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CONVERSACIONES DOMINICALES

TEATRO PAYRET

     Está abierto desde hace dos semanas.  Mientras se reconstruía, brindaba una esperanza a los asiduos concurrentes a los espectáculos teatrales, cansados ya de las zarzuelas de Albisu y de los Teatro Payretdramas que entonces se representaban en Tacón.  Terminada la reconstrucción, el anuncio de que iba a estrenarlo una compañía excelente de ópera italiana, produjo una corriente de simpatía a su favor, la cual dio por resultado que se cubriera el abono en pocos días.
     Pero si desde la noche de la apertura ha gustado la reconstrucción del edificio a muchas personas, por beneficiarse el ornato público, no ha pasado lo mismo con los cantantes de ambos sexos de la compañía, porque hasta la fecha ninguno ha revelado nada de excepcional.  Esta es la opinión de muchos abonados, entre los cuales hay algunos que ceden sus derechos por la mitad de lo que les costaron, y la de los indiferentes, es decir, la de los que como yo sólo se han fijado en el teatro por oír hablar tanto de él.
     Visto desde fuera, el edificio se ve que ha sido restaurado sobre las bases antiguas.  Está casi lo mismo que antes.  Tiene idéntico pórtico, idéntica altura e idénticos colores en el exterior.  El café, si no más grande que el primitivo, aparece a primera vista de mayores dimensiones.  El defecto que pudiera señalarse en la reconstrucción, es el de que ésta ha sido solamente parcial, pues no está restaurado el teatro en la parte posterior.  La nueva obra se detiene al principio del portal lateral, bajo cuyo techo se cobijan todavía algunas pobres víctimas del naufragio social.
     Llegando al vestíbulo, se encuentran tres arcadas, de las que cuelgan otros tantos focos de luz eléctrica, difundiendo en torno su melancólica claridad.  Lo primero que desagrada al espectador, es el colorido de cada una de las verjas que se levantan sobre la escalinata de mármol.  Están pintadas de blanco, pudiendo estarlo de color de oro, bronce, cobre o algún otro de esos colores metálicos que hoy se emplean para la pintura de los hierros de las verjas.  Respecto a los inconvenientes que ofrece la puerta central de esta verja, que se abre de afuera para adentro, en vez de abrirse de dentro para afuera, ya se ha ocupado este periódico, en días pasados.  Tampoco diré nada de los rótulos que se encuentran colocados sobre las puertas que dan acceso a las altas localidades, por haber hablado de ellos un distinguido compañero en su crónica de la semana anterior.  Sobre la pared central, entre las puertas que franquean el paso a la sala, donde antes se hallaba colocada la famosa gruta, se  levantan varios maceteros, dentro de los cuales agonizan las plantas sembradas en ellos.  Encima de esos maceteros, a la mitad de la pared, se halla colocado un busto pequeñísimo, dada la amplitud del fondo, del fundador del teatro, el cual tiene detrás de la cabeza, a manera de nimbo, un timbre eléctrico que, al lanzar un sonido, hace volver la cabeza hacia el busto, que, como es de mármol blanco y está colocado sobre una pared blanca, apenas se distingue a algunos pasos.
     ¡Cuánto mejor que colocar allí ese busto hubiera sido encargar a un pintor de mérito, a Valentín Sanz, por ejemplo, la decoración de aquel trozo de pared...!
 

*      *      *


     Después del vestíbulo, se asciende a los pasillos; allí se advierte, desde que se da el primer paso, el ruido del pavimento, todo de madera, que resulta desagradable de oír, tanto para el público como para los artistas, durante la representación.  Las escaleras que conducen a los pisos inmediatos están hechas de madera también.  Además, se observa una pobreza notable, que contrasta con el lujo relativo de la sala, en los faroles colocados sobre las paredes de los pasillos.
     Al llegar a la sala, el conjunto aparece deslumbrador.  La arcada de fondo blanco, con arabescos dorados, que se desarrolla delante del escenario, produce buena impresión.  Todavía ésta sería mejor, si en vez del rojo que ostentan algunos ornamentos, se hubiera empleado un gris.  La misma observación puede hacerse respecto del resto de la ornamentación.  El rojo es un color alegre pero no de muy buen gusto, sobre todo aquel rojo de sangre.  Más artístico resultarían el blanco y el dorado solos.  La cúpula central, ornada de figuras alegóricas, ostenta a los extremos cuatro focos eléctricos.  Bajo anchos reflectores esmerilados, la luz se difunde en hilos dorados a través de caprichosas bombas, contrastando con la del gas que resplandece en las columnas divisorias de los palcos.  Ambas luces, de reflejos plateados la una y dorados la otra, forman excelente combinación. A los fulgores que irradian por la sala, espejean los trajes femeninos, iríanse[sic] [irísanse] los diamantes, flamean los espejos, el oro de las joyas parece entrar en fusión y cualquier objeto brillante, por escaso valor que tenga, deslumbra las pupilas atraídas hacia él.
     Los palcos se extienden, a la derecha y a la izquierda de la sala, sin presentar nada de notable, como no sea el número abundante de ellos.  Las butacas, si no tuvieran los brazos tan cortos, serían muy cómodas. Tienen el asiento blando, ancho el respaldo y las filas están colocadas a conveniente distancia unas de otras.
     Al fondo de la sala se levanta el escenario, que lo mismo por su anchura que por su longitud, parece hecho solamente para las grandes representaciones.  Allí pueden ponerse en escena, al igual que en Tacón obras de gran aparato y de muchos personajes.  ¡Lástima que, al encargar el decorado, no se tomasen bien las medidas, pues parece desde lejos, sin que tal vez sea cierto, que ha habido que bajar bastante las bambalinas y sacar más hacia atrás los bastidores para salvar esos ligeros defectos!   Delante del escenario, desciende todavía el primitivo telón, el cual debiera haber sido cambiado por otro, traído del extranjero ya que aquí no se puede fácilmente conseguir...
 

*      *      *


     Desde la noche de la apertura, según dije al principio, la compañía ha ido descendiendo en progresión creciente, los peldaños del altar que le alzara la opinión, predispuesta a su favor no sólo por la reputación de los artistas-empresarios, sino por los elogios, que el resto de la troupe escuchaba en todas partes.  Esta propaganda, no censurable en modo alguno, porque todo negociante tiene derecho a elogiar su mercancía de antemano, revela que el señor Saaverio desconocía las verdaderas facultades de los que forman la compañía o que ha procedido con demasiada buena fe en esta ocasión.  Por ambas cosas merece severos reproches.  Antes de la llegada de la compañía, era cosa sabida que Antón, gran tenor en otro tiempo, había perdido algo la voz, sino[sic] [si no] hasta el grado de no poder salir a escena, por lo menos hasta el de no poder presentarse en ella de la manera que en otros tiempos.  Casi lo mismo puede decirse de la señora Bianchi-Fiori.  Por lo que respecta al señor Aramburo, olvidado se tenía que, por falta de confianza en sus propias fuerzas, o por esas genialidades comunes en los artistas, no cantaba más que en las noches en que quería cantar, sin que se le pudieran exigir responsabilidades, porque en sus contratos hacía especificar tal condición.  Esto es lo referente al primer cargo que se dirige al señor Saaverio.  Si nada de esto ignoraba, es preciso convenir en que ha procedido con buenísima fe y que ésta lo ha llegado a perjudicar.  Si el señor Saaverio no hubiera confiado en que el señor Aramburo iba a cantar, no es creíble que lo hubiera contratado con aquella condición.  Esto, si está contratado, porque hay quien asegura que no.  Tampoco se debe creer que, sabiendo que el señor Antón, lo mismo que la señora Bianchi-Fiori, estaban en decadencia, quisiera presentarnos a ambos como habían sido en su época de esplendor.  Como nada se dijo de las demás partes de la compañía lo más lógico es pensar que el señor Saaverio puso toda su confianza en los tenores-empresarios, no dudando un solo momento en que éstos sabrían escoger el personal, pero tampoco, según recuerdo ahora, deben dirigirse estos reproches al propietario del teatro, sino a la comisión.  De todos modos, sea quien fuere el culpable - cosa que nada me interesa, porque no soy dilettanti -, resulta que esta vez el público, como otras muchas, ha sido el perjudicado, pues desde ahora ha visto defraudadas las esperanzas que le hicieron concebir.
 

*      *      *


     Hasta el día en que escribo, no se ha representado más que una ópera en la semana.  Para esta noche se anuncia la Gioconda.  En la representación de Hernani, verificada en la noche del jueves, apareció la señora Emma Viziati, revelando al público, desde su aparición, que le ha pasado lo mismo que a la señora Bianchi-Fiori.  El señor Martínez Patti, ya conocido del público por haber cantado en La Traviata y en Fausto, tiene el mérito de salir a escena en casos graves, es decir, cuando el público, por creerse engañado, se dispone a juzgar a los artistas, como ocurrió esa noche, con mayor severidad.  Acerca del señor Arimondi, puede decirse que fue el único a quien se pudo oír, interpretando el papel de Ruy Gómez de Silva.  Estuvo a gran altura en ciertas escenas sin que decayera nada a medida que avanzaba la representación, ni [sin] desalentarse por la falta de fuerza, que para cautivar al público advertía en sus compañeros.  Además del señor Arimondi, se distinguieron los coros especialmente en el primer acto, lo cual suele suceder casi siempre en compañías análogas, pues cuando las partes esenciales tienen escaso valor, los empresarios descargan sus cóleras en las partes secundarias, haciéndolas que se esfuercen más y consiguiendo a veces que salgan airosas.
     Por lo demás, ni un aplauso a la terminación de cada acto para el conjunto.
 

*      *      *


     Y ahora, al terminar esta crónica enojosa, tan enojosa como todas las que se escriben sobre un asunto que no inspira el menor interés, debo advertir que solamente la he escrito para atender a las indicaciones justas de algunos abonados y porque se trata de una cuestión palpitante.  Por lo demás, personalmente, nada me importa que el teatro esté bien o mal decorado, que el culpable del disgusto público sea una u otra entidad, y que el señor Aramburo cante o deje de cantar.  Más bien me hubiera alegrado de que todo hubiera pasado de distinto modo.  Así por lo menos, hubiera habido muchos satisfechos alguna vez.

ALCESTE

El País, 1 de febrero de 1891.
 
 

CONVERSACIONES DOMINICALES

LAS MEMORIAS DE CORA PEARL

     Parecerá una paradoja tal vez, pero es un libro lleno de saludables enseñanzas.  Después de leerlo, no creo que haya mujer que pretenda imitar a la famosa cortesana, por grandes que sean sus ambiciones.  Por ese solo motivo debiera ser puesto en todas las manos femeninas.  Lo mejor deviņeta esas enseñanzas, es que la autora no las predica, desde los escombros de su opulencia, para
impedir que otras sigan por el mismo sendero que ella hacia el lecho del hospital, sino que se deducen de la simple narración de los hechos de su vida ruinosa y deslumbradora.
     Tampoco pretende despertar la compasión en el alma de sus lectores.  Ella misma dice, con absoluta franqueza, al principio de la introducción: «He derrochado enormes sumas de dinero, y estoy muy lejos de presentarme como víctima, porque eso tendría muy poca gracia.  Yo hubiera podido hacer economías, pero no era fácil entre el torbellino en que he debido vivir.  Entre lo que se debe hacer y lo que se hace, hay siempre una gran diferencia.  Pero no me quejo, porque no tengo más de lo que me merezco.»  Después manifiesta que si ha escrito sus memorias, no es por el deseo de salir a la pública expectación, sino «para tener algunos billetes de banco y tratar de vivir algún
tiempo».  Además; se comprende que, al escribir sus confesiones, no tuvo la pretensión, como algunas bas-blues de su tiempo, de juzgar a ninguno de los personajes que vivieron íntimamente con ella por espacio de muchos años. 
     Y, sin embargo, nadie mejor que esta mujer hubiera podido formar juicio exacto sobre la sociedad del II Imperio.  Ella conoció todos sus productos, desde los que aparecían en lo alto como Napoleón III, hasta los que estaban en las regiones inferiores, como el tristemente célebre Duval, de una manera distinta a la que otros los llegaron a conocer.  Para ella ninguno tuvo secretos.  Las puertas quedaban abiertas a su paso, por más que detrás de ellas se estuviera haciendo uso del veneno o del puñal.  Nunca demostró haber visto nada, o no veía nada tal vez.  Todas las máscaras que se ajustaban cuidadosamente los cortesanos para comparecer en la escena social, se desataban por sí
solas al presentarse esta mujer, como las sombras que empañan la luna de los espejos se disipan al brotar el primer fulgor de gas en la lámpara de un salón.
     Cuando se publicaron estas memorias, por la primera vez, hace pocos años, no despertaron ninguna curiosidad.  La autora no consiguió morir en lecho propio, ni tuvo a su cabecera ninguna viņetasombra amiga que la acompañara en sus últimas horas.  Salvo el médico que la asistía, cuyo nombre no recuerdo, nadie fue a consolarla, ni siquiera aquellos bretones que ella albergó y asistió en los días de la guerra franco-prusiana y «cuya gratitud, después que se curaban, le parecía más dulce que ninguna, por creer que todos le hablaban con el corazón».  Si esta ingratitud es fácil de comprender, por la misma índole de la naturaleza humana, no lo es menos la indiferencia que el público demostró por la publicación de las memorias de Cora Pearl.  Al salir éstas a la luz, imperaba en la literatura lo que se llama la «escritura artística», la cual consiste casi toda en hermosas pero inútiles descripciones.  Esa escritura no se encuentra en el libro de que hablo.  Aquí no hay más, como su título indica, que una autobiografía.  Hoy las novelas psicológicas, que son las más gustadas, no son otra cosa que autobiografías de seres desconocidos.  Y como éstos no se distinguen precisamente por sus virtudes, lo mismo que Cora Pearl, sino por sus vicios, no creo que haya razón alguna, como no sea en la manera de narrar los hechos, para aceptar aquéllos y rechazar los de esta mujer. Después de todo, ésta ha existido en la vida real, mientras que las heroínas de las novelas modernas, entre las cuales hay muchas más culpables que Cora Pearl quizá no hayan vivido, del modo que resultan, sino en las imaginaciones enfermizas de sus enfermos aunque admirables creadores.
     Tal como se presenta Cora Pearl, en sus memorias, no se le puede amar, porque carece de cualidades que hacen amable a la mujer, pero tampoco se la puede condenar, porque a cambio de aquéllas, revela otras que atenúan sus faltas.  Más que el sexo femenino, parece pertenecer, no al masculino, sino a un sexo neutro, en el que se puede reconocer perfectamente algunos rasgos de aquéllos.  Del femenino tuvo la forma corporal, digna de rivalizar con la de Venus, más correcta, pero en la forma nada más.  Bajo la belleza escultórica de su cuerpo, no se albergó ningún sentimiento femenino, ni siquiera la menor inclinación amorosa, porque desde la mañana en que un viejo, al salir de la iglesia, adonde su aya no había ido a buscarla, la condujo a uno de los lugares de Londres en que se cometían las infamias denunciadas más tarde por la Pall Mall Gazette, ella «conservó una especie de rencor instintivo contra los hombres».  Nunca amó a ninguno de ellos, ni siquiera al duque Juan, de quien habla con entusiasmo en algunos pasajes de sus memorias.  «Yo he tenido entre los hombres muchos amigos, demasiados quizás, amigos sinceros, por los cuales he sentido un afecto serio, noble y verdadero. Pero aquel sentimiento instintivo no me ha abandonado jamás.»  Si no amó a nadie, tampoco engañó a uno solo, porque siempre se presentó a todos tal como era, importándole lo mismo que la amaran o la desdeñaran.  «No he podido engañar a nadie» dice al final de su libro, «porque nunca he sido de nadie. Mi independencia fue toda mi fortuna: no he conocido otra felicidad. Es el único lazo que me une a la vida y lo prefiero hoy mismo a los collares más valiosos, es decir, a los que no podemos vender porque no nos pertenecen».  Mas no por eso quiso usurpar nunca las funciones del sexo contrario al suyo, cosa frecuente en las mujeres de su temperamento y su condición.  La prueba de esto se encuentra en uno de los últimos capítulos de sus memorias.  Del sexo masculino, tuvo la energía de carácter en dosis suficientes para vencer las más difíciles situaciones.  Sostenida por esa fuerza latente en el fondo de su espíritu, rechazó los ofrecimientos deslumbrantes del viejo mencionado y concibió el propósito, al darse cuenta de su deshonra, de no volver más a la casa paterna, propósito que no quebrantó jamás.
     Siendo todas las faltas disculpables, tanto porque obedecen siempre a causas superiores a nuestra voluntad, cuanto porque en cada uno de nosotros se descubren en mayor o menor número, las de esta mujer que presenta dos aspectos, el uno repugnante y aceptable el otro, se encuentran perfectamente disculpados por la educación que recibió en sus primeros años.  Según nos cuenta, su familia se componía de su padre, compositor de música, de su madre, cantante de iglesia, y de dieciséis hermanos.  Tanta era la afición al arte musical que predominaba en aquella casa, que los vecinos la designaban con el nombre de «la caja de música».  Fuera de la música, nadie se ocupaba allí de otra cosa.  «Yo añadía mi nota sonora», agrega la cortesana, «al concierto incesante, porque estaba predestinada a oír mucho ruido y a hacerlo también».  Cuando la madre no cantaba se ponía a orar.  Para ella lo mismo que para el padre, la educación de los hijos consistía, solamente, en enseñarles las notas del pentagrama.  Prolongaba esta situación la circunstancia de que el padre disponía del dinero suficiente para satisfacer, no sólo las necesidades de todos, sino hasta los deseos de la fantasía de cada uno de ellos.
     Cuando el padre murió, «después de haber devorado dos fortunas», su hija Emma, la autora del libro de que hablo, sólo tenía cinco años.  Ella debió sentir por el autor de su existencia lo que no parece haber sentido por nadie.  «He lamentado mucho la muerte de mi padre, aunque no lo haya conocido bastante, porque murió demasiado pronto.»  Estas frases, impregnadas de irifinita ternura, dado el desdén que emana de todas las demás, hasta de aquéllas en que la autora habla de sí misma, son los únicos rayos de sol que atraviesan las esferas de este libro glacial.  Respecto a su madre, parece no haber sentido hacia ella el menor afecto, y si alguno llegó a tenerle, se le perdió por completo desde el instante en que la vio contraer segundas nupcias.  Detestando cordialmente a su padrastro, Cora Pearl obtuvo de su madre que la enviara a un colegio de Francia.  Nada dice de lo que aprendió en éste, ni del tiempo que permaneció en él; sólo habla de que luego fue acogida por su abuela, que vivía en Londres.  Viviendo con esta mujer, que parece que no se ocupó mucho de ella, le ocurrió la aventura que he indicádo antes y que decidió para siempre su destino.
 

*      *      *


     Durante el período de su esplendor, cuando era la reina de la elegancia, cuando los soberanos se arrojaban a sus plantas, cuando gastaba mayores sumas de dinero, puede decirse que tampoco, si se le juzga por lo que narra, mereció que nadie la envidiara.  Todo parece haberle sido indiferente a esta mujer que interesó tanto a los demás.  El hastío la seguía, como un paje invisible, a todas partes.  Una vez, estando en una ciudad balnearia, dio la consigna a su servidumbre de que la despojaran de todo lo que encontraran en su casa, para entretenerse después en alhajarla de nuevo. Casi puede decirse que es el único episodio que, por la alta lección que encierra para los ociosos, merece mencionarse, siquiera sea a la ligera, como lo acabo de hacer.  Los otros son demasiado vulgares.  Redúcense todos a cambios de amantes, de hoteles, de trenes, de joyas y de trajes.
     La indiferencia profunda de su alma, que la hace tan execrable, en ciertos momentos de su vida, nos la presenta engrandecida en otras ocasiones.  Fijándose en la manera de narrar ciertos pasajes de su existencia mundana, se comprende que no dio importancia más que a la conservación de su libertad.  Por estar despojada de otro sentimiento humano, lo estuvo hasta del de la vanidad.  Nada le halagaba, como no fuera el que sus huéspedes salieran satisfechos de la manera con que ella los había sabido tratar.  Los ejemplos abundan en el libro.  Para narrar el suicidio del hijo de Duval, incidente que otra mujer de su clase consignaría orgullosa, sólo emplea cinco renglones, agregando después que, si anota ese hecho, lo hace porque dos días después un agente de policía se presentó en su casa, notificándole Ia orden de abandonar el territorio francés.  «No tuve más remedio»; añade en seguida, que acatar el mandamiento y partir.  Era pagar muy caro el minuto de aberración inaudito de un extraño a quien yo no había impulsado a cometer este acto.»  Lo mismo sucede al hablar del busto famoso de su pecho, vaciado en ónix, del cual se han sacado numerosos modelos en barro que han circulado por el mundo entero.  Igual importancia concede a su estatua, tallada en mármol por Gallois.  Donde todavía se observa más esta carencia de vanidad, es cuando habla de su aparición en la escena, adonde el hastío la hizo salir, sin previos estudios en busca de una emoción nueva, durante la ausencia imprevista de una actriz.  «Representé, dice, doce veces seguidas. La gente aplaudía hasta rabiar.  Pero fui silbada al fin y tuve que abandonar las tablas sin pesar, como también sin deseo de volver a subir a ellas.  ¿Qué es la gloria?»  La envidia, planta que nace sobre el terreno de las relaciones sociales, no envenenó tampoco con su aroma el alma de esta mujer.  No hay en toda su obra ninguna frase rencorosa contra alguna de sus rivales, ni siquiera contra la soberana que le impidió una vez la entrada a un salón de Baden.  Para los hombres que la cortejaron, si no frases de amor, las tiene siempre de gratitud.  Sólo hay queja contra el gobierno francés, por haberse negado éste a que se le concediera un diploma al cual se había hecho acreedora durante el sitio de París.  Mas no por eso concede importancia alguna al asunto y pasa rápidamente sobre él, convencida al fin de «que el mejor diploma era la gratitud de las gentes» a las cuales había salvado de la muerte.  Al concluir sus memorias, con el hastío y despreocupación, que hasta el menos perspicaz adivina que aquella mujer bajó a la tumba perfectamente persuadida de que ningún fin merecía un solo esfuerzo y de que todo no era más que vanidad».
 

*      *      *


     La obra enseña el[sic] [en] resumen, a no amar mucho el dinero, ni aun en los días de absoluta pobreza, que es cuando únicamente puede estar justificado este amor; a huir de la inacción, como se huiría de un mal compañero de ruta que, con sus consejos, nos obligara a estar siempre descansando en todas partes; a desdeñar la gloria, sobre todo la que se consigue por medios ilícitos; a aborrecer la compañía de los poderosos, para no contagiamos con sus ideas y sentimientos; y a conservar la independencia propia, a costa de cualquier sacrificio, porque ella sólo puede proporcionarnos algunas horas de tranquilidad.  Si Magdalena fue perdonada por haber amado mucho, Cora Pearl lo debe ser también por no haber amado nada.  Su impotencia amativa, lo mismo que a una razón de temperamento, puede atribuirse a un exceso de sabiduría.  ¡Hay tan pocas cosas en la tierra que, después de analizadas, merezcan nuestro amor!

ALCESTE

El País, 8 de febrero de 1891.

 

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