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La Maqueta de la ciudad

Antonio José Ponte

     “Pasado, presente y futuro”, prometen unos carteles publicitarios y adentro hay una ciudad en miniatura.
     La Maqueta de La Habana, obra de un grupo de especialistas encargado de asesorar al gobierno metropolitano, sirve de instrumento a la hora de tomar decisiones urbanísticas. No hay más que plantar en ella el modelo de una edificación para que salten a la vista los inconvenientes del emplazamiento o del diseño.
     El lugar está abierto al turismo desde inicios de los años noventa. En su condición de work in progress la ciudad admite la participación de quien quiera asomarse. Alrededor de la maqueta serpentea una rampa y han dispuesto en ella media docena de teodolitos. El visitante podrá hacerse de uno y examinar la capital con aires de topógrafo, cómplice del futuro planeado para La Habana. (Durante mi visita última resultaba frustrante distinguir calles, la iluminación del local era pobrísima y al examinar de cerca las miniaturas las encontré llenas de polvo.)
     De aproximadamente 220 metros cuadrados y a escala de 1:1000, la maqueta habanera constituye la segunda más grande del mundo en su clase, sólo superada por The Panorama of the City of New York. Un promedio de cinco maquetistas dedicó sus desvelos a estas miniaturas. Construyeron los edificios con recortes de la madera de cedro utilizada para fabricar cajas de habanos. Lograron los accidentes del suelo con cartón, los árboles con esponja y el mar en plástico azul. Repartieron un número optimista de buques, y a la entrada de la bahía colocaron una lucecita que parpadea en el faro del Morro. Como si la que oteara el visitante fuese la ciudad nocturna. (En tal caso, ninguna otra luz brilla en todo el panorama y La Habana se encuentra en apagón total.)
     Para facilitar la llegada de operarios al interior de la ciudad consiguieron que la maqueta fuera divisible en tableros de 2 metros x 2 metros colocados sobre estructuras metálicas capaces de correr a lo largo de raíles. Y es posible hallar de vez en cuando  huellas del trabajo de esos operarios, modelos de edificaciones abandonados en los travesaños de la armazón metálica, olvidados allí lo mismo que especies indecisas en un limbo del cual su creador las sacará algún día.
     Como toda miniatura, la maqueta brinda a los visitantes la alegría de las confirmaciones. Pertenece al departamento de juguetes, junto a las vías férreas por las que corre un diminuto tren, junto a las casas de muñecas, las granjas, los castillos, los mecanos. Se alza dentro de un globo de cristal que a la primera sacudida desata oleajes o nevadas, tiene mucho de pisapapel. Y ofrece buena ocasión de júbilo en cuanto se comprueba que en lo alto de las casas y edificios han sido reproducidos los tanques de depósito de agua. (Ya que la arquitectura a escala no alcanza a detallar ventanas y balcones, esos tanques ofrecen una nota de certidumbre. Procurar con el teodolito un sitio familiar y descubrir respetados en él tan pequeños accidentes, halaga forzosamente la biografía de cualquiera.)
     Para albergar a la ciudad en miniatura fue construido expresamente un edificio. El mural a la entrada es donación de una empresa extranjera, una de esas empresas que se desviven en halagos con tal de alcanzar participación en la economía de Cuba. Gran bandera cubana que contiene bandera cubana de tamaño mediano que a su vez contiene bandera cubana pequeña, ese mural avisa que todo es cuestión de escala. E interpretado en azulejos, su alarde de patriotismo cobra aspecto de urinario.
     Adentro una enorme bandera, ésta de tela, cae a plomo sobre la maqueta. Es Cuba en el cielo de los arquetipos. Las tarifas de admisión, en pesos cubanos para los nacionales y en dólares para quien llega del extranjero, contemplan un recargo en el caso de desear servicio de guía. Aunque de poco vale la ayuda de éste: interrogado acerca de la decisión de colorear los edificios según períodos históricos (tres colores para tres edades: colonia, república y revolución) poco atina a explicar.
     Menciona en su charla a la maqueta de New York y, al preguntársele si también en aquélla están diferenciadas mediante colores las edades constructivas, responde que no sabría decirlo. Nunca ha estado allá, ni ha visto imagen alguna de esa maqueta. Es la mayor del mundo, es cuanto sabe. Y que ésta donde trabaja le sigue en tamaño. (Investigar cuál pueda ser la tercera no cuenta ya con interés, quizás no exista una tercera.)
     Pero que los arbolitos o los depósitos de agua en las azoteas no llamen a engaño, la intención primordial de La Maqueta de La Habana no es brindar verosimilitud. Devenida atracción turística, fue planeada originalmente como instrumento de control y utiliza el color con fines pedagógicos. Excelente salida a la hora de reproducir calles donde escasas construcciones lucen un color enunciable. De lo contrario, ¿a qué habrían podido jurar fidelidad los fabricantes de la maqueta? En La Habana las fachadas conservan a lo sumo algunas manchas de pintura y muy raramente vuelven a ser cubiertas.
     En lugar de tales verismos, la maqueta adopta puntillosidades históricas y se erige en esquema. Ya que instrumento de control, todo bulto ha de ser identificado por su procedencia. Marrón para lo colonial, ocre para lo republicano, marfil (colmillo de animal longevo) para la edad revolucionaria. Con tal gradación de colores se procura despertar la idea de un crecimiento urbanístico, andante en marcha hacia el futuro, hacia lo blanco, hacia la luz. Ya que de blanco se muestran las construcciones en proyecto, lo todavía por construir. Así como los monumentos y cementerios con los que la capital cuenta.
     Que mediante un mismo color hayan sido aparejados el futuro, lo conmemorativo y lo muerto, deja sin saber qué lección sacar de ello. Seis décadas republicanas constituyen a la capital cubana en su mayor parte y, en comparación, resulta muy exiguo el aporte de los últimos cuarenticinco años. La Habana es poquísimo marfil y mucho ocre.
     Pero no es la ventaja republicana sobre cualquier otra época la enseñanza a sacar de esta visita, explica el guía. Una contundencia numérica como la que puede apreciarse en la maqueta ha de ser matizada con algunas precisiones. El país, como se sabe, ha estado en pie de guerra todo este tiempo último. Aún se encuentra bajo amenaza del gobierno más poderoso del mundo. Bloqueado económicamente, lo cual encarece, dificulta y hasta imposibilita cualquier importación. Cuba es una nación de contados recursos, donde se ha hecho lo que se ha podido y más. Examínense, si no, los índices logrados en la educación y en la salud pública.
     Cierto que después de 1959 el índice constructivo de la capital ha disminuido ostensiblemente, admite el guía. Pero mucho de lo que la vista abarca como ciudad republicana fue ejecutado por intereses foráneos, norteamericanos principalmente. Norteamérica, de seguir su hipótesis, ha sido causante tanto del esplendor como de la decadencia de La Habana. (Absorto en sus disculpas, el guía habrá olvidado las subvenciones soviéticas ocurridas durante décadas. Silencia, en curiosa parcialidad por el dólar, esa otra etapa de patrocinio foráneo.)
     “Revolución es onstruir”, puede leerse en lo más alto de la fachada del Ministerio de Construcciones.
     “Así en la paz como en la guerra mantendremos las comunicaciones”, promete otro cercano ministerio.
     Vallas publicitarias repartidas por toda la ciudad auguran eternidad a esta época, infinitud para la actual gobernación. El pueblo de Pekín canta a coro “¡Diecimila anni!” en Turandot.
     No es difícil prever que será una eternidad lo más vacía posible. Pues los  discursos oficiales se abstienen de prometer otra cosa que no sea la propia duración. Y si en los primeros años aludieron  biblícamente a ríos de leche y miel, fueron poblados luego por las generalidades que la doctrina marxista-leninista dispone para la etapa final del comunismo, y a estas alturas se conforman con hablar del futuro sin tener que amueblarlo.
     Fuera de los cementerios y los monumentos, poco blanco puede divisarse para La Habana. Algún que otro hotel para turistas extranjeros.
     Los operarios de la maqueta olvidan en cualquier sitio las miniaturas de los edificios por venir. Hojeadas las publicaciones dedicadas al urbanismo que vende la pequeña tienda del lugar casi ningún atisbo puede obtenerse de planes futuros. (Mención aparte merece la restauración de La Habana Vieja emprendida por la Oficina del Historiador de la Ciudad. De esos trabajos salen las calles de una ciudad museo, vacía en las noches, sin durmientes, cerrada a las urgencias habitacionales de la población.)
     Al no representar ruinas, La Maqueta de La Habana está lejos de contemplar el verdadero crecimiento ocurrido aquí en estos últimos años y el que depararán a la capital cubana los venideros años de eternidad revolucionaria.
     Resulta explicable, sin embargo, que no aparezcan ruinas por toda la maqueta. Para admitir su conversión a escala, una edificación ha de ser asunto terminado. Las ruinas, a diferencia, constituyen un trámite, son menos un estado que un proceso. Accidentes en cámara lenta, las llamó Jean Cocteau. Proponer entonces su miniaturización equivaldría a pedir que sobre la maqueta de la ciudad flotara un modelo a escala del cielo, y no el cielo de los planetarios sino el de las nubes.
     “Revolución es ostruir”, deja a veces leerse la consigna ministerial. (A la primera falla los letreros lumínicos producen curiosas variaciones de sentido.)
     Desganado a la hora de emprender urbanizaciones y también desentendido de la capital conquistada, el gobierno revolucionario ha cultivado durante casi medio siglo un sostenido desinterés por La Habana. O acaso ha mostrado interés por una Habana muy particular.
     Ry Cooder definió que con la música del albúm Buena Vista Social Club intentó recrear el sonido de una orquesta cubana de los años sesenta que nunca había existido. Practicante de una nostalgia aún más poderosa, el gobierno cubano ha conseguido convertir a La Habana en el sitio de un ataque esperado en los años sesenta que no tuvo lugar nunca.
     Así logra revisitar aquella temporada en que, gracias al emplazamiento de armas soviéticas en territorio cubano, la isla pudo darse aires de grandísima potencia. (Los misiles fueron retirados muy pronto por voluntad soviética. Y unas décadas después Rusia desmantelaba los radares con que sustituyera aquellos misiles. Sin mediar consulta alguna con las autoridades cubanas.)
     Mediante concienzudas labores de desurbanización, La Habana actual se ha erigido en la ciudad de lo que hubiese podido suceder entonces, un ramal muerto de las múltiples posibilidades de octubre de 1962

Cuadernos Hispanoamericanos. Madrid, julio-agosto, 2004. 

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