Concebido inicialmente como un espacio que hospedaría a otras figuras del modernismo hispanoamericano, y sin abandonar esa idea, el Café París también privilegiará la producción plástica cubana, haciendo las veces de galería virtual. 
     En la presente edición dedicamos este espacio a la pintora Rocío García (Villa Clara, 1955).  Rocío se graduó en las especialidades de pintura, escultura y grabado en la Academia de San Alejandro, La Habana, 1975.  En 1977 obtuvo una beca para realizar estudios superiores en la especialidad de pintura en la Academia de Arte Repin, en San Petersburgo, Rusia, donde se gradúa en 1983.  Desde 1984 trabaja como profesora de pintura y dibujo en San Alejandro.  Es miembro de la UNEAC.
 
 
Algunas de las exposiciones personales: 

1998  Tríptico Navidad.  Para la gran actividad organizada por la Iglesia Católica por el restablecimiento de la Navidad en Cuba. 
1997  Geishas o estampas de la vida que fluyeCentro de Arte 23 y 12, Vedado, La Habana. 
          Homenaje a SafoCommon Language, Bookstore, Ann Arbor, Michigan, Estados Unidos. 
          Mis pedacitos en venta. Racklam Building East Gallery, Universidad de Michigan, Estados Unidos. 
1995  Rocío: Pinturas.  Sala de exposiciones Cine-teatro Trianón (invitada por el grupo de teatro de línea postvanguardista El público), La Habana. 

Algunas exposiciones colectivas: 

1999  Expo-colectiva Homenaje a Guillén, auspiciada por la Fundación Nicolás Guillén. Galería Acacia. 
           Expo-colectiva "Jornada de Arte homoerótico", auspiciada por la Asociación Hermanos Saíz.  Galería "La Madriguera". 
1998  2do Salón de Arte Contemporáneo. Centro de desarrollo de las artes visuales, La Habana. 
          Feria Internacional de Arte Contemporáneo Arco' 98, Madrid, España. 
1996  Exposición itinerante por China
1995  Los monstruos de la razónCentro Provincial de las Artes Plásticas y Diseño, La Habana. 
          Relaciones peligrosasCentro de desarrollo de las artes visuales, La Habana. 

Premios y menciones 

1997  Beca de intercambio cultural, Universidad de Michigan, Estados Unidos. 
1994  Mención de Honor.  Segunda Bienal de Pintura del Caribe y Centroamérica, Museo de Arte Moderno, Santo Domingo, República Dominicana. 
1991  Mención Especial de Pintura.  Salón de la Ciudad, Centro Provincial de las Artes Plásticas y Diseño, La Habana. 
 

Homenaje a Rocío García 

     Un amigo común (y condiscípulo de San Alejandro), Jorge Gómez de Mello, se encargó de ponerme en contacto con la artista Rocío García.  La cita quedó concertada para el viernes 14 de julio, en horas de la mañana, y en la casa-estudio de Rocío, calle 21, no. 408 (altos) entre F y G, en el Vedado. 
 Rocío García (julio, 2000) detrás un cuadro de la serie sobre los luchadores La obra de Rocío ya me era relativamente familiar.  La primera vez que oí hablar de ella fue en una conferencia en la Universidad Internacional de la Florida donde Ruth Bejar mostró algunas diapositivas de su obra.  Luego, en Internet, vi una muestra de los cuadros de Rocío, y todo ello fue despertando mi interés por su trabajo.  Así, pues, mi primera visita a La Habana en algo más de cinco años (salí el 7 de noviembre de 1994), tenía -entre muchos otros propósitos que pude o no cumplimentar- el de conocer a Rocío y ver su obra.  Nunca agradeceré lo bastante a mi amigo Jorge el haber propiciado ese encuentro. 
     Nuestra conversación transcurrió, casi desde los primeros momentos, con la naturalidad y la confianza de una amistad muy vieja, interrumpida apenas por los trajines de un viaje.  Café de por medio, Rocío me ofreció la hospitalidad que yo más necesitaba: la de su propio trabajo.  Uno a uno, fue sacando sus cuadros de la serie "hombres, machos, marineros" que, expuestos a la luz, parecían cobrar vida propia.  El viaje a La Habana me había sumido, casi desde la llegada misma al aeropuerto José Martí, en un discurso político de mesas informativas, logros revolucionarios, exacerbación nacionalista, masificación de la cultura y, por supuesto, todo esto armado en el imaginario de fuertes presupuestos heterosexuales.  Y resulta que, en medio de ese discurso homogéneo, en medio de esa Habana monolítica y masificada, se inscriben precisamente la violencia del deseo individual, la sensibilidad homoerótica de los "machos" de Rocío; "machos" en los que sorprendemos al unísono la ternura y lo grotesco, la violencia y el deseo -o mejor, la violencia del deseo, o el deseo de la violencia- y, también, el gesto amanerado, la deconstrucción del artefacto "macho", de su esencialismo.  Porque lo más sorprendente en la obra de Rocío es la desestabilización de las categorías, desestabilización que en modo alguno puede ser considerada al margen de los esfuerzos oficiales por fortalecer, encuadrar, delinear sin ninguna ambigüedad, categorías como nación, hombría, colectividad.  Es en este sentido que el trabajo de Rocío se erige como subversión del discurso oficial, tanto en la arena política como en la cultural. 
     Los cuadros de Rocío no son "cubanos" en el sentido tradicional (carecen de color local), pero por otra parte son "cubanos" (si se nos De la serie hombres, machos, marinerospermite usar la falacia de este esencialismo), puesto que expresan una estética que pudiéramos llamar de viaje, de tránsito.  Aquí los "hombres", los "machos", son esencialmente "marineros" (hombres de mar, cercanos al mar, que sueñan con el viaje, que quieren/no quieren viajar), y su sexualidad, también viajera, es proclive al cambio, a las migraciones del deseo, al oleaje de la mirada.  Quizá por eso los cuadros de Rocío son tan "cubanos", aún sin serlo, justamente por cuestionar el esencialismo de "lo cubano".  Estos cuadros apuntan con inusitada vehemencia a la crisis de las categorías de género, pero sobre todo, a la de la categoría misma de sujeto.  Curiosamente, se instalan en la experiencia del cubano de hoy que escucha hablar todo el tiempo de la nación, de la patria -es decir, de conceptos homogéneos y homogeneizadores-, mientras se ve lanzado al vórtice de una economía de "sálvese quien pueda" y en la que cada vez más se impone el "todo vale".  Se trata, pues, de un baile de máscaras en el que la del cuerpo adquiere más y más un valor de cambio -entiéndase, sobre todo en moneda "libremente" convertible- y su identidad sexual misma se revela tan precaria y elusiva como su identidad política. 
     Mientras en la Isla los cuerpos juran el "Juramento de Baraguá", en los lugares más insospechados de la ciudad, en las catacumbas del deseo y de detalle del cuadro anteriorla necesidad, esos cuerpos se entregan, se cambian, se venden o resisten, urgidos por una demanda impostergable: sobrevivir y ser felices (exigencias que, paradójicamente, implican tanto el amor como el crimen).  Algún día se verá con claridad meridiana que los cuadros de Rocío, amontonados unos sobre otros en su estudio, sin haber alcanzado quizá grandes ventas, ni el merecido espacio en las galerías de los coleccionistas (claro, quisiéramos equivocarnos) eran el testimonio de ese dramático cambio que, a pasos agigantados, se operaba en la conciencia del cubano.  Estética insular, del aislamiento y la diferencia, la obra de Rocío García se conecta, a través de las pasarelas del deseo, con la cultura del bar gay de San Francisco y de Nueva Orleáns.  Pero, más que con ella, se conecta con la incertidumbre del sujeto moderno que no sabe si el sexo que ve en el espejo es el de una geisha, el de un luchador, el de un macho, el de un marinero, el de un hombre, o el de un héroe, o si es apenas un artefacto con que jugar y masturbarse, apto lo mismo para matar, y para procrear, bien sea como padre o madre, o como padre-madre, un semejante, la nación, un sexo al que puede exigírsele cualquier cosa excepto un juramento de lealtad. 

Francisco Morán 
Arlington, 21 de julio del 2000 
 

 Una poética al borde... 

(acerca de las seducciones de Ramón) 

... ser mujer en el mundo del arte es algo no sólo habitual sino ya casi vulgar
R. Olivares

                                                por Andrés Isaac Santana 
                                                crítico e investigador de artes plásticas 

Algún tiempo atrás, el crítico cubano Gerardo Mosquera advertía sobre la presencia recurrente de un imaginario femenino en las artes visuales cubanas, a consecuencia de las aperturas y ensanchamientos del sistema de enseñanza del arte en Cuba, de inobjetable tradición falocentrista1 . Desde entonces, se han sucedido una serie de artículos, conferencias, proyectos investigativos de prestigiosas instituciones, que buscan diagnosticar, en algunos casos de un modo casi notarial, la presencia de la mujer en el topos artístico, reforzando el interés sobre aquellas propuestas que, se piensa, expresan "la suma de la mujer artista". Y es justamente en el intento por recobrar de los enclaves de la alteridad obligada eso que nombran experiencias de la mujer artista, donde las críticas feministas del patio han encontrado sus propios derroteros que por fuerza tienden un manto de sombra sobre figuras que ameritan, amén de un respeto como seres humanos, una mayor atención por parte de la crítica. 

Todo parece indicar que la mirada a la supuesta alteridad femenina compromete, en no pocos casos, una perspectiva de género más virtual que real. Los acercamientos a la plástica cubana que enarbolan una postura de género terminan por convertirse, al margen de sus elementos plausibles, en nuevas totalizaciones excluyentes que abominan la otredad. En principio, porque la epistemología sobre la que se sustenta esta retórica tiende a reconocer un único concepto de mujer indefectiblemente ligado a la heterosexualidad, por lo que la mirada sexista, en tanto institución cultural y criterio reductor, aún sigue gozando de un gran rendimiento en el ámbito de nuestra cultura. Tal enfoque crítico resulta una insoslayable evidencia de la real naturaleza sexista, racista y heterosexista de determinadas voces que tras un disfraz multicultural, democrático y enroladas con las posibilidades que brinda el mercado de la diferencia, hacen un uso interesado de la otredad con obvias pretensiones de jerarquización , lo que restringe el pretendido alcance de una mirada sesgada ideológicamente. 

En otro orden, y excluyendo el factor de orientación sexual del sujeto productor de símbolos, salta a la vista otro problema que demandaría una observación más aguda, acaso menos militante: lo referido a la reducción estereotipada del imaginario femenino a unos cuantos tópicos de representaciones que va anunciando los primeros síntomas de su crisis. Resultaría ocioso insistir en que la creciente incorporación de la mujer al terreno del arte ha favorecido una mayor variedad y lubricidad del tradicional sistema de representación artística a través de formalizaciones ideoestéticas diversas, incorporación de materiales específicos tributarios directos de los espacios culturales de la femenidad, alteración de morfologías canónicas, expropiación y subversión de los manejos habituales del cuerpo femenino generalmente fetiche de una mirada depredadora y, sobre todo, la incorporación de la intimidad-confesional activada en calidad de tema. Sin embargo, estos elementos, entre otros, no deben constituirse como parámetros geralizadores rígidos a la hora de la validación/legitimación estética frente a obras que, realizadas por mujeres, no apelan a estos signos ni hiperbolizan la condición natural de mujer como garante del éxito y el reconocimiento social. En tal caso no es la recurrencia a un tema u otro (en el que la sintaxis artística se define casi siempre por la mediatización del cuerpo de la artista) lo que basta, sino la perspectiva, los enclaves analíticos desde donde se coloca la mirada que la hagan apartarse de los esquemas de observación masculinos. 

De ahí que la serie "Hombres- machos – marineros" de la artista Rocío García actualice una discusión cuya polémica aún no ha quedado agotada ende la serie hombres, machos, marineros torno a si realmente existe un arte de la mujer o una poética intrínsecamente femenina con una hermenéutica particular. Este ha sido uno de los puntos neurálgicos que marcan la controversia entre diferentes movimientos feministas, recibiendo fuertes críticas los que mantienen una orientación más ortodoxa que insisten en constatar una supuesta esencia femenina en las objetivaciones culturales que engendra la mujer al sustantivar el sentido hermenéutico de la obra en sintonía con un conocimiento de género predeterminado. Con el ánimo de reforzar el esencialismo femenino, y tomando como pretexto la inusitada presencia de la mujer en diferentes rubros del campo de la producción estética, las teorías feministas, quizás de un modo inconsciente, han enunciado unas cuantas premisas prácticas de identifacación que a la postre funcionan como parámetros valuativos rígidos ante otras realidades de valor igualmente inquietantes y susceptibles de una asistencia crítica. 

Con frecuencia, suele identificarse el arte femenino o la perspectiva feminista con aquella producción simbólica que refleja los problemas de la mujer. Sin embargo, en muchas ocasiones, cuando los estudiosos del tema tienen que definir esos problemas, su alcance, su real naturaleza, se crea una gran confusión teórica en gran medida porque, a la larga, definir cuáles son estos problemas y hasta dónde no comportan una común relación con la sensibilidad del otro, restringe el campo de acción del imaginario femenino, cuando la cartografía ideotemática de la producción artística contemporánea revela intrincados vericuetos de sentido que trascienden la inmanencia de los tópicos fijados por el discurrir teórico, presto siempre a empaquetar, etiquetar, con miras a la interpretación complaciente y facilista. En muchos casos la cuestión, un tanto equívoca, se articula sobre un esencialismo de bases biológicas que sustantiva el sexo autorial en el ejercicio semiótico de descodificación de los signos comprometidos en el discurso artístico, por lo que en la concurrencia a cierto tipo de exposiciones, resultan frecuentes frases del tipo: esto parece pintura de un gay o esto no parece hecho por una mujer; exclamaciones sorprendentes cuando provienen de personas instruidas y vinculadas a los procesos artísticos en el país. 

 Las razones son muchas y una vez más vuelvo al punto de inicio: el problema radica en la presunta reducción del imaginario artístico femenino a ideas temáticas que tienden a asociar el arte de mujer con problemas ( mejor quizás procesos) vinculados a la maternidad, al cuerpo, a la problemática sexual que cuestiona la modelación fetichista que del sexo femenino realiza la mirada masculina, así como a las circunstancias sociales de la mujer inexorablemente ligada a la vejación moral, la discriminación y el silenciamiento de la voz dentro de un sistema locutivo esencialmente masculino. 

Este mapa conceptual-temático, que por razones obvias, supone un replanteo de la mirada hegemónica y la postulación de un criterio artístico que comprende una visión personal del mundo, de algún modo - y he aquí la paradoja- invalida la inclusión de otras poéticas que, como la de Rocío, intenta conmprender el mundo desde una visión profundamente de mujer, aun cuando se interesa por la axiología masculina y especialmente, por la considerada un antivalor dentro de las redes de poder que genera el falocentrismo como centro emisor de discursos. Ello amplía su universo humanista desde su condición de diferencia. No resulta común que el otro observe y asista  al otro, en algún grado semejante a él, sin el tan socorrido ánimo de colonización ni exotismo desmedido. Para nadie resulta noticia el hecho de que cierto grupo social que por razones históricas ha sufrido el estigma de ser lo otro, en no pocos casos se arroga el derecho de aplastar otro tipo de otredad siendo víctima, por partida doble, de un exclusivismo fascistoide similar al que les aplazó la voz que ahora ellos luchan por vindicar dentro del sistema de la cultura. 

Ello explica, aunque caben otras razones de orden no venidas al caso, esa especie de amnesia que ha girado en torno a la obra de Rocío García. Los principales artículos que abordan la presencia de la enunciación femenina en las artes visuales cubanas de las dos últimas décadas no han prestigiado la obra de esta artista a pesar de la sobriedad de sus planteos ideotemáticos. De igual modo, su iconografía no ha encontrado espacio, asidero posible dentro de las compilaciones de artistas mujeres que realizan entidades legitimadas en el campo de la ensayística nacional. La referencia a la mujer creadora se agota en la mención obligada de unos cuantos nombres que ya no necesitan más reafirmación de su ego como mujeres ni como artistas, salvo el esfuerzo plausible de algún que otro proyecto curatorial y el enjundioso ejercicio legitimador de uno de nuestros más acerados críticos, al parecer una especie de mesías salvador de los espacios de forcejeo escabroso de la cultura que la mirada dominante prescribe2, la obra artística de Rocío García ha padecido de una injustificada ignorancia y el ostracismo de la mirada crítica de sus contemporáneos. 

La generalización de ideas restrictivas en torno a la naturaleza del arte femenino conduce al simplismo y, como si fuera poco al absurdo. De ahí la actitud de sospecha ( duda me parece más exacto) ante una serie que bajo el rótulo "Hombres- machos – marineros", resulta (quiéranlo o no) la narrativa de una mujer que intenta suscribir una única lectura del canon androcéntrico. Ello no quiere decir que Rocío esté hablando desde la voz hegemónica del sistema masculino, menos aún siendo víctima de lo que Judith Fetterly denominó inmasculación3, cuya patología central resulta la misoginia; sino que busca plantear una interpretación crítica, no por ello menos legítimamente, desde el margen y la diferencia. 

Las narrativas oficiales han tenido como máxima la exclusión de aquellas voces que al vislumbrar una sensibilidad y una conciencia distinta obtienen gratis el pasaje a los enclaves de lo subalterno, lo lateral. En un intento por subvertir la ideología de un proyecto cultural que se fundó en la exclusión de la otredad y cuyo paradigma revestía la configuración –casi por fuerza- de una personalidad modélica, Rocío trastroca las habituales relaciones de poder que cobran fuerza en el escenario social, toda vez que en los imaginarios que compromete su cartografía icónica, lo supuestamente marginal, cobra una inusitada hegemonía. La artista indaga en los sistemas simbólico-culturales que promueven un tipo de subjetividad homosexual. Subrayo la palabra tipo porque, al igual que la autora, me niego a aceptar los enunciados de algunas concepciones esencialistas para las cuales se trata de una totalidad, que vulgariza el asunto, lejos de distingos y complejidades particulares. 

Conociendo la agudeza de tintes casi antropológicos y la amplitud humanista que ha marcado el ritmo de su poética, resultaría en extremo superficial vincular esta serie al concierto de exposiciones que tras el pretexto de indagación en la identidad del otro devienen fatídicos intentos de satisfacer el morbo y el exhibicionismo exótico que demanda cierto tipo de recepción según el gusto dominante de determinados espacios culturales. A través de esta serie y en paralelo evidente con su iconografía anterior, denominada Geishas, la artista clama por una real profundización, de índole incluso psicoanalítica, en el controversial y eterno dilema de la identidad, esta vez desde un ángulo diferente de la mirada; desde una posición de diferencia que no contempla el desprecio al sexo del otro, lo que la separa y distancia ( no por azar) de las postulaciones feministas más ortodoxas lastradas por la propensión a entender al otro únicamente como agente perturbador, obviando que este otro ( el del falo) justifica su real existencia amparado en una insoslayable necesidad ontológica. 

Uno de los aspectos más sugestivos de esta última serie está justamente relacionado con el problema de la mirada, la subjetividad de un yo femenino que hurga, explora y escruta, con pericia y sin reparos, en la identidad masculina, una identidad masculina paradojalmente homosexual; la revancha de una homosexualidad ruda e hiperbólica con más de un detalle de femenidad. Rocío pretende advertir que el problema de la identidad no sólo afecta los enclaves simbólicos donde habitualmente se recluye la ontología femenina. De ahí que, liberada de las ataduras sentimentales que imponían el fantasma de las geishas, proceda a un singular emplazamiento y desconstrucción del eufemísticamente denominado sexo-fuerte. Bajo este ánimo exhibe una plural cartografía de machos sensuales que a solas, en grupo o frente al espejo en la búsqueda de aquello otro que complementa la indigencia simbólica de un yo escuálido, monolítico, degustan los placeres de una particular sensibilidad homoerótica confinada a los bajíos del infierno por el peso de la instancia heterosexual como única opción posible. 

Obsesionada por barrer supuestos esencialistas sobre los que inevitablemente se acentúan los saberes monológicos y oficiales y la dicotomía psicosocial del género (tributaria de un criterio biologicista), ensaya una alteración de las morfologías sexuales, teniendo en cuenta que los estereotipos sexuales tienen un fundamento más cultural que biológico. De modo que la serie "Hombres-machos –marineros" transgrede, por medio de un hedonismo incisivo, a ratos procaz, los modos tradicionales de representación del sujeto homosexual, generalmente ligado al mundo de lo femenino según las pautas que hace valer el discurso falocentrista al margen de los actuales criterios movidos por ciertas teorías desestabilizadoras del poder fálico. 

Mediante esta reflexión que afecta la noción de paradigma (en este caso el modelo fetiche del femenino), Rocío está proponiendo la disolución y revisión de un canon homofóbico que presupone la vejación y el rebajamiento moral de la figura del gay. Al hacer énfasis sobre el imaginario más resueltamente masculino, la artista insinúa la perversa expropiación y vaciamiento de sentido que el gay realiza sobre los principales atributos de masculinidad, refrendados por el peso de la tradición cultural, aspecto este que está teniendo una real pegada en el ámbito social. En los últimos años, muy a pesar del diseño homofóbico que promueven los medios oficiales, cuya característica fundamental radica en el amaneramiento de la anatomía homoerótica, los espacios laterales de la cultura son testigos de una reconversión del estereotipo homosexual al uso. En ellos viene ocurriendo una depuración y desintoxicación del modelo del gay que he dado en llamar la muerte del femenino, cuyo efecto más evidente se echa a ver en la singular hegemonía modélica de la masculinidad hiperbólica por sobre la efebización andrógina o la emulación del femenino4. No resulta difícil pensar que esta apoteosis del estereotipo deviene una estrategia ideológica que favorece el control simbólico y/o real sobre quienes detentan las estructuras del poder, amén de otras implicaciones de orden psicoanalíticas, sociológicas, históricas, culturales y epistemológicas que pudieran explicar la inusitada supremacía de esta figura que intenta suscribir el poder mediante la multiplicación de sus propias estrategias discursivas. 

La prevalencia de este modelo, signado por una especie de juego cínico, que recurre a la revancha de la mimesis y su edulcoración, ha despertado el interés y la preocupación de no pocas plumas de la antropología contemporánea, por lo que la obra de Rocío García, ontóloga finísima como la llamara el crítico cubano Rufo Caballero5, más que una metáfora  travestida (que de hecho hay bastante de ello en toda su obra) deviene documento, testimonio visual contundente y, por qué no, vía de análisis para un ¿problema? que sí tiene una existencia sintomática en el discurso cultural de los últimos tiempos. 

Bajo los efectos del relativismo cultural, la crisis de los absolutos ontológicos y la readecuación de las estructuras básicas del pensamiento que garantiza la narrativa posmoderna, pareciera una paradoja: la implementación de un modelo que promueve en sí una violencia de género, en tanto endiosamiento de un ideal excluyente, cuando la filosofía del proyecto aboga por lo neutral, lo travestido, lo ambiguo y lo androginal, como signos distintivos de un espacio heterotópico que desdibuja las unidades esenciales en pos de un travestismo generador de múltiples sentidos. Sin embargo, cabría pensar entonces, aturdidos por esa máxima nietzscheana del eterno retorno, en la versatilidad y/o vulnerabilidad de ciertos enfoques posmodernos que la lógica misma de la vida en su dramático discurrir inocula. Cuando nace el proyecto moderno nacen con él sus propios derroteros. El postmoderno parecía entonces la solución a tanta impropiedad absolutista; no obstante, los discursos se agotan, y el ser necesita de sus habituales asideros y utopías lejos ya de cualquier escepticismo agnóstico. Entonces, los absolutos siguen existiendo, el pensamiento racional se impone como premisa analítica, los modelos hegemónicos acentúan sus prerrogativas de dominación y en la sexualidad se siguen difundiendo identidades de género bien definidas con sus estereotipos monolíticos que aplazan cualquier identificación transversal de las categorías genéricas. De modo que si la realidad, a veces torcida, convoca a una vuelta a la personalidad moderna en tanto absoluto ontologizado con una sexualidad más reproductiva que hedonista, al menos degustaríamos el aliciente de que existe (y ya por siempre) el fragmento, lo oblicuo, la subjetividad lateral. No pretendo extenderme en el supuesto dilema del agotamiento del posmoderno, las posibles causas de esta sintomatología epocal las dejo a algunos de nuestros pensadores y críticos que dada su voluntad exegética y la agudeza de su pensamiento relacional pudieran figurar, sin dudas, como posibles culturólogos de la axiología presente muy a pesar de las limitaciones sobre las que llama la atención María Antonieta o la maldita circunstancia del agua por todas partes, de Carlos Díaz, excelente intérprete él mismo. 

Con el ánimo de favorecer una depuración del arquetipo del gay femenino en favor de una sustantivación del macho heroico al estilo de los excelentes dibujos de Tom of Finlam, la artista procura subvertir el imperativo cultural en torno a la figura del gay por medio de un desmontaje de los mecanismos e ideologías sexistas que lo habían dibujado femenino, un sujeto vulnerable a la vejación, la burla y la exclusión de la centralidad masculina de la cultura. Ello conecta esta serie, al parecer meramente hedonista y alejada de la asfixiante tropología que marca la poética del arte cubano más reciente, con una de las líneas ideo- temáticas que tienen lugar en el discurso homoerótico de la cultura contemporánea que he tenido la posibilidad de abordar de modo exhaustivo en un ensayo en proyecto de publicación6

Degustadora de lo lateral, y en franca sintonía con una de las vertientes de la serie hombres, machos, marinerosanalíticas del arte cubano contemporáneo que prestigia lo subalterno como valor susceptible a la representación artística, en los códigos sicalípticos de la autora pululan tipos y espacios signados por una alta cuota de marginalidad, según el ejercicio de clasificación que dispone y ejercita la (alta)cultura. El billar, las discotecas, la playa, los baños, los espacios ambiguos, duplicados por la recurrente y sugestiva presencia del espejo que registra y prolonga un que otro acontecimiento mórbido, son los escenarios elegidos por la autora para trazar una reflexión sobre la controvertida subjetividad de sus habitantes. Sujetos en los que se experimenta la apoteosis psicológica de lo perverso y lo profano, deudores inexorables de la clásica antinomia Tánatos-Eros. En su actuación, definida por la actitud lasciva de la pose y reforzada por la intensidad cromática algo teatral, espectrante de las mismas connotaciones metafóricas alusivas a la naturaleza pletórica de estos seres, los seductores protagonistas de la poética-Rocío ensayan el roce sardónico con el otro homólogo, el voyeurismo depredador de una mirada fetichista y la insinuación intelectual (pero posesiva), amén del goce que inocula la elipsis para lubricar los espacios de referencia. Espacios por demás alucinantes que encuentran un correlato de golpe en la filmografía de Pasolini por cierto dramatismo potencialmente contenido, aunque a nivel de la iconografía la relación intertextual más evidente alude a Querelle de Fassbinder. De cualquier modo ambos referentes, entre otros motivos, son empastados, en un espacio textual más abarcador, con el ánimo de mostrar los subterfugios de una psicología proscrita pero humana e igualmente deseable. En otro orden, la relación con el texto cinematográfico no se reduce a la cita de obvia implicación referencial, sino en el remedo a la naturaleza misma del hecho fílmico dado por el carácter narrativo de todas las series de la artista. 

En los más elementales tratados psicoanalíticos, se insiste en la existencia de una voz oculta en el subconsciente del sujeto, una especie de dualidad ¿Quién eres? de la serie hombres, machos, marinerospsíquica a la que sólo es posible el acceso mediante el lenguaje según el criterio autorizado (y aún actualizado) de Jacque Lacan. Embaucada en este conflicto, Rocío sustituye la licitud del verbo por la eficacia escrutadora del espejo en tanto superficie que desvela los intersticios más escabrosos de una identidad modélica. En tal sentido, el tríptico ¿Quién eres?, ¿Batman?, no, Soy un leopardo, focaliza un problema de alta complejidad psicológica referido al eterno y desgarrador dilema de la relación entre el yo y el otro que tan magistralmente resolvió Rimbaud, cuando de un plumazo súbito aseveró "yo es otro". Por entonces y ¿Quién eres? de la serie: hombres, machos, marineroshasta ahora mucha tinta ha corrido sobre el atormentador problema de la dualidad. Así, en su discurrir hermenéutico ¿Quién eres?…pone al día una de las zonas de reflexión que ha registrado un justificado  interés en el actual debate culturológico en torno al par identidad-alteridad. La pieza en particular, y la serie en su conjunto, suponen, y esto sin temor al riesgo que implican las generalizaciones, una complejización de las habituales miradas que en el contexto cubano se le han reservado a las tensiones identidad-alteridad, comúnmente entendidas en su¿Quién eres? de la serie: hombres, machos, marineros aplicación a problemáticas de índole y alcance exclusivamente sociales. Al redimensionar el verdadero origen psicoanalítico del binomio aludido por medio de un ser que ante la inquietante extrañeza del espejo intenta salvar la indigencia de lo que hasta entonces, y sin duda alguna, había tenido por verdadero, la artista se afilia a una de las ideas de Paul Ricoeur al interiorizar que "el otro no está condenado a ser un extraño, sino que puede convertirse en mi semejante, a saber, alguien que, como yo, dice yo". 

Con insistencia contenida, e igualmente incisiva, la artista obliga a pensar en el carácter ficticio, irreal de la apariencia exterior. Ello justifica la utilización del espejo como terapia de choque, exorcismo del alma, como medio que busca demostrar quienes realmente somos. El diálogo entre el yo y el otro emplazado en la textualidad artística pretende documentar los procesos psíquicos por medio de los cuales el sujeto toma conciencia de sí, de su realidad no sólo física sino cultural, toda vez que las representaciones de sí mismo, aun cuando parecieran distorsionadas, apuntan a la consolidación de una particular imagen de un yo contentiva de varios otros. Opuesta a la tradicional antinomia excluyente de la modernidad, Rocío no se reduce al enfrentamiento antinómico de realidades opuestas, más bien diseña un diálogo dramatúrgico entre el yo y el otro (el del espejo), no para descubrir que aquel marca los límites de nuestra identidad, sino para alertar que esa otra realidad hace parte del yo, es una relación inmanente que articula nuestra ontología. La obra escinde la identidad pero de un modo calmo, reflexivo en el que el yo y el otro disfrutan de la complicidad del desvelamiento, en uno de los casos hasta los insospechados límites de la excitación. En este tríptico la convocatoria al espejo acelera una metamorfosis que favorece la supremacía (no jerarquizada) de la identidad oculta. De ahí que lo que busca Rocío es establecer una relación entre el individuo y su realidad existencial, entre su apariencia virtual y su existencia real, todo ello desde una articulación poética y exquisito erotismo, incluso dramático, que no desconoce las aportaciones del psicoanálisis a la categoría del yo. 

Para la artista toda ontología está compuesta por fragmentaciones psíquicas bien heterogéneas en las que las aberraciones sexuales, las posturas irracionales, los escarceos sadomasoquistas que funden placer y dolor y lo moralmente reprobable pueden convivir junto a valores que, tenidos por "normales" y "psicológicamente sanos", la sociedad acepta y anima. Visto así, las piezas devuelven un ser humano desprejuiciado, postulan una subjetividad mucho más plural que no reconoce limitaciones éticas asfixiantes. El conjunto deviene un cuerpo poliédrico de miles de facetas expresivas en las que el juego con la imagen dual, con la vulnerabilidad varsátil de una identidad escindida denuncian las claves de ciertos deseos sexuales de circulaciones ocultas en medio de un palimpsesto de continuas y obligadas sublimaciones. Su insistencia en la alteridad ( es decir, la interiorización de un otro que somos nosotros) ha fracturado la unidad individual, la mismidad del sujeto cartesiano favorecida por la autoexploración y el desdoblamiento de un yo tenido por paradigma. En general la serie invita a una aceptación de lo otro, no del otro ajeno al yo, sino de aquello otro que inevitablemente hace parte de un nosotros. 

Con un sentido de la dramaturgia impresionante, la artista se sale de la reflexión psicológica y especula la licitud invulnerable de lo fálico a partir del reconocimiento de un sin fin de signos de acerado contenido homoerótico vinculados al espacio deportivo, un área de la cultura donde se privilegia la rubricación de los valores enteramente masculinos. 

Desde una concepción falocentrista las prácticas deportivas resultan los escenarios privilegiados donde los signos fálicos se consuman  y dialogan consigo mismos. El footboll, el boxeo, la lucha libre favorecen la consolidación de los estereotipos culturales sexistas, toda vez que en ellos el sexo fuerte debe, o mejor aún, tiene que resistir y vencer, tiene que soportar los dolores físicos y espirituales sin el asomo imperdonable del llanto porque –ya se sabe- los hombres no lloran. Por medio del deporte se garantiza la exacerbación de la identidad masculina; los valores del macho-man se rubrican en un escenario en el que lo importante es la competición y eficacia del triunfo que hagan valer su hegemonía como género y como sexo. Ello justifica la paranoia que se desprende de estos espacios épicos, plagados de restricciones e imperativos de comportamientos modélicos. Frente a la consumación de una figura deportiva resueltamente masculina, obsesivamente volcada a la epopeya en la búsqueda de reconocidos triunfos y de la veneración desmedida, los valores homoeróticos vendrían a ser el reducto execrable, la versión degenerada y falaz de una matriz que se juzga a sí misma de universalista. Vista así, la homosexualidad per se debe ser perseguida, innombrable y excluida del ámbito deportivo con miras a no infestar la salud de un diseño dramatúrgico en el que supuestamente el macho deportista no reconoce la ambigüedad, el debilitamiento de su hombría y, menos aún, el escarceo erótico con el otro semejante

Ante el criterio excluyente y homofóbico que declara contradictoria la naturaleza semiótico- lingüística del binomio homoerotismo-deporte, Rocío apuesta por una mirada irónica en la que manipula la colocación de las figuras para acentuar las tendencias homoeróticas latentes en los enclaves de la retórica deportiva. Las piezas Lucha no. 1 y Lucha no.2, de extraordinaria belleza, en cuyos soportes (y esto es algo extensivo al resto de las obras) lo pictórico cobra una real autonomía a partir de un uso económico de los elementos plásticos cercano a las exigencias estilísticas y conceptuales de la estética oriental, enfatizan la tesis de que signos decididamente homoeróticos son intrínsecos al espacio deportivo y su ideología7. No perder de vista que la retórica deportiva justifica que los hombres se tomen, se derriben o incluso se abracen y se besen en dependencia de lo excitante del juego. 

Subvertir entonces, como lo hace Rocío, el axioma heterosexual que desde siempre ha identificado a la actividad deportiva, comporta una transgresión de fondo más aguda, especialmente en los marcos de una cultura en la que el azúcar, el turismo y el deporte conforman una tríada, un credo sujeto a todo tipo de veneraciones por parte del discurso imperante. Al explorar los confusos códigos homoeróticos en el deporte, la artista intenta subrayar la homofobia que rige los espacios tradicionales de nuestra cultura, diseñada desde la perspectiva de la mirada masculina. 

Las metáforas, sublimaciones y continuas subversiones alcanzan un estado febril en el resto de los segmentos que comprende la serie en donde la seducción y el horror signan espacios de ambivalencia psíquica. La magestuosidad y el dramatismo "extraño" de los lienzos de Rocío, en los que el plomero restaura su pene obsedido por el temor a la pérdida de su hegemonía fálica mientras el asesino asecha el lecho donde se plenifica la cópula homoerótica a la que él fue quizás sólo invitado en calidad de voyeur, devienen en verdaderos ensayos pictóricos (en el sentido más literal del término) donde se explícita la sutil relación dialógica entre la explosión  orgiástica del eros y las inexorables cortapisas que impone "el principio de realidad". En cada lienzo de la artista la personificación del placer es vigilada por la asechanza del crimen, por el peso de una oculta acción asesina que metaforiza la lapidaria formulación de Foucault: Vigilar y castigar. Salvando la distancia, dada la naturaleza de los textos y sus contextos, me fascina pensar que Rocío emula, desde el discurso iconográfico, la sobriedad teórica de Norman O. Brown y Hebert Marcuse quienes han observado desde mucho antes las complejas relaciones entre erotismo y libertad con el ánimo de superar el empirismo freudiano. 

Por medio de esta indagación en los estados límites, en la obra de la artista  se puede intuir el interés por atemperar las aristas neuróticas de ciertos discursos totalitaristas que diseñan entidades psicológicas monocordes, desprovistas de matices y vericuetos que en realidad conforman la cultura humana. A juzgar por los textos de Rocío, sería prudente una conciliación de los opuestos, una comunión aceptable entre Eros y Tánatos que promueva una modificación de los dictados fijados por el proyecto civilizador. Ante la autenticidad de este ensayo no queda más alternativa que abogar por la muerte del radicalismo y asumir, aunque en ello se nos deshaga la arquitectura de una enseñanza aprendida, la rendición de un tipo de razón que no alcanza a explicar la riqueza y diversidad de la existencia humana. 

Los estudios de la intertextulidad aseguran que la importancia de un texto depende de su relación con los textos que lo preceden y suceden. Por ello, me aventuro a aseverar que la serie "Hombres- machos – marineros" marca un punto ciertamente importante, ansiado por muchos, dentro de la vertiente homoerótica que está teniendo lugar en el arte contemporáneo cubano. La explicitud y sinceridad de esta serie pone en entredicho la ortodoxia ideológica  y estructural del discurso hegemónico falocentrista a partir de una curiosa, penetrante y desmedida indagación en las formas que adquiere lo tabuado en el campo de la sensibilidad homoerótica masculina. La sobriedad conceptual y la alta densidad artística resueltas en esta serie, hacen de Rocío una maestra dentro del conjunto más prestigiado de firmas que conforman los listados de lo mejor de la producción estética contemporánea. El alcance de sus planteos y formalizaciones en torno a la identidad masculina y la expresa variación en los ángulos de la mirada obliga a repensar los criterios con los que  suele ser juzgado el arte de la mujer, porque de lo contrario las miradas hormonales insistirán, quizás en vano, en descubrir el supuesto alter ego masculino de la artista. 

Notas 

1.  Cf. Gerardo Mosquera: "¿Feminismo en Cuba?", en: Rev. Revolución y Cultura, No. 6, 1990.  Y Catálogo: Aimée García, vestida por un ángel.  Centro W. Lam, mayo, 1996. 
2.  Cf. Rufo Caballero: "Sano y sabroso, el borde deseando", en Rev. Unión, No. 32, 1998. 
3.  Citada por Betriz Suárez Briones en: "Feminismo: qué son y para qué sirven", Rev. La Página, No. 29, 1997. 
4.  Cf. Andrés Isaac Santana: "El objeto visual del otro deseo, ¿oscura ambiguedad del ser?"  Tesis de grado. Facultad de Artes y Letras. Universidad de La Habana, 1999. 
5.  Cf. Rufo Caballero: De Profundis.  Catálogo de la exposición Hombres, machos, marineros. Galería Habana, septiembre de 1999. 
6.  El texto aparecerá bajo el título: "El homoerotismo como desconstrucción del estereotipo: la muerte del femenino y la instauración del macho-man". 
7.  Sobre la apoteosis colorística de Rocío y el excelente manejo de los complementarios con evidente dosis de intencionalidad ver el texto del catálogo de la exposición Hombres, machos, marineros
 

De Profundis  (fragmentos, catálogo de hombres, machos, marineros) 

por Rufo Caballero, crítico de arte 

[...] 
Cultura y vocación de libertad no son lo que falta a Rocío García, una mujer bellísima, mayúscula pintora, cuentapropista de la faena porque la vida se nos haga cómplice del placer, no de la soberbia.   Si algo trasmiten sus nuevos cuadros es una enorme sensación de expansión.  Tienen la virtud que reporta la burla del tabú, de la prohibición demencial, pero ese salto se da para probar con serenidad la utopía de lo feliz, no para construir panfletos de otro tipo ni para organizar barricadas de vencimiento. 
[...] 
Ontóloga finísima, la artista se hace de un todo a la sicología con el grupo de obras sobre el billar.  Escoge espacios heterotópicos de distinto alcancede la serie hombres, machos, marineros pero igual proclividad a la comulgación secreta o parcial (la cancha, el puerto, el billar, el baño, las duchas), espacios de exorcismo que permiten al ser la liberación de los fantasmas.  Los densos flirteos por medio de la mirada erigen a los cuartos de billar en los más fastuosos abrevaderos de la seducción.  No de balde estas piezas son de las mejores desde el punto de vista morfológico: el cruce de miradas y gestos "sorprendidos" le permiten a la pintora las más articuladas composiciones a partir de líneas estructurales y fugas sumergidas que establecen una coreografía del placer elíptico, del don seductor que se escuda en la masculinidad excluyente del billar.  En el billar, como en la mili, el hombre siente protegida su masculinidad del ojo de la mujer, y allí de la serie hombres, machos, marinmerosentonces exaspera su condición de género en una estrategia de afirmación que parte del dominio o el sometimiento al otro.  La situación del plomero (con una llave que es su falo, irónica metonimia visual)que se hace el sueco mientras en el baño más próximo sucede algo "inquietante", las posesiones y rebajamientos sadomasoquistas como una danza de la siquis, constituyen variaciones sobre el tema de la emancipación de la sexualidad sumergida o el eros preterido, que tienen su más incisiva expresión en la tipología de las figuras ante el espejo. 
[...] 
[...]  Rocío es otra empecinada estudiosa del diálogo entre Eros y Tánatos; su campo es otra vez (como antes lo fueron los suicidios pactados con enorme pasión entre las geishas) la trabazón de amor y muerte que subsiste en todo erotismo, la complicidad entre vértigo y seducción, placer y mutilación.  Despiadada conocedora de la intimidad humana, es capaz de encontrar el más amoroso gesto en medio de un asesinato; es capaz de emocionarse (sí, es un privilegio) con la encantadora turbulencia que aletea en la muerte por amor. 
[...]