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Rodó en el aula latina

Oscar Montero

Lehman College and The Graduate Center, City University of New York

     En el prólogo a la traducción al inglés de Ariel, publicada en 1988, Carlos Fuentes afirma que Rodó “fue la tesis de nuestra antítesis”.  En su prólogo, Fuentes alude al universalismo de su propia generación, lo contrasta con el parroquialismo de Rodó y a la vez afirma el valor de Ariel. Por otra parte,  Fuentes no deja de señalar que Rodó y su obra pertenecen al pasado, un pasado muy lejano de los escritores contemporáneos, entre ellos, por supuesto, el mismo Fuentes.  En el cumplido del prólogo, Fuentes no añade nada nuevo a la lectura de Rodó; sin embaro, vale la pena señalar y aprovechar su postura ambigua frente al libro canónico cuya traducción al inglés le tocó prologar. 
     Fuentes concluye su relectura breve de Ariel con un retrato de la familia intelectual José Enrique Rodólatinoamericana. “Rodó”, dice Fuentes, “es nuestro tío uruguayo, sentado en la esquina del retrato de nuestra familia.  Es aquel que nos permite ser quienes debemos ser, a la vez que lo empujamos hacia la sombra, para luego reconocer que aún tiene algo que decir” (20).  En otras palabras, en la modernidad proclamada por Fuentes, Rodó es una reliquia importante pero ya casi invisible, como en un daguerrotipo, atractivo precisamente por lo impreciso  y cuarteado de su imagen.  ¿Qué “tiene que decir” esta figura avuncular y borrosa?  En el retrato familiar de Fuentes, Rodó no es hermano ni padre.  Es el tío.  ¿Por qué ese rol tangencial en relación a la cofadría de escritores cosmopolitas? Fuentes se refiere al contenido rescatable en la obra de Rodó y a la vez señala que su impacto cultural, y su imagen, en el sentido casi publicitario del término, han caducado irremediablemente. 
     Importa considerar la tensión entre el contenido todavía viable de la obra de Rodó, sobre todo en Ariel, y la imagen comentada por Fuentes, una pieza de museo de cera, armada sobre un cuerpo desgarbado.  Me refiero específicamente a la tensión entre el texto, el volumen publicado y divulgado en determinadas condiciones, y la persona literaria construida tanto por el estilo y la ideología del texto como por detalles biográficos editados y seleccionados por el escritor y sus intérpretes.
     La figura literaria de Rodó ha caducado porque parece ajena al “sujeto liberado” de la modernidad, para aprovechar la frase de Terry Eagleton.  El sujeto novedoso de la modernidad se apodera de la ley para transformarla en principio de su propia autonomía; es quien destruye las tarjas de la ley para reescribirla en las entrañas de la carne, “on the heart of flesh”, dice Eagleton (19).  El saber del sujeto liberado de la modernidad pasa por el cuerpo y no es ajeno a sus reclamos, a su placer y a su dolor. Es un sujeto estético, en el sentido etimológico: que percibe a través de los sentidos.  La expresión literaria más influyente y más original de este sujeto se encuentra sin duda en la obra de Baudelaire, cuyo impacto, como es harto sabido, se deja sentir en la obra de todos nuestros modernistas. 
     El proyecto paradójico de Rodó pretende rescatar el valor de la percepción estética, a la vez que distancia esa percepción del cuerpo.  De ahí la dificultad pedagógica que presenta su obra.  En la clase, sobre todo con mis estudiantes latinos, me interesa rescatar el valor de lo estético según lo define el Ariel, pero por otra parte, me veo obligado a reinterpretar, y hasta cierto punto a justificar en la obra de Rodó, la fuga del cuerpo y la primacía de un recinto sellado ajeno y distante de la experiencia de la modernidad, representada de maneras tan diversas a partir de la obra fundacional de Baudelaire.  Baudelaire encontró en Thomas DeQuincey el prototipo de su inquieto flaneur, el heredero del hombre de la muchedumbre de Edgar Allan Poe.  También en las crónicas y los Versos Libres de Martí, el poeta es el caminante en la ciudad monstruosa.  En cambio, la voz magisterial y estática de Ariel, que enuncia desde el púlpito del orador, se distancia no sólo de los grandes paseantes de la modernidad sino también de la experiencia urbana de mis estudiantes. 
     Espero que la ambigüedad de la frase “el aula latina” en el título sea evidente.  Por una parte, alude al espacio clásico frecuentemente evocado en la obra de Rodó; por la otra, se refiere al salón de clase en la universidad donde enseño, poblado de estudiantes latinos y latinas del Bronx, en la ciudad de Nueva York.  Para volver a la frase de Fuentes, ¿qué tiene que decir Rodó a los estudiantes latinos y latinas en mi clase?  ¿Cómo aprovechar en Ariel, por ejemplo, el valor de la energía transformadora del arte, el atractivo del “reino interior” y la necesidad de una crítica al consumerismo materialista? ¿Cómo reconciliar estos valores con la borradura del cuerpo en la obra de Rodó y la construcción de una persona literaria opaca y huraña? 
     Los estudiantes en mi clase, hombres y mujeres de origen latino, vienen del Bronx, de Washington Heights, del Barrio; también vienen de los pueblos suburbanos de Westchester, al norte de la ciudad.  Sus vínculos con la cultura hispanoamericana son tan diversos como lo son las naciones de nuestra América.  Pasa por el aula la nieta de un independentista puertorriqueño, para quien la masacre de Ponce es un episodio que pertenece tanto a la historia de la familia como a la de la nación.  Pasa una mujer joven, llegada al Norte a los meses de nacida, huérfana de una de las víctimas de Trujillo.  Pasa Daisy, un ama de casa que se afana por completar los estudios de enfermería y que casi ha olvidado el castellano, porque su padre, el hijo de un estadista empedernido, no permitía que se hablara en la casa.  Sin embargo, algo aprendió Daisy de una abuela, y ahora se esfuerza por transmitir ese conocimiento a sus dos hijas.  Pasa un joven salvadoreño, risueño y optimista a pesar de los horrores que vio en su patria.  Admira a Roque Dalton y a la vez cree en el “American Dream”.  Cualquiera que haya sido su experiencia vital, cualquiera que sea su punto de vista político, todos quieren educarse para mejorar su posición.  Esa es la simple y poderosa consigna que los lleva a matricularse en nuestros cursos.
     Entre estos estudiantes, las posturas críticas de la post-modernidad no despiertan tanto interés como los aspectos más populares de los debates sobre la identidad latina en los Estados Unidos. Cuando empecé a enseñar en City University, me sorprendió en estos estudiantes el germen de una especie de  arielismo, de raíces oscuras y profundas, fuertemente arraigado en su worldview.  Sin conocer su fuente, repetían, como si fueran propias, consignas rodonianas sobre la educación, sin un sesgo de ironía.  Cuando les leía una frase de Rodó sobre la educación asentían como si les leyera del evangelio. Por ejemplo: “Es en la escuela.. donde está la primera y más generosa manifestación de la equidad social, que consagra para todos la accesibilidad del saber y de los medios más eficaces de superioridad” (29-30).
     Los valores de Ariel, el orden, la justicia, la virtud, el carácter, el espíritu, el sentido de las legítimas autoridades morales y el respeto a la dignidad ajena, formaban parte de un enquiridión inédito, un saber familiar comunicado por la abuela o por el tío lector, ex-discípulos sin duda de una remota docencia de estirpe arielista.  Caló en esos estudiantes la importancia del amor, como energía cósmica revolucionaria.  Captaron bien el sentido de Rodó sobre este tema, por ejemplo, cuando el Maestro dice en Ariel: “es el amor el fundamento de todo orden estable y [que] la superioridad jerárquica en el orden no debe ser sino una superior capacidad de amar” (31). Al mismo tiempo, en la clase comentamos con provecho la relación entre el filistinismo materialista criticado por Rodó y la furia consumerista como señal privilegiada del progreso económico. 
     Por otra parte, de más está decir que no podía entregar a los estudiantes un arielismo de una sola pieza, sin ofrecerles la oportunidad de repasar la crítica al ideario de Rodó y de señalar las grietas en esa “equidad social” magistralmente enuciada.  Un año después de la muerte de Rodó, Raúl Montero Bustamante ya se queja de “la algarabía de vulgares elogios” al desparecido escritor.  Hace unos treinta años, Emilio Oribe resume un aspecto importante de la crítica a Rodó: “Se le consideró como un escritor representativo de una sociedad económica privilegiada, que no vibró lo suficiene ante la vida, el dolor y la miseria del hombre americano”.  Según Oribe, “se levantaron desconfianzas y reservas frente a lo que se llamó el Arielismo, el idealismo sin contacto con lo real” (174).  Rodó se convierte entonces en “el gran estilista” de los manuales y las historias de la literatura, a medida que sus ideas se borran, como la imagen gris del tío en el retrato de Carlos Fuentes. 
     El comentario de Real de Azúa en la introducción a la edición de Ayacucho es aún más explícito: “los pasajes sobre el amor resultan la elaboración libresca de un misógino o la lucubración de un hombre de vida erótica soterrada o insignificante” (xlviii).  No me detengo en el debate sobre la misoginia o la timidez de Rodó.  Me interesa, sin embargo, rescatar el comentario de Oribe y reconsiderar estos reparos a un Arielismo sin contacto con el cuerpo.  En otras palabras, en el aula latina no necesitaba vender un ideario arielista ya integrado a las diversas nociones de “identidad” de mis estudiantes.  Al contrario, reconocí con cierto horror que algunas de las propuestas más conocidas del Arielismo se acercaban perturbadoramente al catecismo de los family values, “los valores de la familia”, predicados por ciertos políticos para escamotear los aspectos más opresivos de su ideología retrógrada.  En el aula latina, la deslectura del libro de Rodó tenía que tomar la ruta del cuerpo, de sus reclamos, de su borradura, de su ausencia. 
     La armonía clásica, uno de los valores supremos de Ariel, se representa en el cuerpo sano, completo y bello del joven ateniense.  Rodó contrasta la hermosa simetría del cuerpo clásico con un cuerpo peligroso y deforme que la juventud debe rechazar.  Cada joven seguirá su ruta según su vocación, incluso, dice Rodó, según sus afectos, pero cualesquiera que sean, debe aspirar a la totalidad de un cuerpo orgánico y sano.  Rodó rechaza la imagen del cuerpo mutilado, el emblema fuerte de la modernidad.  Como es sabido, a partir de Baudelaire, el cuerpo fragmentado, mutilado y doliente es una de las imágenes fundamentales de la modernidad.  En Martí, el cuerpo, roído por los cuatro costados, “devorado el pecho de un frenético amor” (OC16:145), produce el verso, también fragmentado: “Mi destrozado verso se levanta…” (OC16: 183).  En cambio, en la cita que sigue, el cuerpo entero, sin mutilaciones, es el emblema de la pureza del pensamiento arielista:
 

[P]or encima de los afectos que hayan de vincularos individualmente a distintas aplicaciones y distintos modos de la vida, debe velar, en lo íntimo de vuestra alma, la conciencia de la unidad fundamental de nuestra naturaleza, que exige que cada individuo humano sea, ante todo y sobre toda otra cosa, un ejemplar no mutilado de la humanidad” (11).


     En las sociedades avanzadas se corre el peligro de producir “espíritus deformados y estrechos”, escribe Rodó.  En cambio, en la ciudad clásica, “Cada ateniense describe en derredor de sí, para contener su acción, un círculo perfecto, en el que ningún desordenado impulso quebrantará la graciosa proporción de la línea”.  En las sociedades modernas, esa perfección armónica es imposible y de ahí la necesidad del recinto opulento y solitario privilegiado por Rodó, representado en la célebre parábola del rey generoso.  La juventud debe defenderse contra “la mutilación de vuestro espíritu por la tiranía de un objetivo único e interesado” (13). 
     Como lo ha señalado más de un crítico, en Rodó la unidad del cuerpo se representa en la fijeza esculpida de la estatua: “la casta desnudez de las estatuas” (19).  En cambio, “La mutilación de vuestro espíritu” alude a los deseos y las transgresiones de un cuerpo ausente, silenciado o borrado.  El amor arielista como principio civilizador carece de un referente corporal, y es por eso necesario, a estas alturas, enfrentar los aspectos rescatables del ideario de Rodó a la ausencia de un relato erótico, en el sentido más lato del término, es decir, realmente abierto a la simpatía y la solidaridad, la contracara de una retórica que, sin el respaldo de ese cuerpo, se torna hueca y artificiosa. 
     Sobre este aspecto clave, lo que podríamos llamar la política del amor en Rodó, el contraste con Martí y su obra es aclarador.  “Hay en la vida de Rodó una ausencia del amor como elemento erótico,” escribe Rodríguez Monegal que además dice, “Todo este aspecto de su vida aparece deliberadamente sepultado en silencio, y lo poco que ha trascendido no permite ninguna conjetura seria” (24).  No se trata por supuesto de establecer contactos fáciles entre la vida y la obra del escritor.  Sin embargo, ese aspecto afectivo, “sepultado en silencio”, se refleja en las estrategias de la escritura.  El reino interior de Rodó es menos el refugio de una subjetividad amenazada por la modernidad que un recinto vacío, poblado de efigies mudas. 
     También Martí escribe sobre el poder transformador del amor.  En su célebre ensayo “Nuestra América”, Martí reescribe el relato fundacional de América en términos del cuerpo híbrido y fragmentado de la modernidad: “Éramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. Éramos un máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamerica y la montera de España” (OC6:20).  Esa visión, como el cuerpo fragmentado de la modernidad, muere si no la anima un nuevo espíritu.  Los modelos que heredamos no funcionan aquí: “Nos quedó el oidor, y el general, y el letrado, y el prebendado… Ni el libro europeo, ni el libro yanqui, daban la clave del enigma hispanoamericano” (OC6:20).  Martí concluye, “Cansados del odio inútil, de la resistencia del libro contra la lanza, de la razón contra el cirial, de la ciudad contra el campo, del imperio imposible de las castas urbanas divididas sobre la nación natural, tempestuosa e inerte, se empieza, como sin saberlo, a probar el amor” (OC6:20). 
     La visión martiana se convirtió en la ficha muerta de los elogios del acto cívico y en el americanismo de políticos de provincia.  Sin embargo, las relecturas recientes de Martí, entre ellas los estudios de Julio Ramos y Susana Rotker, muestran que la visión martiana es inseparable de un sujeto de la modernidad, evidente en las crónicas y en la poesía escritas en Nueva York.  Tal vez el momento más revelador de ese sujeto se encuentre en un breve fragmento conocido bajo el título de “Tarde de Emerson”.  Solo en su habitación, medio desnudo, Martí contempla la ciudad y obtiene, en ese momento de satori, una revelación del futuro: “aquella tarde en que desde mi cuarto medio desnudo vi a la ciudad postrada, y entreví lo futuro pensando en Emerson” (OC 22:323).
     Si el valor del espíritu y el amor humano de Martí son una de las fuentes importantes de Rodó, nada más ajeno a la obra y la persona literaria del uruguayo que la primacía del cuerpo en la obra del cubano.  Martí sitúa el cuerpo en una relación dinámica entre la materia y el espíritu.  “Lo que yo llamo cuerpo”, escribe Martí, “no es el cuerpo en sí, sino una especie de alma corpórea y levadura terrenal, con que los sentidos se mezclan en los sentimientos” (OC22:322).  En Ariel no hay una redefinición análoga de lo corporal.  Al contrario, el valor de la enseñanza idealista del maestro se separa una y otra vez de “la arcilla” de los cuerpos que pasan por la calle.  La muchedumbre es la “masa indiferente y oscura, como tierra del surco”; sólo la salva ese “algo” que “desciende de lo alto” (56). 
     Rodó edifica una escritura marmórea, erguida sobre el pedestal de la retórica; al mismo tiempo, parece agrietar su construcción estatuaria con referencias insistentes a la indeterminación de lo sublime, donde sitúa “la cultura de los sentimientos estéticos como un alto interés de todos” (17).  Sin embargo, las grietas en el mármol retórico de Rodó parecen más bien un habilidoso trompe l´oeil.  La retórica didáctica, vinculada desde su origen a las instituciones republicanas, tiene sus fuentes en Aristóteles, Cicerón y Quintiliano.  Lo sublime desestabiliza la firmeza didáctica de la retórica.  “Lo sublime”, dice Lyotard en su ensayo “The Sublime and the Avant-Garde”, “es el único modo de sensibiliad artística que caracteriza lo moderno”.  Su fuente es el misterioso Longino, traducido en el influyente tratado de Boileau, Du Sublime (1674).  Longino postula “lo sublime”, lo indeterminado que desestabiliza la intención didáctica del texto. (Lyotard Reader 200).  Los reclamos del cuerpo se inscriben en esa indeterminación, en esos espacios que figuran al margen de la escritura, como en “la tarde de Emerson” de Martí.  “Cuando es sublime,” dice Lyotard, “el discurso  puede incluir defectos, el mal gusto y las imperfecciones formales” (201).
     En el libro de Rodó, la indeterminación de lo sublime no admite las imperfecciones y las ambigüedades en la definición de Lyotard.  En Rodó lo sublime también es didáctico; es decir, también está regido por la voz autoritaria del Maestro.  En Ariel, Rodó reconstruye una retórica modernista, decadente, “azul”, amanerada y preciosista para contrastarla con la tensión entre la ética y la estética, la zona privilegiada de su magisterio.  En una de las cartas a Leopoldo Alas, citada por  Rodríguez Monegal, Rodó escribe sobre La Vida Nueva, “el plan de esa colección se basa en el anhelo de encauzar el modernismo americano dentro de tendencias ajenas a las perversas del decadentismo azul… o candoroso, (OC86). Lo que no tolera Rodó en el modernismo no es su estilo, del cual evidentemente se apropia, sino esa indeterminación de lo sublime que amenaza el  equilibrio didáctico y la corrección, en todo su sentido, de la escritura. 
     Esa indeterminación, entre el “decir” y el “querer decir” de Darío, comentado por Sylvia Molloy, es el teatro del sujeto de la modernidad, donde se revelan los llamados del cuerpo y sus transgresiones, en Martí, Casal, Darío, en Silva, en Herrera y Reissig, en Agustini.  Rodó cierra el telón sobre ese escenario y se detiene en la descripción de las alegorías del proscenio.  “El legado disonante” del modernismo, para parafrasear el título del libro de Gwen Kirkpatrick, no es el estilo flordelisado que lo caracteriza en las definiciones de los manuales; lo es, sin embargo, la creación de un sujeto inestable que se sitúa en una nueva zona ambigua de la representación, la zona donde las fronteras tradicionales entre lo estético y lo erótico se confunden para dejar sentir su influencia a lo largo del siglo XX.  En el “dentro de mi ser” de Casal encontramos “el cadáver de un Dios”.  Darío llamó a Casal un “enamorado de la muerte”, pero hay en ese amor no sólo la versión local del trillado mal de siglo sino la representación fuerte de la tensión entre la corrupción del cuerpo y el poder de la creación y la regeneración, entre “el cuerpo miserable que arrastro del vivir por los senderos” y la representación de su ruina en la letra escrita. 
     Rodó se proclama heredero del modernismo y corrregidor de sus extravagancias más perturbadoras.  En su obra, la borradura de lo érotico y el horror a los reclamos del cuerpolos llamados del cuerpo y el relato de sus deseos y de su decadencia inexorable no figuran en el interior protegido transforman al sujeto que escribe en un vacío.  Rodó convierte el “dentro de mi ser” de los modernistas en un recinto ricamente decorado, vedado, oculto y vacío.  En la obra de Rodó, los llamados del cuerpo y el relato de sus deseos y de su decadencia inexorable no figuran en el interior protegido, el recinto de un idealismo alado e incorpóreo, representado por la imagen graciosa, y hoy en dia casi kitsch, de Ariel.  En Ariel, el recinto del ser representa una postura defensiva, una exclusión.  “The self”, dice Roberto González-Echevarría en su conocido ensayo, “this monstrous self in which authority is invested, is shielded from nature, isolated from the world, by the most luxuriant artifice”, ´este ego monstruoso, poseedor de la autoridad, aparece acorazado contra la naturaleza, aislado del mundo por el más lujoso artificio´ (25).
     En sus primeras lecturas de Ariel, los estudiantes del aula latina no se dan por enterados de esa ausencia que roe el interior decorado.  En todo caso, el idealismo arielista los entusiasma más que la ironía ambigua de la modernidad o las precisiones teóricas de los post-modernistas.  El ideario de Rodó contiene puntos claves que resuenan entre aquellos que desconocen el lujo del deconstructivismo anti-canónico pero que reconocen el valor de la educación, de la virtud, del respeto a toda empresa de mejoramiento humano. 
     En el espacio de la docencia urbana, la célebre crítica de Rodó al sistema norteamericano tiene un interés especial para los estudiantes latinos.  Son pocos los estudiantes que conocen la penosa historia de la relación entre los Estados Unidos y nuestros países.  Sin embargo, están al tanto de los cambios radicales producidos por la llamada globalización en los países latinoamericanos con los cuales mantienen vínculos diversos.  Por otra parte, muchos de los estudiantes nacieron en los Estados Unidos, o llegaron en la infancia, y se consideran plenamente integrados a la cultura norteamericana.  No tienen que haber leído el clásico de Thorstein Veblen, The Theory of the Leisure Class, para reconocer en la frase “conspicuous consumption”, el consumo conspicuo, una de las características definidoras de las sociedades capitalistas.  Aunque todos los estudiantes quieren mejorar su situación económica, no dejan de ser sensibles a la necesidad de modular el frenesí del consumo, tan evidente en la zona metropolitana que habitan, la Babel de Hierro de Martí. 
     Habría que subrayar lo que debe ser obvio para cualquier observador del panorama cultural del Norte: la identidad latina en los Estados Unidos se transforma vertiginosa por no decir diariamente.  El desarrollo lento y majestuoso de las identidades nacionales latinoamericanas pertenece a otra época.  En la voracidad de la era cibernética, la pantalla atiborrada de imágenes nuevas se convierte en tabula rassa con un clic del índice.  Los estudiantes de origen latino no mantienen un vínculo estrecho con su país de origen.  En muchos casos, ignoran los aspectos más conocidos de su historia y de su cultura.  En cambio, a través de una compleja red de correspondencias, mantienen viva una zona de la afectividad que los vincula a ese origen, ya casi legendario en el relato familiar. 
     El hecho de ser o de considerarse latino o latina, se distancia por lo tanto de la realidad geográfica que ha sido el apoyo principal de las identidades nacionales.  Ser latino aquí, en el Bronx o en Washington, es asumir la diferencia y hacer figurar esa dosis variable de diferencia en una identidad que se enfrenta de las más diversas maneras a ciertos valores de la cultura norteamericana.  Se trata de una noción híbrida y dinámica de la identidad, que sin desatar los lazos ontológicos que la unen al origen nacional se convierte en un performance vital, constantemente renovado y renovable.  Cuando los estudiantes leen en Ariel el aviso de Rodó sobre  “la visión de una América deslatinizada”, reconocen por supuesto que se trata del impacto de los valores del Norte en “nuestra América”, pero también reconocen un proceso análogo contemporáneo, interno a la cultura y la política en los Estados Unidos.  Me refiero por supuesto a un proceso de “latinización” y “deslatinización” que nos afecta y nos define cotidianamente.  Gracias al impacto de los mass-media, ampliado por el Internet, los estudiantes están al tanto de la popularización de ese proceso, interpretado casi siempre en términos del éxito, medido en número de ventas y “marquetabilidad”, de escritores y escritoras latinas, de cantantes y grupos musicales, de artistas gráficos, etc.  Los nuevos lectores de Ariel comienzan a considerar la posibilidad de una transformación cultural impulsada por una “latinización” más compleja, y creo que más poderosa, que los espavientos pasajeros de la cultura popular.  En el aula latina, encontrar en Ariel el rechazo de la mera imitación de los valores del Norte, y la afirmación de valores propios, es un hallazgo importante y generador. 
     El elitismo y las borraduras evidentes en su concepto universalista de “raza” transformaron el Ariel en una pieza de museo, brillante e insignificante a la vez.  Sin embargo, los estudiantes latinos del Bronx leen a Rodó al pie de la letra.  La visión rodoniana de una América deslatinizada sugiere su contrario, ahora desplazado a la misma metrópolis: la posibiliad de una América latinizada, por los estudiantes mismos y por sus descendientes. 
     El otro día, en la pared desconchada de un edificio abandonado, junto a un mural que conmemora el asesinato de un joven, leí estas palabras:  Desire=Knowledge =Education: Deseo, igual a, Conocimiento o Saber, igual a, Educación. El signo de “igual a” sugiere no sólo la equivalancia de estos términos sino también una sintaxis ausente que los une y que podría traducirse de esta forma: el deseo del saber se satisface en la educación. La sabiduría folklórica del mural callejero admitiría, como nota al calce, un párrafo de Ariel
 

Tenemos - los americanos latinos - una herencia de raza, una gran tradición étnica que mantener, un vínculo sagrado que nos une a inmortales páginas de la historia, confiando a  nuestro honor su continuación en lo futuro. El cosmopolitismo, que hemos de acatar como una irresistible necesidad de nuestra formación, no excluye, ni ese sentimiento de fidelidad a lo pasado, ni la fuerza directriz y plasmante con que debe el genio de la raza imponerse en la refundición de los elementos que constituirán al americano definitivo del futuro (35).


     En Ariel, la inmigración amenaza la integridad nacional estadounidense y no se define una nueva fórmula que logre acoplar los fragmentos de culturas tan disímiles: “La energía asimiladora que le ha permitido conservar cierta uniformidad y cierto temple genial, a despecho de las enormes invasiones de elementos étnicos opuestos a los que hasta hoy han dado el tono a su carácter, tendrá que reñir batallas cada día más difíciles” (47).  Los estudiantes del aula latina están muy conscientes de que forman parte de esa “invasión de elementos étnicos opuestos” al “carácter nacional”, y por eso las palabras de Rodó cobran una urgencia, valga decir una pertinencia, que no se revela en los pálidos elogios de un lector latinoamericano, incluso un lector de la inteligencia y prestigio de Carlos Fuentes.  Los estudiantes viven entre esa “energía asimiladora” del imperio y la posibilidad de transformar, desde adentro, el carácter nacional, para encontrar precisamente “una inspiración suficientemente poderosa para mantener la atracción del sentimiento solidario” (47), que Rodó ni encuentra en el presente ni vislumbra en el futuro próximo de la tierra de Franklin. 
     Al igual que Martí, Rodó señala la ausencia del “don superior de amabilidad”, “ese extraordinario poder de simpatía”, en el utilitarismo genial y poderoso de la cultura norteamericana y reconoce que “aquella civilización” está muy lejana de su “fórmula definitiva” (47).  En una clase reciente donde de nuevo abordamos este tema, un estudiante perspicaz reconoció en esa ausencia de amor en el corazón del imperio, una ausencia análoga en la imagen del Maestro.  La clase reclama otra imagen posible.  Un estudiante cree haberla encontrado en el Diario de viaje de Rodó, comentado por Rodríguez Monegal en las Obras completas
     A partir de las anotaciones telegráficas del Diario de viaje, Rodríguez Monegal reconstruye una escena de la vida erótica de Rodó.  Se trata de un encuentro entre Echenique, un compañero de viaje, o tal vez el mismo Rodó, y una “rubia flaca” que conocen en Marsella.  Rodríguez Monegal admite que la ambigüedad de las notas del Diario no permiten identificar el verdadero amante de la rubia, Rodó o Echenique; sin embargo, insiste en ampliar “este asunto de faldas” para redondear, como querían los estudiantes, la imagen de Rodó y para distanciarlo del ascetismo incorpóreo con que ha sido asociado.  Explica Monegal:
 

Si el tema [de la aventura erótica de Rodó] podrá parecer únicamente sórdido a quienes prefieren imaginarse al maestro de Ariel como un ser desasido de todo apetito corporal (lo que es falso), no pasará lo mismo con los que admiran en Rodó al hombre entero, capaz de sentir lo que todo hombre siente” (1488).


     No me detengo en los esfuerzos heteronormativos de Monegal.  En todo caso, su propósito es evidente, aunque el resultado no sea del todo feliz.  El episodio es en efecto “sórdido” y poco revela de la “común humanidad” del escritor, en la frase de Monegal.  Rodó resulta ser el testigo, o el voyeur, del encuentro de su compañero de viajes con una mujer que ni siquiera merece la dignidad del nombre propio: “una rubia flaca”.
     Cuando termina el “sermón laico” de Ariel, el Maestro queda solo en el salón oscuro, en “la última hora de la tarde”.  Para mis estudiantes, el episodio sórdido comentado por Monegal no logra ampliar el cerco de esa imagen solitaria y casi abandonada en el salón de clase.  En cambio, otro texto póstumo revela los rasgos borrosos de otro Rodó, el paseante nocturno de la ciudad arruinada, lejos de la fijeza magisterial del aula.  En “Los gatos del Foro Trojano”, es la misma hora de la tarde, “ya casi entrada la noche”, pero ahora el escritor camina a solas junto a las ruinas, que transforma en un escenario casi tan sugerente como un espacio borgeano: “Un paralelogramo cercado, de nivel mucho más bajo que la calle, contiene, entre silvestres hierbas y lodosos charcos, truncas columnas de granito, algunas de ellas arraigadas al suelo, otras tumbadas” (OC1298).  Hay sombras que se fugan y ojillos que miran.  Son los gatos, “degeneración y parodia de la fiera” dice Rodó.  En esta meditación breve y sugerente, como el esbozo de una obra futura, Rodó revela su ansiedad peculiar: la admiración por un pasado cultural que jamás podrá reproducir.  Rodó se retrata a sí mismo en “la gente de la uña”: “Suplimos nuestra timidez para afrontar las puertas bien guardadas, con nuestra habilidad para marchar por las cornisas y trepar por los muros” (1299). 
     Se ha dicho en más de una ocasión que Ariel pertenece al siglo XIX. Con “Los gatos del Foro Trajano” y otros fragmentos, escritos durante la guerra mundial, poco antes de su muerte en Palermo, Rodó se sitúa en el siglo veinte.  Es aquí, más que en los ambiguos y penosos detalles de la biografía, donde comienza a cobrar cuerpo su escritura.  En el aula latina, editamos y reciclamos los consejos de Ariel.  Pero también aprovechamos las otras lecturas del corpus rodoniano, que garantizan la salida del encierro del aula latina y el encuentro generador con la “común humanidad” del libro de Rodó.
 
 

Obras citadas

Eagleton, Terry. The Ideology of the Aesthetic. Oxford: Basil Blackwell, 1990.

González Echevarría, Roberto. The Voice of the Masters: Writing and Authority in Modern Latin American Literature. Austin: University of Texas Press, 1985.

Kirkpatrick, Gwen. The Dissonant Legacy of Modernismo: Lugones, Herrera y Reissig and the Voices of Modern Spanish American Poetry. Berkeley: University of California Press, 1989.

Lyotard, Jean Francois. The Lyotard reader. Ed. Andrew Benjamin. Oxford:  Basil Blackwell, 1989.

Martí, José. Obras completas. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1975.

Molloy, Sylvia. “Ser/decir: tácticas de un autorretrato.” Essays on Hispanic Literature in Honor of 
Edmund L. King. Edición de S. Molloy y Luis Fernández Cifuentes. London: Tamesis, 1983. 187-99.

Montero Bustamante, Raúl. José Enrique Rodó. Carta a Dr. Gustavo Gallinal. Montevideo: La Buena Prensa, 1918.

Oribe, Emilio. Rodó. Estudio crítico y antología. Buenos Aires: Losada, 1971.

Ramos, Julio. Desencuentros de la modernidad. Literatura y política en el siglo XIX. Mexico: Fondo, 1989. 

Rodó, José Enrique. Ariel. Trans. Margaret Sayers Peden. Foreword by James W. Symington. Prol. 
Carlos Fuentes. Austin: University of Texas Press, 1988.

_____. Ariel. Motivos de Proteo. Prólogo de Carlos Real de Azúa. Edited by Angel Rama. Caracas: Ayachucho, 1976.

_____. Obras completas. Introducción, prólogo y notas de Emir Rodríguez Monegal. 2nd ed. 1957;Madrid: Aguilar, 1967.

Rotker, Susana. La invención de la crónica. Buenos Aires: Letra Buena, 1992.
 

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