbora, y muy especialmente la Loma del Mazo justo en frente de mi casa, era, según él, tan solo una estenografía destinada a hacerme creer en la existencia de ese lugar. Según él, de yo haberlo podido observar desde un punto de vista situado detrás del ingenioso engaño, me hubiera dado cuenta de que ese lugar estaba constituido tan sólo por pinturas tendidas sobre lonas y sostenidas por intrincados andamiajes, o sea, que era un lugar ficticio. También, cuando yo estaba en la ducha, daba ligeros toquecitos en la puerta y en las paredes y, al yo preguntarle lo que quería, se hacía el desentendido diciéndome que nadie había tocado en ninguna parte, y al yo insistir -- desesperado por saber qué motivo lo había hecho tocar -- me decía sugestivamente que yo prefería tratar de creer que él era el autor de esos ruidos para no tener que aceptar la terrible realidad de su origen... y me dejaba así, lleno de temores imprecisos de que tuvieran una causa sobrenatural, tanto más terrible cuanto menos precisa. Me profetizaba que un día yo me vería a mí mismo por encima de mi propia cabeza escribiendo sobre el buró donde hacía mis tareas escolares, como desasido de mi cuerpo. O me hacía creer que algo que yo le había dado de merienda había sido envenenado sin yo saberlo, y fingía con mucho talento su agonía de muerte, perdonándome generosamente el haberlo asesinado, y envuelto en una gran bandera cubana que había en mi casa para poner en la ventana los días de fiesta nacional. O, en fin, organizaba elecciones en las que ganaba siempre, pues su voto valía por dos y el mío, por uno. Su fantasía para inventar razones de angustia y desazón para mí era inagotable. Y mi dependencia de tanto exceso de atención tuvo que encontrar substitutos en el futuro. Ser torturado así crea un hábito, y es de cierta manera halagador. Es adictivo. 
     Severo y yo hemos tenido muchos puntos en común en nuestras vidas, además del hecho de haber vivido ambos en París por tantos años. Ambos llegamos muy jóvenes, yo más joven que él, y ambos fuimos acogidos por un "mentor" con el que vivimos muchos años, menos yo que él, y que nos formó intelectualmente, a mí menos que a él. François Wahl, su amigo, era hijo de un filosofo reconocido en Francia y nació en una familia judía muy rica. No se distinguió tanto como su padre, pero frecuentó al cogollito de la inteligencia parisina de la postguerra, siempre en un segundo plano. Sus amigos más cercanos eran Philippe Sollers, Roland Barthes y Jacques Lacan. Francois vivía con su madre una vida muy entregada al intelecto, y conoció a Severo un día en La Capilla Sixtina en Roma. Severo estaba viajando con una beca para estudiar periodismo de las tantas que se repartieron generosamente al principio de la revolución. Desde ese día no se separaron más. François impuso a Severo una disciplina de estudio y de vida muy austera, pero que Severo aceptó consciente de lo mucho que François podía aportarle en todos los campos de su vida de joven ávido de conocimientos. Lo hizo seguir durante cuatro años la Escuela del Louvre, por ejemplo. También lo encaminó profesionalmente en el mundo de la industria de la edición literaria en Francia, consiguiéndole un puesto en las Ediciones del Seuil donde él dirigía la colección italiana y era, además, ejecutivo importante. Veló celosamente por su desarrollo. Yo, siendo más aventurero, tardé más tiempo en ser acogido por Bernard Minoret, pues me defendía mejor yo solo por el mundo que Severo. Mi hermano Carlos me mandaba dinero esporádicamente desde la Universidad de Yale donde, a los treinta años, ya era profesor de Ciencias Económicas . Y con eso yo me las arreglaba para saciar mi pasión de ver pinturas, viajando y viviendo muy pobre, pero muy intensamente, entregándome por entero a la lectura, a las aventuras galantes, al vagabundeo contemplativo, y algo también al dibujo y al grabado que lograba hacer en los intervalos entre estas intensas actividades en las que pasaba mis horas, días y meses, absorto en un estado de delectación que no tenía porque cesar. Solitario y salvaje, bastante adaptado durante algunos años a la precariedad de esa vida en constante descubrimiento. Al llegar a Florencia, bajo el efecto que desde el primer día me causo tan formidable conjunto de obras de arte, de una manera muy consciente tuve la conmovedora certidumbre de que la vida tenía un sentido profundo y que valía la pena de ser vivida. En ese estado de exaltación juvenil, pues tan sólo tenía veinte años entonces, y embriagado por esa nueva certidumbre en el corazón, pasé unosRamón Alejandro en El Louvre días visitando la ciudad, y resultó que hallándome en la Loggia del Lanzi, detrás de la estatua del Perseo de Benvenuto Cellini, disfrutando de su perfección, sentí sobre mí la mirada curiosa de otro joven que me estudiaba cuidadosamente, y quien, acercándoseme, me preguntó si yo también era artista, y trabamos amistad. Resultó ser un coleccionista, pintor y esteta de una rica familia del Piamonte, que había estudiado con el crítico de arte Berenson, y del cual yo estaba justamente leyendo el libro Los Pintores del Renacimiento en Italia, y después de nuestra conversación sobre este tema me invitó a quedarme a vivir con él un tiempo. En esa casa de la Piazza Santa Croce había una tal acumulación de obras de arte que presencié verdaderos derrumbes en los que los miembros de estatuas romanas, tallas góticas en madera, dibujos y pergaminos, lujosos libros de reproducciones y un sinnúmero de objetos preciosos acumulados con descuido se venían estruendosamente al suelo desde las mesas en que se encontraban amontonados. Los ceniceros rebosaban de monedas echadas ahí para que no le deformasen los bolsillos de sus pantalones, y yo recogía buena parte de ellas con las que me las arreglaba muy bien para mis necesidades sin causarle a él ningún perjuicio. Lionello era muy hermoso e inteligente, pero sufría de una profunda melancolía que yo diagnostiqué inmediatamente como resultado de su pereza; no soportaba el esfuerzo continuado. Tenía los sueños más bellos que he escuchado en mi vida y me los contaba apenas se despertaba. Su pintura era muy refinada y él tenía una sensibilidad exquisita en todo. Yo aprendí mucho con él e hicimos algunos viajes juntos por la Toscana. Su padre, un industrial, había muerto durante la guerra y les había dejado a su madre, a él y a sus otros dos hermanos una inmensa fortuna en manos de un administrador, de manera que la madre se pasaba la vida en la Scala de Milan o jugando al bridge, y la hermana acumulando obras de arte. Esa vida no parecía hacerlos felices a ninguno de ellos, pues su hermano se degolló en el cuarto de baños y Lionello lo encontró, horas después, muerto en un charco de sangre. A su hermana la tuvo que socorrer durante meses en Egipto, donde pasó mucho tiempo presa por haber sido pillada sacando antigüedades del país, y Lionello mismo fue cayendo en los terribles ciclos maníaco-depresivos, cada vez más profundamente. Dicen que el dinero no hace la felicidad; la historia de esta desdichada y rica familia parece confirmarlo. Al cabo de un tiempo de yo conocerlo, él vino a vivir a París y en cierta ocasión me invitó a pasar un tiempo, primero en la casa de campo de Françoise Sagan, en Normandia, y después en un castillo del Juràs, una zona muy bella y montañosa aledaña a la Suiza, junto con un grupo de amigos de su medio.
     En ese castillo fue que conocí a Bernard Minoret. Desde el castillo se veía el Mont Blanc y cerca había un lago muy profundo y encajonado junto al que había un mausoleo de ya no recuerdo qué familia noble de la Saboya. Era un mundo muy nuevo para mí, y el día se pasaba en almuerzos y cenas opíparas, en paseos higiénicos para poder seguir comiendo de tal manera, y en conversaciones sobre arte, historia, un poco sobre ideas, pero sin exagerar, y mucho chisme sobre gente de su mismo medio. Todos tenían pasión por la genealogía y por las grandes familias reinantes, o simplemente prestigiosas, a lo largo del proceso de estructuración de la Europa Moderna desde el tiempo de las cruzadas. Antes de ellas, y después de la Segunda Guerra Mundial, no parecía interesarles mucho el curso de los eventos. Yo estaba fascinado por esta vida y de vuelta a París Bernard me invitó a ir a vivir a su casa. Vivía en el mismo edificio en el que Max Ernst y Dorotea Tanning vivían, en la Rue de Lille. Por su casa pasaba constantemente gente socialmente distinguida, o intelectualmente interesante. Desde la famosa Vizcondesa de Noailles hasta Regis Debray y Leonor Fini. Gentes de toda Europa, nobles o famosos, o brillantes, y ahí, en su cocina, me puse a pintar antes de pasar a hacerlo en su salón. Yo había comenzado a pintar temerosamente, luego de tres años de hacer grabado, esencialmente a la punta seca, en el taller de Johny Friedlaender. Conocí a Bernard  tan solo unos meses después de coger los pinceles en el 1966. Como él aún no había heredado de sus padres, vivía en un pequeño apartamento de un cuarto piso que tenía mucho encanto. Justo en el de al lado vivía su amigo James Lord, quien frecuentaba a Giacometti, Picasso y Cocteau.  Empecé entonces a asistir con Bernard al teatro clásico francés, a la Ópera, a cenas y almuerzos, a cafés y a todo sitio en que se frecuentaba mutuamente este grupo de relaciones, y así fui entrando en él, aprendiendo a comportarme entre esas nuevas compañías, cosa que no me fue muy difícil por la amabilidad y simpatía con las que me sentí tratado desde el primer instante. En cierto momento, sin embargo, me di cuenta de que no podía seguir trabajando en casa de Bernard, pues no había manera de concentrarse en medio de ese ajetreo de relaciones públicas. Cuando empecé a vender bien mi pintura alquilé una habitación junto al canal Saint Martin, a la que yo me retiraba a pintar al caer la tarde, y de la que no volvía hasta por la madrugada, atravesando París a pie hasta Saint Germain des Près, que era donde vivía con Bernard. Esas caminatas nocturnas me exaltaban mucho. En medio de tanta gente que Bernard frecuentaba yo me sentía muy solo y me refugiaba en el trabajo del vértigo que me provocaba tanta vida social. Mi relación con él, muy intensa durante los dos primeros años, se fue distanciando con el paso del tiempo aunque siempre fue muy afectuosa por ambas partes y perdura aún hoy día.  Aproximadamente ocho años después de conocernos, Bernard se enamoró de Jacques Fieschi, que era un joven pied noir apasionado del cine, que se había enamorado de Philippe Blanchard, el hermano de Catherine, quien más tarde fue mi mujer. Como Philippe no podía corresponder al amor de Jacques, pues su naturaleza no le había concedido la facultad de hacerlo, este empezó una relación con Catherine, quizás utilizándola como substituto de su objeto de amor imposible, y esto provocó naturalmente los celos de Bernard. Durante un almuerzo en el famoso restaurante Lucullus de Avignon se suscitó una acalorada discusión entre Bernard y Jacques sobre el tema de la presencia de una multitud de hippies en la ciudad y muy especialmente en la gran plaza delante del Palacio de los Papas. Bernard decía que esos hippies afeaban el maravilloso conjunto monumental, y Jacques mantenía que, al contrario, los hippies le Ramón Alejandro y Catherinedaban, con su colorida presencia, el carácter medieval que le convenía al Palacio. Catherine tomó partido por Jacques y fue tan violentamente insultada por Bernard que Jacques exigió reparación formal de la afrenta, y como ella estaba a punto de cumplir veintitrés años, Bernard le dio una fiesta en su honor en su nuevo apartamento de Paris, Rue de l’Université. Ella  misma fue quien me abrió la puerta, y desde ese día no nos separamos mas, casándonos unos meses después. Hubo entre nosotros cuatro un espontáneo intercambio de parejas. Catherine vino a vivir conmigo y Jacques se fue a vivir con Bernard quedando los cuatro igualmente satisfechos con el trueque. Ella me dejó con dos hijos menores dieciocho años después, pues murió prematuramente en 1993. En ese medio tan diferente al que frecuentaba Severo me formé intelectualmente. De manera nada austera, entre fiestas y fines de semana en residencias lujosas, y temporadas en mansiones de La Provenza. Conociendo lo que se llamaba entre ellos el “beau monde”. Severo, como hermano mayor, me trataba con cierta condescendencia y despreciaba al elemento mundano en el que yo me movía. Cuando salí con mi pintura y Roland Barthes escribió un texto elogioso sobre ella, fue que empezó a tomarme un poco más en serio. Al casarme con Catherine muchos de mis amigos se enfurecieron inexplicablemente conmigo. Severo me dedicó una de sus novelas que se publicó en esos momentos con estas palabras: “Para que te acuerdes de que el bollo da cáncer”.
     Así se va hilvanando una existencia, de encuentros, entrecruzamientos, desencuentros, pasando por rendijas insospechadas en lo que parece ser un muro y resulta ser un camino. A oscuras, sin saber claramente hacia donde nos dirigimos, impulsados tan sólo por esa fuerza vital que nos surge misteriosamente dentro del corazón. 
     Sé muy poco de la vida de Severo antes de su llegada a Francia. Una experiencia de la adolescencia parece haberlo marcado mucho. Una mañana un grupo de amigos fueron a la playa de Guanabo y uno de ellos se ahogó. Ese hecho lo impresionó profundamente. Todavía al contármelo muchos años después se lo veía muy afectado por el recuerdo.

2- ¿Tuvieron alguna discusión fuerte, amarga, que, de alguna manera, los haya lastimado a los dos? 

     Nunca tuvimos un altercado serio, pero por supuesto nos disgustamos muchísimas veces. En una de esas ocasiones yo me le quejé a Emir Rodríguez Monegal de ciertas cosas suyas que me habían molestado, ya no recuerdo cuáles fueron. Emir me respondió que con todos los defectos que pudiera tener, Severo era de esas pocas personas de una calidad tan extraordinaria que no se encuentran muchas en toda una vida. Y tenía razón. Único en su talento, virtudes y defectos, Severo fue un individuo poco común. Ni a él ni a mí nos gustaban los enfrentamientos abiertos, ni los reproches. Nuestra relación era placentera y nos decíamos las cosas, ya fuese en broma o en serio, pero sin desagradables recriminaciones. Si me lastimaba, era por sus actitudes superiores y de lo que me hubiera podido disgustar con él, era más lo que yo llegaba a entender por mí mismo que lo que me dejaba francamente saber. Las cosas que nos decíamos, por muy fuertes que fueran, iban envueltas en caramelo, como los coquitos de nuestra infancia. Una complicidad de cariño muy profundo nos hacía sobrellevar las diferencias que nos hubieran podido envenenar de no haber sido este tan grande. Ya éramos lo suficientemente cortesanos ambos como para no perder la tabla tomando nada demasiado en serio. Entre cubanos de antes eso era caer en el ridículo. No se perdonaba. Me decía, hablando mitad en broma mitad en serio, de mí y de su amigo el pintor abstracto español Feito, muy en el candelero por esos años 70:  “Ustedes los pintores no son intelectuales de verdad, lo que tienen es una mano, una maña, son como los cocineros, lo que ustedes dos son es un par de cocineras gallegas. Los verdaderos intelectuales somos los escritores”
     Yo  era mucho más franco con él que él conmigo y lo criticaba sin piedad, porque mi manera de ser es exigirles a los que aprecio que estén a la altura de su talento. Yo lo tenía en asedio constante por lo mucho que me irritaba su forma de plegarse a la voluntad de François, que era muy tiránico con él, y lo aislaba de sus amigos naturales. Néstor Almendros y yo, que inicialmente hicimos junto con él un buen trío, sufríamos por lo poco que François nos permitía abordar a Severo. Lo hacía por celos, o quizás también porque Severo aprovechara mejor su tiempo estudiando junto con él que divirtiéndose con nosotros. Néstor le puso a François el apodo de "La Momia". Y a Severo, "La Chelo", por su parecido con Chelo Alonso, la actriz cubana que triunfó en el cine italiano en los papeles exóticos de las películas de aventura y terminó casada con un Marajá de Malasia. Fuimos muy unidos por un tiempo. François acabó con tanta frecuentación, y Néstor, que era muy autoritario, se disgustó con la manera que tenía Severo de maniobrar hábilmente entre las opiniones políticas del grupo de intelectuales de la revista "Tel Quel" -- que era de extrema izquierda, en ese tiempo supuestamente maoísta -- y que, por supuesto, apoyaban al régimen cubano, y sus amigos exiliados, a los que les daba como pretexto de su poco fervor contrarrevolucionario la supuesta amenaza de que si  manifestaba sus verdaderas opiniones -- que según su estudiado calculo nosotros debíamos suponer idénticas a las nuestras -- su hermana, que trabajaba en la televisión cubana, perdería inmediatamente su empleo, lo cual le habían advertido explícitamente. También el hecho de que siendo Severo el principal responsable del premio de cuento "Juan Rulfo", a los únicos que se les daba era a los escritores que vivían en la Isla, y nunca se le dio a ningún exiliado. En realidad, en estos asuntos, François no le daba ninguna oportunidad de expresarse por sí mismo, y le dictaba la opinión oportuna para funcionar bien en ese medio de intelectuales de izquierda. Hubiera sido intolerable para ellos que un anticastrista formase parte del selecto grupo. Así que se enemistaron fríamente, uno por su deseo de ser aceptado por el medio en el que estaba haciendo carrera, dirigido por François, y el otro, enteramente poseído por el odio contra la revolución cubana. Aunque en aquellos años yo me apasionaba aún por este asunto, siempre comprendí que a Severo le era totalmente indiferente la política y que su obsesión exclusiva era la escritura por la cual estaba listo a sacrificar todo el resto de su persona si fuese necesario. Yo estaba convencido en los años setenta de que el triunfo de la Unión Soviética era inevitable y me afanaba en aprovechar los años de libertad individual que aún quedaban antes de que los tanques rusos entraran en París, de la cual solo los separaban tres horas de marcha. Mi anticomunismo era total, pero la guapería de los intelectuales de izquierda combinada con los continuos avances que la Unión Soviética efectuaba en todos los frentes, y la debilidad aparente de las democracias occidentales, me hacían temer lo peor.  Mi anticomunismo era enteramente gratuito y desesperado. Era un lujo a destiempo que yo me daba. A veces, después de una lectura de Nietzsche, cobraba visos estéticos, pero yo siempre he sido un francotirador y un gozador de formas y nunca cansé mi intelecto demasiado en lo temas referentes al mejor o peor gobierno de este mundo. Me apasioné por todo tipo de saber oculto: la Gnosis, la Cábala, el Sufismo, el Hinduismo, la Alquimia, el mundo de las brujas.  Me atraía lo puramente mental y tenía una perseverante aspiración a un conocimiento global del Cosmos. Y muy poco interés por los mecanismos complicados que rigen las sociedades humanas.  La intuición fue mi manera natural de aprehender la realidad circundante.  Mis desplantes contrarrevolucionarios tenían que ver más con la literatura de Barbey d'Aurevilly que con la realidad política contemporánea. Un artista es casi siempre fiel primero a su vocación que a ningún credo, y digo “casi” por no generalizar, por dar margen a la posibilidad de que haya alguno que se sacrifique en aras de un ideal que considere por encima de su interés personal. Los pintores que pintaban a la Virgen con el niño Jesús en el Renacimiento atendían, en su mayor parte, más al aspecto formal de la obra que a su contenido religioso, y en sus agendas personales buscaban el favor del público, ya fuese el popular o el de los estetas advertidos que eran los que en definitiva decidían de sus posibilidades de desarrollo profesional. Severo, por su relación con François, estuvo más obligado que yo a adoptar una máscara o doble moral respecto a la política. Yo me pude tomar la libertad de ser totalmente irresponsable y de darme todos los gustos. Fui más libre, y la libertad ha sido siempre mi mayor pasión. 
     He oído decir popularmente que hay tres tipos de gente: primero “la  buena gente”, segundo “la mala gente”, y en un tercer lugar, aparte, estarían  “los artistas”. Yo creo que esto tiene algo de cierto, y es por esta razón: es muy grande la fragilidad del conjunto de factores que hacen que la obra de un artista se logre o se pierda . Su fecundidad -- con relación del terreno y del momento en que esta activo, porque los años de creatividad le están fatalmente contados -- es muy precaria. Hay que darse cuenta de que el milagro de la creatividad artística pertenecerá siempre al dominio de lo imponderable y respetar el derecho que tiene un artista a dejar de lado las consideraciones morales o cívicas en aras de su libertad de creación. Hay que aceptar finalmente que una obra de arte es patrimonio de todos los que la contemplan y no sólo satisfacción egoísta de aquel que la produce. Es riqueza común a toda la humanidad y por lo tanto su producción, protección y conservación concierne al conjunto de la comunidad en la que aparece a la luz del día..

3- ¿No te parece que comparar a Severo con Barnet es quizás llevar las cosas demasiado lejos? Piensa que en Barnet la sumisión es mas bochornosa si se considera que se trata de un homosexual al servicio de un poder que -- para empezar -- le impone una mordaza a su sexualidad.

     Eso de los grados de comportamiento bochornoso es algo muy difícil de elucidar. La moral es algo bien relativo. Valga la ética absoluta del fuero interno en lo que se refiere al libre arbitrio y en los asuntos fundamentales de nuestro comportamiento como seres humanos, al nivel de la inalienable dignidad humana. Pero cuando se trata de navegar en el mar revuelto de  una sociedad cualquiera, hay que ser flexible y tener compasión con el individuo que trata de realizarse en un medio adverso. Yo diría que en el caso de Miguel Barnet el carácter autoritario del régimen cubano justifica su cobardía. En una sociedad como la francesa contemporánea es menos justificable un comportamiento cobarde porque simplemente no hay ningún, o hay muy poco riesgo. Siempre hay múltiples alternativas abiertas ante el artista.  Si tienes talento y te comportas dentro de unos parámetros medianos de normalidad, puedes desarrollar tu trabajo y salir adelante con tu obra, ser reconocido en la medida de tu talento. Al menos por un grupo bastante grande como para que te garantice una sobrevivencia decente, si no el gran éxito esperado por todos nosotros, que será necesariamente de unos pocos afortunados solamente. En Cuba la cuestión ha sido de cara o cruz, o te plegabas y te promovían las instancias oficiales o desaparecías de la sociedad y no podías ni pintar ni escribir. Digamos que Miguel ha estado más obligado a disimular y a mentir que Severo. Severo tenía más margen de libertad para ser sincero que Miguel. Miguel llegó a censurar su propia obra; él mismo me contó en París, personalmente, como eliminó de su Cimarrón las confidencias que éste le hizo acerca de su gusto por los jovencitos blancos que consentían servirle de mujer. Esto no le quita nada de fundamental a esa obra que yo considero excelente, pero si le quita un sabor esencial que la hubiera hecho más seductora para los que tienen gustos sexuales afines, es decir una buena parte de la población cubana donde la homosexualidad, bajo todas sus formas, parece ser endémica desde antes del descubrimiento de la Isla por Don Cristóbal Colón. Ni hablemos después.  Pero un artista no tiene porque ser necesariamente un héroe, ni siquiera tiene que ser patriota. Píndaro se puso abiertamente de parte del Imperio Persa cuando este invadió a Grecia y, sin embargo, será por siempre el gran cantor de sus glorias y el mayor ejemplo del esplendor de su lengua. Desde que nos separamos del vetusto Imperio Español surgido en tiempos tan lejanos y regiones tan ajenas a nuestra Isla, no hemos logrado realmente constituir una estructura política que nos convenga por entero.  Al fin y al cabo lo que vale en un artista es la calidad humana de su persona y la de la obra que deja al morir.  ¿Quién se acuerda hoy si Dante era güelfo o gibelino? Severo hizo de la homosexualidad una gracia, porque en su época y lugar no sólo era aceptable, sino que estaba de moda. Opinar en contra del régimen revolucionario le hubiera costado la carrera que estaba haciendo. De todas maneras, los dos pudieron salirse con la suya habiendo vivido en medios tan diferentes, y en esto estriba la pertinencia de compararlos a ambos, aunque como toda comparación en sí, ésta será siempre odiosa. Me gusta buena parte de la obra de Barnet, más que buena parte de la obra de Severo, pero he tenido con Severo una amistad que no creo que hubiera podido tener con Barnet, aunque no hubiera existido la impermeabilidad que ha habido entre la revolución y el exilio durante estas cuatro pasadas décadas. Miguel Barnet mismo fue el que me sugirió esta comparación, cuando lo conocí al venir con el grupo de cubanos que viajaron a París en la ocasión de la presentación de la Noche de los asesinos, de José Triana, en el Odeon. Me dijo que tanto él como Severo eran escritores que necesitaban de Cuba, de su inmediatez, de vivir inmersos en su realidad, pues era ésta la materia fundamental de sus obras. Me dijo que su decisión de quedarse en Cuba venía de la certidumbre de que fuera de ella no podría escribir nada de interesante ni de válido, y que él pensaba que el hecho de que Severo se hubiera ido a vivir a Paris lo pagaría con la esterilidad. Según me dijo entonces, su decisión de vivir en Cuba era existencial y en aras de su escritura, no por ninguna razón política. Su obra tiene un contenido humano importante, nunca ha llegado a ser excelente formalmente, es cierto. Pero la excelencia formal a la que llegó Severo no basta para mantener un interés durable en su obra que, desde el punto de vista del contenido humano, es muy hueca. Severo fue un excelente poeta que por circunstancias de moda y marketing incursionó en la novela sin mucho éxito. Fue obligado al ensayo por la presión que François Wahl ejerció sobre él, pero no cosechó mucho en este campo tampoco, ni hablar de su teatro. Se dejó distraer de su verdadera vocación por viveza. Barnet no tiene nada de poeta, pero modestamente se puso a la escucha de los demás y logro sacarle provecho a las vidas ajenas, haciendo unos cuantos libros que quedarán como testimonio de esas vidas, bien puestas en valor por una prosa sin interés particular, pero que deja que toda la información sobre sus patéticas existencias llegue directamente al lector. Puedo ver todavía como Severo, al decirme que trabajaba sus textos al nivel de "fonema", dejaba entre el pulgar y el índice un pequeño espacio en el que yo debía suponer que cabía ese fonema. Si tanto esfuerzo lo hubiera consagrado a su poesía nos hubiera podido dejar maravillas que se han perdido para siempre, en vez de un impresionante volumen de páginas que poco dicen al lector no iniciado en los retruécanos del grupito de intelectuales parisinos de su momento y de las modas pasajeras del momento en que las escribió. Yo no digo que Severo frustró su obra verdadera por quedarse en París, lo que digo es que ya en París no tenía porque supeditarse a François Wahl y a su piñita de tal manera. En París mismo, y por su propio esfuerzo solitario, si hubiera tenido más fuerza de carácter que la que tuvo, habría podido ser el gran poeta que yo insisto en creer que pudo haber sido por su talento natural. Su verdadera obra, en la Cuba regimentada de los años setenta, no creo que se hubiera realizado. Pero insisto en la fe que siempre he tenido en su potencial como poeta. No hay manera de probar esta convicción mía de manera objetiva. Fue un ser dotado de una invención y de una sensibilidad muy originales, desviadas de su curso natural por la torpeza y pretensión desaforada de un intelectual de segundo orden.
     Yo aprendí desde niño que la verdad era un valor absoluto, pero aquellos que me enseñaron esto mentían cotidianamente sin ningún pudor.  La verdad no se convierte en un valor más que cuando nos produce un beneficio legítimo a nosotros mismos y a los demás que nos rodean. En sí, la verdad no vale nada. La verdad es neutra y puede ser destructora y fuente de empobrecimiento general. Toda mi vida la sacrifiqué demasiado a mi obsesión por el conocimiento, por el gusto de conocer, que es un corolario de la pasión por la verdad. La vida no es tan simple, y me he tenido que rendir a la evidencia de que saber, en sí, no sirve de mucho para ser feliz. Como también, que el tener razón en sí, no nos resulta muy útil en la vida. A esta conclusión he ido llegando a través de mis numerosas experiencias, y me voy dando cuenta de que reprocharle a Severo su dudosa sinceridad es injusto. En su empuje vital no tenía tiempo que perder con la moral ni el sentido común. Simplemente cayó en mala escuela. Perdió su propio camino. Creyó coger camino dejando la vereda, y ese camino prometedor y laborioso resultó llevarlo a un callejón sin salida. Una discreta vereda puede llevar muy lejos a veces. 

4- Dices que Severo “nunca creyó cabalmente en su propio talento”. ¿Porque lo dices? ¿En que te basas?

     A un nivel mas profundo aún, hay otra cosa más en común entre Severo y yo que también es un razgo común de la condición humana. La llamada falta de autoestima, a la que antes se le llamaba amor propio. Todos los humanos dudamos, más o menos, de nuestra propia importancia en la sociedad y en el vasto universo. Tenemos más conciencia de nuestra fragilidad que de lo valioso que es una vida humana, sea cual sea y como quiera que sea. Cada uno reacciona de manera diferente a este sentimiento de angustia ante lo poco durable de nuestra existencia, y ante lo fácil que es nuestra desaparición por enfermedad o accidente. Severo le daba mucha importancia al exterior de su persona, necesitaba asegurarse de que verdaderamente existía en su imagen reflejada en la pupila del otro. Lo social, su profesión, su apariencia, eran fundamentales para él. Yo, por mi educación, tenía muchos prejuicios en contra de esta manera de proyectarse en la vida, trataba de ignorar estas necesidades tan legitimas de cualquier individuo. Así, le reprochaba su manera de ser desde el punto de vista de mi orgullo que me impedía comportarme como él, asumir a su manera esos mismos  feroces deseos que a mí me avergonzaba sentir. Le decía que él era vanidoso, mientras que yo era orgulloso, y con eso justificaba mi tendencia a valorizar tan sólo la soberanía de mi fuero interno, una interioridad por momentos autoflagelante. Una soledad que me ha costado bastante cara en mi vida, aunque me haya dado la tensión que me es propia. Mi desprecio de lo social y lo material me daban ante mis propios ojos una autosatisfactoria complacencia de superioridad moral que hoy me parece estúpida.  Simétricamente, a la superioridad intelectual con la que él me ofendía yo compensaba así mis fueros, a fuerza de amarga interioridad. En aquellos años yo funcionaba así. Aún sigo siendo así en cierta medida, pero ya no estoy convencido de que mis maneras fueran tan superiores a las suyas. Ahora que ya es demasiado tarde para decírselo lo entiendo todo mucho mejor que entonces. Ambos, tanto el soberbio artista romántico e idealista recocinándose en su propia soledad y frustraciones, como el intelectual moderno y bien adaptado a su sociedad -- que lo nombra como funcionario encargado de pensar -- hoy me parecen dos postalitas insignificantes, dos poses inadecuadas a nuestra verdadera situación social. Quisiera sinceramente, escapar de estas dos tristes alternativas. Una cosa es el respeto debido a la total libertad de creación de un artista en lo que se refiere a su obra, y otra es su responsabilidad como ser humano entre los demás humanos. El mérito que pueda ganar por su excelencia no lo debe eximir del respeto que él le debe a los demás. Un artista no es nadie sin su público, su voz se anula en un ámbito vacío. Su misma existencia es tan sólo posible cuando encuentra su espacio entre un público que lo aprecia. El artista puede llegar a vivir como un ser humano común y corriente sin dejarse envanecer por el desproporcionado y dudoso valor que hoy se le da a las producciones del espíritu. Fluctuante valor a la merced de la frívola e interesada critica. No olvidemos que el crítico necesita también “hacer carrera” para ganarse la vida, y que se ocupa de lo que le conviene en ese sentido. Y del mercado programado por los industriales del arte y de la literatura. Peligroso privilegio el de ese fatuo prestigio que paga con el desprecio que lo amenaza como una espada de Damocles si no logra cobijarse bajo la capa de algún poderoso protector interesado, y vivir inseguro al capricho de su merced. Me parece urgente abandonar ese mito de que el artista es un ser sublime que merece recompensas superfluas que lo aíslan de los demás mortales. El artista puede llegar a vivir como un común mortal para volver a lograr de nuevo una armonía entre el creador y su público, como imagino que pudo haber existido antes del Renacimiento. Antes de la Modernidad. La mayor recompensa a la que puede aspirar un artista es la garantía de que la sociedad le permita realizar su obra dignamente en total libertad y la inmensa satisfacción de su mismo quehacer cotidiano hacia esa noble finalidad. La felicidad de poder entregarse por entero a su labor.

3- Afirmas que Severo se rindió - por decirlo de alguna manera - o se dejo avasallar “al poder intelectual que representaba la revista “Tel Quel”. ¿Por que? ¿Que datos, elementos, puedes darnos para defender tu punto de vista?

     Severo era enteramente dependiente de François, afectiva, intelectual y económicamente. François, con sus tres amigos Barthes, Sollers y Lacan, era totalmente dependiente intelectualmente de ese medio. Roland Barthes me dijo claramente que para que un pensamiento contemporáneo tuviera el mínimo de nobleza para ser tomado en serio tenía que incorporar a Marx y a Freud. Severo mismo, en un paseo que hicimos junto desde Tánger hasta el Cabo Malabata, en el que me fue confesando la presión a la que François lo sometía, se me quejó de tenerse que disparar toda la obra de Marx y de Freud, que era como la disciplina espiritual de base de ese grupito. Me dijo muy agobiado, al final de su larga queja: “Yo no voy a permitir que eso se me convierta en un superego.” Años más tarde, en París, al yo preguntarle en qué había parado todo esa problemática, me respondió melodramáticamente: “Escogí la muerte.” Esta experiencia es muy directa e íntima como todo lo que yo puedo decir de él y de nuestra relación. No estás obligado a creerme. Si lo hubieras visto como yo, irse resignado en el momento en que François lo venía a buscar a alguna reunión de amigos en la que con Néstor Almendros compartíamos a menudo, tu también sabrías del terrible molde en que se dejó meter, hasta qué punto delegó en François toda su libertad individual. Cómo se sometió a su capricho de estúpido sábelotodo.

6- ¿Podrías referirte a la relación Roland Barthes-Ramón Alejandro-Severo Sarduy?  Mi orden es arbitrario

     Los dos tuvimos con él una relación a espaldas de nuestros respectivos amigos. Roland tenía, además de su extraordinaria inteligencia y fama, una personalidad muy seductora. Roland me escandalizó saludablemente muchas veces, me quitó la cándida admiración que yo hubiera podido tener por ese tipo de intelectual brillante. Cerca de él pude ver tanto el reverso de la medalla como disfrutar de la inmediatez de su ingenio. Me dijo cosas muy inteligentes y otras muy tontas. Me esclareció mucho cuando me contó de lo mucho que él disfrutaba de la vida en Marruecos, añadiendo que en Francia los efectos de la Revolución habían sido devastadores para la calidad de vida de un individuo como él. Me dejó naturalmente perplejo, y al yo preguntarle que cómo era eso que un intelectual de izquierda pudiese decir semejante cosa, me explicó que era muy simple: el escritor Roland Barthes era de izquierda, pero el hombre no lo era. En otro momento se puso muy furioso al contarme como nadie le ofrecía dinero por escribir una crítica sobre un pintor. Los dealers no se daban cuenta de que él lo que quería era dinero y tenían pudor de proponérselo abiertamente. Uno de ellos quería que escribiese sobre Requichot, un joven que se había suicidado el mismo día de su primera exposición, en la misma galería. La obra de ese artista le repugnaba a Roland, me decía que era “gástrica”, haciendo una mueca de desprecio. Meses después supe que Barthes había publicado un grueso volumen sobre este pintor, después de haber pasado una temporada en la Costa Azul en casa de Daniel Cordier, su marchand, quien se había quedado con toda la obra del difunto y la promovía en los museos oficiales gracias a su influencia y poder económico. No leí el libro. No vale la pena.  Roland me dijo una vez en el Deux Magots que la pasión esencial de su existencia había sido el miedo. El miedo era el bajo continuo de su vida interior. En la Sorbona fue muy aplaudido por los jóvenes estudiantes cuando declaró pomposamente que todo lenguaje era fascista. Eso gustó mucho, pero es tremenda estupidez.
     Cierta vez me dijo claramente lo que pensaba de François y de Severo, y no estaba muy lejos de verlos tal como yo los veía. Llegó a decirme que le daba lástima con Severo, y que lo de François no era timidez como yo decía, sino otra cosa peor que no me quiso especificar. A nivel profesional, sin embargo, lo defendió siempre muy vigorosamente. Cuando Severo presentó su pieza de teatro experimental La Playa, una de las obras peores que cometió en su vida, los espectadores se levantaban de las butacas por racimos en medio de la representación, a pesar de que François estaba parado en la puerta con Robbe Grillet, nada menos, para ver si por pudor alguien se quedaba hasta el final. En Le Monde salió un artículo al día siguiente diciendo que el espectáculo era “renversant d’inintérêt”, es decir, que te caías de espaldas de lo aburrido que era. Roland exigió y consiguió publicar una contracrítica en el mismo periódico diciendo maravillas de la pieza, pero aún así no duró ni una semana en la sala, a pesar de todos los contrafuertes que movilizaron para apuntalarla. Roland sabía muy bien la diferencia entre el exterior y el interior de la máscara indispensable para vivir comodamente en sociedad. Después de eso, y durante mucho tiempo, cuando algo en arte era infame, yo le decía a Severo que era peor que La Playa.
     Una triste aventura nos reunió a los tres cuando mi amigo el pintor François Lunven, un joven bretón de mucho talento, me propuso que le pidiera a Barthes que le escribiese un texto sobre su pintura como me lo había escrito a mí para mi exposición de 1969 en la Galería Maya de Bruselas. Barthes me respondió que no, por la simple razón de que Lunven era muy feo. A Severo lo logré llevar a su taller a ver su obra, pero saliendo de allí me dijo que “tenía muchos muertos en el closet”, es decir que no era suficientemente original, y que, además, no estaba en la onda del momento. Severo consideró que tenía mucha influencia del chileno Matta. Lunven estaba un poco desequilibrado en esos días porque su mujer lo había abandonado recientemente. Vivía en un estado de exaltación muy extraño. Nuestra amistad, además de estar basada sobre la mutua admiración como artistas, tenía como cemento una común preocupación por lo esotérico. Ambos jugábamos con la idea de una mística “por la mano izquierda”. Las imágenes del Cristo con cuernos que se encuentran más o menos ocultas en ciertos monasterios medioevales nos daban pie para especulaciones azarosas con las que nos gustaba jugar. Habría habido una última escena de la vida de Cristo que fue escamoteada en los evangelios. Jesús hubiera ejecutado una danza cósmica magistral al pie de la cruz sobre el Gólgota antes de ser crucificado, y en sus gestos su revelación mas profunda, su enseñanza definitiva y por encima de toda moral hubiera sido comprendida por unos pocos discípulos ocultos entre el público que presenció su sacrificio. Esos discípulos hubieran perpetuado este mensaje místico a través de eneraciones sucesivas hasta hacerlo llegar a nosotros, y Lunven quería fundar una sociedad secreta conmigo y otro amigo poeta llamado Bernard Noel, de manera que continuara este tipo de especulación metafísica. Por un tiempo sus ideas sobre el arte -- quería abolirlo simplificando la creación con procesos cibernéticos programados y racionalmente controlables -- me fascinaron. Escuchaba las obras de Bach no tocadas por los instrumentos musicales habituales, sino por sonidos sintéticos emitidos por una computadora que procesaba sus partituras. No me di cuenta de su progresivo deslizamiento hacia la locura hasta que finalmente saltó por la ventana de un séptimo piso donde tenía su taller y murió de la caída. Quedé muy conmovido. Lunven tenía mucha urgencia de ser reconocido, necesitaba demasiado de la fama. A mí su amistad y su triste destino me sirvió de revulsivo contra mi propia ambición. Me retraje en mí y comencé un proceso de liquidación de mi propia carrera que culminó cuando, al conocer a Catherine, ambos nos aislamos de la sociedad encerrándonos en una mutua dependencia total y exclusiva que duró varios años. Un contrato que yo tenía entonces con una galería de Ginebra nos permitió irnos, primero a Creta y Venecia, y luego a otros interminables viajes, para finalmente ir a vivir a Madrid durante dos años, escapando de nuestras relaciones, haciendo que yo desapareciera totalmente de la escena parisina.  Catherine me permitió  refugiarme en una voluptuosa intimidad y el alivio que brinda una vida de interioridad compartida, de afecto seguro y controlado, diferente a la que yo había llevado los últimos años viviendo en casa de Bernard, donde todo era arrebato social, exterioridad, salón, fuegos artificiales. El detonador de esta huida hacia adentro fue la muerte de Lunven. Toda mi vida he tratado de refugiarme dentro de mí mismo. También huí de Cuba para no sucumbir al placer de la convivialidad, a la inmediatez placentera que tiene la vida en el trópico. Mucho de lo que le reprocho a Severo viene de esta tendencia mía a retraerme en mi autocomplacencia. Como si el placer íntimo se opusiese irremediablemente al placer de la vida entre los demás. Como si mi identidad como individuo peligrase ante los otros. Hay mucho de miedo a las relaciones humanas en mi ascetismo. Mucho de aislamiento ante el vértigo de llevar una vida profesional asumida como se atrevió a hacerlo Severo. Hace falta tanto o más coraje para hacer frente a un destino profesional que para tratar de escaparse a la cómoda soledad, como yo he intentado hacerlo, huyendo varias veces. Mi matrimonio con Catherine fue el clímax de este culto a mi propio ombligo, de mi inclinación antisocial. Sin embargo, ahora no quiero disfrazar todo eso de dignidad, de virtud, ni de nobleza, pues ya no me lo creo ni yo mismo. Es una mezcla de pereza, de miedo a la lucha. Miedo, tanto al éxito como al fracaso. Miedo a ponerse a prueba. Amor al limbo.
     En una ocasión, Claude Bernard, el importante marchand de la Rue de Beaux Arts, le pidió a Severo que le diese una lista de nombres de pintores que tuviesen relación estrecha con poetas pues tenía el proyecto de hacer una exposición sobre el tema de la colaboración entre estas dos disciplinas que en la tradición cultural francesa están muy vinculadas. Y Severo dio mi nombre en primer lugar. Vino Claude Bernard a mi pequeño taller y se quedó largo rato estudiando detenidamente mis pinturas, después de lo cual me preguntó intrigado: ¿Cómo es que usted no es más conocido en París? Y yo le respondí que porque no lo había intentado verdaderamente. Se levantó como impulsado por un resorte y se fue dando un portazo. Por fin no se hizo nunca esa exposición. Nunca más tuve noticias de él profesionalmente. Ciertamente, mi respuesta le pareció arrogante. Debo haberle respondido con zoquetería involuntaria. El éxito que tenían mis pinturas me había envanecido sin duda. Yo también debo haberme engreído sin darme cuenta en mi medio elegante y conversador, donde se me apreciaba por mi originalidad y mis éxitos. Perdí una buena oportunidad por mi torpeza, y no fue la única. 
     Roland Barthes me escandalizó saludablemente en muchas ocasiones. Cierta vez me respondió que “el diferencial paradigmático no era suficientemente amplio” a una pregunta que yo le había hecho sobre una decisión que tenía que tomar entre dos opciones. Quería decir que daba igual una cosa que otra. Cerca de él pude observar como el abuso del intelecto complica el lenguaje y, finalmente, la vida misma de los que se especializan en el “pensar”. Su cotidianidad era una pesadilla en la que cada simple gesto implicaba complicaciones inextricables. Me di cuenta de que no valía la pena dejarse avasallar por un intelecto desbocado y de que la vida se aprovecha mucho mejor cuando le ponemos rienda al vicio de pensar demasiado. Todos estos intelectuales vivían para ponerse al día en lo que se acababa de publicar. François Wahl me respondió que no le interesaba leer un libro sobre la Cábala del cual yo le había pedido su opinión diciéndome que había sido publicado en el 1943. O sea, que sólo lo recién publicado merecía su atención. Reaccioné muy violentamente a esta actitud generalizada en estos medios en los que me encontraba sumergido, no tanto como Severo, pero lo suficientemente como para sentirme incómodo. Llegando yo a París reinaba un clima de intolerancia estética e intelectual agobiante. La abstracción postulaba que todo deseo de figuración era culpable. Leonor Fini estuvo al borde del suicidio por la presión y el desprecio que sentía alrededor de ella por ser una dibujante extraordinaria y seguir la vena surrealista que le dictaba su temperamento. Quien representaba algo en una pintura era despiadadamente ninguneado por el grupo fanatizado por la última moda. La sorna y el sarcasmo contra los que no seguían sus dictados eran muy violentos. Mi temperamento rebelde no pudo soportar tanta bobería. Yo venía de un mundo muy ajeno a todo eso, un mundo arcaico en el que había tenido poca información sobre esos imperativos que para ellos, mas cultivados y al día que yo, parecían evidentes. Abordé el arte en un rincón del mundo sumido en una tradición provinciana. La casa de mi abuelo era un ultimo remanso de las grandezas del desaparecido Imperio Español, su neurastenia, sus copias de Velásquez y de Ticiano, su manera  de dar la espalda a la vida moderna, pues nunca aceptó ni siquiera la independencia de la Isla, ni el trabajo de las mujeres, y negó hasta la necesidad de su instrucción. Mi abuelo mostraba una tendencia algo perversa al contar a mis hermanas, que por entonces eran adolescentes, como se divertía cuando siendo oficial de guardia del penal de Isla de Pinos veía a los maricones cubanos competir peleando entre ellos por tener el placer de lavarle los calzoncillos a ciertos soldados peninsulares particularmente atractivos. El trasfondo familiar en el que yo había asimilado mis primeras impresiones sobre el arte estaba muy alejado de toda corrección política, y constituía un adobo suficientemente espeso como para dejarme impregnado de su sabor particular por el resto de mi vida. Añádele además los tantos años en los que me entregué inocentemente y por entero a mi admiración por la pintura antigua en los tantísimos museos europeos que visité, que hacían que hubiera un abismo entre mi sensibilidad y la del medio que me rodeaba. El fuero interno se convirtió en el dominio de mi libertad y lo social, la modernidad, se me presentó como algo hostil, inhumano, ajeno. La lectura de las Memorias de Giorgio de Chirico me sirvió de apoyo en mi intento de hacer el puente que yo necesitaba sobre este abismo entre mi sensibilidad y mi entorno. En el mundo de Bernard Minoret, en el que yo vivía sumergido, el clima era mucho más afín a mi manera de ser. Bernard era el último heredero de una familia burguesa que en tiempos de la venta de los bienes de la iglesia por la Revolución Francesa se habían hecho propietarios de grandes extensiones de tierra, y varias generaciones después aún poseían edificios en París. Bernard sigue siendo aún muy reaccionario en sus gustos, y no trataba de ninguna manera de ponerme al día para nada, la pintura no le interesaba mucho, así que fue más bien en la visión de la historia y en literatura en las que ejerció mucha influencia sobre mí. Bernard seducía a mucha gente con su conversación, sus reuniones de buenos conversadores en su salón por las tardes antes de ir a cenar a algún buen restaurante fueron para mí la ocasión propicia de aprender a disfrutar de la compañía inteligente, de aprender los modales elementales. Él necesitaba diversión constante y se la inventaba, cataba a los individuos como se cata un vino, y siempre estaba al acecho de nuevas amistades. Uno de estos nuevos amigos resultó ser Fabrice Emaer, que en aquellos días había abierto un bar gay en la Rue Sainte Anne, cerca de la Opera, a donde comenzó a asistir un público muy elegante. Hacía extravagancias como bañar a mujeres desnudas en champagne para que un hombre las lamiera encima de la barra y otros atrevimientos de ese tipo que le atrajeron un público ávido de sensaciones poco comunes. Fabrice había nacido en la zona flamenca del norte de Francia que fue minera mientras la hulla interesó a la industria, y ya en ese momento era muy pobre. Se había ido de adolescente a Marruecos detrás de un legionario del cual se enamoró y en una ocasión en que lo esperaba en un pueblo cerca de su puesto militar conoció a un viejo inglés millonario que se hizo muy amigo de él y que al morir, unos pocos años después, le dejo una pequeña fortuna con la que abrió el Pim’s. Fabrice quedó fascinado por la cultura y el mundo de Bernard desde que lo conoció y se hicieron muy amigos y cómplices en diversas aventuras, y cuando Fabrice abrió Le Sept, en el numero siete de la Rue Sainte Anne, a unas puertas del Pim’s, lo abrió con pinturas mías que me compró por su amistad con Bernard que era quien dirigía sus gustos. Ahí su éxito fue mucho mayor e Yves Saint Laurent, Andy Warhol, Pierre Cardin y toda la farándula y lo que brillaba en Paris venía a cenar y bailar en el sótano donde funcionaba una discoteca en la que yo hice entrar de disc jockey a un cubano, el mulato Guillermo Cuevas. A Roland Barthes lo llamaba «mon Philosophe» aparatosamente cada vez que se dirigía a él ante el variopinto público, y empezaron también a frecuentar el restaurante y la discoteca muchos otros intelectuales homosexuales. Pero si empiezo a hacer una digresión sobre cada personaje de este mundo nocturno, no termino nunca esta entrevista. Al irse tejiendo el ovillo de nuestras vidas hay hilos que se quedan en cabos sueltos, hay otros que se enhebran en la cuerda principal que continua mas lejos. Así que una vez presentado el hilo que nos condujo a todos a Tánger, paso a la siguiente respuesta. No sin antes decir que yo trabajaba toda la noche solo escuchando la radio; France Culture y France Musique tenían excelentísimos programas que disfrutaba mucho mientras pintaba. Cenaba también solo en un restaurante Kabyle muy pintoresco y frecuentado casi exclusivamente por argelinos en la misma esquina del Pont Tournant, el puente giratorio que atraviesa el canal Saint Martin a la altura del « Hôtel du Nord », sitio donde se filmó el clásico del cine francés de entreguerras del mismo nombre con Arletty y Louis Jouvet joven. Volvía a pie hasta le Sept, donde recogía a Bernard hacia las cinco de la madrugada y nos íbamos los dos a su casa en Saint Germain des Près atravesando el Sena al amanecer. 

7- No te niego que soy un inveterado voyeur. ¿Me podrías llevar de paseo contigo y con Severo a los prostíbulos masculinos de Tánger? Ese viaje sería como ir tras los pasos perdidos de Gide.

     Fabrice era tan magnánimo como afeminado. Era muy inteligente y amante de lo fastuoso. Alquilaba en el elegante barrio de La Montaña, sobre Tánger, una casa muy espaciosa enfrente de una de las mansiones de la madre del Rey de Marruecos. Invitaba a numerosísimos amigos que venían desde París a pasar el verano. La fiesta era constante y los invitados muy variados. Desde actores del teatro francés como el famoso Robert Hirsch hasta muchachos hermosos sin cualidades artísticas ni posición social particulares. Recuerdo a este actor para quien la métrica del verso alejandrino estaba tan profundamente inscrita en su mente improvisando fluidamente, como un repentista criollo, largos poemas de los que desgraciadamente solo recuerdo el primero y el ultimo verso de uno de ellos: «Tanger, Tanger, ville aux mille dangers.....» Tánger, Tánger, ciudad de mil peligros... Y terminaba por: « Contre tes feux Tanger, je suis ignifugé. » Contra tus fuegos, Tánger, me he vuelto incombustible.
     Se fumaba mucho haschish y había en el jardín un granado florecido ante el cual pasé inolvidables momentos de contemplación extática. Bajábamos de cuando en cuando a La ciudad. La Cashbah no es muy grande y rodea un eje constituido por una estrecha y muy frecuentada calle que va desde el Zoco Grande, que es un mercado comunal para toda la región del Riff y es muy colorido, hasta el Zoco Chico rodeado de cafés al aire libre, en el que se levanta todavía el hotel en el que se hospedó Saint-Saëns cuando vino buscando ambientar con el color local oriental la música de su Sansón yDalila, y donde se dice que escribió la famosa bacanal de la escena final de su famosa ópera. La Cashbah domina una playa extensísima, junto a la que se ha desarrollado la ciudad moderna. Al final de la playa se alza el promontorio del cabo Malabata que abre la entrada del estrecho de Gibraltar y detrás de este se puede ver Tarifa en su ribera española. La Ciudad entera resonaba aun con los ecos de las aventuras de Ava Gardner y William Borroughs. 
     En los sórdidos servicios de uno de los cafés del Zoco Chico me encontré un ejemplar de The Naked Lunch todo manchado de sangre y otras substancias orgánicas menos identificables y aproveche para leérmelo en las largas horas que pase sentado en la terraza de ese mismo café. Asistí también a una fiesta en una mansión suntuosa en la que la gran atracción era la muy anunciada presencia de Paul Bowles entre los numerosos invitados de marca, pero no pude acercarme finalmente a él porque quedé distraído la mayor parte del tiempo disfrutando del intenso romance que se desarrollaba entre uno de los músicos que tocaba los tambores de la orquesta oriental que amenizaba los jardines, y el pícaro adolescente bailarín que se meneaba sugestivamente delante de él, sacándole inolvidables sonrisas y gestos de complacencia. Hubiera tenido que entrar al gran salón donde se agolpaba en torno al famoso escritor el publico ilustrado, y me hubiera perdido para siempre el delicado placer de gozar de un amor en el que no tenemos que intervenir con nuestro propio cuerpo. Goce exclusivo de la vista sin fatiga para los miembros.
     Allí el tiempo se escurría lentamente, no sin tedio. Y a menudo me metía en cines árabes a ver interminables películas musicales hindúes que eran como un resumen de los lugares comunes de la narrativa universal reducida a su esqueleto para hacerte pasar un rato, infinidad de ratos, con la mente en blanco fascinado por las imágenes que se agitan delante de tus ojos con el menor sentido posible.  Apariciones de divinidades de innumerables miembros, lunas de miel en Cachemira, paseos por los Campos Eliseos de París y substituciones de mendigos por príncipes en cunas de Maharajás.  Las deshilvanadas anécdotas eran interrumpidas cada pocos minutos por números musicales que explotaban conjuntamente el repertorio convencional del Folies Bergère entreverándolo con la estética de las comedias musicales de Hollywood. Pasaban películas egipcias increíblemente picúas, pero igualmente llenas de números musicales, menos espectaculares, pero que aún con medios mucho más modestos competían con las hindúes para ganarse la palma del kitsch.  También me sumergía en la lectura de muchas novelas de Julio Verne o de poemas de Víctor Hugo ante el ceño fruncido de Severo que jamás se hubiera permitido semejante anacrónica complacencia. Las cenas en restaurantes al aire libre intentaban matar el mayor tiempo posible. Sucedían cosas extrañas; como la vez que François Wahl tocó un chucho de la electricidad, y Severo, que estaba acostado en su cama a unos metros de él, y sin que sus cuerpos tuvieran ningún contacto directo, sufrió un corrientazo que lo dejó sacudido por un buen rato.  En la playa había un establecimiento balneario particular que se especializaba en una clientela andaluza y de las provincias del levante español, que venía de vacaciones exclusivamente para hacer el amor con la juventud local. Entre la barra del bar y las taquillas para desvestirse y ponerse en traje de baño había un incesante ir y venir de parejas de locas españolas y muchachitos moros, como los llamaban ellas. Pero en la Cashbah misma, en una callejuela entre el recinto de la vieja muralla y la mezquita estaba la casa de Manolo. Manolo era un valenciano que se había establecido definitivamente en Tánger donde tenía mucho que ver con la policía. A su casa de tolerancia venían muchos viajeros con los mismos deseos que aquellos que llenaban de actividad el establecimiento de la playa a la clara luz del mediodía, pero de formalidad más compuesta. El recinto era pequeño y muy teatral. Recuerdo las baldosas alternadas en blanco y negro, como las de ciertos suelos florentinos que los pintores primitivos representaban para estrenar las recién descubiertas leyes de la perspectiva y así probar su destreza al hacer aparecer un espacio profundo sobre una superficie plana. El viajero llegaba y se ponía cómodo, conversando relajadamente como si no hubiera venido por nada en particular, hasta que Manolo le preguntaba cuál era su gusto, y al saberlo, enviaba a un mandadero a buscarle al muchacho u hombre que él juzgaba con su ciencia infusa capaz de satisfacer la expectativa del cliente. Venían así, à la carte; albañiles, carniceros, sastres, panaderos, pescadores y toda la gama de oficios ejercidos por la población viril de la ciudad. Cuando coincidían varios clientes se creaba una sociabilidad pasajera entre ellos. La única vez que yo fui, con Roland, Severo, François y otros amigos, un señor muy mayor y muy elegante, muy español y decimonónico, al saber que yo era cubano me abordó con muchísima simpatía y marcado interés por mi persona, y me contó que él había pasado un tiempo en La Habana, y que allá había sido muy feliz en sus amores. Al preguntarle yo que cuándo había sido aquello me respondió que en 1913. Las distancias entre los espacios y los instantes de una vida a la búsqueda del placer sensual se confunden en la memoria de los amantes, son su eterno presente. La sombra de Constantino Cavafy joven, reflejada en otro cuerpo dentro de algún espejo en el recuerdo del mismo poeta, ya viejo, le hizo escribir por esas mismas fechas algún poema imperecedero. Mi cuerpo en los finales de esos años sesenta despertó en lo profundo de la memoria de ese anciano, algún querido recuerdo del goce de la carne compartida. ¿Alejandría, La Habana, Tánger, que importa?  Es siempre el mismo lugar del universo, el del fugaz instante del goce clandestino entre varones, siempre a escondidas de la vida social. Alguno de nosotros pasó en esa ocasión a los cubículos adecuados con algún muchacho mandado a buscar, creo que fue Roland. Había dentro de la parsimonia reinante una sorda alarma, pues Manolo estaba ya por estos años muy mal visto en Tánger. Una escalerita subía a un primer piso en el que dentro de una densa penumbra se veían relucir los ojillos vivos de algunos menores. La ciudad acababa de perder su estatuto internacional y estaba en vías de “marroquinización”, y esto implicaba menos licencia en las costumbres que la que había prevalecido hasta entonces. Un amigo de Fabrice, que vivía del contrabando por avioneta con Gibraltar, tenía un hotel en el que había un cabaret cuyo espectáculo incluía un número estelar que consistía en que un travestí francés, después de una poco elaborada danza supuestamente oriental, exhibía su habilidad de fumar por el ano con un cigarrillo de filtro. Muchos jóvenes que vivían del comercio de sus cuerpos con los europeos recibían mensualidades enviadas desde Inglaterra, Suecia y otros países del norte. La situación de Tánger entre Europa y África junto a ese estrecho, nos recordaba metafóricamente mucho a La Habana, tanto a Severo como a mí. El Genio del lugar es muy fuerte en Tánger, aunque no sé si tanto como lo es en La Habana. Considerar como este tipo de servicio al turista se enciende en un puerto cuando se apaga en otro da una idea de la perennidad de las costumbres que caracterizan a todas las ciudades situadas junto al mar. Hoy en Tánger ya no se puede realizar impunemente este comercio tan ancestral, mientras que en La Habana florece de nuevo el oficio de dar gusto al forastero a cambio de algún dinero. 
     En Tánger se aparece a menudo en cualquier punto inesperado de la ciudad una entidad local muy enigmática y temida por sus diabluras. Es Aïsha Kandisha. Cuando pasa frente a ti luce como una mujer normal y corriente, pero si la miras por detrás cuando ya ha pasado junto a ti podrás ver como le salen por debajo de sus ropas dos patas de gallina con las cuales camina. En ciertos manantiales y fuentes de la región pueden verse todavía huevos hervidos y diversas ofrendas a otras ninfas como ella que aún viven en sus santuarios naturales desde antes de la llegada del Islam. Tánger, por su situación geográfica tiene un elemento misterioso, no sólo es una puerta, sino que es como muchas puertas, tiene algo que lo hace ser una bisagra entre varias realidades. 
     Una vez sentado solo en una de las terrazas del Zoco Chico, se me acercó un joven y me trajo un recado de un señor mayor y muy delgado, que llevaba puesto un fez rojo sobre su cabeza y que estaba sentado en la terraza de otro café aledaño afectando una seriedad impasible y mirando hacia el frente sin que nada pareciese interesarle. Me dijo que ese señor me invitaba a fumar a su casa cercana en la Cashbah a la que tenía orden de conducirme si yo así lo deseaba. Siendo el joven muy bien parecido y bien educado lo seguí, y entramos por una estrecha puerta a un ámbito inmenso de amplias paredes blancas con los rebordes de puertas y ventanas pintados de un verde claro muy luminoso. Dos retratos enormes, uno de la famosa cantante egipcia Oum Kalsoum y otro de Gamal Abdel Nasser eran el sobrio adorno de este sorprendente lugar donde una música oriental tronaba con la fuerza que le prestaba la electrónica contemporánea. Había muy pocos muebles y nos sentamos en el suelo sobre una alfombra a esperar al dueño de la casa que llegó pocos instantes después. El joven procedió a preparar el cigarrillo de haschish y se guardó lo que sobraba de ese material, animado por el señor que con elegantes y amables gestos lo invitaba a hacerlo. La conversación era exclusivamente en su lengua que por supuesto me era totalmente desconocida, nunca llegué a distinguir al árabe marroquí del berebere de los habitantes de los cercanos montes del Riff. Fumamos bebiendo té a la menta y sin poder tomar parte en su conversación aquello me pareció durar muchísimo tiempo, la nota me subió vertiginosamente como nunca antes me había sucedido y me percaté por su efecto de que lo fumado había sido de una calidad especial, cada percepción se intensificó sobrecogedoramente y estuve a punto de alarmarme. En cierto punto de esa rara eternidad el joven se despidió cortésmente y se retiró por la misma puerta por la que habíamos entrado. El señor me dirigió por gestos y en silencio por una escalerilla hasta un mirador situado por encima de la muralla, sobre un torreón que dominaba esta espaciosa mansión oriental, era de noche y a lo lejos se veía el faro de Tarifa barriendo con su luz la entrada del mediterráneo mas allá del Cabo Malabata. Comenzó a hablarme muy despacito y en voz baja en un español muy arcaico sobre su amor a España y a todo lo español. Me di cuenta que me tomaba por un peninsular pero no me pareció necesario en ese instante precisar el matiz exacto de mi origen dentro del tronco común de nuestra raza. Después de un buen momento entre el olor de jazmines que subía de pequeños jardines situados entre los recovecos de las casas adosadas a la muralla, me llevó a un cubículo y nos desnudamos sobre una estera de las que los árabes utilizan para dormir. Su cuerpo era delgado y ágil, como el de un adolescente y me alzó hasta colocar mis muslos sobre sus hombros sin esfuerzo, yo le acariciaba el pecho en el que las costillas se dibujaban claramente en relieve como si fuera una tabla de madera para lavar la ropa, y al tacto sus pezones, prominentes y muy oscuros, tenían una consistencia que sólo pertenece a los objetos tocados durante un sueño. Su cuerpo era el de un esqueleto recubierto por una piel extremadamente suave y deliciosa de palpar. Mientras me poseía tuve la intensa certidumbre de que toda mi existencia había sido una preparación para llegar a este momento que era, precisamente, el mismo instante de mi muerte, y que quien estaba gozando sobre mí era mi madre dotada de un pene. Fue horripilante, cada uno de mis cabellos se erizó, lo que sólo sucede en situaciones de pánico extremo . Sin dejar de gozar, yo mismo lo oí aullar como un animal al eyacular. Volvimos lentamente a la realidad, y más tarde se disculpó con ceremoniosa cortesía, según sus propias palabras, por haber  “chillado” así. Al joven que organizó este encuentro memorable lo pude gozar también otro día sobre una terraza, con toda su amable naturalidad, pero no dejó en mi memoria tan profunda huella. 
     Ya de vuelta en París una noche soñé lo siguiente: Estaba sobre las arenas de la playa de Tánger. Allí donde se pierden en las rocas del Cabo Malabata. En los hierbazales detrás de la playa pastaban, tal cual suelen hacerlo usualmente en ese sitio, unos camellos. Yo me echaba a correr hacia el mar y levantaba vuelo. Al comenzar a volar una súbita duda me sobrevino por temor al peligro que hubiera representado una caída, pero la disipé sin pena y entonces comencé a cobrar altura. Al llegar a dominar con la mirada toda la superficie de las aguas noté que tenía espirales dibujadas por  las corrientes marinas sobre toda su extensión. Proseguí elevándome aun más hasta llegar al borde de la atmósfera y desde él pude ver las nubes formando espirales dibujadas por los vientos que giraban sobre si mismas al interior de toda su masa gaseosa. Y desde ese mismo borde, volviendo la mirada hacia el espacio exterior pude ver como las galaxias se extendían en el infinito dibujando colosales espirales de luz sin ningún limite hasta donde mi vista alcanzaba. Y me di cuenta, en un fulgor de lucidez que me llenó de felicidad, que esos tres mundos que estaba así conociendo, tenían la firma de su causa común en el mismo seno de su identidad inscrita en la mística presencia de la espiral dentro de sus tres diferentes substancias: el agua, el aire y el fuego de los astros. Al bajar de nuevo a tierra, los plácidos camellos seguían pastando impasibles junto a la playa. 

 8- ¿Me decías en un mensaje que Severo te “culpabiliza muerto como te escandalizo en vida”. Que significa lo uno y lo otro?

     En Tánger fue donde tuvimos por fin el tiempo suficiente de conversar mucho más extensamente que lo que solíamos hacerlo en París, y en ese paseo que dimos hasta el Cabo Malabata pude comprender hasta qué punto Severo sacrificaba su vida a su ambición de llegar a ser un escritor famoso. Pues era esto lo que parecía ser el vector fundamental de su deseo. Si bien yo ponía toda mi intensidad vital en el hecho mismo de pintar, Severo parecía escribir para llegar a algo más concreto que el puro placer de escribir. Para decir todo lo que recuerdo de Severo sufro de un escrúpulo que podría impedirme hacerlo con entera libertad. Severo tenía algo que me escandalizaba profundamente, y era que había algo en él que hacía que no le diera suficiente valor ni a su propia vida ni a la vida en general. Me acusaba burlándose de mí de “producir sentido las veinticuatro horas del día”. Y me aseguraba que el sentido era algo en lo que yo necesitaba creer por debilidad de carácter, pero que el sabía que nada tenía más sentido que el que nosotros le quisiéramos dar. Y se agarraba de ciertas enseñanzas del budismo tibetano sobre la insubstancialidad del mundo fenomenal para apabullarme. Todo no era más que formas vacías. “The medium is the message”, me repetía. El estructuralismo venía a confirmar también la ausencia total de contenido en un mundo de puras apariencias sin pies ni cabeza. Pura casualidad insignificante. Y algo muy dentro de mí se encabritaba, yo no podía aceptar la mofa con la que él pretendía asumir tan desoladora concepción del Universo. Esa siniestra visión me parecía entrañar la mas terrible desgracia que pueda suceder a un ser humano, la de utilizar la maravilla que es nuestra propia conciencia para negar la pulsión vital que la hace surgir y funcionar en nuestros sagrados cuerpos.
    La  rica imaginería del budismo tibetano le sirvió para disfrazar de suntuosos colores y complicadas formas, de gestos fingidos, risas forzadas y de superfluas oriflamas, el exiguo caudal de su talento narrativo, lo lamentablemente poco que tenía que contar. Llegó hasta inventarse un antepasado chino inexistente en su afán de satisfacer la expectativa de sus amigos intelectuales, que querían confirmar la idea que se hacían de Cuba con la repetición reconfortante de la formula genética de Wifredo Lam, que supuestamente legitimaría ante sus ojos ávidos de estereotipos la calidad del talento de escritor de Severo. Se prestó a esto como a muchas otras farsas sin el menor escrúpulo. Hasta su Elegguá era un regalo de Jorge Amado que se lo había traído de Bahía. Lo invocó frente a mí un día, diciéndole: “Anita Laroye Coco” con muchos aspavientos. Lo de "Laroye" si, pero lo de "Anita" y el "coco", eso estoy seguro de que es un invento suyo porque nunca se lo oí a ningún santero, ni antes ni después. Su vida era la de un empleado de casa de edición parisina regimentado en sus horas libres por una pareja tiránica y sobreprotectora que tampoco se había lanzado nunca a vivir por sí misma, fuera de la burbuja ideal de sus conversaciones intelectuales y lecturas asiduas de todo lo que el estructuralismo les había puesto sobre la mesa. Vivía con un simulacro de ser humano, que en realidad era un vampiro que le fue chupando su vitalidad. Por eso empezó a beber demasiado y en esa nota se iba a consolar por su cuenta a los baños de vapor donde cogió la muerte. Por desolación y vació afectivo. Finalmente François terminó por conseguirse a un estudiante originario de Omán en el Océano Indico, y Severo, celoso, dice que le hizo unos trabajos de brujería que se le viraron contra sí mismo. Cenamos juntos por última vez después de una entrevista conjunta que nos hizo Jacobo Machover en Radio Latina, cuyo texto transcripto fue publicado en Linden Lane Magazine. Me dijo cosas que no quiero repetir de su relación con François. Pero se sentía muy solo. En el Cabo Malabata se me había quejado así: “esta semana estamos estudiando la cerámica Tang, la próxima será la Ming, y la antepasada ya yo ni me acuerdo de lo que fue porque todo se me va de la cabeza enseguida”. “¿Te das cuenta que yo me tengo que leer a todo Freud y a todo Marx para no ser nada más que la mulata que se acuesta con él?”  Se me quejó que durante un viaje de François a la China Popular, tan de moda entonces, tan sólo le había mandado una tarjeta postal de una sequedad escalofriante que lo había hecho llorar. Sin embargo Severo asumía vehementemente todos lo valores de François hasta despreciar como él al grupo de Bernard Minoret y sus amigos, en el que yo evolucionaba despreocupadamente, mientras metía toda mi vida  pintando en mi tallercito que ya me había logrado comprar junto al Canal Saint Martin. Allí se escapaba a verme en los primeros años de nuestra amistad y yo le presentaba a muchos de los amiguitos que tenía por esa zona, principalmente portugueses. Pero hasta eso tuvo que cesar cuando yo vi que los trataba con desprecio e insistía en establecer complicidad exclusivamente conmigo en la conversación, excluyéndolos a ellos con su jerga intelectual. Esta tendencia a querer elevarse por encima del “vulgo”, era algo que él tenía muy fuertemente impregnado en su manera de ser, era como si la cultura tuviese la función de separarlo de los comunes mortales en vez de ser el vehículo de comunicación idóneo para convivir en armonía con los demás. Por no permitir que los ofendiera así tuvimos que dejar de divertirnos con ellos los dos juntos. Poco a poco nos fuimos alejando. Mi escrúpulo mayor viene de darme cuenta de que mucho de lo que me molestaba en él eran cosas de las que yo adolecía también entonces, y de las que quizás aún adolezco en mayor o menor medida. Severo fue para mí como un espejo de mis propias debilidades, y ahora que ya no puede defenderse de lo que yo pueda decir sobre él, tengo la duda de que quizás no tenga derecho de pintarlo tal cual lo sigo viendo, fijo en las instantáneas que guardo en mi memoria. Esa falta de apreciación por la vida que en él me provocaba vértigo yo también la sufro por momentos, yo dudo muy a menudo de que la vida tenga un sentido y sufro por esto, pero hay algo muy profundamente anclado en mi fuero interno que me hace volver a aferrarme, cada vez, a una fe que me brota con la misma fuerza con la que me brota la duda, desde el mismo punto en lo mas hondo de mi ser. Por eso el budismo de Nichiren Daishonin ha sido y sigue siendo tan importante para mí. Las enseñanzas del Sutra del Loto, tal cual Nichiren anima a practicarlas, me dan la fuerza que necesito para hacer frente a la complejidad de mi vida. Para vencer los numerosos obstáculos que me confunden y encontrar el hilo conductor hacia la mayor felicidad posible para un individuo tan atormentado como yo soy .
     Severo solo estuvo seguro de mi talento cuando yo pintaba las máquinas de las que habló Barthes en su articulo a principios de los años setenta. Al yo comenzar a pintar paisajes su entusiasmo se enfrió mucho, y al empezar a pintar las frutas tropicales se alarmó francamente. Aquello era difícil de compaginar con la grisalla vanguardista que según Tel Quel era el arte que se debía hacer en aquel momento. Yo ilustré la edición original de Big Bang para Fata Morgana de Montpellier y sus sonetos eróticos cuando fueron publicados por la revista Espiral de Madrid. Más tarde, al yo mandarle una foto de una pintura de tres por cuatro metros de tamaño, que hice durante el simposio de la joven pintura canadiense en Baie Saint Paul en 1989, en medio de la que tronaba una fruta bomba de un metro y medio de longitud, me envió por vuelta de correo las décimas que dicen: “Que bien hiciste Ramon en pintar una papaya de ese color y esa talla con técnica perfección, tu gesto es de tradición...” y entonces yo le pedí que me hiciera diez décimas sobre diversas frutas cubanas para hacer un libro. Así fue que ilustré Corona de las Frutas con cuatro litografías mías. El día que le llevé los quince ejemplares del libro que le correspondían como autor a su oficina de las Ediciones Gallimard, después de mirarlas largamente, me dijo muy serio que eran “funerarias como todo gran arte”. Atravesando la Rue du Bac para ir a celebrar tomándonos una cerveza, con grandes carcajadas decía que si lo arrollaba una máquina en ese momento le pegaba el sida al barrio entero con el desparrame de sangre que armaría. 
     Cuando Severo se enfermó tuvimos un periodo de muy intenso intercambio telefónico. Él prefería no dejarse ver. Su pudor lo volvía agresivamente irónico y se complacía en asustarme pues me sabía sensible en lo que respecto de la muerte implica una actitud de fe en que la vida tiene sentido. Sinde izquierda a derecha: Ricardo Porro, Ramón Alejandro, Severo Sarduy, Reinaldo Arenas y Néstor Almendros respeto a la muerte no hay respeto a la vida y viceversa. Multiplicaba el sacrilegio y la burla para asustarme y sobrecogerme. A pesar de esta actitud, y queriendo estar cerca de él de todas maneras, llegamos inclusive a divertirnos mucho en nuestros últimos meses de intercambio telefónico. Yo me daba cuenta de donde venía su estado de animo, de la desesperación que el tener que morirse tan joven provoca en alguien que amó tan intensamente los placeres, que estuvo tan lleno de deseos terrenales. Guillermo Cabrera Infante comenzó a llamarlo insistentemente, mucho más que de costumbre, y Severo se dio cuenta de que el objeto de sus llamadas era acechar el momento de su muerte con el fin de tener listo el obituario para El País en el momento pertinente. Lo tomó muy mal, y entonces Guillermo me acribilló a mí con su obscena insistencia. Severo no le quería dar ninguna información sobre su estado a esa “aura tiñosa”, como me decía. Guillermo siempre ha sido un saquito de maldad casado con una esponjita enchumbada en bilis. François me llamó a las doce del día para decirme que lo iba a enterrar a las tres de la tarde en un pequeño cementerio de la periferia parisina del que no quería ni dar el nombre pues quería enterrarlo él solo. Uno de sus últimos cuentos, que salió publicado en el Linden Lane Magazine, era supuestamente sobre Lezama Lima pues se trataba de la incomprensión del entorno de un viejo escritor que no se da cuenta cabal de su inmenso talento. Yo le hice notar que me parecía que estaba hablando de sí mismo y no de Lezama y el pareció muy sorprendido. Yo siempre lo trataba de animar a que atacase un tema de interés para un mayor publico que el de los intelectuales que lo elogiaban encerrado como ellos en su torre de marfil, y que se diera cuenta de que lo que él deseaba profundamente era tener una resonancia más amplia como escritor. Esa era la problemática de este corto cuento, la frustración del escritor sin lectores. Y él trataba de complacerme diciéndome que lo que tenía entre manos era justamente eso, y me hablaba de Pájaros en la Playa como un libro más abierto hacia un público mayor.  Yo no insistí demasiado, sabiendo que me mentía amablemente para salir del paso, pero que ya era muy tarde para que pudiera cambiar.
     Tengo la impresión de que mientras más escribo más se multiplican los recuerdos, y que me voy a zambullir en el mundo de las sombras de un momento a otro, así que tengo que dejar de escribir en este preciso instante. Yo creo que ya tu curiosidad debe estar saciada y si aún no lo está podríamos intentar seguir adelante en alguna ocasión futura. Ahora mismo son demasiados los muertos para un solo vivo.
 

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