la ceiba (dibujo de Samuel Hazard) La página Pasión de Cuba está dedicada al ensayo y al artículo. En esta edición de La Habana Elegante le hemos cedido el espacio a un merecido homenaje: el que tributamos a Antón Arrufat. Nacido en Santiago de Cuba (1935), Arrufat es autor de notables piezas teatrales (Los siete contra Tebas), novelas (La caja está cerrada), poesía (La huella en la arena), así como de ensayos y artículos.  Este homenaje se suma a las congratulaciones que ha recibido en ocasión de recibir el premio Alejo Carpentier por su novela La noche del aguafiestas
 
 
Fiel a su pasión -así como van Eyck examinaba el mundo

En el espejo, no cabe duda, hay otro cuadro Fiel a su pasión -así como van Eyck examinaba el mundo- dice Antón en uno de sus textos, "cielo y tierra, cuerpo humano, vegetación y minerales, así el producto de la mano, y el volumen de las cosas, el espacio, que no parecía preocupar a sus Antón Arrufatpredecesores…" está también  en él, en sus pequeñas grandes cosas : la luz del ventanal, las zapatillas abandonadas, la espumadera que se hunde; la empanada de rosas…cómo explicar  mi asombro - ha dicho él y ahora lo retomo. ¿Cómo explicar mi asombro? La condena conceptual que sufrimos se basa en la creencia de que podemos formar conceptos; de que el concepto no sólo designa la esencia de una cosa, sino que la comprende. El espíritu de los tiempos sopla con el énfasis de esos textos híbridos ( literarios y referenciales)  que tratan de vincular otra vez con su imposibilidad, la política externa de la literatura y el imperativo moral de reconciliarlas con las estructuras internas, formales y privadas del lenguaje literario. Siempre tenemos la esperanza de hallar un texto, aunque sea el fragmento de un texto - técnicamente original y discursivamente elocuente - que cree el concepto en la constante disolución del concepto (como haría Van Eyck seguramente al limpiar sus pinceles ). Cómo explicar mi asombro  al encontrar tardíamente, contra el espíritu de los tiempos y al contrario de Nietzche, un libro que une literatura y filosofía con la construcción - y no con la deconstrucción de los valores? ( en una Isla que trabaja afanosamente por la deconstrucción de los valores). ¿Cómo explicar mi asombro si ese texto va más allá de la exigencia del percibir del sentir; más allá del poder posicional  del lenguaje y da lugar también a la posibilidad radical de que todo ser, de que cualquier objeto, de que todo gesto, por lento, ínfimo o efímero que sea, pueda ser lingüísticamente " gesetzt", o sea, correlato de actos. En lugar de dejarnos atrapados en la " sombría red"; entre seudosujetos; entre seudobjetos, de una seudodialéctica, la travesía a través de las pequeñas cosas  anuncia la complementariedad de una polaridad adentro- afuera. No hay una unidad estática del adentro y del afuera, sino la metamorfosis constante de una interioridad opresiva que se convierte en un mundo exterior liberador. Porque, para " crear lo real", De las pequeñas - cosas - hoy publicadas en Pre- textos, España - Antón Arrufat ha usado solamente la secuencia de un tropo, su posesión retórica   (como contigüidad no sólo de palabras y palabras entre sí, sino de la presencia combinada sabiamente de las figuras paradigmáticas y metafóricas del sentir, con las estructuras del discurso. Como si al atravesar  la calle Galiano cada día, perpendicular a Trocadero, desde que baja las escaleras y respira - fijándose entre el jadeo de un  inhalar tras otro, que promueve el ritmo del doblez y la flexión de  sus rodillas, este ser, sumamente autoconciente de la dimensión ética de lo real, se acercara a las imágenes y metáforas de la cotidianeidad y con su posibilidad de convergencia entre pasión, perversión, piedad  y afecto, provocara  una doble conspiración con la visión accesible a sus sentidos, como cuerpos, rostros, íconos. Antón se coloca bajo la égida de una metáfora de interior - exterior que nunca ha sido sumamente cuestionada, ni seriamente hallada por otros autores nuestros. Esto que nos parece tan sencillo, la atracción ejercida por la fascinación de los bordes de las cosas en el espacio de su aparición - desaparición al tocarlas (y es esa intermitencia - ha dicho R. B. -la que es erótica; es precisamente la puesta en escena de una aparición - desaparición, lo que hace del texto una especie de islote para un nuevo estado filosofal del lenguaje. Al bajar las escaleras, perpendicular siempre a la Historia, al escenario donde acontecen - más que los hechos- las metáforas, de una cotidianeidad intemporal, inscribe esos objetos en los juegos de la figuración  y de la luz. Él, metafigurado siempre, escribe entonces figuradamente acerca de figuras. viñeta de Laurence HousmanHay en los textos De las pequeñas cosas, una superioridad estética, un hedonismo profundo, que hace que lo estético aparezca como la principal categoría de lo real. ( de una cuarta dimensión muy provocación de lo real). Hay aquí un mundo que proviene de la cultura; un libro para lectores aristocráticos; un libro, que en la superposición de sus niveles de significación ( superponiendo una imagen pasada sobre una presente y la semejanza entre ambas figuras - como ha señalado también sobre otros textos suyos M. Mateo ) logra que, lo que le sucede al lenguaje, le suceda también al discurso, en la enumeración y en la continuación de los enunciados y así, las fuerzas contrarias - del hedonismo por un lado y de la destrucción de esa cultura por el otro, no estén en estado de represión, sino en un perpetuo devenir y que, la intertextualidad que los acompaña sea algo más que cita literaria - que afirma, a cada momento (como enseñanza)  la imposibilidad de superar la naturaleza  arbitraria y contradictoria  del conocimiento. Diríamos, que en el trayecto que él comprende desde  Trocadero, doblando por Galiano  hasta el Parque Central - mirándose mirar - parecería celebrar la creatividad voluntaria y autónoma del sujeto, que pleno contra el aire del mar que corre desde el fondo  hacia sus pulmones, lo hace fingir que al observar comprende; fingir que al andar remueve los arabescos de las formas; las capas de pintura que se superponen - ocultando, borrando - como en los textos, otras esferas de conciencia; fingir que al hablar no es su sinceridad lo más insincero del habla que se escapa, se fuga de la realidad, y donde todavía halla, o pretende hallar el placer, el goce por las pequeñas dulces cosas que han sido, que son de todos y de cada uno alguna vez. Entonces, en el Teatro cuya escenografía se va destruyendo, descomponiendo y fragmentando con la fuerza ( de lo real contra lo real ), él se interpone aguzando su ojo y su deriva hacia otro ( neorrealismo), donde " varias nuevas especies", de las formas y las cosas que todavía permanecen en la refracción -porque ya tampoco permanecen - nos llaman la atención hacia esa pérdida monstruosa del imaginario. Con la mirada fingida del hombre contemporáneo ( que, como buen actor) sigue desconcertándose ante el hombre primitivo que fue, ante " la frágil belleza". Habrá  mayor conceptualización y sentido que en este montaje -por vaciado - al que integró  todos los trayectos posibles al abordar la calle, la razón y la respiración por más de medio siglo de contemplación? …" Es un juego de destreza - dice el autor en uno de los  textos De las pequeñas cosas - el jugador planea su estrategia con antelación al momento de colocar  la primera ficha, le toque o no salir…Pero no sólo esto. Hay también - y sigue en otro texto - curiosidad intelectual, " se desea tener una foto, un artículo…en el fondo del deseo del coleccionista late la aspiración de detener el tiempo y de luchar contra la fugacidad de las experiencias: Instante: deténte. Eres tan hermoso!  ¿No lo hace también el jugador -que ante todas las pérdidas -pretende detener el sentido de pérdida total en una sola jugada y desquitársela? ¿O el coleccionista de lo que se vuelve decadente, obsoleto, anacrónico, "la luz de un cocuyo" en un mundo pletórico de frivolidad - sin tocar con nostalgia o redención los objetos - sino que sólo pretende voluminizar la cosa ( cosa), el uso de tal o cual particularidad del no- ser; apartando lo nimio, lo feo, la indiferencia; disecando - desacralizando- para al tomar, tocar, la realidad virtual del objeto, o de la historia, ignorar y olvidar su deterioro, su desastre, su finalidad y revivirlo al después? Antón es el coleccionista y el jugador incansable que lo pierde todo para recuperarlo solamente en el texto. Es un avaro del texto. El busca con plena conciencia el otro juego. El del escritor del escritor. No son esas pequeñas olvidadas cosas, pretextos para incursionar todos los géneros literarios sin darnos alguno en particular, falseando, trampeando, la voluntad de la novela, el ensayo, el epistolario, el diario, con la voluntad de obtener, no lo que cada uno es, sino lo que todas las cosas - refiriéndose a la literatura - en su proceso son - el hecho antropológico mismo del contar? Las ficciones antropológicas que llevan a cabo la deconstrucción del lenguaje conceptual? Si es cierto, que Antón no busca En las pequeñas cosas, la nostalgia o la redención, ninguna ontología, que roza apenas, casi con una sensibilidad medieval, distante e irónico, sin barroquismos culturales las cosas, o el espacio por donde transita la lengua de las cosas, también no es menos cierto. que esto no tenga que ver con la actualidad, todo lo contrario, su neoclasicismo  le crea otra nostalgia, la nostalgia de un origen o de una instancia mítica por donde habla un escritor que trae consigo un cargamento de épocas, de latitudes; un movimiento de aquí para allá de los movimientos de la cultura. Él no es propietario de otra cosa que de su soledad y saca del arca los objetos, para ponerlos a prueba en los intercambios. En la contaminación, en su manoseo - él ha escamado la cultura - los saca como un mago de aquí, de la memoria y del presumible olvido y los coloca allá en la página ( los pervierte), los trae al aquí - ahora como un traficante de un texto narrativo que contiene un retrato, o un cuadro. 
Reina María Rodríguez 
 

Un poco de Piñera / Álgebra cronológica

A medida que la historia literaria de un país adquiere densidad, aumentan y se suceden sus misterios, y estos misterios, en buena dialéctica, aumentan su densidad.  A mayor cantidad de vida literaria, mayor cantidad de cuestiones.  Ya figuran en la historia de la literatura cubana, con plena dignidad, misterios diversos.  Cuenta esa historia con sus anónimos y sus páginas atribuidas, con seudónimos y heterónimos, acrósticos y textos desaparecidos, con cuestiones de respuesta dudosa —¿quién realmente escribió Espejo de paciencia?—, enigmas y circunstancias biográficas sin esclarecer, lugares y fechas de nacimiento o muerte ignorados.  Con viñeta de Robert Gibbingsdevaluaciones y revaluaciones, ambas inquietantes, con prestigios sin fundamento o infundados olvidos... Felizmente estas cuestiones enigmáticas (y provocadoras) abundan en nuestra historia literaria. Estoy en el deber de sumar a ellas, tras su descubrimiento, una nueva cuestión: el álgebra cronológica de la escritura de Virgilio Piñera.  Respecto a la fecha de composición de sus obras, todo parecía claro, definitivamente ordenado y resuelto.  Cada poema suyo, cada pieza teatral, cada relato mostraban una fecha al pie.  Sus cuentos, en la edición argentina de El que vino a salvarme, llevaban al final del texto, en números diminutos pero perceptibles, su aparente fecha de redacción.  Declaración que debía calmar cualquiera preocupación de orden cronológico, y a la vez de la que no cabía dudar: la edición se realizó en vida del autor y con su consentimiento.  Por lo visto, Piñera se había ocupado de dejar constancia del año en que escribió cada uno de sus textos, al igual que, con pasión casi maniática, se ocupó en conservar su papelería, anotaciones, las cartas que recibió, de guardar , tras sacar copia, muchas cartas que enviaba, pese a las vicisitudes económicas de su existencia, largas estancias en el extranjero y cambios frecuentes de domicilio.  A sus lectores resulta por tanto ostensible su preocupación y afán de exactitud.  Como él mismo gustaba decir, "cada cosa en su lugar". Y sin embargo, sin embargo...Tras mi pequeño descubrimiento, creo que la relación de Virgilio Piñera con la sucesión temporal y su grafía numérica, se ha vuelto sospechosa.  O mejor, siempre lo fue, según indican varios hechos equívocos, sin que amigos, lectores y críticos nos diéramos cuenta del todo.  Durante muchos años su fecha y lugar de nacimiento fueron inexactos.  Para las antologías del cuento y de la poesía cubanas de su época —me refiero a las compiladas por Juan Ramón Jiménez, Salvador Bueno y Cintio Vitier—, había nacido Virgilio Piñera en Camagüey y en 1914.  Hoy ya sabemos que nació en Cárdenas —donde pasó su infancia y vivió hasta los trece años—, y en 1912.  Con una displicencia muy suya, poco se interesó en rectificar estos errores.  Es más, creo que los mantuvo y los propaló hasta muy avanzada la década del sesenta, cuando comenzó a rectificarlos. Y en esto pudiera encontrarse uno de los múltiples síntomas de su extraña relación con el tiempo. A su alrededor fueron surgiendo otras inexactitudes.  ¿Cuándo en realidad escribió Electra Garrigó?  Piñera ofrecía dos o tres fechas. 1941 y 1943, eran las más asiduas.  Entre ambas hasta hoy se ignora la verdadera.  O si en realidad hay una tercera, que para muchos es 1948.  Varios de sus poemas ostentan igualmente fechas dudosas.  La mano, uno de los que más me gusta, se escribió en Buenos Aires, en 1946, como consta en el manuscrito original, y al recogerlo en La vida entera, lo fecha en 1945. Los muertos de la Patria fue escrito en 1961 y publicado en Lunes de Revolución en el mismo año, y aparece fechado un año después en La vida entera.  Con pareja indiferencia su ordenamiento temporal adelantaba lo mismo que atrasaba.  La sucesión para él, y luego quizá me detenga en esto, formaba parte del reino de la voluntad o del reino del deseo. El tiempo era, en gran medida, un ejercicio de su anhelo imaginativo.  En su relato El conflicto, escrito en 1940 y publicado —esta vez indudablemente— en 1942, el tiempo es gobernable.  O más exactamente, el protagonista realiza durante el relato el intento de gobernarlo, de variar el flujo temporal, de suspenderlo.  Se propone detener el suceso en "su punto de máxima saturación".  Se trata de burlar, y en esto radica en realidad el conflicto, la acción de lo ineluctable.  "Además de escribir lo que vivimos —dijo una vez Piñera—, escribimos también lo que no vivimos".  Me parece que esta frase ofrece una pauta.Piñera escribió treinta cuentos cortos exactamente, y me estremezco al escribir este adverbio tan dudoso en su caso.  Compuestos en diferentes épocas —todavía por determinar con precisión—, estos cuentos guardan sin embargo entre sí ciertas similitudes, y podrían agruparse en tres períodos: los de la década del cuarenta, los del cincuenta y los de los últimos años de su vida.  Como existe un parecido entre varios cuentos cortos de Piñera, y tengo establecida con el tiempo una relación diferente a la que él mantuvo, más reverente y menos perentoria, agrupé —ingenuamente descubriría después—, estos cuentos por sus fechas de composición, todos, ocho en total, de 1956, y me sentí satisfecho con mi aparente descubrimiento erudito.  De pronto dos dudas me asaltaron.  La primera, me parecieron demasiados cuentos para tan poco tiempo de trabajo, cinco o seis meses en rigor, y contando que el método de creación de Piñera consistía en parte en no dedicarle todas sus fuerzas a un solo género, y de una sola vez, hacerlo parecía aburrirlo o impacientarlo.  Cuando esto ocurría, buscaba entonces el poema o la pieza teatral para descansar de un género y cansarse en otro. Después de esta primera duda, 1956 comenzó a tornárseme sospechoso.  Fue el propio Piñera el que me creó la segunda duda.  Me explicaré.  El primer libro suyo en que aparecen cuentos, Poesía y prosa, se publicó en 1944.  Junto a varios poemas, recogía catorce relatos, de los cuales once eran cortos.  Iniciaba con ellos esa zona de su narrativa integrada por narraciones que van de tres cuartillas de extensión hasta un párrafo de quince líneas, zona muy afortunada por cierto, en la que se encuentran algunos de sus aciertos más notables.  Pero en 1956 edita Cuentos fríos, y en la última página de este libro aparecen dos fechas unidas por un guión: 1944 y 1954.  Por tanto, Cuentos fríos ofrece al lector el fruto de diez años de creación narrativa.  Según indica la fecha de 1954, el volumen estuvo impreso dos años después de haber sido entregado el original.  El lector de Piñera no tenía motivos, en cuanto a la fecha de redacción de sus cuentos, para inquietarse demasiado.  Piñera le ofrecía un lapso de diez años, del 44 al 54, en el que colocar la redacción de sus cuentos.  Lapso extenso sin duda, pero al menos existía una fecha y hasta cierta objetividad. Varios años después Piñera agrega un nuevo factor a su álgebra cronológica, y aumenta, mediante su extraña relación con el tiempo, la incertidumbre de sus lectores. En su siguiente colección, El que vino a salvarme, de 1970, cada cuento aparece ahora con una fecha particular de creación al pie, pero utilizando un procedimiento curioso y expedito: 1944 para todos los relatos de Poesía y prosa que se recogen en el nuevo volumen, y para todos los de Cuentos fríos, 1956. Es decir, catorce cuentos fueron escritos de un golpe, en el año de gracia de 1944, y catorce más de un segundo golpe, en el año de gracia de 1956. Los años que median entre ambos, no existen para Virgilio Piñera. Ningún relato escribió en ellos, lo que evidentemente es imposible. Esos años los anula o los olvida. Además, el lapso que terminaba en 1954, y que incluía todos los cuentos fríos, desaparece en esta edición de El que vino a salvarme, Piñera, adelantando su prodigioso reloj, aumenta en dos años la fecha. De esta trabajosa enumeración de años se deriva hoy para nosotros una consecuencia práctica: la cronología de las obras de Virgilio Piñera deberá pasar, por voluntad de su autor, y mientras los investigadores no esclarezcan los hechos, al acervo creciente de los misterios de la literatura cubana, con una consecuencia que podría llamarse, si el término no está en desuso, metafísica: Virgilio Piñera y el tiempo sostenían una relación muy singular. 

II El viaje sin fin

En El viaje, escrito en primera persona, como la mayoría de los cuentos cortos de Piñera, el protagonista tiene cuarenta años —es su primera confesión— y ha decidido —es su segunda confesión— viajar por el resto de sus días. Estas dos confesiones, y una tercera, clave sentimental del relato: "este viaje me ha demostrado cuán equivocado estaba yo al esperar algo de la vida", están hechas a alguien. Es característico de estos cuentos cortos que sus protagonistas se dirijan a alguien que no está dentro del tiempo ni del espacio de la narración, y ese alguien es sin duda el lector, nosotros mismos. El viaje tiene el tono de una confesión personal, pero dicha muy cerca y contando con el lector. O mejor: convirtiendo al lector, a nosotros, en una presencia más del relato. El protagonista intenta complicarnos en su decisión. Quiere ser escuchado, porque quiere advertirnos de algo. Ese algo es su experiencia. El viaje que se propone realizar, viaje sin fin, hasta la llegada de la muerte, es consecuencia de esta experiencia, de un saber de la vida. O más exactamente, es una respuesta, y una represalia, en el plano de la apuesta imaginativa, a este saber y contra este saber: "cuán equivocado estaba yo al esperar algo de la vida". En El viaje, al igual que en el resto de los cuentos cortos de Piñera, la necesidad de comunicarnos el resultado de una experiencia es muy absorbente. Piñera profesaba horror a las moralejas, aunque en toda su obra, de manera más o menos directa, existe una constante reflexión ética entre el deseo y el fruto de la acción, que constituye uno de los valores primordiales de su escritura. Por eso este viaje no es una aventura ni la conquista del vellocino de oro. No es la invocación de Baudelaire —poeta al que tanto admiró y al que tanto tradujo—, la huida a Cyteres, a un país de voluptuosidad y calma, un cambio en la vida, la pérdida momentánea de la costumbre o de la atormentadora identidad personal, para convertirse en la criatura del momento, libre de cualquier lazo cotidiano. Tampoco es el viaje del alma por sus diversas moradas o en busca de Beatriz por los círculos del Infierno, para llegar finalmente al Paraíso. El viaje de Piñera no es el equivalente simbólico de una búsqueda del conocimiento o la experimentación intensa de algo nuevo, la aspiración del anhelo nunca viñeta de Robert Gibbingssaciado que en parte alguna encuentra su objeto. El protagonista de este viaje ni baja ni sube, va en línea recta, viendo siempre el mismo paisaje. No es Eneas ni Dante. No es Orfeo en busca de Eurídice. Ni viaja al Oriente ni al Amazonas. Ni le interesan los astros, el centro de la tierra, ni el viaje nocturno del alma por el cuerpo. Es el reverso de la antigua necesidad humana de viajar y de su mitología. El mismo paisaje, sin cambio alguno: es el viaje repetido. Montado en su cochecito, empujado por niñeras contratadas, vestidas absurdamente de choferes, apostadas cada cierto número de kilómetros, realiza su viaje piñeriano, que es la parodia de un viaje: nada se encuentra porque nada se busca: simplemente la confirmación, a lo largo de una espléndida carretera siempre igual.. El viaje piñeriano es la negación de lo inesperado. Ha sido planeado con calma, sin precipitación, tomando en cuenta por adelantado todos los detalles, para que nada ocurra. La posibilidad del suceso, como en El conflicto, ha sido abolida. El cochecito y su viajero, en absoluta contrapartida a todos los viajes del hombre, avanza sin riesgos, siempre por el mismo camino conocido, deteniéndose para comer y defecar, anulando, con cada repetición, la posibilidad del azar. Este viaje es muy parecido a la idea de la creación literaria que tenía Virgilio Piñera: en la que ocurre lo que está determinado que ocurra. Donde el hombre juega a la vida una partida, pero una partida imaginaria. A cada imposible vital, un posible imaginario. En rigor este viaje es un viaje en el vacío: constituye una apuesta irrealizable, y por eso esencialmente trágica, pese a su apariencia disparatada y humorística. Sin embargo, en él reside, como en otras obras de Piñera, una extraña irradiación. Sin proponérselo, frío y mesurado, acaba tocando nuestras fibras sentimentales. Una sorpresa solamente aguarda al viajero en su cochecito infantil: la aparición de otro viajero, que pasa por su lado y lo saluda, iniciándose inmediatamente entre ellos la costumbre de verse y saludarse, que anula la sorpresa inicial. Este segundo viajero no realiza su viaje en un cochecito, sino dentro de una reluciente cazuela. Él también ha decidido pasar el resto de sus días viajando como el otro, pero circularmente. En el fondo ambos realizan un  viaje circular: el mismo paisaje, la misma carretera, los mismos puntos de partida y de llegada. ¿No hay aquí nuevamente otra manifestación del nexo singular que Virgilio Piñera sostenía con el tiempo? Este viaje sin sobresaltos, con recorrido marcado y escogido de antemano, tiene una justificación tan sólo: realizar cada día una comprobación: "cuán equivocado estaba yo al esperar algo de la vida."Con palabras directas e irresistibles, El viaje carece, al igual que otros cuentos suyos, de desenlace: ha de repetirse siempre y del mismo modo. Piñera prefería los hechos a las palabras. ("Todo hecho es tangible, toda versión es inefable".) Sus cuentos llegan a ser casi actos. Después de su lectura, es esto lo que uno recuerda: un hecho dentro de una estructura luminosa. 

III Poeta y crítico

Por muchos años Virgilio Piñera fue considerado por la crítica tan sólo como un dramaturgo. Su celebridad literaria descansaba, y aún descansa, en sus piezas teatrales. Aunque en Cuba se publicó una parte de su narrativa en la década del sesenta, en vida del autor, y en España después viñeta de Walter Cranede su muerte la editorial Alfaguara editó sus tres novelas y dos tomos de cuentos, esta zona de su obra creadora continúa parcialmente ignorada.A esto se debe sumar el desconocimiento en que quedó sepultada su poesía y su obra crítica. El propio Piñera tuvo en esto parte de responsabilidad. Durante sus años de madurez, no parecía interesado en editar sus poemas. No ocurrió así en su  juventud, en la que apareció en público —fundamentalmente— como un poeta. El primero de sus libros, Las furias, publicado en 1941, fue un conjunto de poemas. Tres años después reunió en Poesía y prosa una colección de relatos y poemas, en la que la mayor cantidad de páginas ya estaban dedicadas a la prosa. Por esta fecha había comenzado a estrenar su teatro, sin duda con cierta displicencia, la que siempre lo aquejó cuando se trataba de divulgar su propia obra. Este hecho constituye una faceta más de lo paradójica que fue su personalidad: se cuidó sobremanera en escribir, trabajó febrilmente a lo largo de sus sesenta y siete años de existencia, pero sin preocuparse demasiado en publicar lo que escribía.Sus poemas sufrieron esta indiferencia, y otra más aguda: con el tiempo Piñera convirtió su poesía en un hecho exclusivamente personal. No sólo dejó de publicarla, sino que dejó de leerla a sus amigos. Nunca hablaba tampoco de ella. Nunca decía "he escrito un poema". No obstante, los continuó escribiendo hasta el final. A este aspecto debe sumarse otro. Quizá llevado por su elevada valoración de la poesía y del poeta, sus poemas le parecían demasiado imperfectos, y al terminarlos, dejaban de interesarle. Cuando en 1968, a instancias reiteradas de su amigo Rodríguez Feo, consistió en recoger en La vida entera poemas que había publicado en su juventud y un corto número de inéditos, escritos con posterioridad, hizo preceder la recopilación de una notica en la que declaraba no considerarse un poeta en toda la línea, sino un poeta ocasional. Es decir, que en sí mismo padecía el defecto (falta de concentración) que encontraba en varios poetas cubanos, según apunta en un artículo de 1960, Poesía cubana del XIX. Esa nota es característica de Piñera. Con idéntica modestia irónica casi se repite en su prólogo a la recopilación de sus piezas teatrales, en el que califica su obra de dramaturgo, la más conocida y valorada en esos momentos, como una casi-obra, y él mismo se presenta como un casi-autor. ¿Es esto modestia, rigor o una mueca despreciativa hacia sí y hacia el lector? Suelo pensar que las tres cosas a la vez. ¿Dudaba Virgilio Piñera del valor de su obra poética? Esta pregunta, tras su muerte, no puede ser respondida más que con especulaciones. Lo cierto, lo meridiano y lo definitivo hoy para nosotros reside en un hecho tangible: Piñera, en silencio y en la sombra, continuó trabajando el verso. El poeta que lo habitaba, no le cerró la puerta a la veleidosa poesía. La objeción que él hiciera a un grupo importante de poetas cubanos, permaneció latente en su ánimo. En sus papeles póstumos apareció, entre diversos poemas aislados, Una broma colosal, con más de ochenta textos, como ejemplo de poesía concentrada. En una primera época, su literatura estuvo signada por cierto desencanto de la literatura, que lo llevaba a descreer de la poesía y del poeta: posición crítica frente a los artificios y falsedades a los que conduce una excesiva actitud literaria ante la vida. Expresión consciente de esta posición es su obra de ensayista, más conocida que la poética. Igualmente se expresa en un plano más complicado, en su narrativa y en el teatro de esta época inicial. El conflicto entre vida y literatura, lacerante en Piñera, se patentiza en la apreciación del cuerpo humano por encima del alma, de la realidad sin ornamentos y de la busca del momento vital anterior a las valoraciones éticas, religiosas o filosóficas, y en una expresión literaria acorde con esta actitud: lenguaje despojado, desfile alucinante de lugares comunes y frases hechas, adjetivación neutra, ausencia de descripciones sublimadoras del paisaje. No obstante, este dualismo entre vida y literatura sufre, en los años finales de su desolada vejez, una ligera inclinación. El plano parece inclinarse hacia la literatura, cuando antes parecía inclinado hacia la vida. En los textos poéticos que abarcan la década del setenta, pese a la ironía punzante y al sarcasmo que los recorren como llama fría, resulta evidente que Piñera ha desplazado su valoración: el artista se instala ahora en su obra como creador supremo de algo decisivo para el hombre. Aunque mutilado, detestado un tanto, pero en verdad eficaz, es el descifrador de la irrealidad, como él mismo diría, que se desprende de lo real. Así su obra, a pesar de los diversos géneros que empleó, se cierra en una síntesis de plena sabiduría: la integración de ambos polos del dilema. O con más exactitud: se funden en una unidad, en la que se anulan como entidades antinómicas.No sólo Virgilio Piñera es el dramaturgo y el narrador que conocemos, más deficientemente de lo que creemos o suponemos, sino un altísimo poeta, uno de los grandes poetas latinoamericanos. De la llamada generación de Orígenes, Lezama Lima y Piñera constituyen las mentalidades poéticas más originales. Y es curioso que quien apenas publicó su poesía dejándole el campo libre a Lezama, su gran antagonista, y murió dudando quizá de su valor, aparezca hoy y para siempre, junto a Lezama, equiparado al gran poeta de Enemigo rumor. Así de veleidosa es la poesía. Así de imprevistas son las consecuencias de las valoraciones que hacemos de un poeta desconocido.Su labor de ensayista y crítico, al igual que la del poeta, quedó colocada por el propio Piñera, en la dimensión total de su obra, en un segundo o tercer lugar. No se consideró ni crítico ni ensayista. Pero en este caso, no se trata de que tuviera un elevado concepto del ensayo, sino por el contrario, sentía una desconfianza profunda. Desconfiaba de las ideas y de los sistemas filosóficos y de los supuestos de toda crítica literaria. Solía decir que terminado cualquiera de sus textos, podría escribirlo al revés, afirmando lo contrario, y que resultaría igualmente válido. Nunca los recogió ni se interesó en volver a publicarlos. Eran, en gran medida, productos de la urgencia económica o polémica, o del deseo de fijar su posición. Varios ensayos y artículos se escribieron para complacer un pedido o por insistencia de algunos amigos. Ballagas en persona, por ejemplo, se debió al reclamo reiterado de Rodríguez Feo, curiosamente es el mejor de sus ensayos. 

IV El conflicto y sus contemporáneos

No intento, ni agrada a mi mente, trazar nexos místicos, asociaciones de brillo efímero y duradera bobería. Pero no puedo dejar de mencionar la curiosa semejanza que encuentro entre dos momentos claves de la literatura cubana: el de la aparición de su novelística y momento en que lo hace la cuentística. Durante la década que abarca los años finales de 1830 y los iniciales del cuarenta, se escribieron las primeras novelas cubanas, y también hacia los años finales del treinta y de los comienzos del cuarenta, pero un siglo después, apareció en nuestra historia literaria una cuentística nacional. Sobre el primer momento histórico escribí un artículo, que se ha publicado. Digo en él que la novela, hacia esa década, comenzó a interesar como creación a un grupo de escritores, todos contemporáneos entre sí. Y ocurre, si se observa la fecha de edición de varios libros de cuentos, que también hacia el final del treinta y durante los primeros años del cuarenta, en el presente siglo, surge una cuantiosa y valedera cuentística entre nosotros. No aproximo tales fechas como lo haría un alquimista o un nigromante, propongo el hecho a la meditación sociológica. Falta ahora la ocasión de analizar —lo hice respecto a la novela en el artículo mencionado—, los supuestos sociales y económicos que permiten, en un movimiento de cierta densidad y eficacia, la aparición de un número destacado de cuentistas, pero si al menos dejar enunciado el fenómeno y enumerar las obras.En esa década aparecen varios libros y cuadernos fundadores de una cuentística, y cuya influencia se prolonga hasta el presente. El cuento deviene preocupación, actividad, trabajo. Felisa y yo de Enrique Serpa, se imprime en 1937, le siguen Los héroes de Carlos Montenegro en 1941 y La luna nona de Lino Novás Calvo en el 42. (Este autor publicará en el 46, El otro cayo.) De Alejo Carpentier, en 1944, Viaje a la semilla. En el 45 aparecen Taita, diga usté cómo de Onelio Jorge Cardoso y San Abul de Montecallado de Félix Pita Rodríguez. Carne de quimera de Labrador Ruiz, en 1947. Virgilio Piñera había editado El conflicto en 1942 y en el 44 Poesía y prosa. ¿Les parece poco? En verdad es una lista impresionante. viñeta de Keith HendersonNo afirmo que se escribieran cuentos sólo en este período. Desde el siglo pasado, en la década en la que se inicia la novela, Palma, Villaverde, Suárez y Romero, escribieron cuentos. Luego lo harían Meza, Carrión, Castellanos, pero la eclosión de 1937 a 1947, una década justa, no se conocía ni tuvo antecedentes. Un grupo de creadores, con propósitos definidos, escribe cuentos y los recoge —pocos lo habían hecho antes— en libros. Si la novela cubana comienza a partir de cero, sin antecedentes, el cuento tiene los suyos, pero hoy nos parecen esfuerzos aislados, o que van a desembocar en el esplendor de la década señalada. ¿Qué diálogo sostiene Piñera con el resto de los cuentos de esta lista impresionante? Sin duda, un diálogo de sordos. Piñera es un raro, un escritor de fronteras, y mantendrá esta condición hasta el final. Pero no obstante su voluntaria oposición y ruptura con los cuentos de este período, existen sutiles parentescos —ignorados orgullosamente por él mismo, quien trabajó en aislamiento radical—, entre ciertos relatos anteriores de Armando Leyva, Miguel Ángel de la Torre y los suyos. ¿Cómo no encontrar en la textura de la imaginación similitudes entre algunos de sus cuentos fríos y El antecesor de Miguel Ángel de la Torre? Podíamos ir un poco más lejos y citar los momentos alucinantes de la narrativa de Ramón Meza o el escalofriante relato de Hernández Catá, Los chinos, que podrían figurar, junto a textos de Piñera, en una antología de narraciones fantásticas cubanas. Hay sin embargo una diferencia esencial entre estos narradores: la visión de lo fantástico —empleo el término sin mucha precisión— es en unos parcial o momentánea, expresada en momentos aislados dentro de una obra mayor de orientación diversa, mientras que en Virgilio Piñera es el propósito absorvente. Con atroz lucidez, intentó sistemáticamente la indagación de "la irrealidad que se desprende de la realidad", según él mismo solía decir, y creó un mundo de ficción donde tal elemento es primordial. O mejor, único. Su cuentística ostenta este sesgo particular de las cosas. Y el resto de su creación literaria —poesía, teatro— está contaminada y regida por idéntico propósito. Es por esto que su obra, siendo extensa, abarcando géneros distintos y contrarios, no obstante es obra de gran unidad.En dos cuentos de este período clave de nuestra narrativa, período durante el cual adquiere prestancia y envergadura inusuales, encuentro plasmado el afán de plantearse el cuento en serio y en grande. Uno, Viaje a la semilla de Carpentier, y el otro, El conflicto de Virgilio Piñera. Dos años median entre el de Piñera y el de Carpentier. No sólo encuentro en ambos la ambición de llevar el cuento a dimensiones imprevistas dentro de la cuentística cubana, sino que noto entre ellos ciertas similitudes. Tienen parecida extensión y similares recursos formales, y en ambos el tiempo es el asunto. O más exactamente, la preocupación del hombre ante el tiempo. En los dos existe una apuesta imaginativa imposible: hacer retroceder el tiempo transcurrido en el de Carpentier, detenerlo en su instante de máxima saturación, en el de Piñera. Además de la propuesta imaginativa, en ambos se encuentra la rara emoción que estas dos imposibilidades engendran. El protagonista de Piñera ha sido condenado a ser ejecutado: su anhelo, tan vano y melancólico, es detener el tiempo, y al detenerlo, como hizo Josué con el sol en lo alto para que la batalla no ocurriera, impedir el arribo de la muerte. En Viaje a la semilla se manifiesta otra imposibilidad: que el tiempo regrese sobre su cauce, que el tiempo —y por tanto la vida humana— vuelva a su misterioso principio. No creo que este nexo entre los dos cuentos se haya señalado hasta hoy. Impulsada por los deseos insatisfechos del hombre, la imaginación humana entabla su batalla contra la acción inflexible  temporal, con el fin de violar su lógica fluencia o su marcha incesante. Los recursos también se asemejan en ambos relatos: repeticiones de situaciones o de palabras, relojes que se detienen o retroceden. Y como en este primer relato de Piñera se percibe todavía en su prosa cierto influjo de la poesía barroca de Lezama, por otro camino se llega a un nuevo nexo.Si es cierto que Carpentier desarrollará en parte su preocupación inicial por el tiempo en el resto de su obra de ficción, lo es también que de El conflicto parten las líneas de la narrativa posterior de Piñera. Se despojará del influjo barroco lezamista, su prosa se convertirá en el ajustado instrumento de su intención creadora, tanto él como Carpentier seguirán rumbos diametralmente opuestos, pero este momento de involuntaria, al parecer, coincidencia, es revelador para nuestra cuentística. En el esfuerzo de la imaginación, en su infatigable apuesta por abolir lo adverso de la realidad, se encuentra el origen de los cuentos de Virgilio Piñera. La imaginación se toma su desquite de la vida, de la vida que el hombre no ha podido vivir. A su vez, este ejercicio vindicativo de la imaginación tiene sus dichas, sus torturas y sus llamas. 

V Una página sobre el cuerpo

¿Cual era la relación de Virgilio Piñera con su cuerpo? ¿Qué relación mantenía en contra o a favor, normal o irritada Virgilio Piñera con su carne? En los años que rodean la creación de sus cuentos La carne, Las partesviñeta de Sir John E. Millais, P. R. A.La caída, alrededor de 1942 y 44, para culminar en La carne de René y en el cuento La cara, Virgilio Piñera está inmerso en la preocupación por su cuerpo, y por extensión, por el cuerpo de los demás. No es la preocupación por el alma, la parte central de su meditación y de su angustia, sino el cuerpo. La carne es lo primordial en esta etapa de su creación y de su existencia. Virgilio Piñera no estaba de acuerdo con su cuerpo. Esto es indudable. Se consideraba un hombre feo, de boca sin atractivo. Hacía gala de sus ojos y sus manos. En el comercio sexual del mundo, en el erotismo, en las conquistas, su cuerpo se hallaba en desventaja. No estaba Piñera conforme con él, esto explica en parte sus preocupaciones o el germen de sus preocupaciones, en la etapa en que escribía La carne de René. La relación  personal de Virgilio Pïñera con esta novela es esencial. Pero esa relación radica en la no aceptación de su cuerpo, que paradójicamente, como en otras creaciones suyas, encuentra en La carne de René una explicación inversa. En primer lugar, Virgilio Piñera aspiró a que en la portada de la edición primera de su novela, apareciera una foto de su cuerpo desnudo, pero los editores argentinos se negaron. Después propuso una radiografía de su cuerpo como fondo de la portada, y los editores también se negaron. Esta confesión personal, que me hizo su autor entre una broma y otra, aparentando no darle importancia, es reveladora de la estrecha conexión entre su ficción y su realidad: era su propio cuerpo el que debía figurar en la portada de La carne de René. Pero es curioso: su cuerpo no era bello, como lo es el de René, que tiene en la novela un atractivo irresistible. Aquí se establece la conexión inversa de la que hablo: el cuerpo y la piel admirables de René son la contrapartida del feo cuerpo de su autor. La abominación y la cobardía de René por la carne, por la de res y por la carne humana, son las mismas que Virgilio Piñera sentía por la suya. Aquí el exceso de abominación en el autor le juega una mala pasada. Y es por eso que su personaje de ficción avanza dando tumbos carnales, en la experiencia de su cuerpo.No vamos en Piñera del alma al cuerpo, vamos del cuerpo al alma. El cuerpo es la realidad, y casi nos propone el autor, en una herética inversión teológica, que el cuerpo es el creador del alma. Por eso su novela es una herejía teológica, una obra irreverente y revolucionaria: nos enfrenta con nuestra única realidad efímera y deliciosa, con la realidad de nuestro cuerpo.Piñera era un escritor reactivo. La carne René es una respuesta o una réplica a El camino de toda carne de Samuel Butler. El camino de toda carne no es, como en Samuel Butler, un ir de la infancia a la adolescencia, pasar por la escuela y buscar su lugar en el mundo, sino que el camino de toda carne, en Virgilio Piñera, es la carne misma. Es la experiencia, la exploración y la aceptación final, contra las soluciones religiosas, idealistas o espiritualistas, de nuestra propia carne humana, tierna, fragante, jugosa o chamuscada. 

VI La butaca de moaré

En la pieza del apartamento en la que escribía Virgilio Piñera, se hallaba una viñeta de Aubrey Beardsleybutaca de moaré color marfil. En ella se encontraron después de su muerte varias obras completamente terminadas y pasadas en limpio, al parecer listas para entregarlas a la imprenta, si llegaba el momento. O mejor, para entregarlas a "la dudosa reparación de la posteridad", según él mismo dijera cierta vez y con cierto desdén. Diversas contradicciones o profundos dualismos pueden habitar en un hombre, sin hacerlo enloquecer. Habitar contaminándose y luchando ferozmente entre sí, con ratos de inesperada armonía. Cuando le señalaban alguna de las tantas contradicciones en que incurrió, Unamuno se defendía (o se explicaba) citando el verso de Whitman: "Soy un cosmos, contengo multitudes..." Entre las aspiraciones íntimas de Virgilio Piñera y su conducta exterior, resalta una contradicción. (Evidente hoy, que están a la vista sus papeles íntimos.) Esa contradicción podría expresarse así: despreció el juicio de la posteridad, lo puso en duda, descreyó de las valoraciones históricas, y manifestó una despreocupación absoluta por todo lo que concerniera a su propia consagración póstuma como escritor. "A mí que me lo den todo en vida", opinaba con gesto de desenfado. Un hombre que de tal manera se expresaba en público y hasta delante de sus amigos, con entonación sarcástica y despectiva, conservó los originales de sus obras impresas, tanto manuscritos como mecanografiados, los esbozos y bocetos previos, las notas minuciosas que redactaba antes de ponerse a escribir, se confesó en una autobiografía extensa y franca, sacó copia de cada carta que envió y consideraba importante, guardó celosamente las cartas que recibía, los pensamientos ocasionales escritos en hojitas y pedacitos de papel... En fin, una documentación impresionante, perfectamente preservada de los peligros de la descomposición y el extravío. Documentación que constituye para nosotros, como tal vez lo constituyó para él mismo en vida, un mapa riguroso y confiable de los avatares de su persona. El gran despreciador de la posteridad, ha facilitado la labor de sus futuros biógrafos. Podrán reconstruir paso a paso su existencia, las relaciones de su existencia con otras, consultando y siguiendo este mapa sorprendente que Virgilio Piñera, impulsado por una pasión inconfesada, ha trazado en secreto. Esta contradicción, al igual que otras que podrán descubrirse, formaba parte de sus conflictos y tensiones permanentes. Desdeñar en la superficie lo que en el fondo se anhela. No ambicionar por un lado, lo que por otro se ambiciona. Estar desesperado y hacerse el displicente. En Piñera tal actitud no significaba hipocresía alguna. Simplemente, y de modo natural, era una manifestación auténtica de su personal complejidad. O con más exactitud, de un vivir advertido. A lo largo de su existencia se propuso y luchó por alcanzar esta manera de vivir: advertido de los peligros y las zonas oscuras, sobre todo, de los riesgos que pudieran frustrar o aniquilar su obra literaria, su realización y sentido. Por eso, aunque estaba —realmente— en contra de cualquier mixtificación de la persona, ocultaba una parte de sus aspiraciones, parecía faltarles el respeto, disminuirlas. Quizá con el fin de no temer. ¿No era esto vivir advertido? Sin duda la butaca de moaré, sobre la que dejó sus originales al morir, ejerció en Piñera una atracción singular. La atracción que ejercen ciertos objetos cargados de sentido, como de una electricidad. En sus últimos años solía conversar sentado en su butaca, colocando un brazo en su respaldo tapizado. Entre sus dedos humeaba un perenne cigarro. En esos momentos, él y la butaca formaban un todo, parecían llevar una existencia correlativa. Mientras Piñera permanecía en ella, no era solamente un individuo, sino un individuo sentado en una butaca de moaré color marfil. "Nos llevamos de lo mejor", solía decir. Y es cierto que entre los dos formaban un conjunto, más: un verdadero organismo.Si en su obra escrita escasean los muebles, al igual que escasearon en su vida real, la butaca fue elegida sin embargo para figurar en Un jesuita de la literatura, una de su más importantes narraciones, extensa confesión personal sobre su actitud hacia la escritura y de su poética. Este mueble de estilo, al que Piñera llamaba bombée, apartado de su contexto histórico y rodeado de otros muebles anodinos, como si se hubiera rezagado un poco, resultaba discordante en la sala-comedor de su apartamentico del Vedado. Ave rara y solitaria, parecía tener su propio mundo e ignorar el resto del mobiliario que había en la habitación. Por eso tal vez lo atrajo. En su escritura un número de relaciones, que podrían calificarse de atávicas, se realizan con determinadas cosas y objetos: una frutabomba en Electra Garrigó, el retrato de un San Sebastián atravesado de flechas en La carne de René o en Aire frío la máquina de coser y las tijeras, como punto culminante de ese tipo de relaciones, la que establecen los protagonistas de El no con una pareja de sillones. Instrumentos rituales, con los que conviven los personajes de sus obras, y con quienes integran un mundo singular. La butaca de moaré color marfil fue doblemente escogida por Piñera: si en ella se sienta el protagonista de Un jesuita de la literatura, se incrusta más bien, refugiándose en la sedosidad de su tela cuando llegan los momentos estériles y el desaliento de la escritura, sobre ella, formando una pila, corregidas y mecanografiadas cuidadosamente, colocó Piñera sus últimos textos, quizá un poco antes de morir. ¿Qué otra cosa podía ocurrirle a la butaca de un escritor? Piñera falleció el 18 de octubre de 1979. A lo largo de ese año postrero estuvo muy activo en la revisión y ordenamiento de sus manuscritos. Los mandó a copiar, y de cada uno se hicieron dos copias. En rústicos cartapacios grises guardó un libro de poemas, dos de relatos y varias piezas teatrales. Todos los cartapacios fueron colocados encima de la butaca. Ignoro por qué asociación de impresiones, esta butaca con sus copias de encuadernación casera, me hizo recordar las lujosas encuadernaciones de las obras completas de Bergotte, que se exhibieron tras su fallecimiento en las vidrieras iluminadas de las librerías de París, según cuenta Proust en página memorable. ¿Recordé por asociación melancólica o por contraste grotesco? Leyendo algunos textos últimos de Piñera, se puede ahora conocer que estos meses de tanto trabajo, estuvieron plagados de presentimientos sobre la inminencia de su propia muerte. En rigor se trataba solamente de presentimientos: Piñera no padecía enfermedad reconocida ni diagnosticada, y falleció a consecuencia de un infarto masivo. Pero al presente podemos descubrir —triste ventaja de seguir viviendo—, que esos presentimientos recorren sus poemas, sus cartas y relatos postreros. 

VII La escritura de la negación

El no se hallaba entre las piezas teatrales que aparecieron en la butaca de moaré color marfil. Escrita en 1965, permaneció inédita, doblemente inédita, hasta su estreno en México en 1991, y su publicación en Teatro viñeta de John Austeninédito, en 1993, en La Habana. El no inicia la etapa final, o el estado, le gustaría decir a Mallarmé, de la creación dramática de Piñera. Aunque solía pasar muy a menudo de un género a otro distinto, y parecía descansar del teatro escribiendo cuentos o poemas, o al revés, durante esta etapa sin embargo produjo casi continuamente para la escena. Escribir teatro fue una de sus grandes vocaciones. Lo hacía con rapidez y gran facilidad. No obstante, en el curso de estos años de creación teatral, no llegó a ver representada ninguna de las piezas de este período. (Solamente una de ellas, Dos viejos pánicos, se publicó en 1968). En sus ensayos y artículos sobre el teatro con frecuencia insistió en la necesidad para un dramaturgo de estrenar lo que escribía, tanto como perfeccionamiento que como estímulo para su obra futura. Pero Virgilio Piñera no tuvo más estímulo que la lectura en voz alta de sus piezas en casa de amigos, dramaturgos como él. Esta etapa final, quizá la más importante de su creación escénica, que inicia El no y cierra en 1973, Las escapatorias de Laura y Oscar, dejando un saldo de diez obras en nueve años, permaneció ignorada para lectores y espectadores. Las tertulias fueron su única vía de divulgación. Sin duda, después de Aire frío (los dos primeros actos son de 1958, el tercero de 1959), se observa una disminución en su producción teatral. Pasan varios años, seis en total, en los que sólo produce dos piezas cortas, El flaco y el gordo (en el mismo año 59) y Siempre se olvida algo, en 1964, que implican sólo un crecimiento horizontal de su obra dramática. Su actividad teatral agotada, Piñera parece entrar en una de esas crisis habituales en un creador cuando termina una obra de culminación, lo que vino a significar Aire frío. Con ella parecía cerrado un ciclo, y nada anunciaba el comienzo de otro. Piñera tiene en ese momento cuarenta y siete años. Antes de la escritura de El no, la poesía, abandonada en diversas etapas, ocupará el centro de sus preocupaciones y absorberá toda su energía creadora. Como la escritura de Piñera constituye un mundo desarrollado mediante géneros diversos, que se comunican e iluminan entre sí, se mezclan y contagian, no resultaría difícil a la crítica encontrar en los poemas de estos años, en apariencia alejados del teatro, antecedentes de El no, y de las otras piezas que lo siguieron. El no manifiesta una tendencia prevaleciente en su escritura: la negación. Podría colocarse junto a otras obras suyas, en las que patentiza idéntica actitud ante ciertos valores vitales. En una de sus primeras piezas, Jesús, de 1948, la negación se hace absoluta, al menos en el protagonista. Este Jesús, barbero, nacido en Camagüey, pusilánime y obstinado a la vez, resulta la negación del Jesús bíblico. Cuando el pueblo ofuscado le pide que se convierta en su salvador, Jesús se niega, por el contrario, se convierte en el anti-Jesús. Realiza milagros falsos para demostrar que no puede realizar milagros verdaderos. En una novela publicada en 1963, Pequeñas maniobras, Sebastián se niega igualmente a comprometerse. Ante cualquier tipo de compromiso, desde el más nimio hasta el más importante, retrocede y escapa, realizando una de sus múltiples pequeñas maniobras. Él también es un personaje de la negación, como lo es Electra, en Electra Garrigó, de 1941. Pero en El no la negación me parece más amplia. No se trata de un personaje, sino de una pareja de negadores. Si Sebastián escapa a todo compromiso, Emilia y Vicente proclaman su negación, y corren los riesgos que ella implica. Constituyen, además, el detonante de las afirmaciones que los rodean. El conflicto es más vasto en El no: acaba implicando a los padres, los amigos, y finalmente, a los vecinos y al resto de la sociedad. Imperturbable, dueña de su pasividad, glacial, sentada en uno de los dos sillones sempiternos, en esa pareja de sillones en los que ella y su novio Vicente han realizado, durante cuarenta años, el inesperado ceremonial del noviazgo sin fin, en un momento de El no, declara Emilia: "Para nosotros la felicidad ha sido resistir hasta la muerte diciendo no a todos."¿En qué consiste este no —cabría preguntarse—, esta negación descubierta de un modo casual? Como se ha dicho antes, son los novios eternos. Cuando El no se inicia, la relación ya tiene varios años de constituida. Pero aún no es una negación, es tan sólo un noviazgo diferido. La negación de casarse empieza después del descubrimiento casual. Y esta casualidad, a medida que la obra se desarrolla, los volverá conscientes de la negación que ellos representan. La casualidad acabará por convertirse en verdadero destino. Tendrá para Emilia y Vicente la imposición del fatum. Siendo creada por ellos mismos, y siendo un descubrimiento casual, se transformará en una divinidad exigente. Ellos no rehuirán, cuando el no se abre paso hasta convertirse en el sentido de su unión y de su amor, ofrecerle el sacrificio de sus vidas.En cierta medida, El no es una pieza didáctica. Se propone impartir una enseñanza. Se abre con un corto Prólogo. En él Emilia y Vicente son presentados al público (o al lector) como dos monstruos o dos seres humanos. Se deja a la consideración de los demás —los demás harán su aparición en el último acto— decidir su absolución o su condena. Pieza didáctica, no a la manera de Brecht, sino a la de Piñera. La exposición dramática en vez de proponerse el distanciamiento (o extrañamiento), busca la complicidad del público, complicidad lúcida, que le permita reconocerse en la negación o en la afirmación. El no se halla más cerca del método de Artaud, en este aspecto, que del método de Brecht. La escena se encuentra dividida en dos espacios contrapuestos. Cada uno de ellos pertenece a una de las parejas antagónicas: Vicente y Emilia, y la de Pedro y Laura, padres de Emilia. Estos tienen su espacio: el consultorio médico de Pedro, con su mesa de curaciones, su vitrina de instrumentos quirúrgicos, y en lugar destacado, la silla giratoria en que Pedro habrá de morir. En la sala se encuentra el espacio que pertenece a Emilia y Vicente, formado por la pareja de sillones. En ella pasarán sus años de noviazgo perenne, y descubrirán el sentido de esta relación singular. Para ellos llegarán a ser tan significativos e importantes como la butaca de moaré color marfil lo fue para "Un jesuita de la literatura", y antes, para la vida del propio Virgilio Piñera. Si estableció con la butaca una existencia correlativa, Emilia y Vicente también existirán alrededor y sobre la pareja de sillones. A lo largo de su noviazgo han trazado un círculo invisible, pero constante, en el que ellos y los dos sillones se encierran para integrar un orden personal. Orden opuesto al otro, al que forman Pedro y Laura, con los objetos del consultorio. Es este orden el que posibilita el descubrimiento del no. Emilia descubrirá de pronto a Vicente el significado de sentarse en los sillones, cada uno en el suyo. Se trata de sillones iguales, y han llegado a conocerlos tanto, pese a su semejanza, que pueden distinguirlos por el ruido que hacen, levemente diferente. Es en ellos donde la negación se ha desarrollado de manera secreta, inconsciente, pero continua, inflexible, de pronto, casualmente, Emilia lleva la negación al plano de la revelación personal: la descubre, al convertirla en palabras, en lenguaje. Es ella quien la expresa. Como ocurre al amor, que se hace más amor cuando llega a decirse, la negación se ha objetivado en el orden que integran los novios con sus sillones. "Nada hay mejor —declara Emilia— que estar sentados en ellos". Tras este instante lúcido, comienza el crecimiento de la negación. Ella con su tejido, reverso de Penélope —al modo reactivo en que opera en Piñera la imaginación—, que teje sin aguardar la llegada de ningún Ulises, y él con su libro, viéndose dos veces por semana, sentados, meciéndose en sillones iguales, llegan a la experiencia del no. Los cuatro parecen integrar una especie, curiosa y a ratos patética, de unión matrimonial. O más exactamente, de negación a la unión matrimonial acostumbrada, y de creadores de otra suerte de unión. Claros y decididos inician la extraña actividad pasiva que consiste en negarse.Vicente y Emilia son los negadores del rito nupcial. A este rito dirán, y repetirán durante cuarenta años, no y no. No serán sacramentados ni legalizados. En su lugar han creado su propio rito: visitarse dos veces por semana y ocupar la pareja de sillones, leer y tejer. Se han creado su propio acontecimiento y lo han dotado, con su resistencia al ritual de los otros, de la mayor importancia. No hay altar, velas encendidas, corona de azahares, intercambio de anillos, viaje de recién casados, ni lectura de actas, ni padrinos, ni jueces... Ellos, finalmente, no se conducirán como personas normales. Y al negarse, están negando el mito que el rito acompaña: el del matrimonio, uno de los grandes mitos de la sociedad humana. Al negarse a participar en él, el mito del matrimonio pierde parte de su razón de ser, de su poder de exaltación. Como sabemos, el rito es el realizador del mito, y demuestra su capacidad de ser vivido por alguien. En este aspecto, El no debe ser colocado junto a La boda, pieza anterior de Piñera, escrita en 1958. En ella tampoco la boda ha de celebrarse, pero la fuerza de la negación es menor que en El no. Más bien es una pieza de inversión. El rito nupcial será invertido: el notario levantará acta de la celebración de la no- boda, dejando constancia escrita de que los novios no se han casado.Como es de suponer, la negativa de Emilia y Vicente no se produce en el vacío ni ocurre en la soledad ni en el silencio. Es ruidosa y provocativa, cada momento más firme y resuelta, implicando por tanto a los otros, representados, en los cuatro primeros actos, por Pedro y Laura, la pareja antagónica, y en el último acto por un grupo de vecinos, entre los que se encuentra una pareja silenciosa, que parece la reproducción futura de Emilia y Vicente. Irónicos y patéticos, y de una dureza insospechada, Emilia y Vicente acarrearán con su actitud la persecución. Desde su orden espacial, rodeados de los objetos del consultorio médico, los propios padres de Emilia la desencadenan. Ellos representan la pareja normal. Están casados y son padres. Han cumplido con las ceremonias y mitos tradicionales, y ostentan valores diferentes. Laura es uno de los grandes personajes femeninos del teatro de Piñera, teatro fundamentalmente femenino. Enérgica, rebosante de vitalidad, implacable, está dispuesta a ejercer todas las violencias contra su hija, y de paso, contra su novio. Como sus valores, su concepto de las relaciones humanas, el sexo y del amor se hallan con precisión definidos y acompañados por la anuencia de siglos de civilización, Laura resulta un personaje convincente y sanguíneo. Para ella no existe la duda, solamente la curiosidad. En el fondo se siente atraída por la actitud de su hija, por lo inesperado de su conducta, por su misterio. Pero no intentará comprenderla. Hasta su muerte, durante el cuarto acto, realmente extraordinario, el motivo único que la mueve es imponer su orden, aniquilando a la pareja antagónica. Esta aniquilación, en la que Pedro la secunda con todo el egoísmo del pater familias, es un símbolo y un reto, puramente arbitrario, del poder de los otros. Esta aniquilación se basa en una creencia, en un valor, y está encubierta por la preocupación maternal, por el deseo ofuscado de salvar a su hija, aun en contra de sí misma. Salvarla significa para Laura: traerla a su mundo, casarla y acostarla con su prometido, hacerla pasar de los sillones al consultorio, y luego a la cama. (Sin duda en este personaje hay cierta similitud con el de Luz Marina en Aire frío. Luz Marina encarna por igual la afirmación. Una afirmación desesperada, irritada contra todos y, absurdamente, a favor de todos.)Ante Laura, como Vicente ante Pedro, resulta Emilia un personaje desvaído. O mejor, ambos reciben la luz y la vitalidad del resto de los personajes. Es la acción de los demás la que provoca la pasividad en ellos. Mientras Pedro y Laura trazan planes y discursos con el fin de disuadirlos y propiciar un cambio de actitud, Emilia y Vicente obran sin obrar, obran sobre los demás dejando de obrar. La fuerza de ambos, en lugar de ser dinámica, es, paradójicamente, estática. Es su pasividad lo que los torna irrefutables, y enemigos del orden. Emilia engorda, envejece. En el transcurso del tiempo de la obra adquiere una apariencia, al igual que Vicente, fofa, vana, adiposa. Pero el encanto de ambos radica en esto precisamente. Ejercen en el espectador, al igual que sobre el resto de los personajes de El no, un atractivo inexplicable, y a la vez el temor de lo inusual. Ambos han hecho una apuesta contra su propia naturaleza. Durante los interrogatorios a los que son sometidos por Pedro y Laura, han defendido su normalidad. Poseen reacciones naturales, deseos, apetitos eróticos. Y han elegido —de ahí la apuesta—, negarlos. Sus razones no son religiosas ni éticas. Sin despreciar el cuerpo ni repudiar el sexo, simplemente rechazan tocarlo y realizarlo.¿Por qué lo hacen? Lo hacen, y en rigor se trata de un egoísmo idéntico al de sus perseguidores, por ellos mismos. Porque en cada negación —patente también en Hamlet y Antígona, encarnaciones del rechazo—, se encuentra una afirmación oculta. Quien dice no, ha dicho sí con anterioridad, o lo dirá después. La negación afirma la existencia de un límite y de una singularidad. En la pieza de Piñera el límite está dado por esa especie de círculo imaginario que Emilia y Vicente tienden alrededor de sus sillones y de ellos mismos. Los intentos de intromisión ajena, serán juzgados como intolerables, y el círculo defendido como si se tratara de un bastión. Tienen, quizá oscuramente, la certidumbre de su derecho. De un derecho que justifica el círculo y pone límites al círculo de los otros. La negación de Emilia y Vicente, tal vez cualquier género de negación, está acompañada de la certidumbre de contar con un derecho. Y en una zona mas profunda, la de tener razón. Tanto es así, que ese bastión y ese derecho son expansivos, intentan también imponerse. Tras la muerte de Pedro, a consecuencias de una acerba discusión con Vicente, en un gesto de posesión afirmativa, los sillones son trasladados al consultorio. La muerte de Pedro, a su vez, es una consecuencia de esta expansión.Si la negación afirma la existencia de un límite y a la vez la de una singularidad, ¿cuál es entonces, en el caso de Emilia y Vicente, esta singularidad? La singularidad de su amor. Negado el ritual de la boda y el mito del matrimonio, Emilia y Vicente se aventuran en la creación de un amor singular. En un momento de la pieza, Laura y Pedro se asoman a la puerta del consultorio, para observar a la pareja. "Ven, Pedro, date gusto —dice Laura sarcástica—. Mira qué par de tortolitos tan absurdos." Ese absurdo consiste en que los tórtolos han hecho el pacto de no tocarse. Se aman como Tristán e Isolda, con la vehemencia de Romeo y Julieta, pero sentados para siempre en los sillones, quietas las manos y las bocas, los sexos como adornos. Ellos también son un reverso. El reverso de la clásica pareja de amantes. Romeo y Julieta, Tristán e Isolda se entregan el uno al otro, se reconocen como cuerpos. Su amor es la unión de lo físico con lo espiritual. Entre ellos se consuma en realidad una boda. A escondidas, sin la sanción de la sociedad ni de la ley; hasta este punto llega su rebelión. Al opresivo no de los otros, se ocultan para afirmar su amor, para darse el sí, y esconden hábilmente el hecho con el que han violado las normas. Por el contrario, o al revés, Emilia y Vicente exponen ante todos la singularidad de su amor. Amor que han descubierto y afirmado después, que no es el de todos, sólo de ellos. El que han escogido y determinado. Al que otorgan un valor supremo: el de maravilloso. "¡Maravilloso es nuestro amor! —dice Vicente—. Si fuéramos como los otros, no seríamos como somos." Luego Emilia ha de confesar que "casarse sería matar nuestro amor." Romeo y Julieta, Tristán e Isolda son víctimas inocentes de situaciones ajenas, creadas por otros con anterioridad al surgimiento de su amor: compromisos previos, odios entre familias, fidelidad o temor al poder... Son obstáculos que los amantes intentarán sortear, a riesgo de morir. En el caso de Emilia y Vicente es la singularidad de su amor lo que provoca a los demás. Los padres de Romero y Julieta no exigen otro tipo de amor ni exigen el matrimonio. Intentan evitar cualquier enlace entre los amantes. Laura y Pedro exigen a Vicente y Emilia un amor diferente y la boda inmediata. Parecen dispuestos, igualmente lo estarán los vecinos en el quinto acto, a desnudarlos y a meterlos en la cama. En su insistencia, se vuelven impositivos y tiránicos. Ven, quizá oscuramente, un peligro en el amor de Vicente y Emilia. Tus padres son para nosotros un peligro, le advierte Vicente a su amante. Ella le responde: también nosotros somos peligrosos... Es decir, ambos órdenes al descubrirse como peligrosos, se sienten amenazados recíprocamente por las parejas. Ambos irán hasta el final: que es la muerte. Laura y Pedro mueren en el curso de su pugna, Emilia y Vicente en el último momento, cuando la persecución se hace colectiva. Pero mientras para Pedro y Laura es un tormento la presencia del amor singular que existe entre Emilia y Vicente, para éstos constituye el motivo de su felicidad, y hasta de su orgullo. Tienen el orgullo de su creación, de su originalidad. O más bien, de su anacronismo. Si los demás se casan, acuestan y procrean, Emilia y Vicente eligen no hacer nada de esto. A esta singularidad han arribado tras múltiples dudas y contradicciones ("no puedo dejar de pensar que pude haber sido como los otros", "sería maravilloso que todos pudiéramos ser felices, tus padres y nosotros"), flaquezas repentinas, y el sentimiento lacerante de reproche ante el hecho indudable de querer a la gente y sin embargo tener que matarla. (Sacrificarla, dirá Oscar en Aire frío.)Tras la muerte de los padres de Emilia, primero Pedro y luego Laura, los vecinos irrumpen en la casa. Afirmaciones y negaciones darán su postrera batalla. Con aguda penetración, Piñera extiende y proyecta el antagonismo en una dimensión social. El quinto acto es espléndido. Remata un mundo dividido por una contienda de absolutos. El lenguaje expresa el desvarío, el humor y el sarcasmo, las pretensiones ilusorias... Acorralados por última vez, Emilia y Vicente deciden suicidarse. La visita apremiante de los vecinos ha de repetirse. Como si los difuntos Pedro y Laura resucitaran en la voz y el gesto de los vecinos, cada día tocarán en la puerta y se sentarán en los sillones con el propósito de hacerlos renunciar a su amor. Cásense, cásense. Acuéstense, acuéstense, gritarán todos al unísono. Los amantes alcanzan entonces la lucidez más alta: están solos y su amor carece de aprobación. Por tanto, no tendrán la menor oportunidad de sobrevivir. Su amor dejará de ser privado, para convertirse en problema público. Sólo les quedará la escapatoria del suicidio: hacia él avanzan con serenidad pasmosa, sin pena ni temores. Refugiarse en la muerte, bien abrazados. Escapar a todos, será la victoria de su amor. Tendrán, como Romeo y Julieta, su cripta. Cuando inexorables vuelvan al día siguiente los vecinos, hallarán la pareja en su cripta, liberados por su propia mano. Ya nadie podrá casarlos.Hay en El no cierta connotación hegeliana. La colisión entre dos fuerzas opuestas y, en el fondo, moralmente iguales. Tal vez en la pieza de Piñera la actitud de los otros, ha sufrido una pequeña devaluación, y existe una ligera inclinación hacia Emilia y Vicente. O quizá esta ligera inclinación resida en el hecho de que la pareja de amantes, con su rechazo a la felicidad normal y su inquietante aspecto configura una imagen escénica influyente en el espectador. De acuerdo con la interpretación de Hegel, basada primordialmente en la Antígona de Sófocles, con la que El no posee ciertas similitudes, cada una de estas fuerzas en equilibrio tiene razón. O si se prefiere, una sinrazón. Razón o sinrazón, fundamentadas en su sistema de valores. Hace un instante, en un párrafo anterior, dije que El no podría en cierta medida considerarse una pieza didáctica. Y ahora, para terminar, retomo tal afirmación. Creo que la enseñanza que esta pieza admirable y profunda puede darnos, si al arte le está permitido hacerlo, es un llamado a la tolerancia humana. A todos los personajes de El no los mueve e impulsa la absurda pasión por lo absoluto. Nada aceptan si no se les parece. Una parte rechaza a la otra, y recíprocamente se rechazan. Nadie quiere comprender, quieren aniquilar. Si la pasión por lo absoluto es una característica del hombre, constituye sin embargo, paradójicamente, un peligro para la sociedad humana. 

VIII Esterilidad

Acerca de esto, eran frecuentes sus preguntas. "¿Cuántas páginas llevas?" "¿Qué durará?", si se trataba de una pieza teatral. Creo que conocer el viñeta de Lucien Pissarronúmero de páginas le daba idea de la intensidad del trabajo emprendido, y de la importancia del plan trazado. Al referirse a su propia producción en proceso, el número de páginas constituía un dato que no dejaba de mencionar. Detrás o en el fondo de esta cuestión no existía tan sólo el interés generoso por la labor de sus amigos escritores, sino una lacerante preocupación personal. Tanto insistía, que se me hizo evidente. Encontré en ella un signo de su esterilidad. O para expresarme con precisión: de su temor ante la esterilidad. Creo que este temor lo aquejó toda su vida, resulta sorprendente en quien tanto produjo. ¿Se trataba de un temor imaginario y, dada la constitución de su mente, no menos doloroso? ¿De padecimiento real o previsión? Con exactitud no es fácil contestar estas interrogantes. Pero tal vez quepa apuntar dos factores (o aspectos). Es indudable que Piñera, por intención o fatalidad, compuso obras de corta extensión. Escribió solamente un poema, La Isla en peso, en 1943, que puede considerarse un poema largo. En su numerosa producción teatral, una sola pieza, Aire frío, dura tres horas de representación. Sus novelas no rebasan ni siquiera alcanzan las trescientas páginas. El caso Baldomero es su único relato de más de treinta cuartillas. En una ocasión, tras la lectura de una voluminosa novela, me dijo: "Yo no podría escribirla." Obras en las que se veía obligado a trabajar durante mucho tiempo, lo aburrían o impacientaban. Trazó el plan de varias novelas de dilatado desarrollo, redactó los primeros capítulos y las abandonó, transformando éstos en narraciones independientes. Componía con facilidad, el fin a la vista. En hojitas tomaba notas previas —muchas se han encontrado a su muerte—, minuciosas, detalladas, y al sentarse ante la máquina —trabajaba directamente a máquina— todo se hallaba resuelto en su mente. La realización era rápida. Es cierto: tal rapidez no siempre se avenía con el acierto verbal, pero sí con el tono sostenido y el dinamismo de sus páginas. Como tuvo la inclinación de basar sus opiniones críticas en sus aptitudes, fundamentó en esta facultad personal su teoría de la autenticidad literaria. Detener el flujo de la sinceridad, buscar el acabado artificial, ornamentar, evidenciaban un afán demasiado artístico, es decir, inauténtico. No se era entonces  escritor, sino escribiente: una víctima de la simulación estética. Este es el tema de varios ensayos suyos, como En el país del arte y Nota sobre la literatura argentina de hoy, escritos en Buenos Aires en 1947, y de su libro capital, Muecas para escribientes, libro póstumo, el mejor de sus cuatro volúmenes de cuentos. El otro factor se deriva del rigor con el que juzgaba sus escritos. Un rigor en verdad esterilizante. Atravesaba crisis, períodos de desasosiego en los que nada escribía, o quizá nada mostraba. Algunos de sus textos, Dos viejos pánicos, en teatro, El caso Baldomero, en narrativa, le costaron gran esfuerzo, y terminaron por inspirarle aversión. Tal rigor lo llevaba a ocultar lo que escribía, a posponer su publicación. La carne de René, la más importante de sus novelas, comenzada en 1949 y concluida en el 51, no fue entregada a imprenta hasta dos años después de su terminación. 

IX Amistad con mujeres

"Creo que el instinto de sociabilidad", hacía notar en una de sus cartas D. H. Lawrence, "es más profundo que el sexual, y su represión mucho más viñeta de Frederyck Sandysdevastadora." Virgilio Piñera sufría con tal mutilación, cuando se veía obligado a realizarla. Tenía sus horas de eremita, horas que, por lo general en la mañana, destinaba a su labor creadora. Madrugador, dejaba temprano la cama, colaba el café, tomaba varias tazas y se fumaba varios cigarros, antes de sentarse a la máquina. El café y el fumar lo estimulaban, acababan de despertarlo. (Fueron sus únicos vicios menores, pues carecía del gusto por la bebida ni empleó anfetaminas.) Tras estas horas de laboreo, abandonaba su cueva de eremita, "la celda transparente", como André Gide llamaba al cuarto donde escribía, y salía al encuentro de los amigos, de esa otra forma de la conversación. Si realmente existen dos categorías de la amistad, la elegida y la consentida, Piñera, por lo general, elegía. Mientras fue joven, en la etapa preliminar de nuestra relación, noté su falta de condiciones o disposición para establecer nexos con cualquiera que se le acercara, la vida, el azar, pusieran en su camino. O en rigor, no le interesaban relaciones de esta clase. Carecía del don extraordinario de Horacio Quiroga o D. H. Lawrence, para establecer trato, con todo el que encontraban. Y de tenerlo, se negaba a ejercitarlo. Buscaba amistad en sus cófrades, directores teatrales, pintores y actrices, pero era desdeñoso con el resto de las personas. Si pudiera hacerse la nómina de sus amistades, resultaría poco sensacional. En ella no figurarían duquesas, dueños de centrales azucareros, matones o deportistas. La mayoría de sus amistades eran artistas. Encuentra el observador en esto un hecho desolador, que empobrece el mundo y las relaciones humanas. Sin embargo, Piñera extrajo de tal pobreza, una riqueza en profundidad. El mundo de sus relatos y novelas es limitado, y revela, en ciertos momentos, una pobre experiencia en cuanto al conocimiento de ambientes y situaciones. Pero la parte de la existencia que él escogió y le preocupaba expresar, en el fondo esa misma pobreza y encierro, está analizada con hondura. Era dueño de un pequeño tesoro, y supo colocarlo bajo el resplandor de una potente luz fija. Una vez hablamos sobre Alonso de Contreras, el aventurero español. Piñera, aún bajo el efecto de la lectura de sus Memorias, estaba fascinado por la existencia azarosa de Contreras, su despilfarro de energía vital. (Leyó siempre y con vehemente curiosidad libros de esta clase, biografías de hombres de acción y relatos de viajeros.) Le conmovía la prosa del aventurero, su laconismo y desnuda efectividad. "Ni describe ni hace sicología. Los hechos solos." Tal lenguaje manifestaba que no había sido hombre de cultura literaria ni padeció el afán de "ornamentar". Y me confió que le hubiera gustado contar con una amistad semejante, al igual que Lope de Vega contó con la de Contreras, a quien albergó en su casa madrileña, vistió y alimentó durante meses. A renglón seguido me dijo que, ante un hombre de tal  naturaleza, no habría podido evitar preguntarle lo que sintió cuando mató a alguien por primera vez. "Quizá no me hubiera entendido", dijo de repente, desanimado ya.En varias ocasiones y a fin de explicar y justificar en cierta medida su frecuente relación imaginaria con el mundo, le oí citar dos ejemplos. En ambos la imaginación, auxiliada por la intuición artística, intenta suplir la información que dimana del trato con la realidad. Respecto a sus protagonistas y al valor testimonial de sus obras, los dos ejemplos pueden resultar engañosos, no así respecto al esclarecimiento del carácter de Piñera en cuanto escritor. Uno de ellos es muy conocido, y frecuentemente citado: Franz Kafka escribió América sin haber estado nunca en Estados Unidos, sin experiencia empírica. Lo que no afecta a la eficacia de su alegoría sobre ciertos aspectos de la sociedad estadunidense, según es costumbre afirmar. El otro es menos conocido, pero es semejante, y Piñera lo citaba en idéntico tono de desplante. Cuando Barbey d'Aurevilly se propuso escribir varias novelas acerca de las sublevaciones de los chuanes, se desplazó al lugar de los hechos, Normandía, para investigar, consultar archivos municipales, visitar iglesias y abadías, acopiar material y sensaciones que pudieran servir a su proyecto. De pronto se cansó de su intento, se encerró en la habitación de un hotel y se puso a escribir. Esta anécdota parecía a Piñera reveladora de las posibilidades de la imaginación, de su fuerza, de su poder de penetración. Tenía una marcada inclinación por la amistad femenina, por el trato con mujeres. Se hacía amigo de las esposas de sus amigos, y pasaba muchas horas en diálogo con ellas. Las interrogaba, las dejaba contarle sus vidas, les planteaba ecuaciones sentimentales para escuchar sus respuestas, y obtenía enseñanzas con tal investigación. "En la pasión, son unas estrategas."  Leía literatura escrita por mujeres, y con fervor a Madame de Sévigné, a quien citaba en medio de la conversación como autoridad indiscutible en cuestiones femeninas, o en la relación entre madre e hija. Se consideraba experto en el alma de las mujeres. Cuando leía una novela le atraían más los personajes femeninos que los varoniles. Conocía a la Verdurin y a Odette de Crécy, mejor que a Saint-Loup o al duque de Guermantes, como si las hubiera tratado en la intimidad. Pertenecía a una familia de varones, formada por cinco hermanos y una sola hembra. Cuando yo lo conocí su madre era vieja y el padre octogenario y ciego. Lo que Montaigne llamaba "la disparidad entre padres e hijos" era muy grande entre ellos. Los padres de Piñera hacían una pareja singular. Delgados y de estatura mediana, de apariencia frágil, labios gruesos y mala dentadura. Cada tarde se sentaban al pie del radio para rezar el rosario. El padre lo hacía por complacer a la madre, que siempre, al contrario de su marido y su hijo, fue muy religiosa. Criado entre hermanos varones, buscó en su única hermana, en Luisa, un vínculo peculiar. Mantuvo con ella una amistad, muy rara entre hermanos de sexo opuesto, que constituyó como la culminación (o el espejo) de todas las que, imaginarias o reales, tuvo con otras mujeres. Fue lo que suele llamarse "encontrar una hermana". Encuentro que permite vencer por momentos la soledad esencial de la persona, hallar en el otro, al que Montaigne denominaba "el semejante", nunca el alma gemela imposible, pero sí la ocasión de comunicarse en una zona de transparencias mutuas. Conversaban con tal franqueza, tan ruda y provechosa para ambos, que podían ruborizar a cualquier testigo de sus confidencias. Eran muy parecidos. Luisa, varios años mayor, también tenía el cuerpo menudo y flaco, el mentón borbónico, dientes deformes, claros y resplandecientes los ojos, como su hermano dilecto. Entre ellos se apoyaban ante el resto de la familia, aliados perfectos. Aunque Luisa carecía del don para la expresión literaria, alentaba a Virgilio, y sacrificaba —según es manifiesto en Aire frío— parte de sus escasos emulumentos a favor de la vocación de su hermano. Hablaban con entonaciones parecidas. Tenían idéntico sentido del humor, y reían haciendo los mismos gestos acompañantes: taparse la boca de repente, inclinarse simulando ahogar la risa. A diario se llamaban por teléfono y durante las prolongadas estancias del hermano en Buenos Aires, se escribían continuamente. En sus años postreros, salía Virgilio de su apartamentico en El Vedado, subía a una guagua y realizaba una vez por semana el largo viaje hasta Marianao, lugar en el que residía su hermana ya casada, para verla y almorzar juntos. Exagerados y teatrales, de la menor cosa hacían un mundo, tejían una madeja de falsas suposiciones y veían enemistad y peligros en cualquier parte. Luisa estudió para maestra de escuela, al igual que su madre, y leía desde jovencita buenos libros. Con frecuencia la oí afirmar —burlonamente— que la formación literaria de su hermano, tan sabio y tan ilustre, a ella se debía. "Fui la que lo inició en el conocimiento de los grandes autores. Yo leía a Proust, cuando él estaba todavía debajo de la cama leyendo a Carolina de Inverninzio." Se acusaban de influencias recíprocas, robarse frases y vocablos, de imitarse en la manera de hablar. Pese al amor que se profesaban, y quizá por esta razón, sentían el placer de proferir violentas quejas el uno del otro. Pasaban rápidos (y con divertida irresponsabilidad) de la apología delirante a la detractación minuciosa. Siendo pobres habituales (Luisa casó con un guagüero y Virgilio nunca devengó alto salario), se alternaban en la acusación. Virgilio me decía al oído: "Mi hermana me saquea". Ella, cuando podía, hacía idéntica afirmación.Quizá, según ocurre tantas veces en la creación literaria, en el personaje de Luz Marina, la protagonista de Aire frío, se encuentren diestramente combinadas diversas personas reales  con sentimientos y preocupaciones propios del autor, pero el modelo determinante de Luz Marina fue su hermana Luisa. Los nexos entre su obra creadora y su existencia personal, su circunstancia social e histórica, siempre fueron poderosos en Piñera aunque en su obra no son muy importantes, en cuanto a la creación de sicologías, estos vínculos o lazos, pero resultan para mi inevitables. Digo que no son importantes, porque su obra precinde de la caracterización sicológica al uso, rígida y desarrollada lógicamente. Sus personajes narrativos parecen realizar actos indebidos de acuerdo con su sicología anterior, y que funcionan como lapsus. En uno de los cuentos más admirables de sus últimos años, Tadeo, el narrador nos describe a un anciano vulgar, que de repente toma una decisión insólita con el trazado sicológico, si puede decirse así, que hemos visto hasta ese momento: quisiera ser cargado en brazos hasta el resto de sus días por su familia, por su hijo, y luego, cuando el cuento se abre, como sucede en muchos relatos de Piñera, a insospechadas consecuencias, por toda la humanidad. Su imaginación transmutaba en personajes piñerianos, y sobre todo en situaciones piñerianas, cuanto ocurría a su alrededor de significativo para él. Esto, creo, lo hacen todos los artistas. Su hermana no sólo figura en sus piezas teatrales, sino que aparece, de forma franca y detallada para quienes conocieron su vida, en varios poemas de su libro póstumo, Una broma colosal. Hay entre ellos uno, Mi hermana precisamente, que es memorable. Para comprender y disfrutar estas páginas, ¿es necesario conocer que Luisa tuvo un matrimonio desventurado con un hombre vulgar, del cual se burlaba y a quien adoraba sin embargo? ¿Qué habitó un apartamento desvencijado en Marianao y ayudaba en los hospitales a bien morir a los enfermos? Me parece que no. Felizmente Virgilio Piñera supo quebrar el cordón umbilical que une a todo creador con su mundo inmediato, y al infundirle seducción auténtica y una verdad que procede del arte y no tan sólo de la naturaleza, lo dejó vivir en libertad. Pero quienes, no obstante esto, conocieron al autor y en parte su repertorio de modelos, casi no pueden evitar las espontáneas asociaciones. Leer sus narraciones y poemas, asistir a la puesta en escena de sus piezas, propicia en sus amigos una experiencia dúplice: relacionar la realidad con la ficción, y ésta nuevamente con lo real. Pues sin duda una experiencia de esta especie invierte el proceso, y vemos a su hermana Luisa con mayor claridad. Piñera, al imaginarla, le suministra una luz interpretativa. Entrega el secreto de su personalidad, encarnado y en orden. Los poseedores de tales claves disfrutan doblemente, y pueden todavía realizar una lectura de sus textos que el tiempo irá tornando en imposible para otros. En cuanto al trato de mujeres y a su reflejo en la escritura piñeriana, es válido observar un hecho curioso: en su teatro predominan las figuras femeninas, y en su narrativa, por el contrario, las masculinas son el cntro irradiante. Clitemnestra Plá y Electra son más importantes que Orestes o Agamenón en Electra Garrigó, estrenada en 1948, y considerada una de las piezas fundamentales del teatro cubano. En Falsa alarma, la viuda es más importante que el Asesino y el Juez, como lo es Luz Marina en Aire frío o la Madre en El no. Las dos mujeres de La boda son superiores a los personajes varoniles, más conmovedoras, más plenas en su poder de decisión. Ellas, las mujeres de su escena, llevan, como se dice, la acción. En sus tres novelas, y en la mayoría de sus cuentos, los hombres son los personajes centrales. El hijo y el padre en La carne de René, Sebastián en Pequeñas maniobras, el joyero en Presiones y diamantes, el Teodoro del relato El Conflicto o el viejo escritor de Ars longa, vita brevis. Acerca de eso arriesgo una explicación, que es en parte una conjetura: la narrativa de Piñera es obra eminentemente de confesión personal, como sus poemas, donde abunda la narración en primera persona y su teatro es más bien impersonal: pertenece al mundo de los otros.