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Un cubano en New Orleans*

José Martí

     Por la mañana llegó, y a la tarde ya le habían dicho adiós. Para otros el descanso, el ver las calles holgadas, con sus balcones de hierro, el gozar sentado bajo el pórtico blanco, de la conversación criolla; para un cubano de veras, que lleva el pecho atormentado de la esperanza y del horror, que oye de la almohada y del mantel la voz de su tierra presa y desvalida, que va juntando virtudes y descabezando traiciones, el reposo es andar, con la espuela al riñón, hasta que su tierra sea libre. Que se le dobla la rodilla en el camino, y rueda por el polvo, y parece que ya no se vuelve a levantar: ¡bueno, con tal de que la tierra sea libre! Que, como al caballo en la plaza, se le caen las entrañas por el redondel, y expira, frente a la fiera, en la sangre de sus entrañas: ¡bueno, contal de que la tierra sea libre! Que le escupan el honor, que le nieguen a sabiendas la virtud, que fulleros y pillos, desde el goce de su infamia, se burlen de su sacrificio: ¡bueno, con tal de que la tierra sea libre! Al vuelo, de un trabajo a otro, ve el viajero, desde el tranvía destartalado que hala una alegre mula, las casas y monumentos, los kioskos y las estatuas, las columnatas y las magnolias, los colgadizos y los tenduchos; y a poco se preguntan, con justo asombro, cómo puede, quien quiera ver, imaginar que Cuba viniese a ser jamás norteamericana. Aquí está New Orleans, cordial y francesa: libre en sus leyes, loca de un gran río, emporio de riqueza, metrópoli de un estado soberano en la Unión, y, después de tres cuartos de siglo, la ciudad vive en rebeldía sorda y perenne. Los viejos celebran en un coro de hotel, con el retrato de Jefferson Davis en la insignia de la solapa, el artículo del Times Democrat donde se echa en cara su prosperidad inmortal, y su progreso de cascarón "a ese Norte insolente": los hijos "no son americanos, son criollos": las madres, pálidas, y como cautivas, enseñan el francés a sus criaturas: los pocos yanquis, como en tierra hostil, pasan de prisa por entre los corrillos burlones: la ciudad, aun en pleno sol, tiene como un capuz que la oscurece: -- ¡y es que lleva presa el alma! -- Nadie una[sic] dos pueblos diversos.
     Apenas, como puntos, recuerda el viejero, que pasó por New Orleans sin verla, una impresión a otra: la aduana, grande y gris; la calle del Canal, de tiendas grandes y animadas; un café de la calle Real, con orquesta a las ocho de la mañana; el hotel de San Carlos, con los huéspedes como perdidos en el salón de lunch, y una india de venta, para muestra de cigarrería, y un organillo con su teatro de monos. En la calle, sin tropezar, va y viene la gente. Una estatua, es de Lee. El Picayune cabe en un cuarto. Esa casa y la de al lado, blancas y de columnas, son como templos griegos. Un tiro de diez mulas, con cadenas por bandas, arrastra un corte de mármol. Las mulas del expreso llevan el arnés punteado de bronce. Por las alcantarillas, al borde de los palacios, corre el agua fétida. La biblioteca libre es de piedras rojas, acuchilladas como las de Florencia. Una madre, vestida de luto, le llena a su hijo las manos de jazmines. De vuelta al tren, va hallando el viajero nombres que le sorprenden. ¿Y ese del Nodal, con su oficina rica, en esta esquina de privilegio?: ése es el hijo de un cubano. ¿Y esa lujosa cigarrería, en las dos calles mejores de la ciudad?: ésa es de Díaz González: ahí está Echezábal. ¿Y ese otro, que dice Infante: padre e hijo son de Cuba, y tienen buen comercio. ¿Y Lamar Quintero, el abogado y militar y periodista, y hombre de salones, no es el hijo de nuestro poeta fiel y original, no es el redactor del Picayune? Se entra en la casa masónica, llena de suntuosos estudios, y brillan juntos dos nombres de cubanos: el de Bornó y el de Havá, los dos médicos jóvenes. Havá, el padre venerado, talento vario y original, y cubano de fama justa, padece ahora, y sus amigos le rodean. Esa casa cómoda es de Anastasio Montes. Allá van Frayle, Santa Cruz y Montaos, tres que han jurado volver a Cuba con la Libertad.
     Pero una casita de paredes blancas, con las cortinas pulcras, recogidas por lazos punzó, es tal vez el recuerdo más grato del viajero. Las hijas, hijas de héroe, están en el trabajo. Otra, de ojos de virgen, sirve el vino hospitalario. La hermana poetisa que vive de enseñar, habla enamorada de nuestros trabajos y de nuestro valer, de la emigración honrosa de Cuba, del rincón azul donde se cría el genio. La madre, joven en la ancianidad, bella de patria y honradez, bella aún del rostro, como quien no se arrepiente del sacrificio útil, recuerda "las casas del monte, en que gozó mil veces más que en su casa rica de la ciudad"; cree imposible "¡imposible!" que los hijos, que las hijas, que las esposas que perdieron al padre del hogar en la pelea por Cuba, no le honren la idea y el sepulcro, pensando en vida por lo que murió su padre; y "yo, pobre viuda como soy, si otra vez volviera a verme con mi marido, como me vi, otra vez volvería a creer que su obligación era morir por su país". -- Así hablaba la señora Julia Miranda de Morales, rodeada de las hijas, felices y cultas, que crió con la virtud de su viudez en el destierro.
     Por algunos hombres, nulos y desvalidos, se puede perder la fe en Cuba: por esas mujeres, se recobra la fe en la patria.

Patria, 8 de mayo de 1893

*José Martí. Obras Completas. t. 4 (438 - 440)


El asesinato de los italianos*

José Martí

Nueva York, 26 de Marzo de 1891

Señor Director de La Nación:

     Y desde hoy, nadie que sepa de piedad, pondrá el pie en Nueva Orleans, sin horror. Por acá y por allá como últimas bocanadas, asoma y desaparece un grupo de homicidas, con el fusil al hombro. Por allí va otro grupo, de abogados y de comerciantes, de hombros fornidos y de ojos azules, con el revólver a la cadera, y una hoja en la solapa,– una hoja del árbol donde han ahorcado a un muerto –, a un italiano muerto –, a uno de los diecinueve italianos que tenían en la cárcel como reos presuntos del asesinato del jefe de Policía, Hennessy. De los diecinueve, el Jurado de norteamericanos absolvió a cuatro; el proceso de otros falló por errores: otros no habían sido aun procesados.
     Y pocas horas después de que el Jurado de norteamericanos los absolvió, la junta de notables nombrada por el Alcalde para ayudar al castigo del asesinato, la junta capitaneada por el cabecilla de uno de los bandos políticos de la ciudad, convoca a motín a los ciudadanos, por llamamiento impreso y público, con un día de aviso,– los reúne y preside al pie de la estatua de Henry Clay,– ataca la cárcel de la parroquia, sin que le salga al paso la Policía, salvo por nimia apariencia, ni la milicia, ni el Alcalde, ni el Gobernador,– derriba las puertas dóciles de la prisión,– se derrama, vitoreando, en los corredores, por donde huyen los italianos perseguidos,– machaca a culatazos la cabeza del caudillo político de los italianos, del banquero cónsul, cónsul de Bolivia, acusado de cómplice en una banda de asesinos, en una banda secreta de la Maffia,– y a los tres, absueltos como el banquero, y a siete más, los asesina contra la pared, por los rincones, sobre el suelo, a quemarropa. Al volver de la faena, los ciudadanos vitorean al abogado que presidió la matanza, y lo pasean en hombros.
     ¿Y ésas son las calles de casas floridas, con las enredaderas de hipomeas trepando por entre las persianas blancas, y las mulatas de turbante y delantal sacando la cesta india de colorines al balcón calado, y la novia criolla que va al lago de almuerzo, a almorzar peces de nácar y de oro, con un capullo al pecho, y en la crencha negra una flor de azahar? ¿Es la ciudad del roble donde crece, como filigrana de planta, el musgo español, y del dátil que chorrea la miel, y de los sauces lamentosos, que se retratan en el río? ¿Es la Orleans del carnaval alegre, antorcha toda y toda castañuelas, que saca en un paso de la procesión de Momo el romance de México, festoneada la carroza de lirio y clavellín, y en otro, con sus trajes de pedrería, a los héroes amables del poema de Lalla Rookh, y en otro al príncipe, de raso naranja, despertando, en su túnica de tisú, a la Beldad Dormida?
     ¿Es la Orleans de la pesca en piraguas, de los alrededores hechiceros, del mercado radiante y alborotoso, de los petimetres de fieltro a las cejas y perilla gris que se juntan, a hablar de duelos y de novias, en el café de la Poesía?... Resuenan las descargas; izan sobre una rama a Bagnetto, al italiano muerto; le picotean a balazos la cara; un policía echa al aire su sombrero: de los balcones y las azoteas miran la escena con anteojos de teatro.
     Al Gobernador “no se le puede ver”. La milicia, “nadie ha ido a buscarla”. El Alcalde “no va a prender a toda la ciudad”. Sierran una rama; cortan otra a hachazos; sacuden las hojas, que caen sobre la multitud apretada,– para llevarse un recuerdo, una astilla de la madera, una hoja fresca de hoy,– al pie del roble de donde cuelga, dando vueltas, el italiano ensangrentado.

     La ciudad de Nueva Orleans, satisfecha o cobarde, marchó con sus primeros letrados y negociantes al frente, sobre la cárcel de donde iban a salir los presos que el Jurado acababa de absolver; asaltó, con asentimiento y ayuda de las autoridades del Municipio, la prisión municipal: majó en los rincones,– la ciudad capitaneada por abogados y periodistas, por banqueros y jueces,– majó en los rincones, y “baleó hasta hacerlos trizas” a los italianos absueltos,– a un neoorleanés oriundo de Italia, hombre de mundo y rico, dueño del voto de la colonia italiana,– a un padre de seis hijos, socio acaudalado de una buena firma,– a un siciliano brioso a quien meses atrás dió un tiro un irlandés,– a un zapatero de influjo en la opinión del barrio,– a un remendón tachado de haber muerto en riña a un paisano suyo,– a unos vendedores de fruta.
     Los italianos riñen entre sí, como los bandos de Kansas, que en medio siglo no ha podido poner en paz ningún gobernador, como los criollos del Sur que se legan de padres a hijos el odio entre familias. Hace veinte años, por husmear en las riñas de los italianos, o por quererles quitar so pretexto de ellas el poder municipal que ganaban con la fuerza de sus votos, cayó a manos de un Guerin, el padre de este Hennessy, que ha muerto ahora. El mismo traficante en política que iba de teniente en el asalto de hoy, acabó de un balazo al matador del otro Henessy. Los políticos de ojos grises odiaban a los políticos de ojos negros. Los irlandeses que viven principalmente de la política, querían echar de la política a los italianos.
     Los acusaban de “Dagos”, que es mote que enciende la sangre de Sicilia. El que caía de resultas de estas rivalidades decían que caía “por la sentencia de la Maffia”. Contaban como de ahora, y como de puro crimen, las terribles ejecuciones políticas de la Maffia que se conjuró contra los Borbones hace un siglo.
     El Hennessy de hoy declaró a los italianos guerra sin cuartel, por más que hubo un tiempo en que no tenía mejor amigo “para una vuelta por la mesa verde de los clubs o para un buen guiso de quimbombó”, que Macheca, el de la cabeza majada a culatazos, el italiano elegante y rico. Hubo muertos en el barrio de Italia. Y el policía apuró la persecución hasta conseguir un denunciante italiano, que amaneció cadáver, y proclamar que sabía ya cuanto había que saber de una sociedad de asesinos, llamada del Stiletto, y otra de los Stopaliagien, y que tenía a mano “la prueba plena de la Maffia, espantosa, de sus sentencias de muerte, de sus millares de sicarios”. Una noche, a la puerta de su casa, una casa que tiene en el vestíbulo dos rosales, cayó Hennessy, luchando contra una banda de asesinos, con la mano en el revólver.
     Once balas le hallaron en el cuerpo. Se declaró que era su muerte “la venganza de la Maffia”. Se prometieron las pruebas más patentes. Se nombró, por el Alcalde mismo, una Junta suelta de cincuenta ciudadanos,– políticos y comerciantes, y abogados y periodistas,– para ayudar a la justicia ordinaria en sus indagaciones. Se escogió un Jurado sin tacha, de entre ciudadanos de apellido inglés. Se encarceló a unos cuantos reñidores de oficio de entre la gente de Sicilia, y a los dos hombres de más riqueza e influjo sobre el voto de los italianos.
     Del Golfo al Pacífico se alzó en su favor la población italiana: negó su prensa, y negaron sus hombres prominentes, que hubiese Maffia, ni sociedad del Stiletto, ni Stopaliagien, ni prueba posible de tal iniquidad, ni sentido en poner presos por asesinato a hombres de la posición del banquero Macheca y el comerciante Caruso: mantuvo que el veneno de la persecución, y la causa de ella, estaba en la pelea política, en el designio de aterrar y sacar de Nueva Orleans y de las urnas, a los italianos rebeldes a la voluntad de los perseguidores: declaró que se fraguaba una conspiración tenebrosa para un fin político. El Jurado, después de meses de proceso abierto al público, de acusaciones que iban y venían, de testigos que enloquecían y perjuraban, de mumuraciones de soborno y de escándalo, – absolvió a los presos –. Cierto que había bandas hostiles entre los sicilianos de Nueva Orleans; que los matrangas y los provenzanos se aborrecían aquí como en Italia; que los italianos ensangrentaban a menudo las calles con sangre italiana. Pero de que se querellasen entre sí, de que provenzanos y matrangas, para satisfacer su rencor, declaren en falso contra sus enemigos; de que los sicilianos no tengan empacho en seguir sus contiendas en la ciudad donde no hay transeúnte que no lleve al cinto un revólver ni familia que no haya cruzado por las calles a otra familia; de que el bando vencido decidiese poner fin a la vida del jefe de Policía, que tomaba pabellón con el bando rival, no puede deducirse que la Maffia, que fue la rebeldía contra el Borbón, reine en Nueva Orleans, donde no hay Borbones, – que los anónimos supuestos por los políticos de intriga, para avivar el odio contra los italianos, fuesen de mano italiana,– que los “Dagos” todos, que viven como les manda el fiero sol, amándose y odiándose, dando la vida por un beso y quitándola por una mala palabra, “sean una escuela organizada de asesinos”.
     Moore, teniente un tiempo de la Policía de Nueva Orleans, el irlandés Moore, dijo “que el asesinato de Hennessy vino, como el de su padre, de las peleas sobre los votos,– que esta muerte de Henessy no fué más que uno de los actos de la disputa del botín político más pingüe ahora que nunca”.
     Nueva Orleans recibía con amenazas e ira el veredicto: alegaba Nueva Orleans “que hubo fraude en el proceso”, “que el polizonte Malley pagó a un testigo”, que consta de una tentativa de soborno de un jurado. Pero en Chicago encendió luces el barrio de las camisetas coloradas; en los suburbios de Providencia cesó el trabajo, para bailar y festejar; la Italia de Nueva York, acampada por junto al Bowery, puso papeles nuevos en los puestos de frutas, clavó la bandera en la bota bruñida con que se anuncia el lustrador, sacó a la puerta el moño repeinado y los pendientes de corales,– ¡hasta que anunció el telégrafo la novedad aterradora –, que Nueva Orleans se amotinaba –, que rodeaba la cárcel –, que ahorcaba al Bagnetto –, que mataba al Macheca! De sus covachas y callejuelas salían, dando gritos, las mujeres. Dejaban a las crías en las aceras, y se sentaban a llorar. Se destrenzaban los cabellos y se los mesaban. Llamaban a los hombres, a que despertaran. Los injuriaban, porque no despertaban pronto. Corrían con las manos en la cabeza. Se llenó de mujeres y hombres la plaza de los periódicos. Sus periodistas, siempre desunidos, les hablan, juntos por primera vez, desde un mismo pórtico. “¡Seamos unos, italianos, en este dolor!” “¡Venganza, italianos, venganza!” Y leían sollozando, los horribles telegramas. Las mujeres se echaban en la calle de rodillas. Los hombres, con la mano dura, se lavaban las lágrimas.

     Era verdad que Nueva Orleans, con la ley en sus manos, se volvía contra su ley. El Gobernador del Estado, dueño de la milicia, abandonaba la capital del Estado al motín. Los cabecillas del motín contra el tribunal, eran hombres de tribunales, eran magistrados, fiscales, defensores. Los capitanes de la matanza eran los delegados del alcalde, que no mandó salir sus fuerzas contra los matadores. Ni una voz de piedad, ni una súplica de mujer, ni un ruego de sacerdote, ni una protesta de la prensa: “A matar a los dagos” “¡A las armas, ciudadanos buenos!” “¡A la una de la tarde, al pie de la estatua de Clay, a remediar la incapacidad de la justicia en el caso Hennessy! ¡Id preparados a la acción!” Cundió el convite impreso, firmado por los guías de ideas y gente de pró de la ciudad. “¿Qué se nos ha de oponer el alcalde, si los que nos convocan son los mismos que él designó para la junta auxiliar de la pesquisa?” “Parkerson es nuestro jefe, el hombre de alma velluda que ganó a la cabeza de los demócratas sueltos, las elecciones de la ciudad”. “Firma Liche, el comisionado de las obras públicas, que es puesto de tanto poder”. A la una estaba henchida la vertiente de las calles viejas donde se levanta la estatua de Clay. Dicen que la milicia está con ellos; que los milicianos están allí sin uniforme; que hay una casa llena de picos y hachas; que ayer vació un carro al respaldo de la cárcel, una carga de vigas para atacar las puertas; que en la junta de ayer, en la junta de les cincuenta, se dispuso el plan, se nombraron los jefes, se repartieron las armas. Vitorean unos a Wyckliffe, y a Parkerson todos: “¡Discurso! Salten la reja y dénnos un discurso!” El orador surge, al pie de la estatua. Parkerson es el orador, hombre de leyes, jefe de partido, joven; la levita le ajusta: tiene redonda la cabeza: no se le cae la lengua, ni se le cae la mano: acciona, acciona bien, echa el pie adelante y levanta por sobre la cabeza el brazo izquierdo: – “¡A las armas ciudadanos! ¡Los crímenes deben ser castigados con prontitud; pero donde y cuando quiera que los tribunales fallen, que los jurados violen su juramento, que asomen los sobornadores, es ocasión para que el pueblo haga lo que el tribunal y el jurado dejaron de hacer”. “¡Estamos contigo Parkerson!” “¿Que resolución tomaremos, ciudadanos? ¿Será la acción?” “¡La acción! ¡Guía! ¡Estamos contigo!” “¿Listos?” “¡Listos!”
     Salta al puesto un Denegre, abogado y propietario. “Soy de la junta de los cincuenta: Me nombró el alcalde, y doy cuenta al pueblo. Estamos con el muerto: vamos a buscar a los asesinos. La junta es importante: el tribunal es impotente: ¡puedan los ciudadanos!”
     Y había Wyckliffe, abogado y dueño de un periódico. Se ve en la masa el vaivén. Con los brazos va empujando Wyckliffe las palabras: “¡Al pie de esta estatua se viene a hechos! ¡Abajo la Maffia! ¿Nos quedaremos con las manos en los bolsillos, o echarernos de la ciudad a esa peste de herejes?” “¡Vamos!...” “¡Llévennos!...” “¡A buscar los fusiles!” responde Parkerson: “¡y a la plaza en seguida, a la plaza del Congo”.
     ¡A la plaza! ¡a la prisión! La columna va en marcha, a paso ligero. Va Parkerson al mando, el capataz demócrata. Va Honston, otro capataz, que dió muerte hace veinte años al matador del primer Hennessy. El subteniente es Wyckliffe, que fué fiscal de la ciudad. Delante van tres carros, con cuerdas y escaleras, y en el ástil de uno el nudo de la horca.
     Detrás van los rifleros, a paso militar, con los doscientos rifles al hombro. El gentío los sigue y los rodea: unos llevan escopetas, revólver los demás. Se oye el rastreo de los pies. “Van sonriendo, como a un picnic”. Y cuando llegan a la prisión, que es de canto y balcones, un piquete, como por orden conocida, se echa sobre cada puerta: el alcaide, entre los gritos y silbidos, les niega las llaves. Con las vigas de punta embisten al portón. Las hojas bambolean, y un negro las derriba de un hachazo. Entran cincuenta: ¡quisieran entrar todos! “Aquí está la llave de la reja”, dice el segundo alcaide. Y los llaveros abren paso.
     Se juntan los cincuenta hombres. Se oye temblar a los presos de una celda abierta. Por la reja de otra se ve una cara moribunda. No son esos; los llaveros, obsequiosos dicen que no son esos,– que están arriba en el departamento de las mujeres,– que allí está la otra llave. “¡Despacio, caballeros, despacio”, dice Parkerson: “¿,Quién los conoce? ¡Nada más que a los dagos!” Se precipitan por el corredor vacío: una mano escamosa y blancuzca, una mano de africana ochentona, les señala el rincón, por donde sube la escalerilla, por donde se oyen pisadas que vuelan. “¡Hurrah, tres hurrahs! – dice uno de los cazadores; y los demás, ondeando el sombrero, dan tres hurrahs con él y se echan escalera arriba. “¡La medicina!” – dice uno: suena el disparo graneado: dá en el aire una vuelta, muerto de un tiro en el cerebro, el último de los que huían. Sofoca el ruido de los disparos el viva y vocerío que llegan de afuera: “¡Viva Parkerson!” “¡Viva Wyckliffe!” Los presos no tienen tiempo para pedir misericordia. ¡A tierra, agujereados como un jibe, Gerachi y Caruso! A Romero lo matan de rodillas, con la frente postrada en las baldosas: como una red de cintas era luego el sombrero de Romero: ¡la levita, por la espalda, piltrafas de paño! Vuelan las balas. Macheca, acorralado, cae de un golpe en la cabeza: acabó allí entre los pies de los hombres, de los abogados, de los comerciantes, acabó allí, sin un sólo tiro, a culatazos. De afuera ya venía la ira terrible: “¡Que nos los traigan! ¡Que nos los maten, aquí afuera!” Y estaba llena la plaza, las calles todas de los alrededores llenas. Había mujeres y niños. “¡Que nos los traigan!” ¡Aquí afuera!”
     Por una puerta apareció una escuadra echando por delante, como a un ebrio, a Polozzi, el testigo loco. Se les caía de entre los brazos al suelo. Dos se pegan e injurian, porque los dos quieren apretar mejor el nudo. Un racimo de hombres se cuelga de la cuerda. Y cuantos están alrededor vacían sobre ella sus revólveres. Le caen sobre el pecho los chorros de sangre.
     A Bagneto lo sacan en brazos: no se le ve la cara, de la herida: le echan al cuello, tibio de la muerte, el nudo de la cuerda nueva: lo dejan colgando de una rama de árbol:  ¡podarán luego las ramas vecinas; y las mujeres en el sombrero, y los hombres en el ojal, llevarán como emblema las hojas! Uno saca el reloj: “Hemos andado de prisa: cuarenta y ocho minutos”. De las azoteas y balcones miraba la gente, con anteojos de teatro.

La Nación, Buenos Aires, 20 de Mayo de 1891.

* José Martí. Obras Completas. Tomo 1. La Habana: Lex, 1946. pp. 2029 - 2034.

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