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Bonifacio Byrne: el violín diminuto y encarnado del diablo

Francisco Morán

     Un poema mediocre - «Mi bandera» - le ha valido a Bonifacio Byrne un dudoso lugar en el canon literario cubano. No es el «poeta» Bonifacio Byrne, sino el «poeta de la bandera». Su mejor libro, Excéntricas (1893), no ha sido reeditado, y es casi desconocido.
     Byrne nació en Matanzas en 1861 y murió en 1936. Su caso es de gran interés para la crítica literaria porque, al igual que sucedió con Casal, los críticos criticaron sus “desvíos” e hicieron lo posible por corregirlos. Cuando apareció Excéntricas, Miguel Garmendía expresó que esperaba que ese conjunto de poesías no obedeciera más que a “un momento psicológico,” que pasara, “Dios lo quiera, como pasan las nubes que a veces hacen al cielo sombrío y tenebroso.” A esto añade que el libro le recuerda “[a] uno de esos inspirados bardos de la vieja y poética Alemania que, con mano nerviosa, trazan sus inspiraciones en la mesa de una cervecería entre el vapor de los licores y el humo denso del cigarro.” Por su parte, Manuel Sanguily comentaba que “tales versos le parecían escritos no por un cubano, sino por un escandinavo,” y que en efecto, “bien se decía que Byrne llevaba sangre irlandesa en las venas” (Martínez Carmenate, 106).
     El poeta matancero alarma por una rareza que su apellido mismo parece intensificar. Igual que a Casal la crítica señala, en íntima conexión de una cosa con la otra, la inquietud nerviosa, cierta vecindad con lo secreto, y la supuesta desnacionalización de su escritura. Byrne es apenas un parpadeo entre el humo de los cigarros y los vapores etílicos. Pero es justamente en esa difuminación donde Casal ve, o cree, o quiere ver, la integridad moral del artista. De sus cualidades, afirma, “la más sobresaliente de todas es la de que, habiendo pasado por el periodismo, ha sabido conservar íntegra su personalidad.” Para Casal, “[e]s un caso más raro de lo que a primera vista parece, porque supone una fuerza incontrastable, resistente al medio, propia sólo de los verdaderos artistas.” Cada una de estas palabras debe ser calibrada, examinada en todas sus aristas.  Después de todo, Casal mismo habla desde la extrañeza que percibe en Byrne, y sabe, desde ese lugar – que no es otro que el del «reino interior», el de la autonomía perpetuamente asediada – que era a partir de Excéntricas, de lo que vendría después, que se definiría el destino poético de Byrne. No es mera coincidencia, por tanto, que Casal elogie en él eso que muchos críticos señalaron como un estigma: “el sentido de lo vago, de lo misterioso, de lo lejano, de lo desconocido, es decir, de todo lo que constituye la esencia misma de la poesía.” El hecho poético, en tanto aventura de la imaginación, no puede tener lugar sino en cierto exilio, en la distancia. Ser poeta, entonces, equivalía a desafiar las territorialidades impuestas por los partidos políticos, o por las apiraciones políticas – cualesquiera que ellas fuesen – o por la geografía de la Nación.  “Los poetas,” comenta Casal, “sólo creerían encontrarse bien si se encontraran, como gime uno de ellos, en el sitio en que no están.”
     Un poeta como Casal no surgió de un grupo de fortuitas coincidencias, sino de una meditación profunda de la sustancia de la poesía, de un conciencia clara de que podía trazarse un destino y de una perfecta calibración de sus propias fuerzas. Llama a Byrne “el primer poeta de su generación” porque, afirma, “ha interrumpido el tono monótono de la poesía cubana, lanzando en ella una nota nueva, extraña y original.” La asociación de Byrne con la ruptura no solamente no lo niega como poeta cubano, sino que lo afirma. Obsérvese que Casal no disocia el trabajo poético de la pertenencia a una tradición. Subraya la agresividad del gesto de Byrne que entra, interviene en el interior de la poesía cubana con una extrañeza. Ese desafío, lejos de excluirlo, lo incluye dentro de la poesía cubana.
     Desafortunadamente, Byrne no tuvo la “fuerza incontrastable” que, como había dicho Casal, sólo se manifiesta en raros y muy contados escritores. Hacia 1895, afirma Urbano Martínez Carmenate, “[l]os acontecimientos políticos gravitaban sobre su conciencia atormentada como debió ocurrirle a la mayoría de los cubanos con inclinaciones independentistas” (113). El poeta modernista cede su asiento al poeta patriótico. Lezama Lima advierte que es, en efecto, en su zona modernista, donde Byrne se muestra más “lleno de aciertos, de matizaciones, de riqueza verbal y de cierto intimismo.”
      En esta ocasión hemos querido rescatar a ese Byrne, más urbano, más impredecible. Además de incluir algunos de los poemas suyos antologados por Lezama, ofrecemos también “El diablo.” Esta composición pertenece a Excéntricas, y en sus versos se reconoce un delicioso guiño homoerótico. No es un texto al que pudiéramos atribuirle una connotación satanista, sino que, por el contrario, se caracteriza por su tono lúdrico. Martínez Carmenate cita el testimonio de Andrés de Piedra Bueno, un amigo de Byrne, que afirma que la gestación de Excéntricas provocó en Byrne ataques nerviosos. Según De Piedra Bueno, Byrne temía “morir en un teatro, caer en plena calle, rodar desde una acera,” y que “sufría la fobia del espacio” (Martínez Carmenate, 104). El biógrafo afirma que un poema como El diablo, “sobre todo, provoca graves trastornos en su ser. Presiente, mientras [lo] escribe, que a sus espaldas se mueve la satánica figura” (104). Si bien el poema expresa de manera bastante directa esta persecusión homoerótica, no tiene, sin embargo, el tinte de horror que menciona Carmenate. La mirada del texto gravita, me atrevería a decir, hacia los calzones rojos del diablo y hacia ese violín “diminuto y encarnado” que sólo toca de noche. Los aplausos del yo estimulan la ejecución del diablo, hasta el punto de que las fricciones de la escritura podrían darle un buen susto al lector desprevenido. El diablo es un poema, lo advertimos, que debe leerse a cierta distancia de los ojos, aunque no descartamos que algún lector pueda sentirse estimulado por nuestra más que bien intencionada recomendación y hacer justamente lo contrario.
     Algo similar encontramos en el poema La alcoba. En sus versos el yo se muestra acosado por el fluido de otro que, antes que él, se acostó y durmió en su cama. Esa presencia es tan fuerte que el yo piensa que sería inútil mudarse a otra habitación, puesto que, afirma, “donde quiera que me encuentre / el otro ha de saber en donde estoy.” El espacio interior de la casa se abre y laberintiza en compartimientos secretos, donde el yo lírico permanece fascinado y horrorizado por la mirada deseante del muerto. Es cierto que hay unos versos que vinculan a ese otro a un objeto de deseo heterosexual – «la hermosura» que solía esperar – pero, por otra parte, es ese nada insignificante detalle el que a su vez anuda el deseo del yo a un otro masculino.  Asimismo, si leemos el poema Los muebles, veremos que éstos son persistentemente representados como recipientes del secreto. “Cada mueble,” afirma, “puede hacernos alguna confidencia.” Y así como la cama emblematiza la persecución del otro en La alcoba, aquí son los espejos los que descubren “pavorosos perfiles / de rostros demacrados.” Byrne llama a los muebles “servidores amables y discretos” que guardan sus secretos. Esos secretos, no hay que decirlo, permanecen encerrados en el armario, en el lecho, en los espejos, en las gavetas que la escritura, a modo de hábil cerrajero, asegura contra la invasión de los intrusos, pero a los que, perversamente, invita al mismo tiempo a sacar la ganzúa, a cebarla en el ojo resistente de la cerradura.
     No se trata de buscarles las tres patas al gato, sino el “violín diminuto y encarnado del diablo,” de estimularlo a tocar, de tocar sus cuerdas, de pulsar su arco. Está bien que descansemos un rato y pongamos a un lado las demandas, siempre insatisfechas, de los muertos y de la bandera. Y si alguien persiste en inmolarse, que lo haga al menos con la vista fija en el violín del diablo.

Bibliografía

Casal del, Julián. “Bonifacio Byrne.” Bustos y rimas.  La Habana: La Moderna, 1893.

Lezama Lima, José.  Antología de la poesía cubana III. Madrid: Verbum, 2002.

Martínez Carmenate, Urbano. Bonifacio Byrne. La Habana: Editora Política, 1999.                                     


Bonifacio Byrne

Julián del Casal

     Triste, pobre, aislado en una provincia que no conozco, pero que me parece tan abrumante como todas las provincias, apesar de que a ésta le otorgan algunos el sobrenombre de Atenas de Cuba, sin haberse mostrado atenieuse en ninguna ocasión, pasa este admirable y exquisito poeta los más floridos años de su vida, consagrodo á las bajas tareas del periodismo, tau opuesta a la realización de sus legítimas aspiraciones como contrarias al desarrollo de sus soberbias facultades poéticas.
     Sí! el periodismo, tal como se entiende todavía entre nosotros, es la institución más nefasta para los que, no sabiendo poner su pluma al servicio de causas pequeñas o no estimando en nada, los aplausos efímeros de la muchedumbre, se sienten poseídos del amor del arte, pero del arte por el arte, no del arte que priva en nuestra sociedad, amasijo repugnante de excremencias locales que, como manjares infectos en platos de oro, ofrece diariamente la prensa al paladar de su lectores. Lo primero que se hace al periodista, al ocupar su puesto en la redacción, es despojarlo de la cualidad indispensable al escritor: de su propia personalidad. Es una exigencia análoga a la que los directores de teatro tienen con los que abrigan la pretensión de salir a las tablas. Hay que blanquearse los cabellos, si sois negros, ó ennegrecérselos, si son blancos; enrojecerse las mejillas, si son pálidas, o empalidecérselas, si son rosadas; alargarse las cejas, si son cortas, o recortárselas, si son largas; redondearse el abdomen si está plano, o aplanárselo, si está redondo; mostrar la sonrisa entre los dientes, si el dolor retuerce los labios, o la alegría en el fondo de los ojos, si las lágrimas humedecen las pestañas. Así el periodista, desde el momento que comience a desempeñar sus funciones, tendrá que sufrir inmensos avatares, según las exigencias del diario, convirtiéndose en republicano, si es monárquico, en libre pensador, si es católico, en anarquista, si es conservador. Omito hablar de las mil tareas pequeñas del periodismo, las únicas a que pueden aspirar aquí los jóvenes literatos, por ser demasiado larga la enumeración de todas ellas. Básteme decir que algunas, como las inherentes a las secciones ínfimas, no sólo son atrofiantes, sino envilecedoras. El periodismo puede ser, dado el odio que en él se respira hacia la literatura, la mano benefactora que, llevando el oro a nuestros bolsillos, coloque el pan en nuestra mesa y el vino en nuestro vaso. ¡Ay! pero no será nunca el genio tutelar que nos ciña la corona de laurel. Sé que es mas provechoso, como dice Zola, emborronar cuartillas en una redacción que mascar ensueños en una buhardilla, pero eso será en la magnifica Francia, donde el periodista tiene que ser un literato, no en la infortunada Cuba, donde sólo es, salvo excepciones, el antípoda de su cofrade parisiense. Escribiendo con frecuencia, coima lo hace el periodista, la pluma adquiere cierta soltura, pero, a cambio de esto, ¡cómo se aprende a cortejar la opinión pública, cómo a aniquilar las ideas propias, cómo á descuidar el pulimento de la frase, cómo a expresar lo primero que se ocurra y cómo a aceptar el gusto de los demás!
     De todas las cualidades que adornan al poeta matancero que, con el título de Excéntricas, ha coleccionado algunas de sus composiciones poéticas, la más sobresaliente de todas es la de que, habiendo pasarlo por el periodismo, ha sabido conservar íntegra su personalidad, del mismo modo que un cisne, al cruzar por un pantano, o un astro, al atravesar un nublado, saben conservar la blancura de sus plumas o la pureza de sus fulgores. Es un caso más raro de lo que a primera vista parece, porque supone una fuerza incontrastable, resistente al medio, propia sólo de los verdaderos artistas. Encuéntranse algunos prosaismos en sus poemas, como guijarros entre alfombras de césped, pero sou de esos que se hallan en las mismas obras de algunos maestros. Quizás contribuyan a aumentar la belleza de algunos, a la manera de esos lunares de terciopelo que, mal adheridos a la piel, hacen resaltar el rosa de la tez de algunas mujeres. Otra de sus cualidades, que tal vez sea un defecto para algunos, es que el poeta tiene, como muy pocos de los nuestros, el sentido de lo vago, de lo misterioso, de lo lejano, de lo desconocido, es decir, de todo lo que constituye la esencia misma de la poesía. Sanguily, hojeando el tonto, por diversas partes, me decía una tarde: – estos versos no parecen escritos por un cubano, sino por un escandinavo. Tenía razón el ilustre crítico, pero hacía, al mismo tiempo, según mi criterio, el mayor elogio que se puede hacer de un poeta. Los poetas son, por regla general, seres quiméricos, descontentos y antojadizos. Sólo creerían encontrarse bien si se encontraran, coino gime uno de ellos, en el sitio en que no están. Si estuviera[sic] en el cielo, tendrían la nostalgia de la tierra, como estando en la tierra, tienen la nostalgia del cielo. Bajo el fuego del Ecuador suspiran por los hielos del Norte. Prefieren ser amados por una Teodora que por la virgen más hermosa de su valle natal. Calígula les parece más interesante que cualquier Cleveland. Viviendo en pleno siglo diecinueve, irán a buscar sus aspiraciones, como nuestro magnífico Heredia francés, entre las ruinas de las antiguas civilizaciones o en la época de los soberbios conquistadores. No me parece extraño, pues, que Byrne, a quien tengo por verdadero poeta, haya hecho versos que parezcau escritos en las regiones nevadas del globo, prescindiendo en absoluto de cantar las decantadas bellezas tropicales. Tampoco me sorprende, como al señor Heredia, que ha escrito un galano prólogo para las Excéntricas, el cambio de manera del poeta. Lo que me sorprendería mucho es que apresar de sus decepciones, de su cansancio y hasta de su desesperación, bastante visibles, en todas las páginas, para los que sepan leer, sin que necesite yo detenerme a entresacarlas, conservara todavía su antigua manera, la de las Mariposas, cantando las ilusiones, los ensueños y los devaneos de la primera edad. Por idéntico motivo, no creo que el poeta, al dedicar sus versos a Luzbel, el príncipe de las tinieblas, lo haya hecho por seguir las huellas de Baudelaire o de Richepin, sino más bien porque cansado de invocar al Bien acude a arrojarse entre los brazos del Mal. Hasta presumo que, al coleccionar esos versos, tuvo el presentimiento de que iban a ser acogidos con cierta reserva, por lo cual le consagró el tomo A Luzbel, diciéndole:

   Te consagro estos versos que han surgido
De mi cerebro mísero y enfermo,
Como surgen, bailando, a media noche
De su helada mansión los esqueletos.

..................................................

   Fíjate en estas páginas sombrías,
Donde te habrán de parecer mis versos
Muecas horripilantes de una momia
Que pugna por alzarse de su lecho.

....................................................

   Escribiendo este libro, una vez sola
No he abismado mis ojos en el cielo....
¡Es para ti, Luzbel! Cuando te aburras
Léelo en alta voz en el Infierno.

   Y cuando te lo sepas de memoria
Y yo duerma en el vasto cementerio,
Sus páginas destroza, y haz que bailen
Una danza macabra con el viento.

     La musa de este poeta, como se adivina, es una musa, triste, quejumbrosa, doliente y funeral. Yo me la represento bajo la imagen de una joven viuda que, con su traje de gasa negra, bordado de siemprevivas, se pasea, a la caída de la tarde, por desolado jardín, mirando avanzar las sombras de la noche y oyendo crujir las hojas secas bajo sus plantas. Su color favorito es el gris. Ama las piedras preciosas, pero el ópalo y la perla, por ser tan pálidas, le cautivan más. Disculpa la caída de Margarita, porque sabe que

....................... encierra placeres enervantes
La fiebre intensa, misteriosa y triste,
Que producen las joyas deslumbrantes.

     Prefiere el crepúsculo al mediodía, la noche a la mañana, la luna al sol, el invierno a la primavera. Dice que ha nacido en unas Islas Pálidas que

   Son unas islas en donde
Existe la sangre apenas,
Pues parece que se esconde
Fugitiva entre las venas.
   En esas islas hermosas
Que ella ha visto en sus delirios,
Desaparecen las rosas
Bajo una lluvia de lirios.

     Tiene noches de insomnio en que el miedo, como el hálito de un titán, la hace estremecer, o noches de sueños lóbregos, en que la, pesadilla, como siniestro Aqueronte, la conduce en su barca, por un río de pez, hasta el trono de Satán, adonde suben, como el oleaje de un mar de fuego, los gritos de los réprobos, o hasta el fondo de las selvas legendarias, donde las brujas, acurrucadas bajo los árboles, aguardan la venida de la noche, para celebrar sus orgías en los cementerios. Ha sentido la embriaguez del vino, pero encontrándola triste, ha vuelto a la vida real, oyendo el rechinamiento del carro de los muertos, los sollozos de los sauces, los graznidos de los buitres, los estertores de los náufragos y exclamando, por último,

   Lo que ha sido no sé; pero hace días
Que no aspiro otro olor que el del incienso,
El son de las campanas me entristece
Y alguien me está llamando desde lejos....

     Cualquiera que sea el juicio de la crítica sobre estos versos, yo creo que su autor, tanto por su elevada fantasía como por su exquisita sensibilidad, es el primero de los poetas de la nueva generación. Yo estimo al hombre, sin conocerlo, porque lo creo un mártir, un mártir que sufre el triple martirio de su destino, de sus aspiraciones y de su medio social. Lo tengo, como diría Verlaine, por un maldito o por un saturniano. Y, a la vez que estimo al hombre, yo admiro en alto grado al poeta, porque me ha iluminado, coa la antorcha de su talento, las tinieblas de su corazón; porque es un espíritu triste, y las almas felices, como los objetos grotescos, me inspiran repugnancia sin límites; porque no ha halagado, con sus estrofas, los caprichos de la inmensa niayoría de los lectores; porque se ha atrevido a cantar, en admirables versos, lo que aquí no se puede apreciar, porque no se acierta a comprender, sin temor a la indiferencia del público, a las censuras de los críticos o a las burlas de los critiquillos; y, en fin, porque ha interrumpido el tono monótono de la poesía cubana, lanzando en ella una nota nueva, extraña y original.


Bonifacio Byrne

José Lezama Lima

     Nació en Matanzas, en 1861. Realizó sus estudios en Matanzas, viaja a los Estados Unidos en 1896 y en 1915. Colaboró en La Primavera, El Ateneo, Diario de Matanzas, La Mañana, Yucayo, periódicos todos de su provincia. Después colaboró en Patria, El Porvenir, El Expedicionario, periódicos de la emigración separatista en los Estados Unidos.
     En 1893, publicó Excéntricas; en 1896, Efigies; en 1900, Lira y Espada; en 1903, Poesías; en 1914, En medio del camino.
     Hay que escindir la producción poética de Byrne en dos corrientes: su poesía patriótica y su otra poesía de excelente poeta modernista (Excéntricas). En la primera manera Byrne llega a convertirse en el poeta de la revolución, en el cantor del separatismo. Canta a los héroes, a los mártires, a los grandes días de la patria.
     La segunda corriente de interés mucho más mantenido, es la de Byrne poeta del modernismo, lleno de aciertos, de matizaciones, de riqueza verbal y de cierto intimismo, de una voz secreta que se revela con delicadeza. En Los muebles, La alcoba, hay una poesía de evocación, de nostalgia, por las pequeñas cosas abandonadas, que serán después nota frecuente en la poesía de Antonio Machado. En la poesía de Byrne ha sido señalado cierto elemento nórdico, Casal diría escandinavo, de lejanía, de reminiscencia. Dentro de su producción hay que señalar el logro de sus sonetos El sueño del esclavo, Nuestro idioma, ¿Cuál sería?, Harén de estrellas, ofrecen una cumplida maestría, en esa forma su temperamento adquiere su total expresión.
     En 1903, con el título de Poemas, Byrne publicó una colección de poemas, El mendigo, El andamio, La granja, El relicario, De buena raza, Reina, son poemas extensos, algunos de ellos recuerdan a Leopoldo Lugones, claro que no hay que hablar de influencias, pues Byrne realizó los suyos mucho antes de que Lugones encontrara su manera. Una lectura reciente de Byrne, nos sorprende por su rica intuición para nuevos caminos poéticos, que el poeta no pudo realizar, tal vez por limitación provincial, pues su provincia le dio elementos poéticos, variados y frescos, pero le faltó lo que la provincia no le pudo dar, una preocupación más universal por el hombre y sus inquietudes.


Poemas de Bonifacio Byrne


Los muebles

¿Por qué no? Cada mueble
puede hacernos alguna confidencia:
en una alcoba triste un lecho endeble,
no es difícil que pueble
de trágicas visiones la conciencia.

El armario de pino
que en el rincón aquel yace olvidado,
¿no es verdad que parece un peregrino,
rendido y fatigado,
entre las asperezas del camino?

El mullido sofá semeja un lecho
que al sueño y al deleite os invita:
cómplice del amor está en acecho,
atisbando el latido con el pecho
los éxtasis presiente de la cita.

¿Qué pretendéis, al sumergir la mano
en aquella recóndita gaveta?
¡Buscáis, buscáis en vano
la página de amor, dulce y secreta,
que ella retiene, así como sujeta,
al náufrago infeliz el Oceano!

Las sillas, con sus formas atrayentes,
surgiendo en la solemne ceremonia,
simulan magistrados imponentes,
llenos de distinción y parsimonia.

¿Habéis visto los viejos escritorios?
Semejan, por su aspecto, emperadores
que yacen en sus vastos dormitorios,
pensando que la pompa y los honores
son pálidos fantasmas ilusorios.

Son los cofres adictos camaradas
que con nosotros van en nuestros viajes;
duermen en nuestra alcoba en las posadas,
y en el andén les rinden homenajes
como si fuesen testas coronadas.

Melancólicos pasan por la vida;
con inmenso pesar escuchan ellos
el sollozo, el adiós de la partida,
y custodian el rizo de cabellos
que ató, llorando, una mujer querida...

Amontonados en su seno yacen
versos de amor y cálices de rosas,
que silenciosamente se deshacen
debajo de las cartas amorosas
que entre suspiros nacen
para morir dispersas y borrosas...

Cuando vierte la tarde los reflejos
que brotan de sus ojos entornados,
dando un opaco tinte a los marfiles
de los misales y los Cristos viejos...,
decidme ¿no habéis visto en los espejos
pavorosos perfiles
de rostros demacrados,
que acaso llegarán desde muy lejos,
tristemente impulsados
por ráfagas errantes y sutiles?

Si veis a media noche los estantes
en donde los infolios permanecen,
notaréis que los libros se estremecen
en poder de unas manos vacilantes,
que en el aire se alargan, y parecen
lirios que van por el espacio errantes.

El lecho es un amigo
que nada exige de su afecto en pago:
con idéntico halago
recibe al poderoso que al mendigo;
él es quien oye el misterioso y vago
paso exterminador del enemigo,
que nos hace pasar por el postigo
que se abre y cierra en el postrer momento,
y él es quien, melancólico, soporta
la rigidez del cuerpo macilento,
cuando la muerte con su soplo corta
la frágil hebra del vital aliento.

Hay efigies muy bellas en las paredes
próximas pendientes,
que nos hablan de espíritus ausentes
cuando fijamos la mirada en ellas.
Pero hay otras de ceño cejijunto...
¡esas parece que se están odiando!,
y, al verlas, me pregunto:
¿en qué estarán pensando?...
¡Tal vez en las pupilas de un difunto
que desde lejos las está mirando!

Servidores amables y discretos
que sabéis mis secretos,
mis luchas y mis locos desvaríos;
que me habéis visto caminar a oscuras
en horas de funestos extravíos;
que en momentos de angustia y de quebranto,
contemplando un cadáver, de mi llanto
habéis visto correr las ondas puras;
que me habéis visto sollozar delante
de un libro fulgurante,
besar la firma del autor lejano,
y su inmóvil y pálido semblante,
lo mismo que si fuera el de un hermano;
que de memoria conocéis mis versos
que nacieron eufónicos y tersos,
y que habéis presenciado la agonía
de mis sueños errantes y dispersos...
¡Oh muebles, muebles míos,
trémulo de emoción y de alegría,
dejadme a todas horas contemplaros,
igual que los avaros
contemplan su tesoro cada día!

Cuando Dios justiciero
me sentencie a morir, en ese instante
por la postrera vez miraros quiero,
como antes de expirar, el caminante
se fija agradecido en el lucero
que fue su misterioso acompañante.


La ironía

Hace su aparición en la mirada,
siempre que enardecida se violenta,
como el espadachín que se presenta
con ánimo de dar una estocada.

Se mece en la sonrisa, como un hada
que de un amargo elíxir se alimenta;
muerde furiosa en la implacable afrenta
y silba en la estridente carcajada.

Pero cuando, sensible y generosa,
sobre el dolor humano se desliza
y con él se confunde y se desposa,

el aire en torno suyo aromatiza,
y es como el nacimiento de una rosa
en un sepulcro lleno de ceniza.


Do re mi fa sol...

A Guillermo de Montagú

La ciudad se despierta... Vibra el pito
de una locomotora que jadea,
y el hálito de cada chimenea
nubla del éter el azul bendito.

De cada callejuela surge un grito:
en el café se charla y se vocea;
en el altar el incensario humea
y el sol baña de luz el infinito.

Un gallo canta en la extensión distante...
Cruza un carro, premioso y vacilante...
Pasa en su coche el viejo cirujano...

Los niños... el periódico... la escuela...
Y de repente un pájaro que vuela:
el do re mi fa sol en cada piano.


La alcoba

Al entrar muchas noches en mi alcoba,
y en mis frecuentes crisis de dolor,
formulo esta pregunta: – ¿Cuántos seres
habrán aquí vivido antes que yo?

Y he alzado la cabeza pensativo
al sentir de mi cuerpo en derredor,
algo errante, sutil, imperceptible,
algo que obliga a meditar en Dios.

He pasado en mi alcoba muchas horas
mirando en la pared una inscripción,
como se mira el rizo de cabellos
de la hermosa mujer que nos amó.

En este mismo sitio donde duermo,
¿cuál es el nombre del que ayer durmió?
¿Cuántas veces, andando, contaría
las losas de esta misma habitación?

¿Dónde, la cabecera de su lecho
el antiguo inquilino colocó?
¿Dónde estaba su espejo y en qué sitio
de la pared colgaba su reloj?

¿Era joven o viejo, alegre o triste?
¿Era armoniosa o gutural su voz?
De sus cabellos el color ¿cuál era?
¿Quién fue en el mundo su primer amor?

Más de un noche al traspasar, cansado,
el umbral de mi pobre habitación,
me ha parecido percibir mi nombre,
dicho no sé por quién, a media voz...

Y aunque encontré los muebles en su sitio,
y todo estaba intacto... ¿ qué se yo!
he escuchado pisadas en la sombra
que han hecho palpitar mi corazón.

En esta estancia ¿cuántos habrán muerto,
por la postrera vez mirando el sol!
¿Cuántos habrán dejado en este ambiente
la tristeza infinita de un adiós!

Entre los que han vivido en esta alcoba,
tal vez alguno ha de saber quién soy...
Tal vez alguno, al encontrarme, piense
que él ha vivido donde vivo yo.

El otro aquí ha llorado; aquí, reído:
y a través del cristal de ese balcón,
vio llegar la hermosura que esperaba,
como se espera, tras la lluvia, el sol.

El otro sus recuerdos ha esparcido
en el radio que abarca esta mansión;
átomos suyos en el aire flotan,
y aquí los hallo por doquier que voy...

¿A qué intentarlo?... ¿Cambiaré de alcoba,
como cambia de alcázares un lord?
¿Es inútil! Doquiera que me encuentre,
el otro ha de saber en donde estoy.


El diablo*

    ¡Sí! ¡Yo lo he visto! Entre las manos mías
las suyas oprimí más de una vez,
y mi cómplice ha sido en las orgías
donde embriaga el amor más que el Jerez.
    Yo conozco el rumor de sus pisadas,
sé del modo que mira, y sin temblar,
de sus francas y alegres carcajadas
oigo los cascabeles resonar.
    Él mis cabellos con amor alisa
lo mismo que si fuera una mujer,
y delicados versos improvisa
cuando alegre y feliz me quiere ver.
    Yo lo digo: de todas las canciones,
la más dulce es su voz! Con sólo hablar
él deja en los humanos corazones
una huella profunda como el mar.
    Él juega con los niños y los besa,
por más que a todos les inspira horror,
y son sus blancas manos de duquesa
mucho más delicadas que una flor.
    Cautivan sus brillantes serenatas
y tiene fama de valiente: es él
quien domina en las grandes cabalgatas
con un hilo de seda su corcel.
    El diablo es rubio. En sus azules ojos
sus estrellitas encendió el amor:
¡con su corbata y sus calzones rojos,
el diablo me parece encantador!
    El diablo es un Tenorio. Las mujeres,
muriéndose de amor, caen a sus pies;
pero él desprecia a esos hermosos seres,
¡un mes los ama y los olvida al mes!
    El diablo es un gran músico. Inspirado
sólo toca de noche su violín,
un violín diminuto y encarnado
que se encontró en las márgenes del Rhin.
    Cuando lo toca, salta y gesticula,
sin perder el más mínimo compás;
y lo aplaudo, y mi aplauso lo estimula,
y salta y toca entonces mucho más.
    El arco por sus dedos impulsado
se mueve con nerviosa prontitud,
se mueve como un pájaro asustado
que ve desde su jaula el cielo azul.
    Su música produce escalofríos,
y a su son misterioso y singular,
los átomos dispersos y sombríos
en el aire comienzan a bailar.
    El diablo es bello como el Sol y el día,
bello como una hermosa tentación,
como la juventud y la alegría,
como el amor, la dicha y la ilusión.
    Los que me miren, cuando a solas hablo,
que estoy demente pensarán al fin,
y es que charlo, que charlo con el diablo,
mientras él acaricia su violín........


























*
Tomamos esta versión de la Revista Azul
(tomo IV, 8 de marzo de 1896, núm. 19, p. 299 – 300) 

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