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Rescatamos una artículo sobre Casal que no se había vuelto a publicar desde que apareciera en el volumen Bronces y Rosas, de Eulogio Horta (La Habana, Imprenta Avisador Comercial, 1903). El libro apareció con un prólogo de Aniceto Valdivia (Conde Kostia). Este texto breve de Horta lo presentamos como modesta contribución a la bibliografía existente sobre Casal. Otra esquirla de memoria que preservamos.



Julián del Casal

A Antonio San Miguel.

                "Amore et dolore sacrum."

Eulogio Horta

na vez más he abierto el cofre de los recuerdos, y exhumado las cartas íntimas y los libros que en generosas dedicatorias me expresan la lealtad fraternal del gran amigo venerado. Semejantes al sauce de Musset, estos libros, aun en vida del poeta, han sido siempre tristes, representando angustias y sufrimientos que son también los nuestros. Sus ritmos nos torturan y nos oprimen. La composición Cuerpo y alma fue su adiós magnífico para entrar sin transición en la gloria y legarnos intactos su ensueño y su lúcida visión del arte.
     Aunque la inmortalidad no presentase otra forma más evidente que la del recuerdo trascendiendo al porvenir, ella sola bastaría para ser ambicionada por los que se hallan de tránsito en el miserable esferoide que llamamos tierra. Casal es de los nombres perdurables en la historia literaria cubana.
     Fuí amigo fntimo del bardo melancólico, y porque lo amé, porque lo comprendí y con él vivía en deleitable comunión espiritual, puedo asegurar que Julián del Casal, después de quince años que hace nos abandonó, continúa seduciéndonos con sus sutiles y puras confesiones y la voluptuosa elegancia de sus estrofas. Los armoniosos acentos de sus versos de oro vibran con extraño placer en el alma de sus compatriotas, que los recitan con el mismo fervor que se elevan plegarias al Dios desconocido.
     Los poetas franceses decadentes y simbolistas, sistemáticamente obscuros, influyeron realmente en la manera del artista cubano, mas no hasta el punto de amenguar su inspiración ni de hacerlo difícil e incomprensible. Sus estrofas se desplegan como muselinas inmateriales; estrofas de incienso, reveladoras de exaltación íntima, conmovedora y femenina, santificadas por una gloria muy tierna y muy augusta. Las composiciones de su libro Nieve – el mejor de los suyos en mi concepto – son espectros de rosas, cadáveres de flores en descomposición, ecos lejanos de las cosas vividas que tienen el claro-obscuro del misterio. En su lirismo magnífico y flotante, místico y doloroso, nos deja ver su bella alma fortificada en los más valerosos sentimientos cristianos. En ocasiones los temas elegidos como fondo de sus poemas, parecen una ficción pavorosa privada de vida y de emoción, o como las figuras ideales de Burne Jones y de Rosseti, pero es indudable que nunca llega hasta la vaguedad.
     No busquemos desde luego en sus cantos el antiguo verso clásico cargado de honores seculares, aunque de él nos ofrezca excelentes modelos, mas tampoco creamos falsamente que tuvo culto exclusivo por el verso nuevo, libre de rimas y de exigencias prosódicas, producto del wagnerianismo y de la poesía inglesa y alemana. Busquemos en sus obras lo que mejor pudo y supo dar a sus contemporáneos: un frasco de oro puro con muy poca esencia,– la suficiente para perfumar una época,– hecha con millares de flores maceradas, al punto de poder decir que no se sabe si es un espíritu o una joya su poesía.
     Sonetos suyos hay, como el titulado Oración, que tienen el tono de plegarias y una armonía semejante al ritmo del corazón. Su mirada se convirtió de preferencia al pasado, que él imaginó menos brutalmente positivo que la época actual, pudiendo decir con Taine: «La antigüedad es la juventud del mundo».
     Por lo que toca á su filiación poética, hay que buscarla en la influencia victoriosa y fascinadora de las Flores del mal, donde se enumeran todos los pecados modernos, y en los magnificentes Festones y estragalos de Louis Bouillet; en las pedrerías deslumbrantes de Gautier, y señaladamente en los últimos parnasianos, Leconte de l'Isle, Heredia, León Dierx, hasta terminar en el verbo suntuoso de Sagesse y en las sugestiones extrañas y mórbidas de las pinturas de Gustavo Moreau. Pero por sobre todas las influencias extranjeras su musa original se transparenta en sus estrofas, con algo de susurro, de gemido, de inquietud y de confianza al mismo tiempo.
     El gran Hugo, semejándose a un Cristo, impuso un día sus manos a Artur Rimbaud proclamándole: «Shakespeare niño». El vate de Bustos y Rimas no pudo experimentar esa gloria sino a distancia, cuando Paul Verlaine le escribió diciéndole: a «Tú eres de los nuestros!» Como lo eran sin duda esos poetas de esperanza muertos recientemente: Ary Renán, Gabriel Vicaire, Albert Samain, Emmanuel Signoret, y el melancólico Charles Guerin.



     Aunque transcurran los años, las obras de Casal serán para nosotros como una copa donde beberemos la inmensa amargura de las cosas tristes, oyéndole cantar como un ángel, o gemir ansioso como un Jasón blondo coronado de rosas que seduce a la cruel Medea... 

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