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Julián del Casal

José Lezama Lima

I

Nuestra historia poética ha luchado contra dos enemigos, visibles, constantes, por invisibles. El rastro de una visión rastrera, pura cercanía y vulgaridad, gratuito apego que se solaza con cualquier José Lezama Limafragmento, por interesado desconocimiento de la esencial verdadera fuente. Otra actitud, pesarosa de antítesis, enamorada de las grandes teorías, de vastos puntos de vista, ha visto en lo nuestro poético o una camisa rellena de paja o un bulto de arena donde cualquier esgrima puede ensayarse. Lo primero es ingenuo, lo otro, hinchado, y como actitud es la misma pobreza de lo que combate como iealizado. Qué importa que ninguno de nuestros poetas haya teorizado ni realizado en su poesfa aquellos polysemos de que nos habla Dante en su carta al Can Grande de la Scala, o sobre las ausencias mallarmeanas. Eso no puede otorgarnos un regalado desdén. Hay que buscar otro acercamiento, hay que cerrar los ojos hasta encontrar ese único punto, redorado insecto, espejismo, punto. De la misma manera que un poeta o pintor detenido en la estética de la flor, tendría que abandonarse, reconstruirse para alcanzar la estética de la hoja, y estaba allí, cerca, rodeando, ambos, rosa y hoja, a igual distancia de la distracción última o bochorno primero del fruto.
     Hay que empezar de nuevo, como siempre. Pero si la crítica no concluye, y goza también de ese empezar, la crítica y lo otro, fundidos ambos en un solo enemigo, no distingue tampoco, no ofrece tregua tampoco. Mejor. Hay que hablar de producción, no de creación, se propone, o la poesía se adhiere a la teoría del conocimiento; la crítica se puede trocar en creación, no en capricho, apegarse a invisibles orígenes sin olvidar la corrección, sus ajustes. No se trata de confundir, de rearmar de nuevo uno de aquellos imbroglios finiseculares y volver a lo de la crítica creadora. Sino de acercarse al hecho literario con la tradición de mirar fijamente la pared, las manchas de la humedad, las hilachas de la madera, inmóvil, sentado: que ya entraña la calentura y la pared en ese absoluto fijarse en un hecho, dejar caer el ojo, no como la ceniza que cae, sino deteniéndolo, hasta que esa cacería inmóvil se justifica, empezando a hervir y dilatarse.
     Una sucesión de reyes y tres edades pueden servir, pero en América, la crítica frente a valores indeterminados o espesos, o meras secuencias, tiene que ser más sutil, no puede abstenerse o asimilarse un cuerpo contingente, tiene que reincorporar un accidente, presentándolo en su aislamiento y salvación. Así, quien vea en el barroco colonial un estilo intermedio entre el barroco jesuítico y el rococó, no le valdrá de nada lo que ha visto, hay que acercarse de otro modo, viendo en todo creación, dolor. Una cultura asimilada o desasimilada por otra no es una comodidad, nadie la ha regalado, sino un hecho doloroso, igualmente creador, creado. Creador, creado, desaparecen fundidos, diríamos empleando la manera de los escolásticos por la doctrina de la participación. El hecho de que, Casal quisiera imitar a Stecheti, o a parnasianos de tercera clase como León Dierx - a los que supera fácilmente - tiene la misma mudez y escaso valor simbólico, que el que se haya encontrado con Baudelaire, al que no superará nunca. Ambos hechos tienen el mismo escaso, valor, la misma mudez. Las gentes ociosas cogen esas insignificancias y las retuercen, las prolongan, y atemorizan después con esas vastedades fáciles, llegando a proclamaciones insensatas. Así en nuestro bric-à brac literario, un crítico puede encontrar insinuaciones, roces furtivos, verdaderas delicias, con tal de que su lente ostente más que el resguardo de una irónica estampa, un verso que flota, que no hizo falta reconstruirlo, en nuestra adolescencia. Así la furia y los entretenimientos de uno de nuestros principales románticos, quedaban reducidos para mí a este verso lento y delicioso: las húmedas reliquias de su nave. O en este otro donde parece irisarse la serpiente metálica de Paul Valéry: Junto a cada cuna una invisible / panoplia al hombre aguarda. Son versos de José Martí, de una plasticidad espléndida, de una dócil dignidad, en que la inteligencia ha relacionado dos cosas con un ligero golpe romántico, produciendo un seguro diamante. Estos versos son de otro romántico, para usar el distingo de las escuelas, sin embargo, hay en ellos una especie de embriaguez nocturna, de reflejo último y cansado. Y mientras parece derivarse de nuestros románticos cierta vastedad, ciertas generalizaciones impetuosas, cierto confesionalismo regalado, se borraban muchas cosas para mí, y sólo quedaba el encanto de ese verso obtenido por la inteligencia y el ángel.
     Otras veces no era el aislamiento de un solo verso. Era un paseo preferente el haberse decidido por una atracción casi inconsecuente. Así, como es posible que dentro de la cacareada frialdad de Luaces, éste revelase preferencias por el tema de Erígone. Aunque no lo hubiese alcanzado, solamente el tema,  el acercamiento teje una huella que es necesario aclarar. Yo he sentido una extraña fruición cuando he visto un documento de Casal, no estudiado aún por ningún crítico. Es un libro de balance de grandes dimensiones. El padre de Casal lo usaba para apuntar la lista de sus esclavos. Casal va colocando sobre las páginas ya ocupadas, recortes de periódicos, cosas de suHenri Fantin-Latour: Un coin de table (detalle, Paul Verlaine y Arthur Rimbaud) gusto. En 1886, todavía Rimbaud necesita de Verlaine. Pero ya por aquellos años entre nosotros, Casal se interesa por él, coloca en el librote poemas y referencias de Rimbaud. Claro está que en el librote aparecen también recortes de la peor pacotilla hispanoamericana. Pero queda una gracia que sopla, una intuición que se tornea, hay un fragmento de Rimbaud. Está también en el librote el soneto «Erígone», de Luaces. No se ha visto con detenimiento el parnasianismo inocente de los sonetos de Luaces. Casal sorprende la calidad de algunos de ellos. Junto a ta rápida ganancia de le calidad que sopla en ajenos sitios, también la otra pequeña adquisición del tranquilo logro humilde, de lo frustrado que una vez la gracia animó. Es curioso que la pintura histórica y Los trofeos, provoquen los sonetos de Casal, pero añade una seguridad, y como un arte para rehallar el hilo de la tradición, que allí cerca se encuentre aquel Erígone. Claro está que la rugosidad mate y el hielo frito de Luaces dista mucho de este otro tipo de inmovilidad, sin dilatación provocada, de aquellos otros sonetos de Casal, con más misteriosa cola de pez y una voluptvosidad más universal y exquisita.
     Es necesario volver, mejor intensificar, a la luz misteriosa, la claridad que se desespera. Allí concurren muchas cosas diferentes, homogéneas, bruscas, silenciosas. Como en la horizontal del agua concurren animales diferentes, de distinto peso, pero unidos, intensificados en un impulso por romper con su inmovilidad, el cristal, la red también. ¿Acaso la sed no es el nacimiento del cristal, el primer impulso necesario, que después se congela, se hace aro de límite el cristal? Queda así la sed como el cristal invisible, el cristal como agua invariable.
     Hay un momento que en la crítica y en la poesía, arranca de Poe, divulga Baudelaire, aprovecha Valéry, en que todo quiere quedar como método dentro de una noche en la que se han borrado los astros naturales, de acompañante luz. Poe en sus cuentos, en sus estudios sobre la luz, en sus críticas, hablaba de «un método de razonamiento sugestivo». Esa frase es tan real como esta otra que yo propondría, para declarar la crítica que le conviene a un poeta: una potencia de razonamiento reminiscente. Digo potencia porque supone un material hostil, una resistencia. Resistencia que puede describir un arco de infinitas variaciones. Desde la frustración de una obra hasta el acierto momentáneo que agrandado - con aquella óptica del conejo que Ortega encontraba en Proust - puede situar lo definitiva gracia. Es un modo que no desdeña la frustración y la diana de una vez, aun en el adolescente que prueba sus fuerzas en la ocasión entregada por una embriaguez pascual. Digo razonamiento reminiscente, en vez de razonamiento sugestivo comp Poe, por el poderoso y pleno atractivo que esta palabra tuvo para los griegos. Tanto la Grecia de los mitos como la socrática mantuvieron idéntico gesto con respecto a la memoria. Prometeo, en su lecho incuestionablemente Edgar A. Poeincómodo, se vuelve para decirnos: «Encontré para ellos, para los mortales, el número, lo más ingenioso que existe, y la disposición de las letras, y la memoria, madre de las musas.» Todavía en Esquilo es más misteriosa, soplo más nutridor, como rocío o niebla, la memoria. En definitiva la mitología acepta eso, pero ingresa Júpiter para disminuir la fuerza creadora de la memoria. Las nueve musas son hijas de Nemósine y Júpiter, acepta al griego del siglo IV antes de Cristo, ya muy apegado a Sócrates, dentro de una mitología oficial. De ese modo la memoria es participante y actúa en el conocimiento de la materia. Recordar para un griego era un ejercicio, tan saludable como el conocimiento bíblico, algo carnal, copulativo. Ese razonamiento reminiscente, favorece una mutua adquisición, apega lo causal a lo originario, vuelve el guante para mostrar no tan solo las artificiosas costuras y el rocío de la transpiración. Este razonamiento reminiscente, ahuyenta lo reminiscencia del capricho o de la nube, comunicándole a la razón una proyección giratoria de la que sale espejada y gananciosa. Yo creo que esta crítica, cuyo instrumento es el razonamiento reminiscente, sería infructuosa pira acercarse a grandes sistemas de expresión; si lleváramos ese procedimiento a Dante o a Goethe, escribiríamos alejandrinos, diccionarios y enciclopedias ordenadas por un alfabeto chino. En obras de vastas proporciones situar el ser sustancial y las proporciones de la obra en la circunstancia, puede ser divertido, prudente y recomendable. Pero tendremos que contentarnos, en definitiva, con la gracia que se aloja en aquel ser sustancial, gracia que se encarnaba sin apelaciones ni disculpas. Claro está que esa gracia adquiere la mejor de sus formas en la plenitud o en descubrirnos a tiempo, haciéndolos un tanto más audible, el vasto rumor acurrucado en los orígenes, o el trágico rebote contra el muro de las lamentaciones de los que no querían que el espíritu se acogiese a la letra escrita, sino que permaneciese inalcanzable rumor... En otro tipo de cultura ese razonamiento reminiscente, puede evitarnos que la crítica se acoja a un desteñido complejo inferior, que se derivaría de meras comprobaciones, influencias o prioridades, convirtiendo miserablemente a los epígonos americanos, en meros testimonios de ajenos nacimientos. Ese procedimiento puede habitar un detalle, convirtiéndolo por la fuerza de su mismo aislamiento, en una esencia vigorosa y extraña; no detenerse en los groseros razonamientos engendrados por un texto ligado a otro anterior, sino aproximándose al instrumento verbal en su forma más contrapuntística, encontrar la huella de la diferenciación, dándole más importancia que a la influencia enviada por el texto anterior al punto de apoyo, rápido y momentáneo, en el que se deecargaba plenamente. Así, por ese olvido de estampas esenciales, hemos caído en lo cuantitativo de las influencias, superficial delicia de nuestros críticos, que prescinden del misterio del eco. Como si entre la voz originaria y el eco no se interpusieran, con su intocable misterio, invisibles lluvias y cristales. Nadie toca o vuelve sobre la página de Esteban Borrero, en recuerdo de Casal. Ningún erudito la repite, ningún crítico la aprieta para destilarla. Es algo de una escueta y suculenta belleza. Puede llevarnos a prescindir de muchos antecedentes cercanos o lejanos. Casal acude a la casa de Borrero, allí está la poetisa, los hermanos de la poetisa, el padre de la. poetisa. Todos creados, recordados por el centro de Juana Barrero. Ahora los protagonistas no van a ser ellos. Otros hermanos, zonas grises, que ahora se tornan maravillosamente comprensivas. Hay ese silencio coral del trópico, en que ya - siesta o crepúsculo - no hay nada que decir, pero en el que nadie se atreve a romper, a despedirse. Un pequeño hermano de Juana Borrero se pierde, cuando reaparece, esgrime un loto, haciéndolo girar lentamente entre sus dedos. Hay ese silencio coral del trópico, siesta o crepúsculo. Otro pequeñó hermano de Juana Borrero exclama un verso de Casal: un loto blanco de pistilos de oro. El poeta se siente entonces necesario, y desde luego, comprende lo misterioso de esa comprensión, y desde luego creo que llora. Es algo más que una estampa, o una delicada mezcla de oportunidad y comprensión. Nos puede servir para refutar las siguientes frases de rubén Darío: «Casal en nuestras letras es un ser exótico. Nació allí en las Antillas, como Leconte de Lisie en la Isla Borbón y la emperatriz Josefina en la Martinica. La casualidad tiene sus ocurrencias.» La anterior estampa nos demuestra que la casualidad siempre tiene su justificación., El momento en que el garzón arranca el loto, para conducir su agrado al visitante. El otro garzón que, apoyándose en el azar de su memoria, repite felizmente el verso. Y el poeta que, enterrado en su silencio y en. el coro de los otros silencios, siente como la futura plástica en que su obra va a ser apreciada y recibe como una nota anticipada.

II

Nada se parece menos al hombre, nos dice e1 dandy Lord Brummell, asunto para lograr la aparente profundidad de sus frases, que un hombre. Y a su vez el dandy Charles Baudelaire, nos afirma que lo que hace la individualidad es una amalgama indefinible. Así, yo creo que las repetidas valoraciones de una línea de tradición clásica: Descartes - Racine - Baudelaire - Mallarmé -Valéry, se ha construido dándole preeminencia en Baudelalre a su fuerza analítica sobre sus poderosos recuerdos de infancia. Era su adolescencia un rebelarse ante un destino impuesto. Pero presto ese resentimiento iba a desaparecer por las delicias entrevistas: Sorrento, los mares de la India, la isla Mauricio, Ceylán... Esas visiones de su adolescencia aunadas a su afán de apoderarse y construir el secreto, como Poe, del jugador de ajedrez, de la máquina pensante. En eso Baudelaire saltaba, como Poe, del cuento racionalista a las visiones de Eleonora y La isla del hada. De esos recuerdos derivó Baudelaire sus tentaciones y su atracción por el perfume, tentación y no tema, invasiones lentas pero incontenibles que prescindían de un centro de dureza, comunicandole la desolación de un constante deshielo.
     Con esos recuerdos, rodeado de esas tentaciones, Baudelaire podía soportar con una gran elegancia, el peso de una gran tradición. Todo en él parecía desenvolverse dentro de esa amalgama indefinible, en que lo cuantitativo es ya cualitativo, momento estudiado por Descartes, y en que, según su frase, la ceniza se convierte en cristal.
     Nada hacía suponer en Baudelaire el antecedente de esa otra poesía, en que ya no interesa la creación, ofrecer, siquiera sea en su gracia, un pequeño universo, sino el momento de esa creación, demoníaca física de ese momento, en que con una apresurada frialdad desdeñosa contemplamos el trueque de lo inconsciente en consciente. Contra eso es necesario repetir frases del mismo Baudelaire: «es la infalibilidad misma del medio que constituye la inmoralidad, como la infalibilidad supuesta de la magia le impone su estigma infernal». Rechazando por igual un método y una magia grosera, Baudelaire va superando el perfume reminiscente de su adolescencia por una soberanía espléndida en que las palabras que más asoman en su obra son ya gracia y pecado original.
     No podía presumir Casal de poseer esas impurezas reducibles, esas vastas amalgamas, que tiene que detener el poeta para que su obra confine con la nada y con lo terrible sucesivo, pero resistido con una previa vastedad cuantitativa. Se había puesto Casal en contacto con una de las másCharles Baudelaire peligrosas revelaciones de la cultura francesa, aportando tan solo las decisiones externas que lo impelían a apoderarse de un temario más que de un secreto. Rodeado de sus espías, de sus enemigos, de sus perfumes y de sus recuerdos de Ceylán, Baudelaire ofrecía una reducción, en la que alternaban las indirectas delicias de los olores con su devoción a la máquina pensante, conjugando los venenos más refinados y las más dogmáticas meditaciones acerca del pecado original.,Ya él era deudor a vastos envíos de sensibilidades disímiles, con los cuales se había construido un oído y unas formas inauditas. Casal había sido embriagado por esas mezclas de Baudelaire, pero careciendo de una castigada servidumbre crítica para desmontar aquel delicioso organismo, había derivado tan solo un temario con aquel cansancio externo y ciertas devociones superficiales de Baudelaire - la ramera, las corbatas rojas, la Venus Negra, Sátán Trimegisto -, con los cuales contestaba con propios signos las devociones románticas. Claro está que el Baudelaire del cual deriva Valéry la comprensión de su secreto, y aquel otro que gustaba de afirmar la creación como un éxtasis de Dios, permanecían silenciosos para Casal. Pero había de pasar casi íntegra a la obra de Casal la pervivencia del paisaje tropical, que en Baudelaire es eso y su rayon macabre. Ya que la crueldad, los martirios, la insatisfacción y el vocinglero apetito de los trópicos, forman como el paisaje de su obra y su color central. De una manera casi invisible receptaba Casal de aquel vasto organismo lo que podía incorporarse porosa y musicalmente. «Me gusta rodearme de una amable pestilencia», exclama Baudelaire, y Casal glosa su visita a su médico, con tan fuertes toques que parece el relato de una excursión a Argel durante la peste: «Brillan ante mis ojos, nos dice Casal, las arborescencias que los herpes dibujan sobre la piel o el pus que mana, como crema de ámbar, de las llagas en putrefacción; y siento el vaho cálido de los organismos abrasados por la fiebre o la humedad viscosa de los miembros deformados por la lepra.» Pero no sería tan solo en ese acercamiento demasiado inmediato en el que habitaría Casal. Con ese impulso natural, de ligero peso, o impulsado por esas voluptuosidades naturales, según decía el propio Baudelaire, se lanza a rodearse de una fauna y flora, de propia y exquisita pertenencia, entregando un trópico no totalmente habitado, pero sí rápidamente entrevisto.
     La inteligencia lentísima, pero indetenible, de las plantas, de los insectos, de los estambres y pistilos, la inteligencia voluptuosa, se esbozan levemente, pero suficientes para revelarnos su entrevisto en la poesía de Casal:

El olor resinoso del abeto
           mezclado al de las rojas azaleas
                  que engendran la locura en el cerebro
           del pájaro que llega fatigado miel
       a beber en los pistilos verdes.





Baudelaire había encontrado entre otros improbables efectos, que el haschich se tornaba numérico, reduciendo violentamente la melodía a una vasta operación. Pero también gustaba de señalar los efectos contrarios; cuando la inmóvil prisionera se rodea de una fauna de sátiros, monos y bufones, que le provocarían las variantes y acumulación de lo barroco. Eso parece persistir en Casal, que convoca en algunos momentos de su poesía a una delicada fauna. En esos momentos, alejado de los pavos reales y juegos de agua de Versalles, que habían de insistir y dañar la poesía de Darío, Casal ve llegar lentos y correctos a la hora del baño, animales que parecen ir integrando en su poesía un contorno y una circunstancia de total ajuste central, de propia impulsión:

Encajes invisibles
extienden en silencio las arañas 
    por las ramas nudosas de las vides 
cuajadas de rocío. Aletean
      los flamencos rosados que se irguen 
     después de picotear las fresas rojas 
nacidas entre pálidos jazmjnes.

     Yo creo que, a pesar de girar dentro de esa reminiscencia del paisaje tropical en Baudelaire, hay dos notas diferenciales en Casal que aportan nuevas matizaciones. Rodeado de sus voluptuosidades naturales, Baudelaire huía del vino y de cualquier forma de voluptuosidad solar, prefiriendo el opio lento y poroso; constituyen, decía, un lenguaje jeroglífico del cual yo no poseo la llave. Casal intentaba trasladar esas voluptuosidades a un centro de mayor energía. Lo sexual en Casal es perentorio y decisivo. Así el buitre, hijo de Tifón y Echydna, que le roe fijamente el sexo, cuando en el mito clásico era el hígado la víscera nutritiva. Un ardor más inmediato hace aparecer el trópico, menos invadido y laxo en Casal, en pocos momentos, pero muy significativos. Ya en sus primeros poemas aparecía la muerte y el titán que le destruye. Cual si en mi pecho la rodilla hincara / Joven Titán de miembros acerados. Las mayúsculas empleadas nos dicen que se trataba de un Dios.
     Apartándóse Baudelaire del concepto del mar en los románticos, o de colocación del tema a través de la fuerza de la evocación dejada por sus viajes para romper ciertos cristales, no llega a la identidad del tema, tal como lo vemos en Valéry, el mar siempre sin cesar recomenzando, aun allí, en Baudelaire, regazo romántico, el mar es espejo. El tema en fuertes cambiantes, busca una inclusión total, de imagen a imagen, buscando el secreto del inicio del oleaje. En Casal esa atracción radical de lo marino desaparece, así como cualquier intensidad derivada de una evocación natural. Pero el contorno de lo marino se puebla de cabelleras y de diosas que nos envían sus quebradizos ecos. Surge el tema de la Venus Anadyomena.
     Impulsado por el romanticismo de la líquida vastedad - no hay la lejanía recordada o la atracción extensa en Casal - llega a las figuraciones del agua obligando a la tierra a forma y color, a lo necesario insular:

Surgen de pronto del marino seno 
ejércitos de oceanidas hermosas
de garzos ojos y rosados cuerpos 
que, con ramas de algas en las manos 
y perlas en los húmedos cabellos 
color de oro verdoso.

     Una de las mayores delicias que nos rinde Casal es cuando logra simultanear esas energías sexuales respaldadas por un paisaje líquido. En su soneto «Galatea» los contrastes del rosa y del verde adquieren un destello cegador. Mientras la mirada descubre y recubre la piel color de rosa, laGustave Moreau: Galatealujuria logra vencer la lenta extensión de la mirada, oponiendo al rosa la fijeza de su ojo verde. En otros momentos la diosa marina queda sin contraste eficaz, pero adquiere la sola pureza de su figura. La diosa cabalga un pálido delfín al pie de rocas verdinegras. El contraste sexual desaparece, los colores se atenúan. Pero abandonado a su identidad, adquiere el verso una plasticidad y una rapidez eficaces: sobre la espalda de un delfín cetrino. Pero la Venus Anadyomena está evocada en directo contraste con Galatea huida la nota sexual y la figuración nítidamente marina.
     Hay una nota que no aparece en Casal y que Baudelaire habría situado como una de las primeras glorias del haschich: la luz, la lluvia y el embriagado insecto aparecen y se reiteran en Casal, cada vez que surge el tema del trópico. Así, si el mar en Baudelaire es espejo, el paisaje casi siempre es voluntarioso, intentando trocar sus pensers brûlants en una atmósfera calmada (ver «Paysage»). En la manera de tocar el paisaje, por algunos vestigios parece Casal acercarse más a Poe. Al Poe de El palacio de la dicha. En el último círculo de Poe, de sus éxtasis, aparece siempre la isla: «aproximadamente, nos dice, en el centro de la angosta perspectiva que abarcaba mi mirada, una isla circular...», «la ribera y su imagen estaban tan bien fundidas que todo parecía suspendido en el aire». Existe una lejanía, una interposición que no es el paisaje como paraíso plenamente disfrutado. El viajero es atraído - como en uno de sus poemas - por El palacio de la dicha. Cuando mira en torno, la lluvia, en un remolino, es absorbida por la tierra. Lo que le comunica su deseo y movimiento, en otro remolino, desaparece, como una visión que no puede reproducir la fuga de sus compases. Y el enloquecedor zumbido del insecto en torno del hombre y de la flor, contribuye a trocar el sonido en total desvanecimiento.
     No era que Casal no hubiese acudido a la cita con Baudelaire armado de valiosos atributos. A la deliciosa síntesis que ofrecía Baudelaire, Casal podía responder con una síntesis sanguínea igualmente deliciosa. Tenía ese vasto arsenal cuantitativo en el cual día a día el poeta esconde y distribuye. Sus contemporáneos, gráficos y groseros, sólo le distinguen cuando se disfraza con babuchas orientales, o cuando adopta la vestimenta del eterno huérfano. Su síntesis sanguínea ofrecía unos contrastes ejemplares: exquisitos neuróticos, místicos, cardenales, viajeros vascos, padres arruinados. Asegurado así, puede llegar coma Baudelaire, armado de sus métodos, a los mismos resultados: hastío, ronda de la muerte, porosa votuptuosidad, secretos.
     En aquel juego de secretos, el método de Baudelaire hubiese obtenido un incomparable resultado. Pero Casal se quedó en la etapa adolescente del primer Baudelaire obteniendo de él temas y resultados aparentes. Hasta la llegada de Casal habíamos contemplado en nuestro siglo XIX, superficiales complementos, gratuitas recepciones poéticas, influencias porque sí y cómodas resonancias. Pero a fines de ese siglo se brinda con Casal una espléndida muestra de madurez poética. Casal tenía todos los antecedentes de sangre y de gusto, para receptar a Baudelalre. Nuestra crítica - tan absurda y municipal para juzgar el hecho poético - se contentaba con presentarlo como un afrancesado más o cualquiera. Pero ese reparo ofrecido en esa forma era radicalmente innecesario.
     Toda la vida previa y misteriosa de Casal, cuando se encuentra con Baudelaire no lo abandona, aunque animado por éste, convierte la externa queja en invisible secreto. Secreto donde vida y poesía se resuelven. El punto que vuela, la espada por doquier, invisibles en vida y poesía, resguardando, asemejando, llevando al ángel o al mar. Nadie lo sabe, lo pregunta, lo dice. Por eso Darío en la glosa que le dedicó a su muerte, pregunta: ¿Quién fue su confidente? De mi vida, oirás contar una cosa que te deje el alma helada - dice Casal. Los incapaces de llegar a la tensión de la poesía creerían encontrar ahí un eco de aquel verso de Baudelaire: Le secret douloreux qui me fait languir. Pero aquel verso en Casal era supremamente necesario. Por primera vez en la historia de nuestra sensibilidad, el poeta hace arrodillar, obliga a que se le crea. Está más allá de sus recursos voluntarios, puede mirar su obra como un cuerpo desprendido o como un planeta muerto: sacudir la ceniza o mirar fijamente, ya nadie podrá verle ni preguntarle. Se justifica, se ha ido reduciendo a un punto visible por invisible, y el mismo es materia y su obra, materia firmada, como decían los escolásticos, oculto dentro de la forma formadora.
     Aunque entramos en una zona cambiante y de muy peligrosas suertes, quizás creeríamos que los principales impedimentos de Casal para llegar al total logro, consistieron en una no profundización del análisis poético que ofrecía Baudelaire, a un desconocimiento de lo que el simbolismo entrañaba (él, en realidad, se quedaba con el Mallarmé que nos descubría Huysmans, pero no con aquel que desprendía un fuego helado en el misterio de la penúltima sílaba muerta, que era del que arrancaría lo otro, Valéry y todo lo demás). Sería excesivo exigirle a Casal que rehallase el hilo de nuestra tradición para lo exquisito, pero no el olvidar las poderosas adquisiciones verbales hechas en la corte de Felipe IV. Se alejaban de nuestra propia tradición para lo exquisito y se hundían en la adoración del rococó y de Luis XV. ¿No era eso una equivocación esencial y costosa?
     De la estancia de Casal en el jesuita Colegio de Belén, derivó en sus primeros versos una tendencia hacia el pastiche de los clásicos. En esas primeras poesías - Hojas al viento - situadas dentro de los cánones del modernismo, nos extraña que sobrenaden algunos recuerdos de Garcilaso. Recordándolo Casal, con lo ingenuo y simple de un ejercicio de poesía escolar. Así, en su.primer libro, asoman versos que están dentro de las lecciones recibidas: Sus labios de carmín, que afrenta fueron / de las fragantes rosas encarnadas, o estos otros en los que alude a la hora en que se cubre el fruto prado / de blancos lirios y purpúreas rosas. A veces son más que versos aislados, logra una visión, una continuidad de la imagen no muy lejana de la cortesanía de los poetas italianizantes del Renacimiento:

La rubia cabellera de la hermosa 
en largos rima de oro descendía 
por su mórbida espalda
que hecha de nieve y rosa parecía. 
Mientras al borde de su blanca falda 
asomaba su pie breve y pulido, 
como su cuello asoma,
entre las ramas del caliente nido, 
enamorada y cándida paloma.

     De su estancia en aquel colegio de jesuitas derivó sus argrupamientos verbales resueltos trivialmente, su sentido sucesivo desenvuelto en una forma simplista, casi nunca con realización creadora. Y aquellos horribles textos - Martínez de la Rosa, Núñez de Arce - con los que se fabrican allí los ejercicios de composición. Alternando así ejercicios espirituales y ejercicios de composición.Giuseppe Bezzuoli: Galatea (1818 -- 19) El sustantivo y su abrazado acompañante, disminuidos de estatura, parecen alcanzar allí un talle oblicuo de cultura decorativa sin creación, forma entre paréntesis, cuyo fondo no es la sustancia, sino la justificación, al escoger constantemente entre los dos ejércitos, pero sin fiebre ni terrible reposo. Aquellos versos de Casal donde aparecen olas diamantinas, cerúleos mares, rayo purpurino, parecen tocados, muertos por aquellas perennes angosturas. Sustantivo jesuita y su acompañante dosificado, allí situado para ocupar un lugar que viene siempre, siempre presente, aunque recostado y yerto. Los movimientos del lenguaje, sus cerrazones elípticas, sus peligrosos ritmos, nunca le habían rozado ni con fidelidad llevadera ni con ciega y total enemistad.
     El salto de esos ejercicios a Baudelaire, sólo podía verificarse por la exquisitez y seguridad de una sangre. La riqueza de una adolescencia, que, concentrándose, puede saltar y mostrar la parábola de su elasticidad. La elegante síntesis de la iangre, convirtiéndose en un a priori, y verificando la concentración poemática.
     Aunque girando dentro de los grandes temas - mar, sexo - dentro del ambiente desalojado por Baudelaire, en el que señalamos diferenciales matizaciones, pero Casal, entrando definitivamente por ese resquicio en la poesía, logra trasladar la circunstancia como eco doloroso a propia obra. Esa extraña sensación, por desconocida e intraducible, de gozar un momento favorable de la poesía, hace que poetas como Baudelaire poseídos por un rayon macabre, no olviden fugarse en la ironía o en la dignidad de la inteligencia tierna. J’ai senti comme une ironie, dice Baudelaire le soleil déchirer mon sein. La ironía solar, pero en Casal, eso se traduce en molestia, frustración, interminable silencio. En la piel, en el. sexo, en el conocimiento, no la ironía solar, sino el enemigo que persigue, que se hace dueño de nuestra pesadilla. Motivan esa ironía en Baudelaire, el convencimiento de que si su poesía habita una tierra desolada, la posibilidad de diálogo reitera su promesa. Así Baudelaire hablándonos de una ciudad escogida: Où jamais un soupir ne reste sans écho.
     Casal, por el contrario, tiene que resistir los rigores de la poesía, su lejanía viciosa, su hastío demoníaco: tiene que trasladar la poesía, ya que no podrá alcanzar la felicidad de la obra, a una constante prueba de actitud poética, de vida poética. Así es posible reconstruir la lejanía que habitó su poesía, estrechándola con otras incomprensibles lejanías. En su poesía, en la atmósfera que se va desprendiendo de la palabra como cáscara o ruido, podemos encontrar bien visibles dos direcciones que son a su vez dos signos. Sigue a veces una línea de gustosa habitabilidad de una tierra única - tal vez el misterioso y refractado palacio de la dicha, del cuento de Poe -, como el viajero que llega a una ciudad abandonada la víspera por todos sus moradores. Allí existe un rasgado silencio, martirio que llega para todos los sentidos y el insecto enloquecido vaga por las dobladas columnas: Más suave el canto del nocturno insecto / Más leve el ruido da la humana planta. En esa ciudad abandonada los gestos y los ruidos, el pie casi invisible y el invisible ruido del insecto muriendo en su campana de papel de China, van haciéndose inservibles para obligarnos a una constante evocación. Pero en esos confines abandonados por el hombre, ha quedado el recuerdo lluvioso de un trabajo bien hecho; hasta el último momento el hombre que allí habitó se entretuvo en que saliesen de sus fábricas la más exacta nieve y el más figurado fuego: Donde al caer de erguidos surtidores / las sierpes de agua en las marmóreas tazas, es decir, el ambiente de alcanzada ceniza y frustración, va a gozarse en las figuraciones de altivo relieve, con la riqueza de lo nítido y su cobertura de respetable suntuosidad.
     Pero ved a Casal sin tregua. En cualquiera de los momentos que hemos destacado no tendrá el respiro de lo irónico y de la buena acogida. En la desolación de su ambiente respirado, en la altivez Gustav Klimt: La Muerte y la Vida (detalle)de sus símbolos vividos, alcanzados, se ha vuelto todo contra él, que queda, de ese modo, fijo centro de esa furia que vuelve una vez más (que es desapacible, que no la queremos, pero que después resulta la única compañía que nos salva). Aunque parezca solazarse en ser el único paseante de la ciudad abandonada, pasa por su más oscuro ser el silbido que convoca para lo inexpresable: Oirás contir una cosa que te deje el alma helada. En esa fatalidad final, que no está dicha directamente, pero que invade el reverso de su obra, es donde podernos situar sus mejores precisiones y su perdurabilidad.
     Entre los espejuelos de plomo de Varona y la levita Gladstone de Montoro, Casal comporta entre nosotros un especial siglo XIX. Ese siglo ha estado hasta ahora en manos de profesores mansuetos y de pasivos archiveros. Las consecuencias de eso han sido unas entecas, fúnebres estadísticas de valores, que propagaban el ruido del afrancesamiento de Casal, que fue entre nosotros la poesía de su época, mientras día a día intentaban reivindicar a los pesados autonomistas, que fueron la antipatía de su época. Pero ya a fines de ese siglo, como muestra de su madurez, existe la comprensión misteripsa y la amistad a la distancia. Ya he visto una preciosa dedicatoria de Maceo a Casal. Y Martí, que no conoció a Casal, cuando éste muere, le dedica unas páginas muy merecidas. Pero Varona, que entre nosotros representa el laicismo sin violenta religación, siempre ofrecía sus reparos a Canal, que fue el antilaico, el fervoroso de la poesía. La imagen que aparece en un poema de Casal, tabletear del trueno, le molesta a Varona. Pero he ahí que un fenómeno de la naturaleza no empleado como los romáticos, sino en forma de dos tablillas, que teniéndolas un niño al alcance de su mano puede provocar, será sin duda delicada. Casal respetaba a Varona, decía que los críticos tenían que ser como Taine y como Varona. Eso es una muestra de su esteticismo, de su cortesía. Pero plantea una posible enemistad que nosotros tenemos que dilucidar. Así podremos hacer con ese siglo XIX, calembours, boutades, roulants, descoyuntarlo, tomarlo en serio o reducirlo a irónica estampa, variarlo, ordenarlo, exigirle; ésa es una posición que no nos podemos dejar arrancar, un nuevo siglo XIX nuestro, creado por nosotros y por los demás, pero que de ninguna manera podemos dejar abandonado a nuestros ponzoñosos profesores ni a los pasivos archiveros.
     Resiste Casal en propio cuerpo los rigores de la poesía, su convocatoria y último remontar. No así Baudelaire, que en cualquier momento sabe recubrir sus ojos con los vidrios arules que pedía en uno de sus más agradables delirios. No así en Rimbaud, de cuyos ojos decía Verlaine que eran de un pálido azul inquietante, amortiguando con el azul y la palidez su desatada inquietud. Como un ángel al que afeitan, nos dice Rimbaud, yo estoy siempre sentado. Así puede decir Baudelaire: J’ai puni sur une fleur l’insolence de la nature; castigar como un duende voluntarioso a la flor que va a decirnos el vencimiento del mundo colérico de los fenómenos. No podrá Casal depositar ese castigo sobre el halago de un mundo ajeno. Un poderoso castigo va cayendo tan solo sobre su intimidad resistente, con un ademán inequívoco que acabará por hundir su vida, obligándonos a encararnos con su poesía por lo que opuso de resistencia a lo incomprensible de ese castigo.

III. Esteticismo y dandysmo

La belleza se convierte en mal peligroso, puede encarnar, las manos la asen. Ni su llegada ni su despedida, existía tranquilamente, el dedo podía tocarla con acusadora levedad y el ojo moroso repasarla o reconstruirla incesantemente. En aquella irreconciliable sustancia, es posible situar la ligereza de nuestros dedos mientras se desprende un breve remolino de humo. Por eso el siglo XIX,Armando Menocal: retrato de Casal después de ciertas brusquedades momentáneas, enarca y confunde los temas del esteticismo y dandysmo. Pero Casal y Baudelaire han de servirnos para establecer precisas delimltaciones. Determinados presupuestos puros, indivisibles ingredientes, caen en su violenta exclusividad y rechazo, para ofrecer después, olvidado la sorpresa de la trasmutación intermedia, una síntesis de anticipadas purezas. En otras ocasiones, terrible seguridad, establece una distinción peligrosa y el poeta conduce o mira fijamente. Las cosas están ahí en su imposible aliento de toro destruido, nos rodean mansamente, pero frente a ellas no un apetito cognoscente, que supone una furia y una resistencia, sino una distinción que establece en el mundo exterior o enemigo una preintencionada categoría, que establece no una fría diferencia resuelta, sino una falsa escala de Jacob, donde el lago romántico tiene más atractivos que la cloaca surrealista, o los chalecos rojos del buen Théophile nos resultan más tolerables que la endiablada pistola de Alfred Jarry.
     Casal, en ocasiones, distingue para ver, para prolongar su mirada. Para alcanzar la tregua de adormecer la mirada sobre las cosas que él distinguió o alcanzó. Casal es, quiere ser esteticista. Él adora la belleza como se decía graciosamente en aquellos días, convirtiéndola así en arquetipo fácil, en cosa cercana, burguesa y táctil. Desconociendo tal vez lo otro, a que tiene que ir todo poeta: el vencimiento de una sustancia que motiva en nosotros un incesante índice de refracción, mediante el cual las cosas revierten, se alejan o divierten. Propia pertenencia, tierra poseía. Y aquel invisible y tenaz rumor que le comunica a la sustancia que ha de ser vencida un leve fruncimiento, mediante el cual surge la forma, como un paseo y como un nacer. Pero sin distinguir, sin romper, sin nacer. De tal manera que en aquel vasto sistema de lo homogéneo y de lo indistinto, hay siempre la espera misteriosa, el silencio que se realiza y aquel afuera nuestro, mediante el cual el misterio de los enlaces goza de un suave despertar, invisible delizarse, donde distinguir es una enojosa espera o una grosera interrupción.
     Esteticismo y dandysmo, Casal y Baudelaire, peligros y perdurables soluciones marcan en esos poetas totales separaciones. Si antes señalamos una zona de reciprocidades y confluencias en la temática de ambos poetas, ahora con respecto al modo de acercarse a la poesía, hay radicales disonancias. Desde Baudelaire hasta la poesía que se agita en nuestros días, conviene distinguir entre esteticismo y dandysmo y conviene tener de esas dos posiciones poéticas una distinción tan precisa como los órdenes de los círculos infernales. El esteticismo llega a nuestros días, dándole vuelta entre sus dedos a la estética de la rosa, pero la brevedad de su tránsito, tema ético, y su misteriosa geometría, donde el misterio es‘ mínimo y la geometría superficial, limitan las vastas agitaciones que tiene que domeñar el poeta y las resultas de sus totales y fieros dolores. Por eso el tema de la rosa se desenvuelve en el poema breve, en la suite y en el solo de arpas, y desde Horacio hasta la venerable figura de Juan Ramón Jiménez, parece olvidar que Dios y el hombre incluyen a la belleza sin nombrarla, porque sólo ellos son infinitamente hermosos y están siempre desnudos.
     Casal prefiere la cabellera teñida al trigo y el ópalo engastado a la tranquila atmósfera del astro. Pero, ¿qué nos interesa eso y por qué lo subrayamos? Él está rodeado de maravillosas hojas, de la fauna de un trópico breve y calmado, que parece querer retener las delicias y rechazar las abundancias. Pero Casal, influido por la sinfonía de las flores que aparece en el Al revés, de Huysmans, detesta el maravilloso trenzado de la hoja que le rodea, y sus amigos señalan como sus flores favoritas los crisantemos, el ixon, amarylis, el ilang, los crolllopsis, que Huysmans había mirado y aspirado por él. El esteticismo tiene como principal enemigo una refinada cursilería, como la excesiva ambición poética tiene como remedo el ridículo, pero acaso no es la primera virtud poética huir del buen gusto cortesano como huye de sí y de todos.
     Contrastemos ese esteticismo con el dandysmo de Charle Baudelaire, que asoma elempre que se acerca al tema de lo bello, principalmente en su «Hymne à la Beauté». De una parte, cielo, Dios, ángel: de la otra, Satán, abismo, sirena, paro el dandy prescinde de una selección, pues ella, la belleza solo contribuye a hacernos el Universo meins hideux et les instants meins lourds. La terrible indiferencia del dandy - que estrena sus mejores jubones para un paseo solitario o instala sus candelabros en una mesa sin invitados - que todo lo reduce a la persona, que de ella parte y en ella se anega, está patente en esas declaraciones de Baudelaire. El dandy es en realidad el último de los artesanos de gran estilo que, carente de fe, termina convirtiéndose a si mismo en piedra y se labra constantemente, con la misma indiferencia que si fuese labrado por el agua o por invisibles instrumentos.
     Pero en la repulsa el dandysmo se muestra más decidido que el esteticismo. La poesía más huera e insulsa estaba representada entonces por el señor José Fornaris. Pero Casal, ya en los años en que comenzaba su modernismo, se separa de él sin brusquedades, y con motivo de su muerte James Douglas Adams: The DandyCasal se detiene. Hay en eso una exquisita cortesía, pero también una indudable vacilación. Señala los que subrayaban la inutilidad de Fornaris y de ellos, dice Casal: «no serían capaces de componer la peor de sus décimas». Pero no hay en eso una equivocación de Casal sino el que ve en el pobre Fornaris, el escondido detrás de otras pobrezas enmascaradas. «Hasta por los metros que emplea - dice de nuevo Casal refiriéndose a Fornaris - se conoce que su maestro ha sido Quintana, hueco, vulgarote e insulso rimador de lugares comunes.» Baudelaire se muestra irreductible, acompañado del hastío, sólo reconoce a las nubes y su imprescindible innecesario, el dandy y la soledad. «Excepto Chateaubriand, Balzac, Stendhal, Mérimée, Vigny, Flaubert, Banville, Gautier, Leconte de Lisie - nos dice Baudelaire -, toda la chusma moderna me da horror. La virtud, horror; el vicio, horror; el estilo fluido, horror; el progreso, horror.» La cantidad de su hastío, sus crecedoras cifras, le permiten aislar las negaciones del mundo exterior con el tiempo distribuido en días favorables. Ocioso mandarín, ocio y hastío, le burlan las cosas al hombre, para hacer de éste un juego de cartas y de hombres, y encuentra al fin en el tiempo empleado en consagrar cada uno de sus movimientos, la propia y mejor distribución de la distracción de sus miradas. El hastío del dandy le impulsa a prescindir de las cosas y queda así posesor poseído, infinito en su interminable línea de puntos; por eso confunde, mejor iguala, un rey y un criado, pues, distraído, le dice Lord Brummell a Jorge V: «Gales, toque el timbre.» Y aunque no le dé mucha importancia, tiene que fugarse a Bolonia, desterrado. No ha querido ofender, estaba abstraído, y tiene que irse al destierro casi igual tiempo que un tirano cansado. Pero he ahí que Charles Baudelaire, dandy perfecto, pretende entrar con la misma poesía en el destino, la gracia y el pecado original. Pero en sus últimos momentos, los esenciales, el dandy se puede trocar en un solitario perdurable. Incapaz de ser abuelo o de despertarse con el trigo en la mañana, el dandy dedica sus últimos años a los sorbos teologales. Ved a Baudelaire coincidiendo con Santo Tomás de Aquino en el rechazo y condenación de lo que los escolásticos llamaban el progreso necesario.

IV

Las últimas crisis del láudano, las más soberbias, se truecan en grandes invasiones de agua. Interminable juego ds curvas, despeños, palacios submarinos van propiciando una interminable extensión. Ya los maestros antiguos veían en el agua la materia y en el fuego la forma. Los tejidos del agua y la forma comprobada que crece y se reconstruye, se esconde, reaparece, en una exquisita simultaneidad, se tornan en cuerpo intocable. He aquí el dandy apoyado en el láudano, como en un bastón invisible. Proporción, peso v sonido se van borrando ante la furia de lo extenso. Queda así el dandy reducido al hombre y al terrible dominio del agua, de la planicie, de lo lineal absoluto. Las cosas, borradas, han comenzado por no existir para huir de una forma dañada que no sería otra cosa que una incomprensible detención. Por eso irá a sumirse en temas teologales, encontrando en el paraíso y en el ángel, esa vasta zona de lo indistinto y de lo interminable homogéneo.
     Desde su esteticismo Théophile Gautier afirmaba que una piel de pantera era más bella que el hombre. Lo primero que nos atrae del dandysmo y su reducción al hombre es su coincidencia con elThéophile Gautier antropocentrismo católico. El esteticismo que no puede negar su línea de continuidad con los helenistas alemanes del XVIII, un Winckelmann, un Lessing, nos plantea directas relaciones entre el hombre y el sentido de las apariencias. Del antropomorfismo esteticista al antropocentrismo dandysta hay la diferencia entre dos culturas, dos actitudes que conducen a dos finales poéticos de distinta enemistad. Mientras el dandysmo termina en Charles Baudelaire, buscando el paraíso revelado y las reducciones del pecado original, el esteticismo culmina en las vitrinas, en las colecciones de ídolos muertos, de materia que no quiere ser firmada, que no marcha hacia nosotros. Ved a Casal sigiloso, de manos del cronista teatral Conde Kostia penetrando en el camerino de Sara Bernhardt, Casal inquieto le arranca de la túnica un pedazo de encaje. Sorprended a Casal en las opulentas y graciosas cámaras que gustaba de habitar, cuyo repaso constituyen unas valiosas estampas finiseculares y cuyo trazado me complazco ahora en evitar - colocando como imágenes de su gusto en las paredes, desnudos del Moulin de la Galtette envueltos en las espiras de la serpiente -. El encaje está ya hoy amarillento, su polvo no desatará ninguna mariposa, y el desnudo son los que ya se han convertido en estampa finisecular, en postales da imposible pornografía.
     Rodeado de sus ídolos, el esteticista sufre el hastío, pero, ¿acaso el dandy no se aburre también? Pero he ahí dos clases de hastío. El esteticista sufre el hastío de la riqueza artificial, pero igualmente el dandy está ganado por el hastío de la riqueza natural. Sólo que el hastío del dandy está engendrado por la imposibilidad de la pareja. Por eso Baudelaire nos dice: «¿La mujer es lo contrario del dandy. Debe horrorizarnos. La mujer tiene hambre y quiere comer, sed y quiere beber. El bello mérito. La mujer es natural, es decir, abominable.» En el soneto «Castidad», de Casal, no resuelto artísticamente, pero muy significativo para subrayar cómo este dandysmo de Baudelaire se filtra a través de su esteticismo. Ni con voz de ángel ni lenguaje obsceno, logra en mí enardecer al torpe bruto, dice Casal, refiriéndose a la mujer.
     Queda así sujeto el dandy a las líneas que parten de él y que en él vuelven a confundirse. Es amarga esa almendra de perpetuo destierro, y una enumeración de dandys literarios, Lawrence Sterne, Vllliers, Barbey, Baudelaire, Nerval, lo comprueban alternando el suicidio con el insoportable Sarah Bernhardttedio y con el lluvioso emigrar. Contrastemos esas enumeraciones dolorosas con el regodeo esteticista: Gautier, los Goncourt, Montesquieu-Fezensac, los chalecos rojos, los salones y las joyas, les ocupan tanto tiempo que su poesía termina en mera verba y exteriores opulencias. El dandy, Baudelaire lo demostró a cabalidad, es el enemigo del snob, el esteticista cuenta con los demás, con sus cegueras para despreciarlos y con sus deslumbramientos para atraerlos. El dandy no tiene que ver nada con el snob. A los esteticistas les faltó no sólo propio pozo, sino también trágica objetividad, terrible conocimiento de lo indistinto.
     Las categorías del mundo exterior son una de las gustosas fruiciones del esteticismo. Gusta de suponer más bella la rama del almendro que la corrupción del pez, del hombre o del zapato. Las excesivas reducciones del dandysmo al hombre le llevan a crear lo natural excesivo. Esta tensión propuesta por Baudelaire es la enemiga del sueño gobernado dirigido por tos surrealistas. Lo natural que se excede, que impulsa al globo de fuego, reducido después a vellón o a paloma. No el sueño convertido en ganancial y alquilado palacio subacuático. Casi toda la poesía contemporánea arranca de ese natural excesivo. Lo maravilloso táctil es otro de los guiños del esteticismo que antecedía ciertas caras, o momentos de la materia en que ésta nos hablaba. Pero lo natural excesivo, cuenta con los primeros recursos que después se transforman en un prolongado balanceo entre los orígenes y el Juicio Final.
     Esas violentas reducciones llevaban la poesía a su destino y al del ser. Se convertía la poesía en la comprensión de la sustancia y su reflejo y la mentira primera coincidía con el más castigado artificio, llegando en ese juego de timbres a una fatal y desdeñosa coincidencia entre la vibración y el eco. Lo natural excesivo engendraba en el ser una tensión que el anátisis podía receptar, uniendo lo inefable provocado a los instrumentos receptores. Ese inefable provocado se prolongaba, junto con lo natural excesivo, en la sustancia que no refracta diabólicamente el pensamiento, no coincidiendo, como en el sueño de Claudel, el conocimiento con el nacimiento de las cosas. Ese mundo de reducciones, de tensiones y de provocaciones, se iba sumergiendo en las delicias de una porosidad maravillosa, cuya sorpresa residual era el hastío de una coincidencia esperada. Lo natural excesivo se transformaba en un nuevo destino, o para decirlo con palabras de Baudelaire, en una fatalidad de nueva especie. Claro está que las reducciones al hombre podían ser reemplazadas por las reducciones a un punto y enclavar la poesía entre el fenómeno de la creación y la nada. En esa caída del ángel no podía prolongarse la etapa de una posición retadora. Entonces Baudelaire, que nunca ha dejado de ser un cristiano jansenista descendiente de Racine, como le ha llamado Thibaudet, comprende que cuando la palabra se libera de toda gravitación y logra total nacimiento y pureza, surge entonces por rara adquisición de su reverso, el irreemplazable verbal, igualado con el tema del destino, y el trabajo de su mágica insistencia, adquiere entonces como el residuo de toda libre elección, la más inaudita dignidad. Baudelaire, en esto también como en todo, dandy perfecto, comprende lo que los católicos llaman deliciosamente la buena intención asidua, que resuelve las bruscas agresiones o armonizaciones entre el destino y la dignidad. Lo natural excesivo se ha tornado en un gracioso movimiento del hombre, que ahora lucha irreconciliablemente con los grandes y únicos temas, eliminada toda fatalidad de nueva especie, con la gracia, destino y pecado original. Ahora Baudelaire, que ha alcanzado su ambiciosa madurez, habita el ámbito de Racine, y el paraíso revelado está radicalmente escindido del paraíso comprado o sustitutivo. Desaparecen los excitantes, y Baudelaire une la evocación a la inspiración, como Claudel une la evocación y la creación. Eso ha sido el aporte más cuantioso de Baudelalre a la poesía, la más perfecta e inaudita trayectoria de poeta, la más gananciosa y absoluta de todos aquellos poetas que han pretendido que su conciencia domine su ser; después de él, evocación, creación e inspiración y consecuente método, marcan el inicio de toda poesía que aspire a un absoluto nuestro.
     Impedido por el esteticismo no llega Casal a esos grandes temas de la poesía de Baudelaire. El catolicismo de Casal procedía de declaraciorres cabales y de comprobaciones en la introducción a la muerte. «Me encuentro muy enfermo, le dice en carta a Dario, tan enfermo que desde juilio a la fecha he recibido dos veces los santos sacramentos.» Después de haber recibido a la poesía en la misteriosa propiedad de la carne, ésta se apegaba a la salvación, insistencia ciega de la carne. De su estancia en el jesuita Colegio de Belén había derivado el frío del sustantivo y de su acompañante, pero ahora, tema jesuítico, las postrimerías le rondan. Casal conserva nítidamente el resguardo adolescente de su fe. Sin embargo, el catolicismo no está en su obra, ni mucho menos los temas del Trento jesuita. Sin embargo, en Baudelaire la desesperada brusquedad y tenebrosa angustia, con que se incita cada una de las integraciones de su obra, se agitan en la desesperación o clamor del catolicismo. El grito con que cierra su obra fundamental: sumergido en el fondo del golfo, cielo o infierno, qué importa. Al fondo de lo descanocido para encontrar lo nuevo. Ya aquí no presenciamos a Baudelaiie y su acompañante método. Lo desconocido, clamor o rumor, qué importa, la única novedad tiene que salir de ese desconocido, que huye de la famosa paz de que nos habla Pascal. La época del método de Baudelaire la podemos reconocer en las ediciones con tablas de variantes de Les fleurs du mal, allí donde había puesto porte toujours le châtiment, rectifica y pone porte souvent le châtiment. Un siempre sustituido por un frívolo a veces. Pero en ese desconocido para alcanzar lo nuevo, Baudelaire tocó la más inaudita integración de poeta moderno conocida. Ya en esa frase parece Baudelaire tocar la zona del speculum per enigmate de San Pablo, enigma del espejo. De esa manera su poesía, que había utilizado el reflejo de los sentidos, los envíos del perfume, y que alcanza los grandes temas de la gracia y el paraíso revelado, se cierra deslumbradoramente con una postura de desesperado catolicismo, de contracción y clamor.

V

Cercano al paraíso revelado, la tentación se ha convertido en perfume. Con una grosera pasividad el perfume mueve sus ondas, gozándose en dos impedimentos sucesivos, en dos sucesivos hastíos.Gustave Moreau: Orpheus Fijo rocío, cristal, el conocimiento no puede penetrar la sustancia y el perfume se recubre de un “tiempo inerte, donde un indetenible girar, propone invariables absolutos distintos. El otro hastío, quizás hoy el más aprovechado, va recogiendo y rectificando en cada uno de sus detalles el misterio que se apodera del matiz o de una prolongada diferencia. L'ennui, le claire ennui de sa nuance, dice Valéry. Hasta que Baudelaire no logró habitar en su poesía el paraíso revelado, el perfume y el hastío, los reflejos de los sentidos sólo lograban habitarlo. La poesía de Casal que no logró llegar a ese último y dilatado ámbito de Baudelaire, más cercana todavía, se demoró como un San Esteban paciente en la mera imploración de los sentidos, en sus creencias, en sus abandonados deseos.
     Hasta la última etapa de Baudelaire y la maravillosa alianza de Claudel, la poesía se abandonaba a los sentidos o a los perfumes y el hastío. Después de esas dos palabras, que son las más repetidas en poesía, después del continuo y un tanto monótono oleaje de Hugo, podemos observar que a la despreocupación laxa de los sentidos, al perfume, la frase que ha venido a reemplazarla es olvido. Olvido y hastío, porque en aquella confesada impedimenta para el apoderamiento, ha venido a reemplazar un total absoluto negativo.
     Casal había gozado alguna de las perfecciones de ese hastío, llegando a las delicias del hastío inmóvil:

Siento sumido en mortal calma, 
vagos dolores en los músculos.

     Pero sus sentidos, en mera imploración, no habían de gozar de la distribución primera que es lujo de todo verdadero poeta. Sus preferencias esteticistas le impedían llegar a las lentas invasiones del perfume.
     A pesar de su presencia incompleta no sería excesivo señalar en los momentos finales de Casal, cuando su esteticismo prolonga una definición tan clara en un poema que no me decido a citar por sus extremas deficiencias, Casal escinde belleza y sentido de verdad y muerte. Claro está que en ese hastío rodeante la rebeldía o la separación luciferina pueden esbozarse, ese momento, roza siquiera sea levemente su poesía:

Oh ninfas de la mar no hagáis que acate 
de Zeus el cobarde poderío.

     Pero antes de llegar a esas imploraciones sensoriales, recordemos algunos juegos en los que los sentidos se aglomeran como danzantes alrededor de un invisible punto central o en que logran detener la corriente de la sangre, en innumerables respuestas y correspondencias.
     Esa acumulación de los sentidos es una de las variantes de las reducciones al hombre, logrando una sorprendente suma que ha de descargarse en un punto. Pero no lo hace, quedando de esa impulsión y de ese no realizarse, la comprobación de sus furias. Góngora arracimaba sus sentidos, como todos sabemos, provocando ese leve remolino verbal, quedando en la fuerza de esa convergencia su delicia principal. Pero los sentidos que han de girar entre la incitación de su insatisfacción y la de su cumplimiento, presto adquieren por cada uno de sus apetitos el convencimiento de que está frente al vacío. Góngora ofrece ejemplos incansables:

El ardiente sudor niega
en cuantas le densó nieblas su aliento.

     Baudelaire en la continuidad de una nítida tradición, podía prescindir de esos mosaicos de Ravena y de sentido superpuesto. En él la música ofrecía un peligro inminente, pues no está lejos de hablarnos un poco desdeñoso de la perversa música. Lo sucesivo de la onda, sus dilatadas sugerencias y la provocación constante de su arco, habían sido reemplazadas no sólo por las grandes invasiones de agua, de las últimas crisis del láudano, sino por un cambio correspondiente de ecos y reflejos:

          Les parfums, les couleurs et les sons se répondent.

     En esas respuestas en la que cada sentido más en desprendimientos lentos, en misteriosas evaporaciones, que en rápido suceder confuso, como en toda coincidencia, había un tiempo voluptuoso. Pero esa voluptuosidad del tiempo sensorial, del tiempo de la evaporación y su llegada a nosotros, decantaba el hastío del paraíso comprado o sustituto, cuando Baudelaire, fascinado por sus propios recuerdos, por las evaporaciones de Ceylán, decidió abandonar el paso lento de las voluptuosidades, la correspondencia de los sentidos. Je croyais - dice Baudelaire - respirer le parfum de ton sang. Sus creencias, la sanguinosa corriente, como los cuatro ríos del Paraíso le ayudaban a entrar en el paraíso revelado.
     «Respirar el perfume de tu sangre», dice Baudelaire, deseoso de superar el perfume furtivo, el paraíso verde, el que está más allá de la India y de la China.
     Frente a esa abundancia acumulada de los sentidos y a sus danzantes sucesivas respuestas, Casal queda como un primitivo implorante. Ellos - sus deseos - se quedan en el intento de ese primer momento de la belleza. Apetito y diferenciación que son tan solo las apariencias de lo que la poesía tiene que atraer y respetar. A esa imploración en Casal se aunaba la creencia primitiva también, de que los sentidos podían reaparecer, mostrarnos algo que no existía cuando se prolongaban. Dice Casal:

Muere al fin, creadora ya agotada,
o brinda algo nuevo a los sentidos...
¡Ya un color, ya un sonido, ya un perfume!

     Esas sagradas convocaciones tienen un especial sentido: vienen a ser como la más exquisita Gustave Moreau: Hercules y la Hidra de Lernacomprobación de nuestro siglo XIX. No se llega a una trasmutación total, pero lo entrevisto, el filtro voluptuoso, las conjugaciones nocturnas de los insectos, de las plantas, aparecen, se agitan. y. retornan. Puede realizar una sorprendente y porosa presencia: utilizar todos los cansancios y síntesis anteriores, no obstante mostrar, como un primitivo, la imploración de sus sentidos. Ya en él, en forma de insinuación, lo voluntarioso propio busca y se resuelve en lo resistente impropio. Contaba tan solo con sus sentidos y no pudo mostrar una soberbia y decisiva reducción. El espejismo y respuestas de todos los sentidos era con lo único que podía contar para su natural excesivo, para esas imprevistas reducciones. Ya en él las lentas evoluciones acrobáticas de la voluptuosidad, ocupando, girando en el ser, postura opuesta a la sola acomodación estoica, aparece siquiera sea como ramal o hilacha de los grandes y totales elementos. No es postura voluptuosa, esos batimientos, esos negros bastiones. La voluptuosidad inane o contemplativa, en primera llegada. No la voluptuosidad ocupante, resuelta en exacta medida en el ser. Ni la última voluptuosidad casi siempre terrible, resuelta en breve remolino, pero en total muerte. La de San Juan, digamos. Aquí el secreto está resuelto con buen ocultamiento de pastor que convoca escondido detrás de un árbol. Brazos y órganos de comunicación verá en esos árboles, pero no podrá interpretarlos, quedando al fin sin tregua, pues muerto se ha quedado asido de ellos.

VI

Ya sabemos que Baudelaire, por una intensificación de la distancia y por una genial concepción de las tentaciones de ese tiempo en forma de perfume, quería liberar el verbo en sucesivas evaporaciones, de la fuerza que le comunicaba la caída o sus comprobaciones excesivas. El matiz y el hastío, dos lebreles que chasquean sus góticos rabillos, en ese ámbito laxo que los envíos del perfume terminaban por trasmitir en una plúmbea atmósfera de ópalo, de un vapor gris perla y negro. Casal distó mucho de alcanzar esa cumplida distancia donde los sentidos sobrenadan sin ninguna exigencia del tiempo. Pero Casal viene a cumplir en nuestra literatura lo entrevisto de los sentidos, que permiten ver la noche acurrucada en una hoja y a esa misma hoja trocarse en oído o en concha marina. Lo que se esconde detrás de un cuerpo, y que apenas muestra sus orejas como dos índices groseros. Esa posición ante la poesía a fines del siglo XIX se cumplió entre nosotros por obra de Casal, ¿cómo no agradecérse1o? Pero quedaba otra posición que también se iba a cumplir. El perfume iba a ser reemplazado por el sabor. Y una gravitación, una severa gravedad iba a ocupar el sitio de la anterior evaporación. «El poeta - dice Claudel - en su boca, sin hablar, siente las palabras por su sabor.». Tenía Martí el sabor de las palabras, aunque en ocasiones masticaba demasiado de prisa. Había llegado por esa salvadora pesantez del verbo a una danza, más tumultuosa que de ballet, en que el paladar intervenía directamente en la sabiduría. Claro está que, así como Casal no llegó a una total recepción entre la imantación y la onda como Baudelaire, Martí tampoco había de llegar a la tal rumia, salvadora gota de plomo o buey junto al establo, de Unamuno, Claudel o Péguy. Ya que el sabor no es una prueba deliciosa, como el desprendimiento de la sustancia, sino poema incorporado, como lo es también la respiración. Y esa danza nocturna en que la palabra en una innumerable ley de gravitación gira sobre el secante de la lengua que absorbe con una lentitud que es casi un irradiar. Y el cielo del paladar cayendo, triturando casi la oscura ley del verbo, muy semejante al otro cielo sobre nosotros mismos.
     Pero quedaba otra posición no cubierta aún. La que en el siqlo XlX desempeñó un Lautréamont; se ha hablado a propósito de éste de dinamogenia primitiva, de acto impuesto como un universo. Ya sabemoe que todo acto implica la justa desenvoltura del punto como reducción, un sitio punto donde descargar un golpe brutal. Entre nosotros las fronteras de agua, reducidas, bruñidas, parecen irse reduciendo a un punto terrenal, punto que puede ser un demoníaco resorte o una sobresaturada tensión. Ese acto que incluye como el agua, rechaza como el fuego, todavía en nuestra poesía no ha sido presentado. Poesía que más que un acto es una meditación sobre la sustancia, engendrada por el rencor de la especie y por el maligno uno indiviso. Sería tan imprudente su existencia como el provocarla. No se trata de la poesía de los innumerables pequeños absolutos, sino tan solo esa eternidad aprovechamiento, ese punto como infinito receptor que después se diversifica y ondula. No se trata de un universo poético, cosa poetizada, que sería después de todo candorosa reducción. Más allá de la distancia recorrida por la evaporación de la sustancia y más allá de la rumia de la gravitación, todo parece dirigirse, imantarse o provocarse alrededor de una sustancia que suprime toda incoherencia y aun continuidad invisible, pues cualquier fragmento repetiría cualidades mayores no concebidas ni desprendidas, sino eternas participantes impulsadas a su correspondiente progresión y espejo, pero de esta última posición poética, ¿cómo podría hablar yo ahora?

FINAL

Cuando Casal muere leía a Amiel, repasaba el Kempis... ¿Volvía a la adolescencia? Se encontraba en ese retorno a las primeras figuras del que sólo puede derivarse paz y dimensión. Se iniciaba una seguridad, una tregua. Iba a sumergirse en delicias o en refinamientos más profundos. Situado ya en la más perdurable posición: entre la tregua de Dios y la flauta del Maligno.
     En todo símbolo hay concupiscencia, nos previene Pascal. Ese añadido que una sensualidad para lo perdurable, gusta de poner en el tiempo hecho, hacia atrás como una línea limite de la propia insuficiencia. Ese vacío actual que no se resigna a ocupar una forma, busca señalar vestigios, posibilidades, como una comprobación de la extensión de sus miradas. Por eso encuentra en la frustración de una búsqueda pasada, una temerosa justificación de la posible plenitud que anhelamos. Gusta de suponer frustraciones, rupturas, violentísimas imposiciones del destino, como si se sintiese dueño de una unidad de medida, la que mueve a su antojo, procurando colmarla de parte de los que él pretende bienaventurados. Esa consideración de frustración se ve obligada inútilmente a compararse proporcionalmente con los que muestran como acabada la continuidad de su curva y termina abandonándose a los antojos, a los más pasadizos caprichos. Supone que esa unidad de medida se va colmando con la extensión de una serie de puntos, olvidando que ese pasado puede ser interminablemente movedizo. Y que por lo tanto no estamos obligados a prolongar para cerrar, añadiendo tiempo para formar después la figura que se sitúa en el espacio.
     Y que una frustración puede ser voluntaria, por situarse con un salto elástico fuera de las circunstancias. Puede ser involuntaria... Lo primero será siempre una virtud. Lo otro, reducido el tiempo, nos parece que todo transcurrir ocupa su posición más legítima. Ya aquí la imaginación se hunde en el barranco por inútil, por sobreañadida. No tiene ya que añadir nada más, ningún nuevo fragmento puede ser aclarador. ¿No veis en la frustración de Casal, en su sacrificio, el cumplimiento de un destino armonioso?

1941

Analecta del reloj (1941), p. 62-97.

Reproducido en (y tomado de): José Lezama Lima. Confluencias. Selección de ensayos. Selección y prólogo de Abel Prieto. La Habana: Letras Cubanas, 1988., p.181 -- 205.
 

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