La Azotea de Reina | El barco ebrio | Ecos y murmullos | Café París
Hojas al viento | La lengua suelta | En la loma del ángel | Panóptico habanero | La Ronda | La más verbosa
Álbum | Búsquedas | Índice | Portada de este número | Página principal
     Nos complacemos en ofrecer a los lectores de esta revista el cuento "La Isla de los mirlos negros," de José Hugo Fernández, el cual, como se verá, se inspiró en Casal. Es una prueba -- una más -- de la repercusión que la obra y la vida de Casal no han dejado de tener en la cultura cubana, una repercusión que, por otra parte, ha estado a su vez asociada con gestos de resistencia social.  Agradecemos asimismo a nuestro amigo Jorge Gómez de Mello por enviarnos, desde La Habana, el cuento de José Hugo Fernández.
 

La Isla de los mirlos negros

José Hugo Fernández* 

     Julián del Casal es el único amigo que le queda a Lis. Tal vez por eso no lo deja descansar en paz. Dale que dale a la matraca durante todo el día. Pues sí, querido Julián, como te venía diciendo, mi casa es una isla... 
     Lis, o mejor, Lisardo Pérez Pita, tuvo un primer contacto con Casal allá por el setenticuatro, mirlocuando era estudiante en la Facultad de Artes y Letras. Pero lo que se dice conocerlo, es algo que no le ocurrió hasta bien entrada la segunda mitad de la década. Entonces ya había sido expulsado de la Universidad y trabajaba como teletipista en el correo de Carlos III y Belascoaín. 
     Una tarde, a la salida, caminaba despacio Reina arriba. Iba pensando en lo de siempre: su inacabable mala racha. Y he aquí que de pronto, una señal, un signo como nube blanca tendida por los angelitos para recordarle que cada vez que llueve escampa y que quizás algo estaba a punto de cambiar para mejor. 
     Fue al pasar frente a la librería de viejos CANELO. Allí, en la vidriera, a la mera distancia de un golpe de ojo, lo aguardaba, barata y magníficamente conservada, como para él, la antigua selección en dos tomos con casi todos los poemas y la prosa que escribiera en vida el hombre de Nieve
     Aquella misma noche comenzó a tutearlo y a destrenzarle confidencias como a un viejo amigo. Es que somos corazones gemelos, Julián, le decía, con la mirada acuosa vuelta hacia el techo, yo también siento en mi alma desolada el hastío glacial de la existencia y el horror infinito de la muerte
Claro que esos intercambios iniciales debieron resultarle incómodos al poeta, porque Lis hablaba muy bajito, mascullando apenas las palabras, como quien canta o reza sólo para las propias honduras. Y es que aún vivía con Emilia, su hermana, y como a ella le dio por pensar que el pobre andaba mal de la cabeza, pues no había hora del día o de la noche, ni rincón de la casa, en los que pudiera librarse de su vigilancia. 
     Tampoco él sintió desde el primer momento ese imperativo interior que hoy lo obliga a chacharear largo y tendido con su amigo. Todavía Lázaro no se había ido a enseñar a las suecas a bailar el son,moonlily ni a Omar le había explotado la granada en la cara, ni Belkis estaba internada bajo siete llaves en el sidatorio, ni Sara había optado por el salfumán, ni Carlos Manuel había perdido primero las piernas y luego todo el resto intentando colarse a nado en la base de Guantánamo. O sea, que aunque bien reducido, si se compara con lo que llegó a ser en la época de la Universidad, el grupo de los socitos existía y estaba lo suficientemente a mano como para evitarle a Casal la chiveta de convertirse en el único paño de lágrimas de Lis, así como en el blanco de todas y cada una de sus interlocuciones. 
     De modo que si a la mencionada falta de un clima para el intercambio libre, abierto e incluso sazonado con la quema de incienso, que es como manda Dios, se agrega el hecho de que en aquellos años Lis no estaba aún colgado de la brocha en lo referido al capítulo de sus afectos, hay que aceptar entonces que aunque haya conocido a Julián del Casal en las postrimerías de los setenta, y aun cuando desde ya afloraran las claves para una identificación muy especial, lo que se dice intimar con él es algo que no pudo sucederle antes de la década siguiente. 
     Además, téngase en cuenta que fue justo en los inicios de esa otra década cuando Emilia, bien instalada ya en Miami, decidió pagarle a un lanchero para que viniera a la Isla en busca de su hermano. ¿Y acaso los sucesos que se derivaron de aquel proyecto de viaje no iban a constituir abono de primera para esta comunión que hoy cultivan las desoladas almas de Lis y de Casal?. 
     Si es así, y es así, no hay dudas de que todo empezó en los ochenta. Más exactamente en la mañana del tercer lunes de mayo de 1980, cuando, a instancias del lanchero enviado por Emilia, se aparecieron unos tipos en la oficina donde trabajaba Lis nada menos que para anunciarle su inminente partida hacia el Norte por el puerto de Mariel. 
     Ni él mismo es capaz de explicarse cómo y por qué la noticia llegó a oídos de sus jefes antes que balserosa los suyos. Tampoco comprende cómo se las arreglaron para organizar aquel mitin en menos de lo que el diablo pestañea. Sólo sabe que cuando vino a ver, corría por la calle Reina como una exhalación con todos sus compañeros de labor detrás, piedras van, palos vienen, huevos, tortas de fango, pescozones, patadas en el culo, mientras al paso de la horda, que le gritaba enardecida gusano, maricón, vendepatria, más y más cazadores se sumaban parece que espontáneamente. Sólo sabe Lis que él por su lado también vociferaba: Yo no me voy, coño. No me voy. Aguanten. Es un malentendido. No me voy. Pero nada, la horda como si con ella no fuera. Por lo que no tuvo otra salida que cubrir literalmente a vuelo las nueve cuadras que median entre el correo y su casa, ubicada en la esquina de Rayo y Salud. 
     Por qué en medio de circunstancias tales Lis no pensó en Dios ni en la Caridad del Cobre, o al menos en su madre muerta, es algo que tampoco logra discernir. El caso es que así fue. Mientras parte de sus perseguidores intentaba derribarle a patadas la puerta de la casa, y la otra parte se dedicaba a escribir en la fachada, con pintura, con carbón, con mierda, los mismos improperios que salían de sus ardorosas gargantas, él, agazapado en la cocina, meándose de miedo a pesar de la tranca y la doble cerradura, sólo tuvo cabeza para recordar a su amigo el poeta. Ahora entiendo, Julián, le farfullaba entre sollozos, ahora siento en mi carne tus temblores de niño asustado; te veo oculto en el último rincón del hogar, y escucho como tú el desfile de las compañías de Voluntarios españoles, con su bulla infernal y su clamor de muerte para los inocentes
     En las horas que siguieron, decenas y cientos de veces volvería a inventariar Lis las tremendas analogías entre aquel desaguisado y los sucesos que acompañaron al fusilamiento de los ocho estudiantes de medicina, ocurrido en La Habana colonial, cuando su amigo el poeta contaba sólo 8 años de edad. Y es así como se le fue pegando la costumbre de compartir con él, decenas, cientos de veces cada día, todo lo que encuentra cauce entre su cerebro y su lengua. 
     Desde la brujería que le echaron a no sé quién en el barrio, hasta los pormenores del último discurso apocalíptico; desde el chiste obsceno de ocasión, hasta la historia de sus 47 años junto aljaponerķa fiel compañero el descontento y la pálida novia la tristeza; desde los culebrones que le pasan por el Seis, desde el modo en que invierte cada uno de los cuarenta dólares de la remesa mensual, desde la vida y milagros de todos los que hacen cola en la bodega que está frente a su casa, hasta las más serias disquisiciones inspiradas por libros como el de aquel que dijo que al menos el mirlo blanco, vilipendiado por todos los mirlos negros, puede consolarse contemplando con el rabillo del ojo la blancura de sus alas, pero que los hombres jamás son mirlos blancos. 
     En fin, nada humano o divino resulta ajeno para Lis. Y todo lo echa a desfilar ante la generosa consideración de su amigo. Tiempo no ha de faltarle, porque nunca más ha vuelto a poner un pie en la calle, a pesar de los veinte años transcurridos desde aquel nefasto mayo del ochenta. 
     Petra la vecina le compra los mandados, le liquida los recibos de electricidad y teléfono, se ocupa de cuanta diligencia haya que emprender más allá de las cuatro paredes, hasta le va al Barrio Chino por esos melindres que con tanta ilusión brinda a Casal. Y encima ni siquiera cobra por su servicio. Le basta con el pan de cada día, el que le toca a Lis por la libreta de racionamiento, y con darse el gusto de sermonearlo siempre con aquello de no sé qué pinta usted encerrado en esta ratonera, sin ver gente y sin más compañía que su sombra, y más pudiendo como puede irse a vivir bien con su hermana allá en Miami. 
     Lis contesta siempre remedando la melcocha de los declamadores de Radio Progreso: Mas no parto, si partiera, al instante yo quisiera regresar. Luego empuja a Petra delicadamente hacia la puerta y se despide hasta el siguiente encargo, para ponerse a preparar el retablo de las citas diarias con su amigo el poeta. 
     Se lava bien las manos y la cara con el jabón de sándalo que le trajeron de donde los chinos. inciensoExtrae de su nailon el crisantemo de papel, de su paquete el caramelo, de su cajita la varilla de incienso y de su mazo la vela. Los va situando en riguroso orden sobre la mesa de noche donde tiene la foto de Casal. Enciende un fósforo y reparte la llama. Entonces, sólo entonces se acomoda en el viejo sillón de mimbre de su madre para dar inicio a la tertulia, que ha de introducir siempre con idéntica frase. Pues sí, querido Julián, como te venía diciendo... 
     Lástima que últimamente estas veladas le salgan demasiado planas. Al punto que podría llegar a aburrir a su convidado. Lis se da cuenta, sufre, pero no puede evitarlo. Empiece por donde empiece y por más vueltas que le dé a la muela, una y otra vez recala en el mismo asunto. La culpa debe ser de un mal sueño que tuvo noches atrás. De nuevo volvió a verse en las aulas universitarias, justo en medio de aquel juicio que le montaron por haber asistido a la Misa del Gallo. Todos lo señalan con el dedo mientras él sucumbe en el intento de distinguir los rostros. Mira pero no ve. Una masa oscura, amorfa y nada más. Sabe, eso sí, que son sus compañeros de curso y supone que todos están presentes. Sin embargo, sólo acude un nombre a su memoria. Y es raro, porque coincidentemente se trata del único que no estuvo en el juicio. No porque no lo deseara, quizá, sino porque no pudo, debido a que había sido expulsado varios meses antes. 
     Ya despierto, Lis se puso a pensar en aquel condiscípulo, o más bien en su nombre, pues a decir verdad le cuesta demasiado esfuerzo fijar antiguas caras. Tampoco rememoraba con exactitud el motivo de su expulsión. Lo acusaron de pájaro, creo, le diría más tarde a Casal, o de haber introducido en clases Tres tristes Tigres camuflado con la carátula de El Don Apacible. Pero de firme no podía precisar nada. Lo que sí evocó enseguida, con pavorosa claridad, fue su propia presencia entre la masa el día en que lo enjuiciaban. 
     Y en mala hora. Pues a partir de aquella pesadilla que para Lis ha sido como una exhumación, vuelan y revuelan en su mente los remordimientos, como pájaros negros por azul lago
     Lo peor es que no puede dejar de compartirlos con su amigo el poeta. Y no que lo haga, sino lo seguido que lo hace. Es que estoy obcecado, Julián. Figúrate, ya ni soñar tranquilamente me es permitido
     Lis pensó siempre que los sueños son como las vitaminas con olor a fresa que envía su hermana desde Miami, que si bien no llenan la barriga, por lo menos ayudan a sobrevivir. Quizás por eso ahorajaponerķa le resulta tan duro aceptar que también hay sueños que sirven para quitar el sueño. 
     Y nada, ahí lo tenemos, obcecado. Al punto que es capaz de abrir fuego contra el mismo Casal. No directamente, claro está, porque si algo aprendió él en la vida es a saber guardar distancias y categoría, pero... de que le tira, le tira. Lo mejor de todo, Julián, es que aquí no se salva ni la madre de los tomates. Y con la misma se ha puesto a regar pestes acerca de aquellos, dice, que habiendo nacido para ser luz, alivio de sus semejantes, echan por la borda el plan de la Providencia tirándose a morir en esas abruptas soledades, como los osos en los hielos
     Por suerte, su amigo el poeta no parece ser dado a leer entre líneas. Así le queda abierta a Lis la salida del fondo. 
     Podrá seguir encendiendo la vela y el incienso. Igual que ayer, que hoy, que mañana. Pues sí, querido Julián, como te venía diciendo, es que soy una isla. Mi casa también lo es. Y La Habana. Y Miami. El mundo entero es una isla, Julián. La isla de los mirlos negros.
 

*periodista y escritor. Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas. Nacido en La Habana, 9 de abril de 1954. Ha trabajado para diversas publicaciones, así como para la radio y la televisión de Cuba. En la actualidad trabaja para el periódico digital Encuentro en la Red, que se edita en Madrid, España.
 

La Azotea de Reina | El barco ebrio | Ecos y murmullos | Café París
Hojas al viento | La lengua suelta | En la loma del ángel | Panóptico habanero | La Ronda | La más verbosa
Álbum | Búsquedas | Índice | Portada de este número | Página principal
Arriba