La Azotea de Reina | El barco ebrio | Café París | Ecos y murmullos | Café París | La expresión americana
En la loma del ángel | La lengua suelta | Panóptico habanero | La Ronda | La más verbosa
Álbum | Búsquedas | Índice | Portada de este número | Página principal

La Habana Elegante incluye, en la presente entrega de La expresión americana, dos reseñas de libros. La primera de esas reseñas, a cargo de Manuel Clavell Carrasquillo, nos presenta La máquina de la salsa. Tránsitos del sabor, de Juan Carlos Quintero Herencia, publicado bajo el sello de la Editorial Vértigo, de Puerto Rico. Esta reseña apareció por primera vez en la revista Domingo del periódico El Nuevo Día, de San Juan, Puerto Rico, el pasado 22 de mayo. Además de la reseña, y por cortesía tanto del autor como de la Editorial Vértigo, incluimos un fragmento de uno de los capítulos del libro. La segunda reseña, firmada por Yania Suárez, en La Habana, es sobre el libro Los dos Borges, vidas, sueños, enigmas, del chileno Volodia Teitelboin. La redacción de La Habana Elegante agradece profundamente la deferencia mostrada por los autores hacia la revista. Finalmente, ofrecemos a nuestros lectores una muestra de la obra poética de Noel Luna, cuya presentación está a cargo del también poeta y ensayista Néstor E. Rodríguez.

Francisco Morán
Redacción de La Habana Elegante


Condimento sonoro de la carne nacional

Manuel Clavell Carrasquillo*

LA MÁQUINA DE LA SALSA: TRÁNSITOS DEL SABOR
Juan Carlos Quintero Herencia
San Juan: Ediciones Vértigo (2005) 343 pp.

A un tema dominado por la nostalgia del nacionalismo cultural y la política “payolera”, como el de la salsa, condimento sonoro de la carne nacional, se puede llegar de varias maneras. El doctor Juan Carlos Quintero Herencia, profesor de literatura caribeña y latinoamericana en la Universidad de Maryland, ha llegado “desquiciado”.

No hay que malinterpretar “la locura” del intelectual que se arrodilla frente al ídolo de la cultura popular puertorriqueña, ese objeto del deseo que se pelean los tres partidos políticos con representación legislativa y tanta gente -incluyendo los programadores radiales- que quiere ver allí explicado, en un género musical que hasta bailan los japoneses, todas las estaciones del “vía crucis” de la isla.

Se trata de un sentimiento que vuelca la razón “patas arriba” y desorganiza las visiones del hombre culto que quiere expresar, no solamente lo que para él quiere decir el significado de los espectáculos de Cortijo, Maelo, Héctor Lavoe, Cheo Feliciano, Marvin Santiago, Celia Cruz y tantos otros en marquesina o coliseo, sino también cómo ha quedado arrebatado -y luego desilusionado- primero por la presencia y luego por la ausencia de sus encantos.

Por eso, recurre a contar anécdotas de los conciertos a los que asistió, al mismo tiempo que señala en notas al calce cuáles son las autoridades teóricas que amplían o contradicen los sentidos de las frases que escuchó, los gestos espasmódicos que vio, los “pasos” que bailó y los ataques de histeria multitudinaria que presenció en los cultos al desequilibrio del placer dedicados a la adoración del “ritmo nacional”.

Embarrado con la sustancia fangosa que pretende estudiar, fuera de control, como él mismo alega, Quintero Herencia se despega de la tradición sociológica y etnomusicológica que ha utilizado la salsa como caballito de batalla en el enfrentamiento entre las fuerzas del poderoso bando “puertorriqueñista” y las de la facción “asimilista” de la ciudad letrada, para ocuparse de otros asuntos; precisamente los que han quedado fuera de la discusión pública gracias al tranque de la “tiraera soneada” que domina la escena del consumo musical “local”.

En esas orillas del debate de siempre, en el que nadie se declara “rockero a secas”, hoy acentuado por la ley de la música autóctona, se concentran el sabor salsero, que no es exactamente lo mismo que el sabor a empanadilla de pizza o carne al pincho “pisada” con cerveza en el Día Nacional de la Salsa, sino más bien esos productos típicos más el sabor del sudor que producen los cuerpos danzantes, y que también sienten las bocas que piden más y más “gasolina” por la madrugada; a la hora de la despedida del frenesí auspiciado por “La Z”.

¿Qué es lo que tiene la salsa, que tanta masa mueve y a tantas almas fascina?, se pregunta Quintero Herencia, autor de Fulguración del espacio: Letras e imaginario institucional de la Revolución cubana 1960-1971. La contestación es un larguísimo desbordamiento de la escritura barroca, llena de párrafos repletos de palabras mágicas, condimentadas con un adobo a base de sal, pimienta, melaza y hiel, que constituyen una descarga bongocera muy seductora y muy difícil de tragar a la ligera, con el propósito de que los lectores tengan que zambullirse de clavado en un mar profundo lleno de peligros si quieren disfrutar de la belleza.

Da trabajo, entonces, leer a Quintero Herencia, no porque quiera presentarse como el gurú pedante de lo que se sabe de la salsa en Puerto Rico, sino por todo lo contrario; porque el discurso de la salsa es arrogante, afectado, parejero, artificial, recargado con metáforas sexuales, revestido de alusiones y recovecos ininteligibles, frases oscuras provenientes de la jerga de barriada, el punto, la cárcel, el prostíbulo, el despecho, el melodrama, la violencia y hasta la fanfarronería de la mafia discográfica que no en pocas ocasiones ha intentado secuestrarlo.

Liberado de un proyecto de “salvación nacional” pedagógico, ciego en su afán por venderle al “pueblo enajenado” unos “valores patrios” que no existen ni en el pentagrama ni en la letra, y que, si se mencionan de pasada en los coros, siempre quedan desplazados por la suciedad, Quintero Herencia procede a “meterle mano” a la compleja relación del sonero y su público.

Analiza el precio de la fama y la necesidad de consumir un producto que lleve la mente hasta el borde del delirio, o el cuerpo a la insinuación del gozo sin penitencia mística. Además, insiste en las escenas de la droga, el relajo, la “guachafita” y la pose criminal como lubricantes primordiales de esa “máquina” llamada salsa que lo único que manufactura es sabor en cantidades obscenas.

Pero, “el sabor no es, el sabor hace”, dice el ensayista. Acto seguido, explica que “lo sabroso hace que los pies se vayan, que el cuerpo lleve tumbao. El sabor llama al Lenguaje para hacerle una trampa a sus entregas sucesivas. El sabor mordisquea la sintaxis, engulle oraciones, polvorea pedazos de sentido, lo detiene con un ahí namá”.

Es así que este poeta (Hilo de mariscos, La caja negra) deja a un lado el análisis de las frases fáciles y se vuelca hacia los abismos de las problemáticas, como aquel conocidísimo “ecuajey” o el “fuego a la jicotea”, “ahí” (“¿ahí dónde?”), “epa”, “químbara-cumbara”, “azúca”, “agárrate”, “qué lindo”, “pa' mojar, pa' mojar”, “cha, cuchá, cuchá”, “¡qué cosa!”, “maquinolandera”, “el mangoneo” y “también el apio es verdura”, “acángana”, entre otras joyas lingüísticas del “tremendo” y “lírico” cancionero nuestro; para muchos némesis del reggaetón.

Por ello, de nada sirve -excepto quizás para la negociación de jugosos contratos para fiestas patronales- la corrección moralizante de la proclama de “lo autóctono” frente al “tren” que viene a “sacar de la vía a Perico”, ese maquinón imparable que para Quintero Herencia es la orquesta salsera desmitificada y sus efectos de propulsión hacia el vacío montada en el Apollo.

Resumido en un pensamiento elevado, el sabor es “lo que se le ha arrebatado a la comunidad verosímil: la palabra cantada que ya declina, el ruido percusivo que onomatopeyiza la lengua, la pura enunciación de un sonido placentero que lleva al vértigo al más feliz de los relatos, el acto de 'hablar sin saber' o el desespero en la escucha de lo que no se entiende pero trastorna, el placer y el ahogo que emerge de saber que no se habla como los demás".

Hablar desde ese supuesto no-saber en un libro estimulante, desde la esquina de la “calle luna y calle sol” de la percepción de un “cocolo” culto “entregado a la maldad”, es lo que ha hecho Quintero Herencia, académico que muestra sus galones en el arte de la interpretación del más bajo estrato del “lenguaje propio de los boricuas”, negando precisamente la posibilidad de que a ese lenguaje se le pueda entender.

Por esa razón, aquí la salsa, más que la última trinchera de las aspiraciones cimarronas y reivindicativas del proletariado lumpen que va a Kmart, es otra cosa tan bonita como ésa. Algo así como el sonido bestial (el “mensaje intergaláctico”, diría él) de la palabrería que “nos une” los viernes después del trabajo en la Placita de Santurce; antes de que la Policía desaloje. Es el sonido de lo indomable… siempre en descontrol.

*Esta reseña fue publicada en la Revista Domingo del periódico El Nuevo Día, San Juan, Puerto Rico, el 22 de mayo de 2005. El autor es crítico literario y también escribe en su blog: www.estruendomudo.blogspot.com


Excurso festivo

¿Qué escogería entre un asado de cordero y un buen libro?

José Lezama Lima: Son lecturas complementarias.1

Juan Carlos Quintero Herencia

     El saber del sabor se diluye en la lengua. Allí, como un cuerpo en arena movediza, como el cangrejo en su manglar, como el paseante entre ruidos callejeros, se sumerge sin remedio. Se diluye, se pierde, pero antes de desaparecer agita, hinca, mancha. Su descendimiento remeda al molusco que, acosado por eso que lo depreda, intenta sostenerse sobre una superficie hecha precisamente para la perdición, para la ingestión de los efectos del movimiento que se desparrama sobre ella. El molusco quisiera pero lo abisma el torbellino que ya despliega la forma de su desaparición. La anémona que lo devorará antes deberá aguijonearlo con su veneno; se lo clava. Entonces la creatura, que aún no muere, se aferra. El sabor que ya le arde lo duerme, lo fulmina en su declinar. El sabor ahora se asoma en las contorsiones de ese cuerpo en vías de inmersión que esperaba por su imposible tabla de flotación. Doble cuerpo entonces que sucumbe en el hundimiento: sustancia y superficie, animal blando, bolo alimenticio y fruncido que nada pueden en su viscosidad compartida. Se podría pensar, en otro registro, en los ruidos cotidianos que acompañan la agonía del insomne, el retumbar de lo escuchado durante la cotidianidad bajo las pulsaciones opacas de los párpados. El reconocimiento de este instante es, sin embargo, una certeza inexacta, desatada por la secreción y la porificación que parece ser el sabor en sus desplazamientos.
     El sabor asunto de orificios es. Quien saborea algo apenas habla; si habla apenas se le entiende, borbollonea entre interjecciones y chasquidos, a veces se relambe. Quien saborea tiene en la boca algo que no lo deja comunicarse con corrección. El sabor amarra la lengua, acoquina la dicción. El sabor es asunto de orificios. La lengua en medio del trance del sabor siempre reacciona a sus penetraciones. Aunque lo sabroso transite por otros rumbos la lengua sale de su estuche a adobar los labios, les unta su saliva, los palpa aceitosa, los dientes quisieran atraparla. La boca que sabe de la invasión del sabor debe consignar de algún modo que ese cuerpo tiene algo por dentro. Mientras todo esto ocurre, los ojos tal vez se han cerrado y la boca, enferma ya, como el cuerpo que la sostiene, se abre para cobijar un intervalo entre el ahogo y la bocanada, la nada que pasa por la boca, tan rica. El oído—canaleta resinosa y bochinchera—lo sabe también. El sabor que dejan las orquestas en el cuerpo luego de sus presentaciones se recoge en cientos de frases. El sonero Chamaco Ramírez exhortaba a su orquesta en “Casimira”, justo cuando presurosa remontaba una moña, con un dale sabor. Si bien el sabor se paladea, en ocasiones, en la lengua, nadie dude de sus serpentinas enterradas entre el velo del paladar y la saliva, humorosas rajas entre la boca y la nariz. El sabor es asunto de orificios. El oído lo sabe muy bien.
     Cuán verdadero aquel viejo slogan cervecero-hoy objeto de museos y nostalgias populistas: El sabor lo dice todo. Verdadero porque revela la absoluta falsedad nominadora que, sin embargo, es su mejor imagen. Verdadero por la aspiración de totalidad que conmociona en lo sabroso. Pero falso es el slogan, pues decirlo todo podría entenderse como la suma inacabable de aquellas palabras o sinónimos que intentan trabar la simultaneidad de intensidades que desata lo sabroso y como resultado quedará siempre una explosión o una tediosa derrota verbal: una lista de palabras. Cuando el sabor lo ha dicho todo, no se escucha una palabra o la orquesta recién terminaba el numerito. El imposible dicho del sabor es la mueca que ya hizo de la boca habitáculo breve de un éxtasis menor. El orificio, el cuerpo, luchan entre sonreír o guardar para siempre entre sus pliegues aquello que ahora se destruye, el tumbao llevado por la cabeza, la vacuna que enmaraña la pelvis.
     Así ¿en qué momentos la dicción del sabor deviene bendición? ¿Cuándo maldice el sabor? ¿Podrá el sabor también contemplar las opacidades, el silencio, de la a-dicción? La bondad del sabor se ejecuta, por igual, como un fogonazo o como una viscosidad que no sabe si volar o arrastrarse; su epifanía (para decirlo con una mala palabra) tiene la forma del aturdimiento, una pausa entre las palabras, el descenso de la espesura o los sacudimientos de la conmoción. Lo que dice bien el sabor lo apunta brevemente el gesto, la postura, la inclinación sobre el cuerpo a devorarse. Lo maldito, lo mal dicho por el sabor podrían ser, por un lado, el deseo de las sucesiones lineales, las verdades de la sintaxis, las cortezas del archivo, los afanes de la enumeración o el muestreo fenomenológico que se le pudieran anexar al sabor en un intento por explicarle. Dicho sea de paso, el sonero adicto paradójicamente no hace silencio y se entrega, a todo tren, a su nota, lleva su lengua al delirio y se le da en la ejecución cierta rotura que no es exactamente incoherente. Por el otro lado, la fatalidad de lo sabroso, su inminencia, lo letal de su azote que enferma, envicia y envenena trastorna la dicción, malea la elocuencia, la maldice. Nunca se debe subestimar la fuerza de lo sabroso cuando se le habla malo a la carne. Entonces es indiferente la buena dicción de la mala. Sucias ambas adoban el discurso, condenás.
     La orquesta de salsa ha sido la máquina investida, quasi sagrado ensamblaje llamado a convocar y restituir el sabor entre nosotros. En las llamadas y confecciones de lo sabroso, históricamente, no ha sido ella la única. Otros géneros, otras voces y tiempos han adobado el archipiélago. De algún modo la contigüidad y la superposición de la acústica cocinera (los hervores, platos y cucharas que chocan, la fritura que croa y crepita, la conversación frente a la estufa) o la acústica de la plaza del mercado y sus calles aledañas (los vendedores que pregonan sus productos, el trajín de los clientes ante las romanas y pesas) viajan por la acústica de una orquesta en plenos poderes. Aquí, sin embargo, nos detendremos ante la voz del sonero o la sonera en la canción. Me interesa asumir toda la responsabilidad que generan las significaciones de estos autores con sus textos. Me interesa el trademark que los hace sobresalir, los sentidos que el sabor ha inyectado en ese cuerpo, la morada de una secreción que ya nos ha procesado, de una cicatriz re-producida y que las palabras o la partitura musical no pueden, al final, recoger. En definitiva, el libro se detiene ante el trabajo del lenguaje que llevan a cabo los soneros y los autores en sus canciones. A diferencia del acto de escritura como ayuno, que leen Deleuze y Guattari en Kafka, este libro persigue una utopía del lenguaje salsero: la concurrencia del cantar y el saborear, del trajinar de la máquina salsera y la degustación de una sonoridad que desdibuja las sintaxis comunicativas. Si se quiere, el libro intuye que los autores salseros intentan, de algún modo, devolverle la masticación y el saliveo primigenio de la boca a ese espacio donde aparecerían las imágenes o los nombres de la lengua salsera.2  La negatividad constitutiva de esta dificultad lingüística o poética moviliza a la orquesta y sus maquinaciones cuando decide asediar y producir la experiencia del sabor. Secreciones de la voz más bien que necesitan, entonces, salirse con la suya y por eso arrollan en los orificios y hacen del sonero y la orquesta un territorio para sus firmas. El equipo de música, el stereo puede ser por igual, su módulo espacial como su sarcófago acústico.


I. Entrada de la máquina

A mi no me importas tú,
ni veinte como tú.
Yo sigo siempre en el goce,
el del ritmo no eras tú.
Coro de “El que se fue” cantada por Tito Rodríguez.3

     Los ensayos aquí reunidos reflexionan, desde el corpus de la salsa, sobre los problemas y retos que desatan las poéticas del sabor, los saberes del sabor. Me interesó discutir qué tipo de impresiones deja la lengua salsera sobre el cuerpo de una escucha. ¿Qué inscripciones pueden dejarnos las proposiciones salseras? ¿Qué trabajo con la lengua despliegan los salseros en sus afanes por confeccionar lo sabroso? Debido a la particularidad de estas (y otras) preguntas este libro no es estrictamente un libro sobre la salsa, sino un libro sobre los efectos de la salsa en el cuerpo de un pensamiento. Es también el intento de una escritura sobre las voces que agita y procesa el oído. Para merodear los rastros de esa voluntad del sabor que malea la lengua se podría comenzar por el Barracón o la Plantación. Se podría comenzar pidiéndole permiso a la Antropología, a la Sociología o a los hábitos turísticos del Etnógrafo. Alguien dirá que es una obligación moral y disciplinaria comenzar allí. A dos manos contesto: me aburre y después paso, no thank you, de esa arqueología endeudada con la evidencia de la diferencia, obsesionada con la supuesta contundencia de los orígenes pues termina, con demasiada frecuencia, exotizando el horror o domesticando los vacíos sobre los que tan bien cantan los salseros.4
     Lejos de ser una ontología de lo sabroso, lo caribeño o lo puertorriqueño, intenté una teoría afectada sobre las exposiciones de lo salsero. Entrar a la salsa, arriesgar algún cuerpo, sacarlo y ponerlo ante su máquina. Entre la celebración, la crítica y la turbidez que la salsa me endosa, me ha gustado además someterme a los modos de inscripción del sabor salsero. El sabor es eso otro que ya desciende por nosotros (cual bolo alimenticio) afectándonos con sus humores y lejanías. Esta exposición es quizás una respuesta a la interpelación del género, a las utopías de recepción que la salsa proclama una y otra vez cada vez que lanza sus invitaciones al gusto. De hecho es sobresaliente el “olvido” de las lecturas historicistas ante este contexto inmediato que blasonan tantas voces del género en sus afanes por desatar el gozo. La orquesta es enfática en sus repeticiones y reitera que lo que hace anhela desatar el disfrute, “para que tú lo bailes”, “para que tú lo goces.” No digo ser su mejor coeficiente ni el guardián de sus misterios. Yo acepté la invitación de la orquesta, su letra y su moña de ruidos con otra letra en la boca. Interpelado allí sé de mis mariposas en el estómago y de la piel de gallina. Entre el llamado a la inmediatez del género y la lección benjaminiana sobre el necesaria cancelación de fronteras entre productores y auditores, inscrita hace tiempo en los objetos que ha producido la modernidad, decidí subirle el volumen a las posibilidades de cuestionamiento e incitación que prometía la lengua salsera. Mi oído yace entregado aquí al “futuro olvidado en el pasado” maquinal del sabor salsero.
     Las canciones aquí levantadas no se lanzan como las únicas o las mejores para discutir algunos de los tonos y las textualidades que recorren el género. Son canciones, más bien, que me han facilitado una lengua sobre y desde las subjetividades poéticas y políticas construidas en el soneo. También estas canciones me han permitido armar algunas notas sobre los proyectos “reivindicativos” detonados por el arsenal poético y narrativo de la salsa; arsenal conformado en parte por las pequeñas utopías cotidianas que la propia salsa pregona. Con la contraseña abierta como todo buen fanático —al que no se le exige ningún curriculum o dossier más allá de la atención corporal— me pregunto: ¿cuáles son algunos de los enigmas fundacionales de la salsa? Si el único requisito, que creo me ha exigido el género para pertenecer, es conectarme con el feeling, con el sabor, tal conexión conlleva cierta autoridad en algún nivel. La mía surgiría del cuerpo de preguntas que el sabor me insinúa junto a la biblioteca que le allego a su máquina salsera: ¿qué hace de una canción un éxito más allá de su cifra de ventas, un éxito en la memoria, un hit en la cotidianidad del futuro? ¿Cómo deviene la canción, en tanto una matriz de coincidencias y convocaciones, un objeto para el pensamiento? ¿Cómo se vuelve mía esa experiencia, que hace suya esa canción? Usted sabe, esas canciones que amanecen en los labios después de años de silencio, esas canciones que nos sabemos de memoria y ya no las promociona ninguna estación o casa disquera, esa sensación de saberse invadido soterradamente por lo fortuito. El cuerpo erizado en medio de la palabra sonora.
     Lo aquí escrito es, por lo tanto, una colocación del cariño, el frotamiento de una ricura pero también de una ansiedad muy real que se me aloja en el cuerpo al escuchar ciertas canciones que siempre escapan. Nadie dude que también aquí espacializo algunos arrebatos con la salsa. Saber algo del sabor salsero implica desplegar zonas del tejido de la intimidad donde este sabor ha reclamado un espacio y ha producido una experiencia y una identidad por transitoria que sea. Ese reclamo de tránsito, esa travesía por el peligro que define a toda experiencia, estimula gran parte de esta escritura que cree en la imposibilidad de sosiego ante las exigencias del sabor. La escritura de algunos de los ensayos aquí reunidos, además de leer algunas de mis canciones favoritas, incorpora las pequeñas crónicas de conciertos a los que asistí en algún momento. La mayoría de esos conciertos se llevaron a cabo durante la década de los años noventa del pasado siglo. Quise contrapuntear las imágenes un tanto celebratorias, surgidas de eventos parcialmente dominados por la lengua del homenaje (eventos que ya miraban la producción grabada durante los años setenta del pasado siglo como el momento constitutivo del género) con algunas canciones, a mi entender, imprescindibles en una consideración de los efectos del género sobre el cuerpo del oyente. Mi predilección por esas canciones de los años setenta y principios de los ochenta responde a la certidumbre de que sus voces formaron parte entonces de una vasta caja de resonancias que recorría desde la marquesina de la casa, la cancha bajo techo, el calabozo hasta el salón de baile sin olvidar su paso por el equipo de música del automóvil atrapado en el tapón. Este circuito de simultaneidades no fue meramente el espacio de recepción de estos textos. Dichas canciones inscriben, reaccionan y reciben el trabajo con la lengua que recorriera y recorre esos espacios. Los ecos y residuos corales que estas voces abren en la canción y su escucha son el territorio fundacional de la discursividad del género. Ahí se produjo el sabor, de ahí salieron las autoridades y los relatos míticos con los que el género se planta históricamente.
     El diálogo y el ruido que son también esa música no escondían los gestos obscenos, groseros, zafios pero también humorísticos que conformaban ese complejo tejido. Es casi seguro que el género salsero que pienso y paladeo ya haya desaparecido. Las disonancias y experimentaciones, la parejería y el duelo han cedido al galanteo y a la cuadratura beautiful del atroz motel global contemporáneo. Incluso, creo que es en el rap y en el reggaeton donde parecen seguir escuchándose, entre algunas voces, los efectos de esta lengua espesa y retozona. Allí hay intérpretes que todavía molestan con sus palabras y gestos; sus salidas al ruedo público tienen el trasunto de ese desespero majadero de los cuerpos que apenas pueden contenerse y que la salsa, en otros tiempos, expuso en su tarima. Sin embargo, no oigo estas canciones con nostalgia. De igual modo, no leo a Lezama Lima, a Hannah Arendt o a Palés Matos entristecido porque hayan muerto.
     En ese choque de tiempos y voces incliné el oído de mis preferencias sobre ciertas canciones y textos “en vivo” o aquellas canciones que los propios soneros produjeron como autores. Puede decirse que privilegié algunas canciones que parecen haber capturado la impronta, la firma salsera del sonero y su máquina. Si gustan, me interesa lo que creo es una reverberación heterogénea de autoridades o autorías que la performance salsera secreta. El sonero recibe, en ocasiones, el texto de un compositor pero en la escena de la grabación o ante el público concertado el sonero re-escribe la canción con su voz. No puede tampoco excluirse de esta escena los matices, los énfasis y los tonos que la orquesta le imprime a la composición. Me detengo ante algunos actos poéticos de la lengua del sonero ya que un comentario sobre la opacidad que, en demasiadas ocasiones, los conforma brilla por su ausencia en los grandes y siempre bien premiados relatos investigativos de la salsa. Me interesan esos usos bárbaros de la voz, aquellas enunciaciones que generan cortocircuitos discursivos en los oyentes y ponen en peligro la coherencia de mis oraciones. Me atraen esas resonancias perturbadoras que desatan ciertos soneros. Perturbadoras por su dificultad y que, por lo mismo, les evita la entrada en los relatos que privilegian o idealizan un tipo de resistencia para articular la política del género. Estos actos del habla son también enunciaciones culturales inaudibles, inauditas para ciertas lecturas contextualizadoras del cuerpo de las canciones salseras. Nada se dice de la gangosa lengua de Chamaco Ramírez con la que paseaba un extraño bulto. Ahí están también quietecitas las contextualizaciones televisivas y los estereotipos raciales de Luigi Texidor, los angustiosos desafueros narcóticos y sexuales de Frankie Ruiz, el desasosiego que es la voz de Héctor Lavoe y sobre todo el descontrol extraordinario de ese bestiario arrebatadísimo que arma en sus canciones el inigualable Marvin Santiago.
     También, algunas de las canciones aquí comentadas narran mi entrada, mi inserción particular en la temporalidad histórica de la salsa; en algunas de esas canciones van adheridos momentos autobiográficos diversos, tonos y agites de diversa índole. Estos ensayos, por lo tanto, recogerían los pedazos, los cantos que ha dejado, sobre mi intimidad, a su paso el sabor salsero. Quizás lo que el lector tiene en su manos, si es que algo así existe, es un extraño libro sobre la opaca intimidad de un pensamiento agitado por la sonoridad de la lengua salsera. En otro espacio ya lo he dicho. Lo íntimo como instante me ha parecido un relato de visitaciones modestas. Posible serie, más bien, de relatos menores que en su ocasional suceder oscurece la verdad de su contundencia o sencillamente la niega: el tono de la conversación en la forma de la almohada, las tremebundas confusiones que inaugura una sala de cine y una gallera en la infancia, la voz de Héctor Lavoe y el pecho enclavado por la extrañeza, el grito de "Azúcar" de Celia Cruz y los pies idos. En la intimidad y en lo sabroso visito modos de la creencia, todo un tejido de proposiciones sobre la verdad del sabor que simultáneamente desea pero evade la común visibilidad. Creo en y profeso las afectaciones del sabor, las doy por ciertas. Por eso lo íntimo, en ciertas ocasiones, no me parece un antónimo de público; la incertidumbre del sabor lo manifiesta. Me parece que la posible relación entre intimidad, sabor y creencia sigue el paso imposible de la corrosión. Se trata de una red de “rituales” que recorta zonas de lo real sin atraparlo o definirlo. Es casi un mapa hecho de excavaciones pequeñas, hurgar en hoyos, madrigueras, manchas de salitre sobre los cristales; es este carácter parcial, residual y, en ocasiones, escatológico lo que me incita de lo sabroso y me dice que he llegado a un territorio íntimo. El sentimiento, entonces, es la certeza de lo íntimo una vez éste último ha sido agujereado por lo sabroso. Cuando digo que creo, ya el sabor ha decretado su fatum.
     Escribo aquí mis exposiciones a los rigores del sabor salsero. Estos textos intentan refractar una experiencia propia en la lengua del otro o la otra que creo oír en mi. Me gustaría que la grafía del otro, el rostro de esa voz que me responsabiliza ineluctablemente, adulterara mi sentido de pertenencia y la tranquilidad de mi ser.5  Su indiferencia con relación a esa suma de singularidades acústicas es mi decisión y el itinerario que inaugura su verdad. Mi madre cuenta lo siguiente: "cuando tenías ocho años si en la radio se escuchaba la voz de Celia Cruz, saltabas, subías el volumen y decías: Mami, Celia Cruz". Estos ensayos los escribe, parcialmente, ese gesto como si continuara el niño señalando hacia la manifestación de un don que habría que recibir con urgencia, con propiedad. Quizás, como el niño que desapareció, me gustaría transitar esas escenas donde algo extraordinario parece suceder o ha sucedido y el niño sólo logra apuntarlo con ese dedo que ya ha subido el volumen.

[…]

New Haven, Connecticut 1989, Miramar-Isabela, Puerto Rico 2001 y Silver Spring, Maryland 2004.

Notas

1 José Lezama Lima: Amo al coro cuando canta. Entrevistas por Félix Guerra. Edición y prólogo de Emilio Bejel. (University of Colorado, Boulder: Society of Spanish and Spanish American Studies, 1994).

2 “Rico o pobre, cualquier lenguaje implica siempre una desterritorialización de la boca, de la lengua, de los dientes. La boca, la lengua y los dientes encuentran su territorialidad primitiva en los alimentos. Al consagrarse a la articulación de los sonidos, la boca, la lengua y los dientes se desterritorializan. Hay pues una disyunción entre comer y hablar; y aún más, a pesar de las apariencias, entre comer y escribir: sin duda se puede escribir comiendo, más fácilmente que hablar comiendo; pero la escritura transforma en mayor medida las palabras en cosas que pueden rivalizar con los alimentos.” Gilles Deleuze y Félix Guattari, Kafka. Por una literatura menor. Versión de Jorge Aguilar Mora. (México: Era, 1983 [1975]) 33.

3 “El que se fue” en Tito Rodríguez Palladium Memories, autor: Tito Rodríguez, canta: Tito Rodríguez , TR Records, TR-200, 1988. Se trata de una edición reciente de algunas grabaciones y éxitos de Rodríguez.

4 Son tantos los académicos que coinciden en esta predecible ratificación de los contextos que determinarían las significaciones sociales de lo salsero, que ya la bibliografía sobre la “música popular” parece la misa de un consenso en los pabellones del Archivo, el corito de lo permitido por los hábitos profesionales de la disciplina de turno. Véase como embocadura de Jorge Duany, “Popular Music in Puerto Rico: Toward an Anthropology of Salsa,” Latin American Music Review / Revista de Música Latinoamericana Vol. 5, num. 2 (Fall-Winter 1984): 186-216.

5 “La responsabilidad, en efecto, no es un simple atributo de la subjetividad, como si ésta existiese ya en ella misma, antes de la relación ética. La subjetividad no es un para sí; es, una vez más, inicialmente para otro. La proximidad del otro es presentada en el libro como el hecho de que el otro no es próximo a mí simplemente en el espacio, o allegado como un pariente, sino que se aproxima esencialmente a mí en tanto yo me siento —en tanto yo soy— responsable de él. Es una estructura que en nada se asemeja a la relación intencional que nos liga, en el conocimiento, al objeto —no importa de qué objeto se trate, aunque sea un objeto humano—. La proximidad no remite a esta intencionalidad, en particular, no remite al hecho de que el otro me sea conocido.” Emmanuel Lévinas en “El rostro”, Ética e infinito. Presentación, traducción y notas de Jesús María Ayuso Díez. (Madrid: Visor, [1982] 1991) 90-91.


La Azotea de Reina | El barco ebrio | Café París | Ecos y murmullos | Café París | La expresión americana
 La lengua suelta | En la loma del ángel | Panóptico habanero | La Ronda | La más verbosa
Álbum | Búsquedas | Índice | Portada de este número | Página principal
Arriba