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     La más verbosa ofrece a sus lectores dos ensayos: El amante de las torturas, o Eugenio Florit (casi) en persona, de Gustavo Pérez Firmat, y La carne de René o el aprendizaje de lo literal, de Jorge Brioso. De la carne de Sebastián a la carne de René; de la escritura de la carne a la carne de la escritura, aunque las aproximaciones a sus respectivos objetos de atención - preferimos no decir "de estudio" - difieren, a ambos ensayos los conecta sin embargo una especie de ensimismamiento que - a falta de un término mejor - llamaremos simplemente encarnado. Suculentos ensayos, que ofrecemos en bandeja de plata a los gustos más exigentes, a los cuchillos y tenedores de los comensales más pertinaces. Sólo una cosa está prohibida en esta, nuestra carnicería La Equitativa: desperdiciar ni una sola gota de sangre.
   
                
El amante de las torturas,

o Eugenio Florit (casi) en persona


Gustavo Pérez Firmat

           
                    Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido.
                                                                   Elías Canetti

     La primera parte de mi título retoma el de una crónica de Julián del Casal sobre un extraño joven — “uno de los hombres más raros, más sombríos y más originales que se pueden encontrar” — quien fatiga las librerías de La Habana a la caza de libros sobre mártires y martirios.  Al encontrarse con el joven en una librería, el narrador le pregunta por él al librero, y éste relata su visita a la residencia del joven, situada en las afueras de la ciudad, en un barrio frecuentado por “tipos enfermos, siniestros y espectrales.”  No menos rara que su dueño, la mansión despide un vaho de templo y lupanar.  Al entrar en ella, el librero observa que por una oscura galería desfila un mestizo cargando una cruz enorme, mientras que en el interior se oye el apagado chasquido de un látigo.  El piso del gabinete del joven está cubierto por una alfombra roja adornada con dibujos de plantas venenosas y sobre su mesa de trabajo el tintero y los lapiceros alternan con grilletes de oro, como si la escritura y la tortura fueran actividades gemelas.  Al escuchar el relato del librero—quien no piensa repetir la visita, pues le quitó el sueño por una semana—el narrador casaliano concluye que este joven, el amante de las torturas, “ha hecho del sufrimiento una voluptuosidad.” (1)
     Quisiera usar la crónica de Casal para acercarme a la poesía de Eugenio Florit, el poeta de la serenidad, del equilibrio, de la contención.  O sea, una figura de todo punto ajena a las truculencias de la crónica de Casal.  Reconozco que tal vía de acceso al autor de Hábito de esperanza parecerá inverosímil, cuando no descabellada (el descabello es otra forma de tortura).  A Florit no se le vincula con un “poeta maldito” como Casal, sino con la secta de los “benditos”:  Fray Luis de León, Francisco de Aldana, San Juan de la Cruz, Juan Ramón Jiménez.  Pero el Florit sereno y recatado — el amante de la apacibilidad — no es el único que debiera interesarnos.  Existe otro Florit — menos apacible pero quizás más original — que también se merece una crónica.  Hablando de su poesía en el 1935, el propio Florit dijo lo siguiente:  “En mis poemas veréis cosas fijas, claras, de mármol — lo clásico, en fin.  Y otras desorbitadas, sin medida, oscuras. [. . .]  Pero en unas y otras estoy yo.” (2)  Estas palabras se han leído como una explicitación de las dos vertientes poéticas de Doble acento (1937): formas clásicas y versolibrismo, poesía pura y superrealismo. (3)  Y se suele añadir que el “superrealismo” de Florit se origina en la influencia (pasajera) de los gustos literarios del momento, o en su deseo de agilizar su escritura apartándose del formalismo de las décimas de Trópico (1930).  Pero dejar así las “cosas” — las claras como las oscuras — es negarse a ver lo que subyace a esta disyunción estilística.  La falta de medida a que alude Florit no sólo tiene que ver con la métrica.  Y la pérdida de “órbita” — en un poema de Doble acento evocará “desprendidos planetas [que] van ardiendo” (OC, I, 137) — no responde exclusivamente a excesos verbales.  Adaptando una frase de Virgilio Piñera: en Florit la oscuridad no es estilo sino respiración.  Florit dice oscuramente lo que no se atreve a decir a las claras.  Más que oscuro, es opaco.  Ciertas zonas de su poesía se resisten no tanto a la claridad como a la transparencia.  
     A diferencia del librero de la crónica, el Florit de las cosas oscuras no se hubiera encontrado incómodo en el despacho del personaje casaliano.  En las paredes del despacho cuelgan cuadros que representan “escenas de tortura, escenas de sangre, escenas de crueldad, escenas de desolación.”  Es admisible suponer que una o varias de estas escenas retratara el martirio de San Sebastián, un tema frecuentado por Gustave Moreau, cuyos lienzos inspiraron varios poemas de Nieve.  La sugestividad erótica del cuerpo semidesnudo del joven soldado, atado a un árbol y traspasado de flechas, hizo de esta escena un lugar común del arte y la literatura finisecular.  Invocado en la Edad Media como protector de los soldados y los moribundos, ya en el Renacimiento Sebastián se ha convertido en modelo de la belleza masculina — “el Apolo cristiano” — y en particular del homosexual pasivo, hasta llegar a ser en nuestros días “el santo gay.” (4)  Y es precisamente el “Martirio de San Sebastián” de Florit, su poema más citado y recitado (por años formó parte del repertorio de Berta Singerman), el que permite trazar la trayectoria de su poesía desorbitada.
     Florit cuenta que escribió el poema una noche en el 1935 después de asistir a una función de baile en el teatro Auditorium, durante la cual Alejandro Sakaroff hizo “una mímica estupenda” de San Sebastián basada en la música de Debussy para la pieza dramática de Gabriele D’Annunzio, Le martyre de Saint Sébastien (1911) (OC, III, 228).  Juan Ramón Jiménez, que por esa época estaba en La Habana, escucha el poema en un recital y tanto le gusta que pide conocer a su autor.  Juan Ramón y Florit se hacen amigos y un par de años después, cuando se publica Doble acento (1937), el libro viene avalado por un prólogo de Juan Ramón, donde afirma que “Martirio de San Sebastián” es el “alzado acento central” de toda la colección. (5
     A partir de entonces, la crítica no ha dejado de ensalzar el “Martirio,” viendo en él no sólo el poema más logrado de Florit sino una de las cumbres de la poesía hispanoamericana.  Los que se han ocupado del poema han insistido unánimemente en su dimensión piadosa, el “temple religioso” que se irá acusando cada vez más en la obra del poeta. (6)  “Martirio de San Sebastián” expresaría, entonces, el “intenso afán de trascendencia” del autor y su “entrega total al espíritu sin contaminaciones terrenales.” (7)  Siguiendo una pista de Juan Ramón, para quien el poema se asemejaba a un “místico islote de hermosura,” Marta Linares Pérez hasta ha podido leer leer el “Martirio” como una trasposición lírica de las tres etapas del ascenso por la escala mística. (8)  No niego la coherencia de estas lecturas, con las que el propio Florit seguramente estaría de acuerdo; pero sí diría que ellas tienden a desviar la mirada de lo que el poema, desde los primeros versos, nos pone delante de los ojos: el cuerpo del mártir.

Sí, venid a mis brazos, palomitas de hierro;
palomitas de hierro, a mi vientre desnudo.
Qué dolor de caricias agudas.
Sí, venid a morderme la sangre,
a este pecho, a estas piernas, a la ardiente mejilla.
       
El resto del monólogo se ocupará de completar este minucioso catálogo anatómico, añadiendo a la lista otras partes del cuerpo:  labios, huesos, músculos, ojos, manos, boca, nariz, corazón, sienes, frente y entrañas.  Sebastián no sólo nos deja ver su cuerpo, sino que lo exhibe.  Los deícticos — “este pecho,” “estas piernas” — dirigen, casi obligan, al espectador a demorar la mirada en cada órgano o miembro.  Simultáneamente paneo y close-up, la detenida enumeración le infunde a la postura del mártir el histrionismo y la estetización de la pose.  
     Aun así, no es difícil entender porqué la crítica ha pasado por alto la corporalidad, la carnalidad, del “Martirio.”  Florit no es un poeta del cuerpo, y menos de un cuerpo a la intemperie.  Su poesía se refugia en espacios interiores, sean éstos materiales o anímicos.  En poemas como “El hombre solo,” “Nadie conversa contigo,” “El solitario,” “El miedo” y tantos otros, Florit escribe — y se describe — recluido en una “esquina lejana,” en un  “castillo interior” (el titulo de uno de sus últimos libros) que lo aparta y que lo ampara:  “Hacia dentro, hacia ti, lejos de fuera” (OC, I, 61).  Su órbita gira alrederor de este reducido centro vital.  Pero el “Martirio de San Sebastián” se escapa de esa órbita, puesto que transcurre en un escenario que realza la visibilidad:  ya no castillo sino vitrina.  El hablante no es la “hormiguita silenciosa” (OC, VI, 48) de los otros poemas sino un cuerpo desnudo que reclama su deseo.  Como señalara Ángel del Río hace años, lo habitual en Florit es la sublimación estética o espiritual. (9)  En “Martirio” no hay sublimación — o si la hay, es una sublimación ineficaz, frustrada, que no logra desprenderse de “contaminaciones terrenales.”  El tema de “Martirio de San Sebastián” no es el fervor; es el ardor. Y aunque no es el único poema de amor que Florit escribiera, sí es su único poema erótico, el único donde Florit, al mostrarnos el cuerpo del mártir a la intemperie, exhibe el suyo propio.    
    A pesar de la admiración de Juan Ramón por este poema, no dejó de inquietarle su carga y descarga erótica, hasta tal punto que creyó necesario aclarar que el San Sebastián de Florit, “noble poema aislado,” nada tenía que ver con sus precedentes literarios.
 
Días después de llegar [a La Habana] oí en un acto público el “Martirio de San Sebastián.”  Al empezarlo el declamador sobrepuesto ya en imagen recordada, le dije a Camila Henríquez Ureña, que estaba a mi lado:  “¿D’Annunzio, García Lorca?”  Empezó el poema; y no, ni García Lorca ni d’Annunzio . . . ni Alejandro Sakaroff por fortuna para Florit (para ellos tres) y especialmente para todos los demás.  Nada parecido a ‘otra cosa,’ a pesar del posador que figuraba, a lo Lorca, la alusión al bailarín ambiguo que vio a Ida Rubinstein, vanidosa bailarina internacional, en lo de d’Annunzio.  Un noble poema aislado, como un místico islote de hermosura sola al redondo sol cenital de la primavera poética, hermano nuevo, abajo y arriba, en fervor y apretura, de ciertos islotes del gran CRISTO de Unamuno; esto más maduro, más conceptuoso y más recio y lo de Florit más tiernamente plástico, más sensualmente movido, más familiarmente divino.

Todo el pasaje está destinado a conjurar la peligrosidad sexual del mártir.  Juan Ramón esgrime dos argumentos un tanto incompatibles: por un lado, insiste en el carácter único del poema (su prólogo se titula “El único estilo de Eugenio Florit”); pero por el otro, le inventa una genealogía alterna.  Niega el parecido del “Martirio” con lo que fuera su fuente de inspiración, el ballet de Debussy, en el que el papel de Sebastián fue originalmente desempeñado por Ida Rubinstein, la amante judía de D’Annunzio.  Al mismo tiempo, si el Sebastián judaizante y feminizado de la Rubinstein es inaceptable para Juan Ramón (como lo fue para el Arzobispo de París, que prohibió a sus fieles la asistencia a la pieza), no lo es menos el Sebastián afeminado que encarna en Sakaroff, el “bailarín ambiguo,” y en García Lorca, quien dejó múltiples testimonios de su fascinación con el mártir.  En su lugar, Juan Ramón pone El Cristo de Velázquez de Unamuno, aunque ni él mismo puede pasar por alto las enormes distancias en sensibilidad y arquitectura entre los dos poemas.   
     En vez de hacer un retrato de San Sebastián — tal como hace Unamuno con el Cristo de Velázquez — Florit deja que Sebastián se retrate a sí mismo.  Igual que en el ballet de Sakaroff, todo el poema consiste en una “mímica estupenda” donde la voz del poeta se funde con la del mártir.  ¿Quién dice, “Sí, venid a mis brazos”?  Imposible darle una respuesta “clara” a esta interrogante porque, en mayor o menor medida, todo poema lírico se apoya en la identificación del hablante con el poeta.  Incluso en situaciones como ésta, en que el autor asume una identidad ficticia, el poema pone en juego el “doble acento” de su primera persona.  En el “Martirio” lo único que nos permite discriminar entre autor y personaje es el título, ya que el hablante nunca revela su nombre.  Igual que la leyenda de San Sebastián, el poema depende de “conversiones”:  Florit se hace mártir, y el mártir se hace poeta.  Quien nos habla no es ni el poeta ni el mártir, sino la voz doble del poeta-mártir.    
    Y no es ésta, por cierto, la única “rareza” del “Martirio.”  En la iconografía religiosa San Sebastián aparece con la cabeza ladeada y los ojos puestos en el cielo (así, por ejemplo, en el San Sebastián de El Greco).  En el “Martirio” Sebastián dirige su mirada y sus palabras a las flechas que se aproximan.  En vez de la expresión lánguida y el cuerpo exánime de la tradición iconográfica, Florit nos ofrece un Sebastián ávido de dolor, amante de las torturas.  La primera palabra “Sí,” repetida seis veces a lo largo del poema, anuncia la receptividad del mártir a su martirio.  Este gesto se subraya con el imperativo que sigue, “Venid,” cuya asonancia con el adverbio inicial redobla la afirmación.  Sebastián no se somete a la tortura; la reclama.  A diferencia del hablante típico de la poesía de Florit, cuyo proyecto es establecer o preservar distancias, el hablante del “Martirio” — quien repetirá “Venid” ocho veces en su monólogo — solicita el tacto, el contacto.        
     En contra de la opinión de Juan Ramón, tanto la situación enunciativa del “Martiro” como los gestos afirmativos del mártir hallan su precedente en Le martyre de Saint Sébastien.  Amarrado al árbol, a punto de ser traspasado por las flechas, el Sébastien de D’Annunzio interpela a los arqueros de quienes fuera jefe: 

Il faut que chacun
tue son amour pour qu’il revive
sept fois plus ardent.  O Archers,
Archers, si jamais vous m’aimâtes,
que votre amour je le connaise
encore, à mesure de fer!
Je vous le dis, je vous le dis:
celui qui plus profondément
me blesse, plus profondément
m’aime. (10)

[Es necesario que cada uno
mate a su amor para que él reviva
siete veces más ardiente.  O Arqueros,
Arqueros, si alguna vez me amaron,
que vuestro amor yo lo conozca
otra vez, medido en hierro.
Les digo, les digo:
el que más profundamente
me hiere, más profundamente
me ama.]

No debe sorprendernos que este pasaje haya provocado la censura de la Iglesia, ya que más que una profesión de fe es una declaración de amor.  La identificación del amor con el dolor y la connotación carnal del “conocer,” aunado al recidivismo del “otra vez,” expresan una voluptuosidad nada piadosa.  Y el hecho de que Sébastien le hable de tal manera a un grupo de jóvenes viriles subraya lo escandaloso del pasaje.  Ahora bien, las huellas de este monólogo atraviesan todo el “Martirio.”  El amor “ardiente” de Le Martyre tiene un eco en la “mejilla ardiente” del “Martirio.”  El “hierro” reaparece en las “palomitas de hierro.”  Cuando el Sebastián de Florit se compara a un “lirio de estremecidos pétalos,” evoca a su precursor, cuyo epíteto es “le Lys de la cohorte,” el Lirio de la cohorte de arqueros (49).  La petición de ser herido “profundamente” se hace realidad cuando la última flecha se aloja “en un rincón de las entrañas.”  Incluso los repetidos “sí” calcan las imploraciones de Sébastien a sus verdugos:  “Oui, Sanaé, oui, mes archers, / c’est que je veux” [Sí, Sanaé, sí, mis arqueros, / esto es lo que quiero] (46).  Y la partitura de Debussy está implícita en “las aéreas músicas” que el mártir escucha durante su agonía.  Esa indeseable “otra cosa” — indeseable por deseosa — estigmatizada por Juan Ramón  forma el núcleo del poema y se alía a las otras “cosas oscuras” de Doble acento.   
     No menos significativas, sin embargo, son las divergencias entre el “Martirio” y Le Martyre.  Florit retiene el apóstrofe, pero lo desvía de los arqueros a sus flechas, así atenuando un tanto el desembarazado erotismo del modelo.  Pero esas “palomitas de hierro” (palomitas por alusión a los ailerons o aletas de las flechas, también mencionadas en Le martyre) no logran disimular la tónica homosexual del monólogo.  Mirella D’Ambrosio Servodidio ha notado la “indirección” de Florit al tratar temas eróticos. (11)  En el “Martirio” la indirección se manifiesta en dos niveles: el autor se escuda detrás del mártir; y el mártir se escuda al dirigir su llamamiento no a los arqueros sino a sus flechas.  Algo parecido ya había ocurrido en la crónica de Casal, donde el sujeto deseante también queda doblemente desplazado — de Casal al librero y del librero al joven.  Pero si un habano a veces es sólo un habano, un flechazo no es siempre sólo un flechazo, en particular cuando las palomitas ostentan un “pico rojo” que se hunde en el “haz de músculos” del poeta-mártir.  La connotación fálica de las palomas se hace más patente aun cuando cambian de género para transformarse “duros ángeles de fuego” y “pequeños querubines de alas tensas.”  Cabe añadir que el “Martirio” no es el único poema de Doble acento por donde vuelan palomas ardientes:  “Tibio rozar de palomas en vuelo / con un ardor de misterio en agraz” (“Viejos versos de hoy”; OC, I, 125); “Vuelan ardientes palomas de brisa / por el norte y el este, por el sur y el oeste” (“Recuerdo para 1830”; OC, I, 91).     
     La apetencia sexual del poeta-mártir queda en evidencia desde los primeros adjetivos que usa para describirse:  “desnudo” y “ardiente.”  Su “vientre desnudo” de nuevo pone el poema en relación con las tradición pictórica, ya que en los cuadros sobre el tema el mártir lleva un breve paño que apenas le tapa el pubis.  Pero aquí también Florit se desvía de sus fuentes.  San Sebastián usualmente se retrata con flechas en el costado (alusión a la agonía de Cristo), en el cuello, en el pecho, en los brazos y los muslos, pero nunca en el vientre.  En el Sebastián de Berruguete, las flechas se escalonan en los dos costados, formando un marco para las partes del cuerpo que permenecen ilesas: la cara y el vientre.  Algo parecido ocurre en el Sebastián de El Greco: el mártir está flechado en el corazón, el costado, la cadera, el muslo, pero la cara y la región del pubis — la “mejilla ardiente” y el “vientre desnudo” — se salvan de las saetas.  Sólo en las versiones contemporáneas del martirio, que representan a Sebastián abiertamente como símbolo gay, se ignora esta proscripción — proscripción motivada sin duda por el deseo de no recalcar el erotismo de la figura — y entonces las flechas atraviesan hasta el pene (como en “Seis billones de Sebastianes,” de Antonio Bou, alusión a la epidemia del SIDA).
     También es preciso notar que el mártir se queja por primera vez — “Qué dolor de caricias agudas” — inmediatamente después de solicitar el flechazo en el vientre.  A la vez gritos de gozo y de dolor, estas eyaculaciones se irán acentuando a medida que las flechas vulneran su cuerpo:

Ay!, qué acero feliz, qué piadoso martirio.
Ay!, punta de coral, águila, lirio
de estremecidos pétalos.  Sí.  Tengo
para vosotras, flechas, el corazón ardiente,
pulso de anhelo, sienes indefensas.

Poco después, el instante del éxtasis queda apuntado por una metátesis:  el “Ay!” del placer en aumento se invierte en el “Ya” de la consumación:   
 
Ya, qué río de tibias agujas celestiales.
Qué nieves me deslumbran el espíritu.

El primero de los dos alejandrinos, que describe el desbordamiento orgásmico, señala el punto de más intensidad del poema, y también nos depara una sorpresa.  Cuando el lector avanza del primer al segundo hemistiquio, el sustantivo que anticipa es “aguas”:  “Ya, qué rio de tibias /  aguas celestiales.”  Y, de hecho, el vocablo “aguas” está incluido dentro de “agujas.”  Mas al sustituir éste por aquél, al surcar el agua con una jota, Florit no sólo alude otra vez a las saetas, sino que agudiza la sensación de dolor-placer que estremece el cuerpo del mártir.  El aguijón del éxtasis es la culminación y el complemento de las “caricias agudas” que se habían mencionado al principio.
El segundo alejandrino mantiene la tensión, pero el tibio río se congela en “nieves” y el referente ya no es el cuerpo sino el espíritu.  El significado de este desvío se elabora en los versos que siguien:

Ya, qué río de tibias agujas celestiales.
Qué nieves me deslumbran el espíritu.
Venid. Una tan sólo de vosotras, palomas,
para que anide dentro de mi pecho
y me atraviese el alma con sus alas…
Señor, ya voy, por cauce de saetas.
Sólo una más, y quedaré dormido.

Al  alcanzar el clímax — tanto dramático como sexual — de su monólogo, Sebastián deja de apostrofar las saetas para dirigirse al “Señor.”  Con esta modulación, la metáfora líquida — el río de tibias aguas / agujas — se evapora en un “cauce de saetas,” y el blanco de las flechas ahora es el alma.  La alternancia de carne y espíritu, de lo ardiente y lo aéreo, de lo líquido y lo seco, parece resolverse con el triunfo del espíritu, con la rendición de Sebastián al amor divino.  Ésta es, en efecto, la lección que usualmente se extrae del poema.  Pero todavía existe otra opción de lectura. 
Cuando el mártir interpela al Señor, el poema regresa a sus orígenes — el parlamento de Sébastien en Le martyre — ya que ahora el Señor asume el papel que le corresponde a los Arqueros.  De hecho, la última saeta parece haber sido lanzada por Él: 

Ya sé que llega mi última paloma…
Ay!  Ya está bien, Señor, que te la llevo
hundida en un rincón de las entrañas.

“Te la llevo,” dice, responsibilizando al Señor por el flechazo final, cuya penetración de las entrañas describe la posesión física del mártir.  A pesar de su “afán de trascendencia,” el hablante — lúbrico no menos que lírico — no concluye el monólogo avizorando la vida que le espera después de la muerte, sino constatando la sensación placentera que le produce la flecha hundida en las entrañas.  Así, el monólogo termina como empezó: fijando la mirada del lector en el cuerpo deseante.  Y no ignoremos, tampoco, la consabida metáfora de la mirada como flecha, que asimila al lector a los Arqueros.  De modo que si el hablante es el poeta-mártir, el oyente es el lector-verdugo. De aquí, en parte, lo inquietante del poema.  Nadie se salva de los flechazos de Eros.  “Martirio de San Sebastián” no es, como se ha dicho tantas veces, el poema que establece el status de Florit como “auténtico poeta religioso.” (12)  Todo lo contrario: es una alabanza del cuerpo, del deseo, de las caricias agudas del eros masoquista.

                    *
 
    Esta lectura “a lo humano” del “Martirio” ayuda a entender un poco mejor las opacidades de Doble acento.  Según Mario Parajón, a quien le debemos el mejor libro sobre Florit, el carácter enigmático de muchos poemas hacen de este poemario “como un largo predicado poético sin sujeto.” (13)   El sujeto ausente, o más bien encubierto, es el cuerpo de Sebastián.  El “Martirio” es el “alzado acento central” del libro porque en él convergen motivos e insinuaciones que se hayan disgregados en los demás poemas.  Fijémonos en la sección 11 del “Nocturno III”: 

Fuego tuyo callado, música pura;
para sentir el beso marcho desnudo,
en olvido la espada, roto el escudo,
convertida en jirones mi vestidura.

Ya se me acerca el filo de tus puñales;
ya para abrirme el alma cómo te asomas
en ese vuelo trémulo de las palomas
a beber la amargura de mis cristales.  (OC, I, 145-146).
 
Aunque el contexto de estos bellos cuartetos no es religioso sino sentimental, el hablante se retrata a sí mismo como otro Sebastián: un soldado indefenso y desnudo, que se dispone a recibir los puñales de su interlocutor, analogados al vuelo de unas palomas.  Hasta el hecho de que su uniforme está “convertido” en jirones puede leerse como una referencia a la conversión religiosa del mártir.     
O fíjémonos en este fragmento del “Nocturno I”:

Por todo mi caudal llevo en las manos un puñado de sueños
que me duelen, me punzan, me atormentan
y se me entran por el río caliente de las venas.  (OC, I, 139).
 
La misma imagen de un cuerpo traspasado reaparece en el “Nocturno I”:

    . . . y si echaba a rodar mi grito fuera de lágrimas y miedos
    lo veía tornar a mí, rotas las alas, a hundir el pico en mi garganta. (OC, I, 141).

Y en “Otra canción para leer”:

Como la flecha es blanca y vive sin norte aún en el vientre
guarda el temblor del que no sabe de qué lado se le hundieron las pisadas.
(OC, I, 105)

Los ejemplos se podrían multiplicar citando otros versos o frases dispersas a lo largo del poemario—“hierros de torturas,” “partido por espadas inquietas,” “triturado en el yunque,” “más hecho a la saeta que el puñal,” “amapola despedazada,” “claveles despedazados.”  La imaginería de Doble acento está teñida por un difuso pero insistente “sebastianismo” que hace proliferar referencias a cuerpos y objetos mutilados. (14
     El correlato afectivo de este sebastianismo — calenturas, llantos, miedos, temblores — se resume en uno de los sustantivos favoritos de Florit: ardor.  Dígamoslo a las claras: en Doble acento  “ardor” es el nombre del deseo homosexual, el talante erótico que se corresponde con las cosas oscuras.  De ahí la “ardiente mejilla” y el “ardiente corazón” del “Martirio.”  De ahí las “entrañas ardientes” de “Pequeño poema,” el “ardiente resonar de la penumbra” de “Para leer,” “las garras más ardientes” del “Homenaje a Goethe” y  las “espumas ardientes” de “La nereida muerta.”  De ahí también los siguientes versos de “Estatua II”:

Tenías el ardor de las palomas
de mármol en las fuentes del otoño.
Clara estatua de besos apagados
en el recuerdo.  (OC, I, 136)

Este poema y el que lo precede, “Estrofas a una Estatua,” suelen considerarse la antítesis del “Martirio,” el otro polo de Doble acento, ya que en ellos aparece (o parece aparecer) el Florit “clásico,” el de  “las cosas fijas, claras, de mármol.”  Pero la concurrencia de ardor, palomas y besos indica que “Estatua  II” aborda la misma problemática que el “Martirio,” aunque desde otro ángulo.  Si el “Martirio” describe el ardor en tiempo presente, con el dinamismo de su arco ascendente y descendente, en “Estatua II” se evoca el deseo extinguido.  Las palomas ya no son “duros ángeles de fuego,” sino de trozos de mármol.  Las “caricias agudas” han sido reemplazadas por “besos apagados.”  Aunque el poema no le provee al lector los medios para descifrar su trasfondo anecdótico, la repetición de imágenes sebastianistas no deja lugar a duda de que se está evocando un amor homosexual — lo que Florit llamará en otro poema, con redundancia significativa, “ardor lascivo” (OC, I, 118). 
     Al encontrarse con tal efusión de “ardor,” la crítica o se ha mantenido callada o ha aludido a la “honda y diaria nostalgia de la mujer” de parte del autor  (Parajón, 178).  Pero lo cierto es que en toda la poesía de Florit no hay una sola mujer de carne y hueso, una sola “hembra,” y que sus poemas de amor casi siempre van dirigidos a interlocutores cuya identidad sexual permanece ambigua.  En los dos poemas sobre la estatua, el género gramatical de “estatua” ha permitido que se lean como un apóstrofe a una mujer.  Pero a veces el otro género oculta el mismo sexo, ya que el lenguaje de estos poemas, así como la inmovilidad de la estatua, los emparentan con el “Martirio,” cuyo protagonista también exhibe una inmovilidad estatuaria.  La estatuas modelan un deseo petrificado; Sebastián hecho piedra. (15
     Por los mismos años en que Emilio Ballagas escribía Sabor eterno (1939) y Xavier Villaurrutia Nostalgia de la muerte (1938), poemarios que también acuden a esguinces y disimulos para nombrar el ardor homosexual, Florit componía Doble acento, el libro que contiene lo más valiente y lo más valioso de su poesía.  Después de Doble acento, prevalecerá en su obra la renuncia del cuerpo, la sublimación del ardor en fervor.  La doblez disidente se resuelve en monología.  Como prueba basta citar la segunda estrofa de “Momento de cielo” (1940), el poema que según José Olivio Jiménez marca  “un momento definitivo” en la evolución del poeta:

Allí, sí, abajo revolaban
dentro y sobre su cuerpo
los dardos con su punta,
los agudos cuchillos;
los deseos allí, con su pequeño
círculo de palabras y suspiros.
Pero los sueños, qué altos
ahora con él sobre las nubes,
asomado
a una esquina de cielo.
Ahora cerca del sol eterno,
cerca de Dios, cerca de nieves puras,
en la deslumbradora Presencia transformado.  (OC, I, 197)

No sé si sentir admiración o lástima por un hombre que, a los 36 ó 37 años, sacrifica su cuerpo por un “momento de cielo.”  Además, el poema insiste demasiado en el cuerpo vulnerado del poeta-mártir para que el disfrute de la trascendencia sea del todo convincente.  Si de “Presencia” se trata, la hay en mayor medida (o desmedida) en el “rincón de las entrañas” donde palomea la flecha final que en esta “esquina de cielo” a la que el hablante se asoma incorpóreamente.  Debido a la legendaria reserva de Florit, probablemente nunca se sabrá qué enredos sentimentales y crisis de conciencia yacen detrás de las supresiones y represiones inscritas en sus poemas, pero a juzgar por la melancolía sin tregua que los invade, pagó un precio excesivo. Ganándole la batalla a su cuerpo, la perdió consigo mismo.  Y la ironía es que al preferir la pureza a la contaminación, el cielo al cieno (en “Momento de cielo” se describe como “puro sobre su cieno”), Florit se condenó precisamente a una existencia de “palabras y suspiros.”  Vista en su totalidad, su poesía es un largo duelo por el cuerpo de San Sebastián.        
     En “Permanencia de Ballagas,” Virgilio Piñera le dedica un párrafo a Florit, de quien Ballagas fuera amigo y admirador.  Piñera le reprocha a Florit el no arriesgarse, el haber dominado la técnica de hacer versos y contentarse con ese logro.  Entonces Piñera se pregunta:  “¿Dónde está el hombre en estos versos?  ¿Por que me suenan falsos?  Cierto que han alcanzado una rara perfección, no menos cierto que la sensibilidad ha tocado aquí una de sus cuerdas mejores, pero con todo, no logro escuchar los gritos, han sido acolchados — acolchados por la belleza formal —, y de gritos se han convertido en suspiros, y en suspiros quintaesenciados.” (16)  El reproche queda desmentido al menos en “Martirio de San Sebastián,” un islote de hermosura nada místico.  El San Sebastián de Florit, el Florit de San Sebastián, el que pide que le muerdan la sangre, se puede equiparar al Piñera de La carne de René, o al Casey de “Piazza Margana,” o al Wilde de De Profundis.  En uno de los poemas recogidos en Antología penultima (1970), Florit dice favorecer la  “llama sin ardor” al “ardor sin llama” (OC, II, 99).  “Martirio de San Sebastián” ocupa un lugar excepcional por ser quizás el único momento de ardor con llama, la unica ocasión en que Florit, escondido detrás — y revelado a través — de la figura del mártir, grita todo su “ardor lascivo.”
A modo de epílogo:  En unas “Memorias” de 1973, Florit cuenta que a lo largo de los años sus amigos le han enviado postales y estampas con reproducciones de “su querido santito,” envíos que atesora por haberle proporcionado “muy gratos momentos gráficos” (OC, III, 229).  Resulta, pues, que al igual que el protagonista de la crónica de Casal, Florit ha terminado haciéndose de una galería de “escenas de sangre.”  Lo cual quiere decir que el modesto apartamento donde Florit vivió muchos años, en un edificio situado a las orillas de río Hudson, pudiera ser una remota saleta de la sombría mansión habanera del amante de las torturas.

Notas

1. Julián del Casal, Prosas (La Habana: Consejo Nacional de Cultura, 1963), I, 233-237. La crónica fue publicada en La Habana Elegante en el 1893.

2.  “Una hora conmigo,” Obras completas, ed. Luis González del Valle y Roberto Esquenazi Mayo (Lincoln, Nebraska:  Society of Spanish and Spanish-American Studies, 1982), III, 136.  Las citas de la obra de Florit remiten a esta edición en seis volúmenes publicados entre el 1982 y el 2000.

3. Ver, por ejemplo, el excelente ensayo de José Olivio Jiménez, “Eugenio Florit y la significación histórica de su itinerario poético,” en Homenaje a Eugenio Florit, ed. Ana Rosa Nuñez, Rita Martín y Lesbia Orta Varona (Miami:  Universal, 2000), 263.

4. Sobre San Sebastián, ver: Gregory Woods, Articulate Flesh: Male Homoeroticism and Modern Poetry (New Haven: Yale University Press, 1987), 28-32; Karim Ressouni-Demigneux, “La chair et la flèche: Le regard homosexuel tel qu’il était représenté à l’Italie autour de 1500,” Tesis de Maestría en Historia del Arte, Universidad de París, 1996 [http://www-philo.univ-paris1.fr/K/maitkarim.html]; Carlos Reyero, Apariencia e identidad masculina de la Ilustración al Decadentismo (Madrid: Cátedra, 1999), 172-178; María del Carmen Alfonso García, “D’Annunzio, Hoyos y El martirio de San Sebastián.  Sobre androginia, hermafroditismo y homosexualidad en el fin de siglo,” Antípodas, 11-12 (1999-2000), 189-220; y Saint Sebastian: A Splendid Readiness for Death, ed. Gerald Matt y Wolfgang Fetz (Bielefeld: Kerber Verlag, 2003).

5. “El único estilo de Eugenio Florit,” Doble acento (La Habana: Editorial Ucacia, 1937), 13-19.

6. Julio Matas, “Reconocimiento de/a la poesía de Eugenio Florit,” Círculo de Cultura Panamericano, 23 (1994), 38.

7. Gladys Saldívar, “La poética de la abstención en un poema de Eugenio Florit,” Círculo de Cultura Panamericano, 30 (2001), 58; Rosario Rexach, “Eugenio Florit dentro de su generación,” Revista Hispánica Moderna, 45 (1991), 80.

8. La poesía pura en Cuba y su evolución (Madrid: Playor, 1975), 150-152.

9. Ángel del Río, “Vida y obra,” en Eugenio Florit. Vida y obra. Bibliografía. Antología  (New York:  Hispanic Institute, 1943), 18.

10. Gabriele D’Annunzio, Le Martyre de Saint Sébastien (Paris: Calmann-Lévy, 1911), 47. Las otras citas remiten a esta edición.  D’Annunzio escribió la pieza en francés.

11. The Quest for Harmony: The Dialectics of Communication in the Poetry of Eugenio Florit (Lincoln, Nebraska: Society of Spanish and Spanish American Studies, 1979), 26-35.

12. José Olivio Jiménez, “Un momento definitivo en la poesía de Eugenio Florit,” en Estudios sobre poesía cubana contemporánea (Nueva York:  Las Américas Publishing Company, 1967), 53-72.

13. Eugenio Florit y su poesía (Madrid: Ínsula, 1977), 126. 

14. Los dos últimos ejemplos que he aducido -- “amapola despedazada,” “claveles despedazados” -- merecen un comentario aparte.  En Doble acento, y tal vez en el resto de la poesía de Florit, “el lenguaje de las flores” sirve como una forma solapada de auto-nominación (recordemos que en el “Martirio” Sebastián se había comparado a un “lirio de pétalos estremecidos”).  Toda esta floridez o florería articula un criptograma detrás del cual se esconde el apellido del autor.  Según Mario Parajón, uno de los poemas más enigmáticos de Doble acento es la “Canción de seis pétalos,” pues “no se acaba de saber” de quién trata el poema (126-127).  El misterio se disipa bastante si suponemos que los seis pétalos remiten a las seis letras del apellido de Florit.  En la primera estrofa de este poema aflora un ejemplo más de “sebastianismo”:  “Punto de luz, a la salida / de tanta sombra que la arredra, / juega a morir entre los brazos / de sus innúmeros pedazos” (OC, I, 100).

15. Citando textos de Emilio Ballagas y Xavier Villaurrutia, entre otros, Daniel Balderston ha señalado la presencia de un “lenguage de las estatuas” en la poesía hispanoamericana de tema homosexual.  Aunque Balderston no menciona a Florit, “Estrofas a una estatua” y “Estatua II” participan de ese discurso, que se remonta por lo menos al “Bajo-relieve” de Casal.  Ver el libro de Balderston, El deseo, enorme cicatriz luminosa (Valencia:  Ediciones ExCultura, 1999), 8.  Sobre el “Bajo-relieve” de Casal, ver Francisco Morán “Itinerarios del deseo:  Apuntes para una lectura del poema ‘Bajo-relieve’ de Julián del Casal,” La Habana Elegante, Segunda época, invierno de 2003. [http://www.habanaelegante.com/Winter2003/Hojas.html] 

16. Virgilio Piñera, Poesía y crítica (México, D.F.: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1995), 226-227.

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