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Incluimos en La más verbosa, junto con dos textos breves de Ponte -- y reunidos bajo el título de Dos de espías -- los acercamientos, o simplemente mensajes o comentarios sobre Ponte enviados por amigos y lectores. La Habana Elegante agradece, una vez más, a todos aquéllos que se ofrecieron para armar (o que nos ayudaron a hacerlo) el presente dossier dedicado a Ponte. Completa esta entrega el artículo Las comidas cubanas entre el gesto de lo imposible y el reino de la metáfora, de Rita Martín.

Francisco Morán
Redactor 


Dos de espías

Permanencia del espía y del fantasma

Antonio José Ponte

     En 1937, en el prólogo a una compilación de sus cuentos fantásticos, Edith Wharton proclamó la poca vida literaria que quedaba a los fantasmas. Wharton dedicaba sus historias a Walter de la Mare con el desconsuelo de ser los últimos seres en el mundo con imaginación suficiente para creer en las apariciones. Teorizaba allí: “Es en la tibia oscuridad del fluido prenatal, muy por debajo de nuestra razón consciente, en donde se aloja la facultad con que captamos los aspectos que tal vez no estamos capacitados para ver”. (Marina Tsvietáieva había escrito: “Un fantasma, es decir, la condescendencia más grande del alma con los ojos, con nuestra sed de realidad”.)
     Para la Wharton eran otros los personajes que por esa época captaban la atención de los consumidores de literatura -“el gángster, el introvertido y el borracho habitual”- y reinaban, para colmo de competencia, el cine y la radio.
     Que una caja fuera capaz de llenar de orquestas incórporeas una habitación o que una pared cobrara vida hasta el punto de ocurrir episodios en ella, usurpaba el asombro reservado a criaturas sobrenaturales. Lo usurpaba hasta banalizarlo. ¿Qué respeto podía aguardar a una aparición allí donde tropezara con un radio o un teléfono? Apostados como rompehuelgas de lo fantasmagórico, se alzaban los nuevos aparatos. A juicio de Osbert Sitwell los fantasmas se habían marchado con la llegada de la electricidad.
     Cultivador (con felicidad distinta) de otra clase de historias, ciertos cambios históricos hicieron que John Le Carré llegara también a interrogarse acerca del futuro de su trabajo literario. Al caer el Muro de Berlín desaparecía la mejor de las oportunidades para una gran conflagración, y hasta entonces la especialidad de los agentes secretos de novela había consistido en evitar esa conflagración o en volverla, ya que no imposible, favorable.
     La carrera de éxitos de Le Carré se había iniciado alrededor del muro berlinés. Cierto que la construcción del Muro constituía el símbolo más repugnante de un fracaso político, pero él andaba a la búsqueda de tema para su libro y vino a encontrarlo en aquel panorama de frontera. (“Los escritores no somos más que unos oportunistas”, aceptaría después.) Así que escribió de madrugada, a la hora de su almuerzo, en el transbordador que viajaba entre Koningswinter y Bad Godesberg. Apenas alcanzaba a robar tiempo a su trabajo en la embajada británica se hundía en la escritura de esa primera novela. Y cenas y cócteles le servían de reposo y de estímulo, pues en ellos no se hablaba de otra cosa que no fuese el Muro y cuánto sucedía a ambos lados.
     Luego Graham Greene afirmó que El espía que vino del frío era la mejor historia de espionaje conocida por él, y sucesivas incursiones en los parajes de la Guerra Fría convirtieron a John Le Carré en el más reconocido cultivador de esa literatura. Cada título suyo era un éxito (aunque no lo fue el segundo), y las tramas de sus novelas parecían palpitantes debido a que en Berlín, como ex-libris del autor, se hallaba en pie aquella construcción de frontera, carcelaria.
     Hasta que, pocos años antes de la demolición del Muro, el olfato político o el cansancio retórico hizo a Le Carré concluir allí un ciclo de sus obras y enviar por última vez a George Smiley a Berlín. En el tercer volumen de la Karla Trilogy la misión de Smiley terminaba al pie del Muro, en un encuentro con el espía soviético que durante casi treinta años fuera su enemigo principal. Ambos daban por concluida la partida, aunque Smiley no pareciera convencido de salir ganador.
     La crítica, sin embargo, no reparó en ese adiós de Le Carré a paisajes y móviles de la Guerra Fría, y en plena euforia por la caída del Muro decidió extender obituario a su labor novelística. Avanzó más allá incluso, hasta declarar extinguida la novela de espionaje. Al parecer, los espías de novela corrían la misma suerte de los caballeros andantes. El fin de la guerra contra el comunismo equivalía al fin de las órdenes de caballería.
     A causa de sus ínfulas apocalípticas se habían vuelto insufribles para el lector los enredos de los servicios de inteligencia. En caso de continuar con vida, la novela de espionaje  compartiría destino con la novela histórica. La lucha por el secreto nuclear iba a interesar a la misma clase de lector a la que desvelaban las intrigas en torno al Collar de la Reina.
     Para muchos historiadores y politólogos el fin del comunismo acarreaba sinsentido histórico. Y de igual modo que antes se había oído acerca de la muerte de Dios podía escucharse aviso de que la historia estaba terminada.
     No tardaría en comprobarse que era cierto trazado lo que se hallaba en vías de extinción: una teleología, una historia de fantasmas, un chanchullo secreto... Decidido a defenderse de la sentencia de muerte literaria dictada en contra suya, Le Carré recordó a sus enterradores que el relato de espionaje no había nacido con la Guerra Fría, aunque ésta fuera quien le otorgara preponderancia.
     Nuevos desastres políticos, nuevas conflagraciones, vendrían a ofrecer escenarios de escritura a él y a sus colegas. “Lo realmente emocionante surgirá de donde siempre vino”, consideró. “De la interacción entre la realidad y el autoengaño que se encuentra en la base misma de tantas vidas secretas. De la sutil relación entre ingenio y estupidez. De la confianza ciega que los políticos, por desesperación o impaciencia, depositan en unos servicios de inteligencia supuestamente intocables, con resultados desastrosos. De nuestra capacidad común, sea cual sea la nación a la que pertenezcamos, para torturar la verdad hasta que nos diga lo que queremos oír. Del modo en que una historia de espionaje nos lleve al centro de cualquier conflicto, aunque luego resulte que el conflicto está dentro de nosotros mismos. De la infinita variedad de motivos para la lealtad y la traición, y de la manera en que el motivo del traidor llegue a reflejar como un espejo la moralidad de nuestro tiempo.”
     Desde entonces, 1989 o 1937, espías y fantasmas se han negado a desaparecer. Porque viven dentro de nosotros y están hechos de nuestros miedos esenciales. (Desmintiendo las cautelas de su prólogo, el volumen de historias fantásticas de Edith Wharton ha gozado de sucesivas ediciones.)
     Fantasma y espía, dos figuras de infiltración, tienen suficiente con una frontera para seguir con vida. La tendencia a considerar peligrosa toda alteridad, las sospechas cifradas al otro lado de cualquier límite, hacen suponer nuevos fantasmas y nuevos agentes secretos. Cae un muro, pero cuántas fronteras permanecen en pie. Y la electricidad no hace más que marcar de otra manera el perenne contraste entre claridad y sombra.
     Por lo que fantasma y espía continúan viniendo, visitándonos, desde los nacionalismos y desde la muerte.

Letras Libres, no.39. Madrid, diciembre 2004. 


Vida del perro Dan

    Si todo museo supone una negociación entre lo coleccionable y lo no coleccionable, lo exhibido y cuanto duerme en los depósitos o, más aún, entre la confesión y el escamoteo, ninguno reclamará tantos escrúpulos como el centrado en los trabajos de una agencia de espionaje. Cuestión zanjada fácilmente en caso de tratarse del pasado, se sutiliza en tanto un régimen político depende aún de los secretos de esa agencia. En tanto sean secretos válidos.
    Dos mansiones de la avenida principal del oeste de La Habana, antiguas residencias de familias desterradas, sirven de sede al Museo del Ministerio del Interior, uno de los memoriales y cenotafios con que la revolución cubana administra su memoria y emprende sus propios embalsamamientos.
    El museo posee (aunque no a la entrada) cancerbero en la figura de un pastor alemán disecado. Óleos de los mártires del servicio secreto llenan las paredes igual que los retratos de antepasados en la escalera principal de un castillo. Ejecutados todos por la misma mano, sin firma, ducha en aumentar rostros de documentos de identificación.
    Unas fotos de agentes armados que reprimen masas estudiantiles decoran las primeras salas: así funcionaba la policía prerrevolucionaria. Hoy, a diferencia, las fuerzas policiales no hacen más que servir al pueblo, y entonces aparecen imágenes de una academia policial, o uniformados que velan por el anciano que se les acerca. 
    Asimismo, las cárceles anteriores a 1959 son recordadas en lo mejor de su horror. Y a partir de tal fecha pasan a ser administradas por autoridades bondadosas, sus reclusos reciben cuidados médicos, son visitados en acogedores patios, y disponen de bibliotecas, talleres, áreas deportivas. (La única alusión al paredón de fusilamiento se remonta al siglo XIX.)
    Los trabajos holmesianos de toda policía son traídos a colación gracias a billetes falsos de varias nacionalidades, falsas tarjetas de crédito, pasaportes apócrifos, una máquina de fabricar monedas. Y, pese a tanta ferretería, la pieza central de esa sección es Dan, el perro embalsamado. 
    Echado respetuosamente sobre sus cuartos traseros, el pelo en buen estado de conservación y ojos de ratón atrapado en ratonera, una tarja cuenta su biografía. Originario de Checoslovaquia (su partenaire humano debió adiestrarse en Praga), fue el primer sabueso con que contara la policía revolucionaria cubana, y brilló tanto en destreza que hasta los malhechores lo admiraron. (A propósito de uno de sus primeros casos, reza su biografía: “El asesino reconoció en la declaración su culpabilidad y se asombró de la inteligencia del perro”.)    
    Dan terminó su vida tristemente, sacrificado a los diez años de edad. No obstante, “dejó una huella imperecedera, no sólo porque fue el primer perro que trabajó para la Policía, sino por su docilidad, porte, disciplina y capacidad en el trabajo, lo que lo avaló para obtener numerosas condecoraciones en distintas competencias nacionales”.
    El que tantas huellas rastreara, dejó la suya indeleble al final del camino.
    Locuaz acerca de la lucha contra el delito común, el museo habanero de la policía secreta silencia el meollo de la labor ministerial, lo que constituye su verdadera especialidad: la apropiación del mayor número de intimidad posible. Así, el visitante termina por echar de menos alguna noticia acerca del sistema de escucha telefónica, la siembra de micrófonos o el escrutinio postal a cargo de un Cabinet Noire. (Bajo ese nombre, durante el reinado de Luis XV, veintidós empleados seleccionaban la correspondencia a leer, sacaban un molde del sello, transcribían los contenidos de las cartas y volvían a sellarlas.)
    Perfectamente concertado con el discurso victimista oficial, teatro de la memoria de ese pensamiento, el museo se complace en técnicas de defensa nacional. Como si los servicios cubanos de seguridad se limitasen a vigilar las costas de la isla sin aventurarse más allá.
    O más acá: en sus salas no reluce dato que abone la existencia de expedientes secretos para cada ciudadano inconforme o sospechoso de inconformidad. Todo un archivo que (dondequiera que lo escondan) compila la bajeza reinante en Cuba desde hace casi medio siglo: hermanos que delatan a hermanos, colegas a colegas, vecinos a vecinos...
    Libuse Moníková, escritora checa residente en Berlín, recuerda abierto en Praga un museo semejante al cubano. En él podía hallarse una máquina de falsificar billetes, armas arrebatadas al enemigo, obras de arte donadas a las fuerzas de seguridad por artistas checos y eslovacos, y también un perro pastor  embalsamado.
    Recorrido otra vez en 1992, durante una estancia suya en Praga, la colección del museo había cambiado ya. Se habían impuesto otras versiones de los hechos, el funcionamiento de la institución peligraba. La mujer de la entrada se mostraba jubilosa ante cada recién llegado pues, de no contar con más de quince visitantes diarios, clausurarían el sitio.
    Leo lo anterior y presumo que el cancerbero praguense debió de estar emparentado con Dan. El día que visité el “Museo del Ministerio del Interior” sólo habían pasado por allí otros dos curiosos. Extranjeros, según supe.

Letras Libres, no.43. Madrid, marzo 2005. 

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