La Azotea de Reina | Ecos y murmullos 
Hojas al viento | En la loma del ángel | Panóptico habanero | La Ronda | La más verbosa
Álbum | Búsquedas | Índice | El templete | Portada de este número | Página principal

Modernismo y/o transgresión en las obras de Adela Zamudio, Eugenia Vaz Ferreira, Juana Borrero y Delmira Agustini

Mercedes Serna

     La dificultad que entraña adscribir ciertos autores (Othón o Eguren por ejemplo) al periodo modernista se agrava cuando las que escriben son mujeres. Habría que diferenciar entre las poetas que siguen la estética modernista como María Eugenia Vaz Ferreira, Juana Borrero o Delmira Agustini, las que pertenecen cronológicamente a la época pero rechazan tal estética como Adela Zamudio y un tercer grupo que incluiría las obras de autoras que siguen los presupuestos postmodernistas como Alfonsina Storni, Gabriela Mistral o Juana de Ibarbourou. Es cierto que estas últimas no son modernistas porque evitan la preciosidad, el lujo, la búsqueda de un lenguaje novedoso y se adentran en la intrahistoria, en la intimidad más austera, pero también es cierto que su exclusión del modernismo ha hecho que no se integren, a la postre, en ningún lugar. Como flaco favor se las ha clasificado bajo el marbete de “escritura femenina”.
     El movimiento modernista estuvo marcado por cambios desde su concepción hasta la entrada de la vanguardia. Con respecto al tema de la mujer, ésta, o bien aparece como una mujer angelical, musa del poeta, siguiendo ideales románticos, o bien es devoradora y mutiladora. La aversión y atracción, al mismo tiempo, por lo femenino aparece en muchas de las poesías del periodo modernista. Estas contradicciones son muy propias de los rasgos modernistas pero, ¿cómo se resuelven si quien escribe es una mujer?
     El modernismo fue en gran medida un movimiento misógino, escrito y concebido por hombres. Además, el canon lo fijaba la escritura masculina. En este sentido era distinto ser tachado de “poeta decadentista” que de “poetisa decadentista”. ¿Con qué modelos, entonces, podía encontrarse un sujeto que en vez de ser masculino era femenino? ¿Podía una mujer intelectual y poeta continuar con una tradición literaria en que la mujer es objeto sexual, sufre el sadismo del hombre y es víctima de sus fantasías, aunque éstas sólo cobren realidad en el papel?
     Tina Escaja en su artículo Modernistas, feministas y decadentes: Delmira Agustini entre la mujer fetiche y la Nueva mujer señala que, en cuanto a las autoras "modernas" o del periodo modernista hispanoamericano, es posible distinguir dos tipos. Un primer grupo vendría constituido por intelectuales que trabajan en sus ensayos sobre la necesidad de educación y liberación de la mujer, al tiempo que adoptan una actitud crítica, "refractaria," ante la estética del modernismo. Estas poetas y pensadoras, entre las que se encuentran Adela Zamudio y Laura Méndez de Cuenca, muestran antipatía hacia los excesos asociados con el modernismo, optando en su poesía por variantes románticas que apelan a la "autenticidad" frente a la presunta artificiosidad y misoginia del esteticismo modernista. Un segundo grupo de escritoras, continúa Escaja, no "refracta" sino que "refleja" la estética del modernismo, adoptando, a veces transgresoramente, las prácticas poéticas de esa estética.
     Adela Zamudio, a pesar de que cronológicamente pertenece a la época modernista, se sintió más cómoda dentro del romanticismo boliviano, llevándolo a la cima de su expresión. Sus poemas de tono becqueriano y simbolistas retoman el tema de la tristeza y la agonía, las ilusiones perdidas o la soledad. Famoso es el que se inicia con los siguientes versos: “Soy la flor que en su tallo se dobla/ porque sufre, guardando en su seno/ de un gusano escondido el veneno/ que devora su triste vivir”! Pero su obra más conocida es la que condena y denuncia la realidad de entonces y especialmente las discriminaciones que sufría la mujer. Al estilo de las famosas redondillas de sor Juana, apunta sagazmente Zamudio en su famoso “Nacer hombre”: “Si alguna versos escribe/”De alguno esos versos son/ que ella sólo los suscribe”;/(permitidme que me asombre.)/ Si ese alguno no es poeta/¿por qué tal suposición?/Porque es hombre.(1)
     En su novela corta El Capricho del Canónico, Zamudio ponía de manifiesto, al mismo tiempo que la criticaba, la misoginia del modernismo a través del siguiente diálogo imaginario:

-¡Rubén! – me ha dicho,- tú estás enamorado; no me lo niegues. . . . La mujer es obstáculo en el camino de la celebridad; es cobardía en la lucha, turbación en el sosiego, es…
-[Responde Darío, amigo de Rubén] ¡Es la serpiente paradisíaca que nos induce al mal, interrumpí. Es el hada nociva que envenena la fuente en que el viajero bebe sitibundo; es la peste bubónica que inficiona el ambiente con miasmas deletéreas… es… es…

     Muchos de sus biógrafos elogiaron su obra por la “virilidad” de sus poemas y por el parentesco intelectual con el “racionalismo masculino”. Fue incluso denominada por un articulista “la mujer-macho del Tunari”.
     La dificultad de ser mujer y escribir dentro de los parámetros misóginos decadente-modernistas ha sido señalada también por Sylvia Molloy, quien argumenta que: "women cannot be, at the same time, inert textual objects and active authors. Within the ideological boundaries of turn-of-the century literature, woman cannot write woman" (2).
     Zamudio prefirió rechazar un movimiento que creía que era misógino y de esta forma aunaba ética y estética. Distinto es el caso de la uruguaya Eugenia Vaz Ferreira quien, al mismo tiempo que luchó por la educación y liberación de la mujer, se hizo eco de la estética modernista. Su obra parte de una primera etapa modernista (1900-1914) que más tarde abandonará. A ésta pertenece el libro Fuego y mármol, escrito hacia 1903, que la autora dejó sin publicar. Fuego y mármol se construye sobre dualidades que expresan el pensamiento de la poeta en lo que respecta al amor: carne y estatua, amor y soledad, fuego y mármol.
     En este caso, el contexto cultural e ideológico de Montevideo, en el que se educó Vaz Ferreira, fue determinante pues, a pesar de ser una ciudad pequeña, ejerció una influencia fundamental en su obra ya que vivió rodeada de figuras como Herrera y Reissig, Delmira Agustini, José Enrique Rodó, Carlos Vaz Ferreira, Florencio Sánchez u Horacio Quiroga. Todos ellos formaron una de las generaciones literarias más sólidas del modernismo latinoamericano.
     Hugo Verani señala que María Eugenia Vaz Ferreira no sólo fue la primera mujer uruguaya con voz lírica inconfundible sino también “la primera mujer hispánica moderna que poetizó las ansias de su sexo y planteó el amor como tema literario, rebeldía (social, sexual) que muy pronto desembocará en el lirismo sensual y confesional de Delmira y Juana de ibarbourou”.  Con ellas, continúa Verani, “se inicia la participación activa de la mujer en la vida literaria del Uruguay, en una época de severa rigidez que imponía a la mujer sumisión y dependencia total e intolerable” (3).
     Pero fue sobre todo su compatriota Delmira Agustini –que publicó su primeras composiciones poéticas al tiempo que Vaz Ferreira, sobre 1902,- quien procuró cambiar el signo masculino de la escritura modernista. En tanto Vaz Ferreira separó su labor poética modernista de su pensamiento social o ideológico, Delmira Agustini intentó adecuar una y otro y lo hizo partiendo de la imitación de los modelos modernistas para invertirlos, parodiarlos o reinterpretarlos. La trasgresión que lleva a cabo del mito Pigmalión, modelo absolutamente masculino y sin tradición femenina alguna, es un buen ejemplo.
     El mito de Pigmalión (4) se puede rastrear, cronológicamente, en la Eneida de Virgilio, en Historia Philippicae lat. de Justino, en Vida de Apolonio de Tiana de Filóstrato, en el Protéptico de Clemente de Alejandría (250d.C.), en las Disputationes de Arnobius (siglo II-III después de Cristo) o en las Metamorfosis de Ovidio.
     Apolodoro y Arnobius narran el mito de Pigmalión y Galatea, como aquél se enamoró de Afrodita y como ella no quería yacer con él. Pigmalión, entonces, hizo una imagen de marfil de ella y la acostó en su cama suplicándole que se compadeciera de él. Afrodita se introdujo en la imagen y le insufló vida como Galatea, la que dio a Pigmalión dos hijos: Pafo y Metarme.
     Ovidio cuenta como Pigmalión rehuía la compañía de las mujeres y vivía en castidad por la repulsión que le causaran las obscenas Propétides (las primeras prostitutas de la historia). Un día talló una estatua de marfil tan bella que se enamoró del simulacro “que por pudor no se movía”. Le daba besos, ponía las manos sobre el cuerpo escultural e imaginaba que los abrazos le eran devueltos. Le halagaba con ternura, le llevaba regalos, adornaba sus miembros con ropas, ponía gemas en sus dedos y collares en su cuello, pendientes en sus orejas y cintas sobre el pecho. “Compañera de lecho” la llamaba y la recostaba sobre blandos cojines de plumas. Tras las súplicas de Pigmalión para que la diosa Venus diera vida al objeto de su pasión, ésta convirtió en realidad su deseo y Pigmalión pudo por fin “no besar en boca falsa”: “La virgen sintió los besos que le daba y se sonrojó, y alzando hacia él sus ojos y hacia su luz su tímida mirada a la vez vio el cielo y a su amante”. Fruto de la pasión la mujer-estatua dio a luz a Pafos.
     Los clásicos entendían que los dioses tomaban las formas que la imaginación del hombre les atribuía. Si bien el mito de Pigmalión representa también al artista enamorado de su creación o incluso al artista enamorado de sí mismo, su lectura más inmediata es la búsqueda de una mujer perfecta que no existe en el mundo real. La clave reside por tanto en el desprecio por lo real y el aprecio por el simulacro.
     Filóstrato, en su Vida de Apolonio de Tiana, explica cómo habiendo sido preguntado a este mago por el secreto de la fabricación de estatuas mágicas, éste contestó que el amor y la imaginación del artista eran fundamentales. El artista debía imaginar las cualidades propias del dios. Pero Apolonio de Tiana se burlaría de un joven que se tomó demasiado en serio el mito de Pigmalión y cuyo anhelo por yacer con Afrodita le llevó a la locura. El mito puede rastrearse también en la escultura, la pintura, la literatura o el cine y hasta en la ciencia.
     El historiador de arte Stoichita revisa, en su reciente libro Simulacros. El efecto Pigmalión: de Ovidio a Hitchcock, el mito, partiendo de Ovidio y pasando por la ciencia, la iconografía y las imágenes fílmicas (sobre todo en Hitchcock) hasta llegar a las serigrafías de Warhol y la muñeca Barbie.  Stoichita hace un recorrido visual y señala que el efecto pigmalioniano se desarrolló en el renacimiento y el manierismo pero el ejemplo clave reside en  el arte del cine, la imagen en movimiento, que es la característica esencial del simulacro y del engaño y donde el efecto de trasgresión es más fuerte.
     El escritor George Bernard Shaw había convertido a Pigmalión y la estatua en un profesor y su alumna respectivamente. Y en los cuentos de Dino Buzzati, ella se convierte en coche de carreras...
El mito de Pigmalión reaparece con fuerza en la estética del modernismo debido a la vuelta a la Grecia helenística, la huida hacia lo exótico, la búsqueda de la belleza absoluta y de la perfección y por cierto aniñamiento e infantilismo connatural a dicha estética. El mito toma matices distintos pues no siempre son los autores los artífices de la estatua sino que  en ocasiones el modelo ya viene dado y suele tomarse de la época clásica. Martí, Darío, Leopoldo Lugones o Nervo son algunos de los poetas que expresan su amor por la esfinge. ¿Quién no recuerda el cuento de Darío “La muerte de la emperatriz de la China”, donde el autor narra el deseo por la vestal? Recaredo, recién casado, recibe un regalo que va a hipnotizarle: una estatua que representa a la emperatriz de China. Le hará un pedestal, un gabinete especial para que viva y reine sola, como en el Louvre la Venus de Milo. La pasión que siente alcanza tal estado que la mujer de Recaredo siente celos y da “muerte” a la estatua.
     “Ite, Missa Est” es un logradísimo poema de Darío que tiene por protagonista a una sonámbula profetisa, esfinge y vestal que, en brazos del poeta, se convertirá en faunesa. Tal es el poder de lo erótico en Darío. Y en su poema simbolista “Yo persigo una forma”, el autor hace referencia al abrazo imposible de la Venus de Milo. Martí soñó con estatuas de mármol pero no se atrevió a encarnar tensión erótica alguna en ellas.
     Pigmalión suplanta a Dios porque a su manera crea una mujer, la de sus sueños o de su imaginación, construyéndola a su gusto, y le insufla vida, triunfando, entonces, la ilusión estética, el simulacro, sobre la realidad. Pero ¿qué ocurre cuando Pigmalión es una artista, una artífice, una mujer?
     De corta vida (La Habana, 1877-1896) a Juana Borrero las primeras críticas sobre su obra no la favorecieron en nada pues o la consideraron una modernista de segunda fila -la sombra de Casal- o la infantilizaron, tratándola de niña genial o de adolescente atormentada.... Otros estudios la ubicaron en el romanticismo pero lo cierto es que dicha clasificación carece de sentido, pues los iniciadores modernistas no se apartaron de los presupuestos románticos, como es el caso de Martí o de Silva. En su poesía se unen el deseo y el obstáculo. Cintio Vitier habla de un pathos, de una existencia entregada al destino amoroso. La atracción por la muerte está tan presente en ella como en Alfonsina Storni o Delmira Agustini.
     En 1892 Juana Borrero viajó con su padre Esteban a Estados Unidos pues éste mantenía relaciones activas en la Junta Revolucionaria de Nueva York. Fue Martí quien presentó a la colonia cubana de Nueva York a Juana Borrero. Según Francisco Morán (5) será entonces cuando escriba su mejor poema, “Apolo”.
     En “Apolo” se expresa el deseo sexual que siente la poeta hacia el dios pagano, suma perfección: “Al enlazar mis brazos a su cuello/ y al estrechar su espléndida hermosura/ anhelante de dicha y de ventura/ la blanca frente con mis labios sello.
     Se trata de un amor trasgresor, en el sentido de no haber sido sentido nunca por nadie. El poema expresa el deseo unido a la imposibilidad, el deseo, paradójicamente, persiste en la carencia:

Contra su pecho inmóvil, apretada
Adoré su belleza indiferente,
Y al quererla animar, desesperada,

Llevada por mi amante desvarío,
Dejé mil besos de ternura ardiente
Allí apagados sobre el mármol frío!

     Borrero parte del mito de Pigmalión narrado por Ovidio pero añadiéndole un final frustrado pues en este caso la pasión de la poeta no consigue animar o dar vida a la estatua. Frente a este poema de Borrero, sor Juana, enamorada de una ilusión, de una ficción, de un hechizo (encarnados en una estatua en “Apolo”) había hecho que triunfara la fantasía por sobre el amado ingrato, falto de realidad: ”poco importa burlar brazos y pecho/ si te labra prisión mi fantasía” (6). El mundo de sor Juana es su mundo mental por cuanto la imaginación trasciende el mundo físico.
     En uno y otro poema, la fantasía queda en “amor decente”. No cabe duda de que será Delmira Agustini quien se mostrará mucho más audaz en la expresión del deseo sexual, en su consecución y en la trasgresión de los roles tradicionales.
     El tema de las estatuas es uno de los más recurrentes de su poesía y uno de los que ofrece más matices o variantes. Para Manuel Alvar, en la poética de oposiciones en la que se mueve Agustini, las estatuas son encarnación del dolor íntimo y se oponen a las serpientes, trasunto de los deseos (7).
La estatua es un elemento que define muy bien, con cierto tono de reclamo que es propio de la poética de Agustini, el ansia de ardor y de pasión frente a la frialdad e impasibilidad del mármol. Como explica Alfonsina Storni, Agustini siente horror a la inmovilidad.
     El poema “La estatua” anuncia otra de las características de la poesía de Agustini y es la expansión imaginística y visionaria para describir su mundo interior. En un juego de oposiciones propio de su poética, el mundo inerte, frío, sacrosanto, casto y místico (estatuas) se contrapone al mundo físico, carnal y animal, de sed y hambre eróticas (serpientes, vampiros, sierpes). La estatua, a pesar de su perfección, está falta de vida. Es por ello que Agustini la rechaza: “Más fría que el marmóreo cadáver de una estatua, /Miré rodar espinas, flores, y diamantes, Como el bagaje espléndido de una Quimera fatua”. Agustini no se contentará con poetizar el deseo mental, como ocurría en el “Apolo” de Borrero o en el poema de sor Juana, sino que transformará a la estatua en un ser carnal, para su propio gozo. Agustini subvertirá la imagen que se había creado de la mujer en su época por medio de la apropiación e inversión de imágenes. En el poema “la estatua” lo que sorprende es el cambio de actitud de una mujer pasiva sexualmente a una mujer deseante.

¡Dios!... ¡Moved ese cuerpo, dadle un alma!
Ved la grandeza que en su forma duerme...
¡Vedlo allá arriba, miserable, inerme,
Más pobre que un gusano, siempre en calma! (8)

     En el poema “El austero” la poeta buscaba el delirio en el mármol: “Frente a la Esfinge pavorosa y muda/ venció mi ardor la muerte que la anima, quiero en los vinos el sabor que lima, los torsos griegos en su línea cruda”.
     Agustini expresa su deseo sexual a través de los símbolos de la culebra y la estatua: “Y era mi deseo una culebra/ Glisando entre los riscos de la sombra /¡A la estatua de lirios de tu cuerpo!” (9) Invirtiendo los papeles, ella es la amante deseante.
     “Fiera de amor” es uno de los poemas en que con mayor fuerza persigue el delirio carnal, rol hasta entonces reservado para el género masculino. Al igual que Darío en Spes le pide a Jesús que le conceda “una gracia lustral de iras y lujurias”, Agustini clama su deseo ardiente de posesión sexual de la estatua, en este caso, una estatua de antiguo emperador: “ Y crecí de entusiasmo; por el tronco de piedra /ascendió mi deseo como fulmínea hiedra /hasta el pecho, nutrido en nieve al parecer; /y clamé al imposible corazón...la escultura /su gloria custodiaba serenísima y pura, /con la frente en Mañana y la planta en Ayer”. Presa del vampirismo, clama:

Perenne mi deseo, en el tronco de piedra
ha quedado prendido como sangrienta hiedra;
y desde entonces muerdo soñando un corazón
de estatua, presa suma para mi garra bella;
no es ni carne ni mármol: una pasta de estrella
sin sangre, sin calor y sin palpitación...

Con la esencia de una sobrehumana pasión!

     En muchos de sus poemas, la voz femenina es la que convierte a la estatua en objeto sexual, siendo ésta una entidad masculina. Agustini trastoca el tópico de “la caza de amor” al cambiar los papeles tradicionalmente asignados al hombre y a la mujer.
     A Agustini las estatuas también le producen un sentimiento de piedad, de profunda y sentida piedad. En “Plegaria”, la poeta le pregunta al dios del amor “-Eros: acaso no sentiste nunca/ piedad de las estatuas”, piedad porque no sienten la lujuria, ni los frutos deleitosos de la Carne, piedad porque viven en la calma, en los pararrayos de cúpulas morales, piedad porque sus sexos son puros, vírgenes, castos”.
     El poema acaba pidiendo a Eros que al menos envíe a las estatuas su fuego. Utilizando el lenguaje religioso en el título, la plegaria se convierte en una petición sexual:

Piedad, piedad, piedad
Para todas las vidas que defiende
De tus maravillosas intemperies
El mirador enhiesto del Orgullo:

Apúntales tus soles o tus rayos!

Eros: acaso no sentiste nunca
Piedad de las estatuas?...

     Agustini no se conforma con que el deseo quede en el orden mental, en el mero ámbito de la imaginación. Frente al mundo platónico, el mundo como  copia del mundo de las ideas, frente a la idea de que la belleza está presente en la vida pero es inmortal en el arte, frente a la trascendencia espiritual y artística, Agustini reclama en su poesía la experiencia carnal y rechaza la pureza (10). Subvierte los mitos patriarcales, los roles convencionales y a través de la creación poética expresa el deseo de la mujer creadora, deseo de acción. Como explica muy bien García Pinto (11), la poesía de Delmira Agustini desestabiliza el pensamiento crítico de sus contemporáneos. No era posible, ni aceptable este discurso abiertamente erótico de la sexualidad femenina. No era posible, ni para las mujeres del círculo intelectual de su época.
     Ese deseo de acción aparece también en “Con tu retrato”. En dicho poema, Agustini incorpora -para invertir- el mito de Pigmalión,  por cuanto es la mujer la artífice -tiene entre sus manos un retrato de él- que da vida a la imagen (“Todo tu Yo de emperador innato/ amanece a mis ojos, en mis manos!”) para, una vez que ha gozado de dicha imagen ( “Por eso, toda en llamas, yo desato/ cabellos y alma para tu retrato,/y me abro en flor!...”), satisfecho su deseo, dejarla morir. Los dos últimos tercetos así lo expresan: De la sombra y la luz, tus ojos graves/ dicen grandezas que yo sé y tú sabes.../ ”Y te dejo morir... Queda en mis manos/ Una gran mancha lívida y sombría.../!y renaces en mi melancolía/ formado de astros fríos y lejanos!/.
     Como señala Tina Escaja, en este poema Agustini subvierte el mito de Pigmalión pues ella es el rey que desea disponer de la imagen y no sólo la convierte en texto sino que tiene el poder de hacerla desaparecer. A mi modo de ver, la trasgresión es mayor pues la voz femenina no desea que se le confiera vida a la estatua o retrato, como lo hizo Pigmalión, sino que utiliza la imagen para su disfrute sexual y, logrado el empeño, se deshace de él. Libre la artífice, relega la imagen al recuerdo. He ahí el delito.

Notas

1. Dora Cajías de Villa Gómez, Adela Zamudio transgresora de su tiempo, La Paz, 1997.
2. En Tina Escaja, Salomé decapitada. Delmira Agustini y la estética finisecular de la fragmentación,  Editions Rodopi, 2001, p.11
3. Introducción a María Eugenia Vaz Ferreira, Poesías completas, Montevideo, Ediciones de la Plaza, 1986, p. 9
4. Pierre Grimal en su Dictionnaire de la mythologie grecque et romaine explica que la leyenda tiene dos variantes según cuál sea el personaje principal del relato. La primera tiene como protagonista a un rey de Tiro, hijo de Muto y hermano de Elisa (Dido). La otra tiene como protagonista a un rey de Chipre que se enamoró de una estatua de marfil que representaba una mujer. A veces se decía que la había esculpido él mismo. Fruto de su pasión, pidió a Afrodita que le concediese una esposa que se pareciese a la estatua. Cuando volvió a su hogar, contempló con asombro cómo la estatua había cobrado vida. Se casó con ella y tuvo una hija, Pafo.
5. Francisco Morán, La pasión del obstáculo. Poemas y carta de Juana Borrero, Buenos Aires, Libro de Edición Argentina, 2005
6. En Poesía colonial hispanoamericana, Madrid, Cátedra, 2004, o. 414.
7. En Poesías completas, edición de Manuel Alvar, Barcelona, Labor, 1971, p. 50
8. En Poesías completas, edición de Mgdalena García Pinto, Madrid, Cátedra, 1993. p. 101
9. En ”Visión”, de Los cálices vacíos, edición de Manuel Alvar, ob. cit., p. 210
10. Los juicios de Francisco Villaespesa, Rafael Barret, Herrera y Reissig, Manuel Ugarte o Alberto Sánchez elogian su poesía por la sinceridad, el talento, el fulgor o el temperamento fuertemente femenino pero pasan por alto algo difícil de eludir, la lujuria de sus versos. Miguel de Unamuno  describió sus versos como hondamente humanos, intrafemeninos, íntimamente verdaderos. Federico de Onís fue quien, en 1955, se atrevió a tocar el asunto y habló del ansia frenética del amor, “una sensación del mundo a través dela carne y el anhelo sexual”. Comparó tal frenesí a lo que Darío llamó “su alma sin velos y su corazón de flor” y dijo ser la primera mujer en América que venciendo el pudor expresó con sinceridad el sentimiento del amor. Concluye así: “aunque su obra está llena de reflejos y reminiscencias de la poesía modernista que había leído, esta mujer no se ha limitado ni a imitar ni a contar secretos impúdicos, sino que ha convertido en arte verdadero las oscuridades de su profunda vida instintiva y subconsciente”. Zum Felde transforma el erotismo de Agustini en erotismo místico, de hondura metafísica. En 1954,  Enrique Anderson Imbert deserotiza como puede el contenido de los poemas de Agustini: “Ella conocía el deseo: apenas la satisfacción carnal”. Alfonsina Storni también procura defender a la poeta del tono lujurioso de sus versos y señala como al orden genésico, subconsciente, que pareciera falto de análisis o poco razonado, de sus versos se une el complemento cerebral, manera de no caer “en los vulgares histerismo que padecen frecuentemente las mujeres”.
11. Poesías completas, Madrid, 1999, Cátedra, p. 39

Bibliografía

Agustini, Delmira, Poesía completas, edición de Magdalena García Pinto,  Madrid, Cátedra, 1993.
Cajías Villa Gómez, Dora, Adela Zamudio: transgresora de su tiempo, La Paz, 1996.
Escaja, Tina, Modernistas, feministas y decadentes: Delmira Agustini entre la mujer fetiche y la Nueva mujer,.( en la Red)
Escaja Tina, Salomé decapitada. Delmira Agustini y la estética finisecular de la fragmentación, Amsterdam, Editions Rodopi, 2001
Molloy, Sylvia. "La política de la pose", Las culturas de fin de siglo en América Latina, Ed. Josefina Ludmer, Rosario, Beatriz Viterbo, 1994.
---. "Introduction. Female Textual Identities: The Strategies of Self-Figuration",  Women Writing in Latin America. An Anthology, Boulder, Westview Press, 1991.
Morán, Francisco, La pasión del obstáculo. Poemas y carta de Juana Borrero, Buenos Aires: Stockcero, 2005.
Vaz Ferreira, María Eugenia, Poesías completas, introducción y notas de Hugo Verani, Montevideo, Ediciones de la Plaza, 1986.
Zamudio, Adela, "El Capricho del Canónico", Novelas Cortas, La Paz,  Librería Editorial Juventud, 1973. 

La Azotea de Reina | Ecos y murmullos 
Hojas al viento | En la loma del ángel | Panóptico habanero | La Ronda | La más verbosa
Álbum | Búsquedas | Índice | El templete | Portada de este número | Página principal
Arriba