Una introducción necesaria al artículo En Cuba 4, junto a Casal, de Norge Espinosa 

     Fue mi ya entrañable amigo José Quiroga quien, a su regreso de La Habana, trajo consigo el número de la revista Extramuros y, con ella, el artículo firmado por Jorge Espinosa, y que ahora ofrecemos a nuestros lectores.  La belleza de la evocación, la memoria que volvía a catapultarme a aquellos días, y esa foto que nunca había visto, y en la que me vi con extrañeza, casi con la curiosidad con que se mira a un extranjero, me conmovieron profundamente. 
     En 1993, con motivo de conmemorarse el Centenario de la muerte de Julián del Casal, los escritores más jóvenes de la ciudad (y algunos que, como yo, no lo éramos tanto) proyectamos un homenaje que incluiría un estreno teatral ("Mascarada Casal", de Salvador Lemis), una velada literaria en el Gran Teatro de La Habana, lecturas de poesía, un coloquio sobre la obra de Casal, la edición de un número simbólico de La Habana Elegante y la re-edición del número del 29 de octubre de 1893, la recuperación de la casa natal del poeta (en Cuba no. 4), la inauguración de la exposición de fotografía homoerótica "El sonido del cuerno en la espesura", de Eduardo Hernández, la colocación de sendas tarjas conmemorativas (una en el panteón de los Rosell-Sauri, de donde desaparecieron los restos del poeta, y otra en la ex-mansión de Lucas de los Santos Lamadrid, en Prado no. 305), y hasta un banquete literario en el Hotel Inglaterra. 
     Nuestra ingenuidad y -como afirma Norge- la juventud de la mayoría de quienes soñamos semejante proyecto reparador, nos hicieron creer que podría llevarse a cabo.  El modo grotesco en que concluyeron muchas de esas propuestas (las tarjas que fueron develadas sin que casi nadie lo supiera, y el bronce que fue finalmente sustituido por la calamina, o la suspensión de la velada en el Gran Teatro, minutos antes de que comenzara, y el banquete literario del Inglaterra, transformado en una lectura en la Casa del Joven Creador, y para la que se consiguieron unos panes como merienda), constituyeron la prueba más rotunda de que Casal habría de permanecer, como había permanecido hasta ese momento, en la devoción interior de los poetas, en los proyectos fallidos, en la ciudad carcomida por los desastres, por la masificación de la desidia.  Agradezco, en efecto, a Norge su valiente evocación de aquellos días.  Desde mi "exilio" -como él lo llama- le mando un abrazo antes de que a nosotros, "nos borre también el temporal, el último viento". 

Francisco Morán 
Arlington, 21 de julio del 2000 
 

En Cuba 4, junto a Casal 

por Norge Espinosa (tomado de la revista Extramuros, número 2, marzo, 2000) 

Eran los días más áridos de 1993 y estábamos ante la casa natal del poeta.  Agolpados bajo el calor de un verano implacable, los poetas reunidos ante aquella vieja puerta de madera verde tratábamos de recordar esa misma fachada, vista entre las ilustraciones del primer tomo de las Prosas al conmemorarse un centenario, editadas con la devolución que los versos de aquel habanero habían animado en tantos contemporáneos casi todos ya desaparecidos.  Se tendía  nuevamente sobre la isla el arco de otros cien años, y esta vez, sabiendo que en ese mausoleo ante el que gustaban de retratarse los origenistas no descansaban en verdad sus restos, buscábamos a Julián del Casal en las ruinas de su primera morada, ahora que su muerte era una cifra redonda y Francisco Morán conseguía el milagro de extendernos su presencia como una garantía de estos días también finiseculares.  Habíamos recorrido los sitios que él visitó, y a veces en grupo numeroso o en salones casi vacíos hablábamos de Casal vehementemente, al punto de que algunos de los allí convocados hubiesen podido firmar nuevos opúsculos sobre el autor de Nieve en una edición excepcional de La Habana Elegante.  Esa edición finalmente existiría: conservo un ejemplar de ese cuaderno de tan pobre diseño, como fe de esas horas de 1993, en las cuales pudimos ser y estar "en" Casal, como se puede estar en La Habana o París, en un libro de Huysmans o en un cuadro familiar de los Borrero.  Era pues una mañana de 1993, y esperábamos ante ese portón carcomido de la calle Cuba que el propio Morán apareciera con la llave imprescindible para ejecutar nuestra misión: salvar, desempolvar los restos de aquella casa en un improvisado trabajo voluntario -vaya término nada casaliano- a fin de mostrar con algo más que palabras nuestra devoción. Foto del grupo que trabajó en la limpieza de escombros en la casa de Cuba no. 4Tengo en mis manos la fotografía donde aparecen algunos de los que, finalmente, traspasamos aquella puerta cerrada a cal y canto.  Apuntalado su interior, nada quedaba entre esos muros de la fina escalera de caracol o la balaustrada de madera que en aquella edición de las prosas puede hallarse.  Los mediopuntos, la galería, los detalles interiores habían sido ya borrados: el esbozo de ruina por venirse al suelo deshacía la ilusión de encontrar en ese espacio polvoriento alguna señal del poeta, un leve indicio de lo que sus primeros años fueron. Acaso debimos buscarlos en esos cuartos miserables donde Casal colgaba su máscara japonesa, sus prendas orientales, o leía a Kempis.  ¿Qué hicimos finalmente en aquel lugar?  Apartar unas tablas, sacar algunos escombros, limpiar un terreno donde Morán proponía inaugurar un centro de estudios sobre el modernismo, a fin de que ese fervor cristalizara en algo más palpable.  Luego vendría una humilde mesa de frutas en el balcón del aledaño Museo de la Música, una lectura a la cual acudiría Carmen Peláez, sobrina del poeta, encuentros en la azotea de Reina María y en la hoy irremediablemente perdida Casa del Joven Creador, una abortada cena en el hotel Inglaterra y tantos otros diálogos y pretextos que la Asociación Hermanos Saíz prohijaba.  Queda, en la fachada de la mansión de Santos Lamadrid, una tarja que, puesta allí entonces, recuerda la carcajada fatal del poeta, el chorro de sangre, el cigarrillo inacabado, el misterio que aún azota el rostro de ojos verdes retratado en los volúmenes de tanto tiempo atrás.  Estamos en esa foto, mirando al lente, sonriendo a quién.  A Casal, tal vez, en una respuesta pueril que ya no nos convence.  Mucho menos ahora, cuando el último huracán derrumbó finalmente esa casa en la que nuestra inocencia nos hizo entrar con ánimos de fundación.  Éramos artistas, recuérdese, y doble pecado: éramos también jóvenes. 
"Yo soy como una choza abandonada / que el viento huracanado Fachada de la casa de Cuba no. 4desmorona".  Esos versos suyos, de seguro no los mejores, vuelven a la memoria ante los restos de una casa en la que vivió poco; él que tan poco nos vivió.  Y esos restos desperdigados nos hacen pensar en otras casas no menos destruidas, venidas al suelo bajo la indiferencia pasmosa de quienes debieron haberse adelantado al temporal para salvarlas.  Avanzo por alguna calle de La Habana Vieja y descubro un balcón, un enrejado art noveau a punto de desaparecer, una estela mutilada que ya no recobraremos, en recodos a los cuales no se ha acercado la mano restauradora.  Quiera Dios que esos trabajadores que ahora limpian lo que dejó el ciclón en esa vivienda, ya despoblada de fantasmas, estén salvando lo que perdura como un posible homenaje a Casal, y no que en el sitio donde nació se abra otro bar insulso, otra esquina de mercadeo improvisada en pocos días a las cuales el cubano de a pie no puede dirigirse.  Y tampoco el poeta, que bien lo sabemos. 
Detalle del enrejado de la casa. A través de ella, y a lo lejos, el MorroLa década, al fin, ha soplado sobre nosotros su memoria.  Los que sonreímos en la fotografía que aquí se reproduce, hemos ganado o perdido los destinos más diversos.  Acaso Morán, ahora en su  exilio, pueda agradecerme el evocar ese día.  De cualquier manera, la casa derrumbada me recuerda al propio Morán, me provoca el largo desasosiego con que él hubiese vivido esta pérdida.  Y si ahora escribo estas líneas, las firmo pensando en las que él mismo alzaría ante la puerta de Cuba 4 que, tras el paso del huracán, ya no conduce finalmente a nada.  Pienso en la escalera de caracol, en el patio interior de la casa, en un libro de Emilio de Armas, en todo lo que he perdido y me hablaba del poeta.  Digo unos versos suyos y sé que otros -salvados en esa fotografia, o en una conversación apenas susurrada- pueden repetir conmigo esos rondeles, esos endecasílabos tan finiseculares como lo somos ya nosotros mismos.  Formas engañosas del vivir, declamar sus versos lo hace habitar, de algún modo en nosotros, ahora que su primer libro cumple cien años y una década.  Sólo espero que Julián del Casal pueda perdurar así al menos hasta que, como a la antigua casa de puerta tenaz y verde, nos borre también el temporal, el último viento.