jagüey (dibujo de Samuel Hazard)    En La Loma del Ángel seguramente hará evocar tanto la novela Cecilia Valdés como a su creador, el novelista cubano Cirilo Villaverde. Será éste, pues, el espacio dedicado a la narrativa y a los estudios, crítica y artículos acerca de obras y autores destacados de este género. 
En esta oportunidad los narradores invitados son ya conocidos de nuestros amigos: Damaris Calderón y Jorge Luis Llópiz ya han publicado en nuestra revista (la primera, en poesía; el segundo, en cuento), de modo que no son desconocidos para los lectores de La Habana Elegante.  Ese no es el caso de Pedro Juan Gutiérrez cuyo libro de cuentos Trilogía sucia de La Habana (Anagrama, 1998) se convirtió rápidamente en un best-seller.  Pedro Juan (Cuba, 1950) vive en La Habana donde trabaja como periodista.  Tiene publicados varios poemarios.
 
 
UN LUGAR SUCIO Y MAL ILUMINADO

"Oscuridad, mi luz", podría decir si las citas me confortaran. Pero no tengo un padre Layo, ni siquiera sé si mi padre fue pederasta para haber recibido esta maldición: -Una venda en los ojos y el paredón de fusilamiento. 
- No exageres, dice Uno.- Será un apagón de una horas y luego volveremos a la vida normal. 
- ¿Normal? (Otro).- Sí, puede que esto haya sido diseñado con perversa sabiduría. A lo mejor nos dejan así para que meditemos. A lo mejor el oráculo de Delfos era una boca de lobo: "Conócete a ti mismo". 
Y nos sentamos en el quicio del ron, matarratas, chispa' e tren....portal a apurar nuestra cicuta, escuchando cada uno nustro propio daimon (que es lo que nos sobra), mientras bebemos ron, aguarrás, chispa'etrén, matarratas, hasta que nuestros ojos quedan vacíos, homéricamente cerrados. 
Cuando los abro (cuando viene la luz) pienso en aquello de que un hombre no soporta mucha realidad. Me voy a mi redil, a mi cuartucho de un solar del Barrio Colón, un edificio antaño aristocrático, como una prostituta con afeites, que ahora sólo se reconoce por la escalera de mármol. Ahí vivimos "los muchos" en perfecta promiscuidad, interrumpida a veces porque un negro aparece meando en el pasillo o mirando hueco en el baño común. Entonces, como no es Acteón, no se le transforma en ciervo, sino se le pincha el ojo con cualquier elemento punzante. 
- Oye.- me dice Uno- pero si vives como una rata- señalando mis papeles raídos y mi comida desparramada. 
Y le muestro los huecos que tengo en el cuerpo y el hueco mayor, en una esquina de la pared, por donde sube la camada. La madre y los hijos, (la familia que no tuve y que debo exterminar). 
Como esto está situado sobre un tren de lavandería chino abandonado, adonde va a parar toda la mierda del edificio, las ratas suben y se multiplican, hasta que terminamos comiéndonos unos a otros. 
Cuando aparecen (un hombre no soporta mucha realidad) aparto a Uno y las golpeo y golpeo con un palo hasta que se forma una masa sanguinolenta. 
-Cuestión de supervivencia. No se diferencian de nosotros, dice Uno como San Francisco de Asís, mientras yo me contemplo las manos ensangrentadas hasta que recupero la razón. 

ANGELILLO 

Angelillo es un personaje próspero: es decir, un carnicero. Y aquí la carne es una superstición ,una obsesión; por inalcanzable, una metafísica, una vigilando el turno en la colamística. Aquí (y no en la India) es donde las vacas son veneradas: imposible comerse una. Y dentro de poco, casi ahora mismo, están a punto de 
convertirse en seres tan fantásticos como los unicornios. 
Claro que a Angelillo no le importan la metafísica ni los unicornios. El sólo sabe de cosas prácticas y sangrientas: algo a lo que se le pueda tomar su peso, colocar en un mostrador y, sin que le tiemble la mano un milímetro, destazar. Angelillo tiene unas manos rollizas, unos dedos llenos de sortijas de oro y unos brazos peludos llenos de cadenas. 
Angelillo sólo sabe de vacas y mujeres, de tendones y vaginas que abre con la misma precisión y frialdad. La carne es su elemento. Yo he visto ese sistema de trueque, cuando llega la carne y se arman las grandes colas. He visto a mi madre intercambiando sus pellejos por los que le da Angelillo. 
- Anda, chico, no seas así, elígeme otra parte, que eso casi es puro hueso. 
- ¿Y tú que te crees, mulata, que eres filete?- Mientras la sobajea un poco más.- Con suerte te puedo dar las patas y la lengua.- Y luego, mordiéndose los labios con picardía:- ¿Cómo te lo coloco? ¿Te pongo la lengua dentro de las patas? 
Mientras mi madre se aleja humillada con su paquete. Y en este pueblo (donde sí hay ladrones) a la gente le ha dado por buscar El Dorado, no ya en los ríos, por supuesto, que ya ni cauce tienen y desde los indios, todo el mundo sabe que aquí no hay pepitas de oro. El tesoro no está en el reino de este mundo, sino en el del más allá: en los cementerios, donde cada pulgada de tierra ha sido removida, las tumbas saqueadas y los cadáveres palpados y auscultados como quizás nunca lo fueron en vida. Mutilados también, cuando los levantan de sus fosas como si hubiera llegado el Juicio Final. 
- Porque por una pieza de metal precioso, el Gobierno está dando acceso a productos a los que no se les ve el pelo sino es con un billete de Jorge Washintog, así que apúrate. 
Y los nietos han salido a desprenderse de sus recuerdos, de las joyas de la familia (cuando las hubo) por adquirir un blue jeans o un televisor marca Sony. Y los que no tuvieron esa prosapia buscan una falange con una sotija de oro, un relicario de plata en algún esqueleto o muerto reciente; por último, un cráneo o un fémur de platino. Y hasta el que tiene un diente de oro evita sonreir por temor a que se lo arranquen. 
Y así llegaron las trompetas del Angel (Angelillo), anunciando que en ese descalabro, al cuerpo de su madre, enterrado con las joyas dignas de un carnicero, también lo habían estado hurgando. Faltaban las cadenas de oro y plata, faltaban el anular y el índice artríticos y ensortijados. Y faltaban, por último, la cabeza (que nunca se encontró), cortada con meticulosidad implacable, como se destaza a una res, y el relicario de plata con el que, irónicamente, la difunta esperaba expiar los pecados de la carne. 

Damaris Calderón 
 

INSOPORTABLE LA NOCHE 

     Clotilde estuvo toda la tarde sentada en la puerta del edificio, pero no vendió nada. A su lado, en el piso, tenía dos cajas de cigarrillos, unos tabacos, tres sobres sellados con refresco instantáneo de frambuesa, cuatro cepillos de dientes en sus estuches de celofán y dos mazos de cebollas blancas. Todo más barato que en las shoppings. 
     Ya era casi de noche. Cuando no vendía algo se deprimía. Más de lo habitual. Hacía años que estaba deprimida. Todo comenzó a destruirse en abril de 1980, cuando su marido fue al puerto del Mariel a ver qué sucedía con aquellas oleadas de yates que iban y venían. Se entusiasmó y olvidó  todo lo que dejaba atrás. Subió a un yate y seis horas después llegó a Miami. Ella no supo jamás de él. Le han dicho que le va bien, vive en New Jersey. 
     El niño tenía cinco años y Clotilde se concentró en él y en esperar noticias de su marido. Pero Centro Habana no es buen sitio para educar a un muchacho. Dejó la escuela. Trabajó por aquí y por allá a veces, o no trabajó en nada. Un día llegó con una maleta de madera llena de cacharros de magia: dados huecos, embudos dobles, botellas con trucos, un sombrero con un escondrijo. La  maleta tiene estrellas plateadas pintadas por fuera y un gran letrero que dice: «Mago Cherry». Practicaba todos los días. Quería ser mago en un circo, hacer trucos. Era rápido y hábil. Pero no tuvo tiempo. Una tarde, a principios de agosto de 1994, por el Malecón, frente al edificio, pasó una manifestación grandísima contra el gobierno. Dos días de disturbios y después todos hacían balsas con cualquier cosa capaz de flotar y se iban. El niño se fue una madrugada. Ya tenía diecinueve años y le decía a sus amigos: «Mi padre tiene tremendo negocio en Yuma, acere, me voy a vivir bien.» 
     No se despidió. Todo lo hizo a escondidas, como era su costumbre. Clotilde lo supo por alguien que lo vio remando sobre la balsa y alejándose de la orilla. Jamás supo de él. No sabe si llegó o si los tiburones se lo almorzaron. De todos modos, lleva sus cuentas. Han pasado tres años. El niño cumple veintidós años en junio. 
a veces quiere matarse   A veces Clotilde quiere matarse. Ha pensado en pastillas, en darse candela con alcohol, en ahorcarse. No se atreve. Tiene miedo. Pero sabe que sólo es cuestión de tiempo. Ya el miedo se le pasará. Lo ha intentado todo. Ha ido a la iglesia. Ha orado. Trató de encontrar un trabajo, pero no hay. Y menos para una vieja flaca, cochambrosa, mal vestida, con aliento a hígado podrido. 
     Se emborracha todos los días. No le interesa comer. Sólo el alcohol. Ya es de noche y se decide. Recoge su mercancía. Sube las escaleras sucias, con olor a orina y a mierda seca. Llega a su cuarto. Agarra una botella de ron casero y traga un buche largo. 
     Hay silencio y oscuridad. En un rincón está la cabrona maleta del mago Cherry. Y Clotilde llora. Se tiene lástima. Y rabia. Y odio. Y llora más. 
     El edificio está en la esquina de Malecón y Campanario. La erosión del viento, el salitre, el tiempo y la desidia lo han destruido. Grandes boquetes en los muros de ladrillo. Rajaduras en el techo y las paredes. Bastarían unos días de lluvia y un viento del norte para que se desmorone. Pero allí viven muchas personas. Nadie sabe cuántas. Entran y salen. Unas pocas bombillas dan una luz opaca y amarillenta. Tinieblas y silencio. Todos viven allí ilegalmente. Y andan como las cucarachas. Escondidos. Cualquier día puede llegar la policía, desalojarlos y devolverlos a sus provincias de origen, al oriente del país. O conducirlos hasta unos albergues en las afueras de La Habana. Dos naves con catres. Una para hombres y otra para mujeres. Y en el campo, ¿qué harían? ¿Qué podrían vender? Aquí es mejor. Aunque saben que una de estas noches el edificio podría desmoronarse y aplastarlos. 
     En el cuarto de al lado vive otro viejo solitario. También le gusta el ron. A veces beben juntos. Es un viejo negro, sucio, sin afeitarse. No recuerda cuándo se bañó por última vez. Clotilde le toca a la puerta y beben. Ella siempre habla y le repite su historia. Él no habla. Jamás le ha contado nada. Pero está solo, hambreado, mugriento. La escucha en silencio y bebe. Clotilde ni siquiera sabe su nombre. Esta noche al fin el viejo dice algo: 
    -- Estuve años esperando a Robespierre. Ya no espero nada. 
        Ya pasó todo. 
    -- ¿Quién es Robespierre? ¿Tu hijo? 
    -- Ahh, toma ron y no jodas. 
    -- La vida me ha aplastado. 
    -- Es así. La vida te aplasta o tú aplastas a la vida. 
    -- Lo mío no tiene remedio, viejo. 
    -- La vida ha aplastado tu orgullo. Cágate en tu orgullo y no esperes     nada más. 
    -- ¿Y qué hago? ¿Me pongo a recoger cosas en los cubos de basura?  ¿Cómo tú? ¿Me pongo a recoger mierda en la basura? 
    -- ¿Por qué no? No se puede ser orgulloso. El orgullo mata. 
    -- Tú eres un viejo puerco. Y negro. 
    -- Y tú una vieja puerca. Y blanca. Por eso no sabes nada. 
    -- ¿No me digas? ¿Los negros saben más? 
    -- Claro. Sabemos más. De todo. 
    -- Vete pa'l carajo. 
     Clotilde recoge la botella. Aún queda un poco de ron. Sale pero no quiere quedarse sola y encerrada en su cuartucho. Se sienta en el piso del pasillo, frente a un boquete enorme en el muro. Por allí se ve el mar oscuro. La noche silenciosa. Hay poco tráfico por el Malecón. Se oyen las olas rompiendo en los arrecifes y desmenuzando salitre sobre la ciudad. Ella bebe sin pensar en nada. Con los años ha aprendido a beber sin pensar. Con la mente en blanco. 

SALVACIÓN Y PERDICIÓN

     En la esquina de Infanta y Jovellar un reportero de televisión, micrófono en mano, asalta a los transeúntes con dos preguntas que dispara a boca de jarro: «¿Qué es la felicidad, usted ha sido feliz alguna vez?» Una pregunta así. O mejor: dos preguntas así requieren meditar un momento, pero el reportero no admite titubeos. El camarógrafo coloca su lente sobre la cara del entrevistado y muchos no saben qué decir, otros declinan contestar, algunos intentan decir algo inteligente para halagar su ego, pero sólo balbucean frases incoherentes. 
     El plomero sale de su cuarto, dobla la esquina y tropieza de bruces con la cámara, el micrófono y el reportero. Lo asaltan con la pregunta y el tipo ¿qué es la felicidad?sin inmutarse, con resignación y amargura, dice: «¿La felicidad? No jodas, chico, eso no existe.» Va a seguir su camino, pero el reportero le insiste:  «¿Usted ha sido feliz alguna vez?» El plomero se detiene un segundo y contesta, en un rapto de sinceridad: «Yo fui feliz el día que me casé. Ése fue el único día feliz en mi vida. Después todo han sido desgracias.» Y sigue caminando firme, sin prisa, serenamente. Es un tipo corpulento, fuerte,  blanco, con mucho pelo negro en la cabeza y en todo el cuerpo. No tiene canas y a pesar de sus cincuenta y dos años tiene el vigor y la fuerza de  un toro. Nació en el campo. En una vega de tabaco. Su padre era emigrante. Su madre, cubana. Hace cuarenta años que no sabe nada de ellos, ni de sus once hermanos. 
     En la mano lleva una bolsa de loneta gruesa con herramientas y trozos de tuberías. Tres cuadras más abajo está terminando un trabajo que comenzó ayer. Es un solar con muchos cuartos. Quince, dieciséis, veinte cuartos. Nadie sabe bien. En cada censo que hacen aparecen y desaparecen habitaciones y nadie sabe por qué. Igual sucede con los habitantes de ese solar. Pueden ser cien, o ciento cincuenta, o doscientos. Aparecen y desaparecen y nadie dice algo con exactitud. Las autoridades del instituto de la vivienda hacen la vista gorda como única alternativa. 
     El plomero está instalando dos tanques de acero dentro de una habitación. Ha hecho un buen trabajo. Ahora, cuando llega el agua del acueducto, es decir, cada varios días, esta gente puede  llenar ambos tanques. Una tubería los conecta con una llave en un  fregadero, que también instaló en una esquina del cuarto, junto a la cocinita de kerosén. No es mucho, pero significa un avance respecto a los demás. El baño es colectivo. Dos baños: uno para hombres y otro para mujeres. Por supuesto, siempre hay gente esperando. La mayoría simplemente caga en un cartucho de papel y lo botan en el arroyo junto a la acera o en el contenedor de basura de la esquina. 
    También hay dos lavaderos, en un patio grande, sin techo. Es un viejo caserón colonial de principios del XIX, semiderruido, atiborrado de ratas y cucarachas, pero todavía es útil y seguirá siéndolo mientras quede alguna piedra. 
     El nombre del plomero es Pancracio. A él no le importa. No es que no le importe. Es que no percibe lo ridículo de ese nombre. Las nociones de bonito y feo no cuentan para él. Vive solo, en un cuarto independiente, con puerta a una calleja entre la universidad y el cabaret Las Vegas. Ahí  vive bien. Bueno, en realidad nunca había vivido tan bien. Ha hecho de todo en esta vida. Desde barrer calles y vender mangos y aguacates hasta albañil en casas de lujo. Pero su oficio de plomero es lo que más le gusta. No sabe por qué ni le interesa saberlo. Le gusta. 
     Instalar los tanques, las tuberías y el fregadero le ha ocupado trece horas netas de trabajo. Son las doce del día. La dueña del cuarto es una negra de unos cuarenta años, hermosa. Tiene marido, hijos y nietos. Ayer el cuarto era un hervidero de gente entrando y saliendo, pero hoy se las arregló para estar sola con el plomero. El tipo recoge las herramientas, la mira y le dice: 

    -- Bueno, señora. Ya tiene agua en su habitación. ¿Complacida? 
    -- Sí, Pancracio, te ha quedado perfecto. ¿Quedamos en que son doscientos? 
    -- Sí, señora, doscientos pesos. 
    -- Esto..., Pancracio, tengo un problemita con el dinero. 
    -- No. Usted no puede tener problemita con nada porque yo lo desarmo todo en diez minutos y me lo llevo. 
    -- Espérate, no te pongas bruto. 
    -- No me pongo. Yo soy bruto. Llevo dos días trabajando aquí y si usted no me paga, lo desmonto todo y me lo llevo. Y si usted me echa un negro guapo atrás me lo como vivo. 
    -- Espérate, papito. Vamos a hablar. Podemos llegar a un arreglo. 
    -- Arreglo ninguno. Arreglo son los doscientos pesos. 
    -- Pancracio, ¿qué tiempo hace que tú no tienes mujer? 
    -- ¿Y eso qué le importa a usted? 
    -- A mí sí me importa. 

     En el cuarto hay mucho calor. No tiene ventanas ni hay ventilador. La humedad de las paredes y el techo lo invade todo. Olor a humedad mezclado con polvo, sudor, orina, suciedad, cucarachas, hierbas podridas. Ambos están sudando, pero Santa va hasta la puerta, la cierra, pasa el pestillo y enciende un bombillo solitario y mortecino que cuelga del techo. Se vuelve hacia el plomero y se abre la blusa. No usa ajustadores. Tiene unos pechos grandes, fuertes, hermosos, levemente caídos, con unos pezones negrísimos. La piel le brilla con el sudor. Se sonríe. Avanza hacia Pancracio y se quita por completo la blusa. Tiene un vientre leve, con un ombligo bellísimo donde nacen pelos negros y enroscados que bajan provocativamente hasta el pubis. Se abre la falda y muestra su monte de Venus. Lo exhibe todo con desenfado, con seguridad en su belleza perfecta de diosa africana. Sabe que sólo con mostrarse puede excitar al más frío e insensible, y se convierte en un animal felino, seductor, cálido. Pancracio se queda sin saber qué decir. El sexo nunca le ha interesado mucho. Y cada día le interesa menos. Hace tres años, o más, que no tiene relaciones sexuales. Pero la visión de esa negra maravillosa y espléndida acercándose a él, ofreciéndose, lo pone nervioso: 

    -- ¡Señora, por su madre! 
    -- Dime Santa. No me digas más señora. 
    -- Santa, vístase. Sus hijos pueden llegar. Su marido... 
    -- No va a llegar nadie, papi. No te preocupes. Tenemos toda la tarde para nosotros. 
    -- No. No. Déme mi dinero y me voy. Yo... 
    -- Olvídate del dinero, papi, y vamos a gozar un rato. Tú verás que te va a gustar y vas a querer más. 

     Santa se quitó la falda y el bloomer. Tiró a Pancracio sobre la cama y se colocó a horcajadas sobre su cara. Cuando el hombre olió aquel aroma fuerte y acre y lo probó con su lengua, Santa gimió como si fuera una adolescente deliciosa que se entrega por primera vez. Y comenzó la fiesta. Santa es una maestra. Experta entre expertas. Movió la cintura y la pelvis con un estilo muy original, y en cuatro minutos Pancracio se vino como un torrente. La leche se salía de la vagina. Y eso arrebató a Santa: 

    -- ¡¿Pero qué es eso?! ¡Tú eres un salvaje! ¡Ay, qué rico! 

     Pancracio ve a esa mujer desquiciada debajo de él, se descontrola también y le entra a bofetadas. A Santa le gusta que sus machos la golpeen por la cara, con la mano abierta, que le pique en la piel. Eso la excita más aún, y tiene así un orgasmo. Llega al clímax y Pancracio sigue dentro de ella, con la pinga aún muy dura. Y continúa golpeándola. Ya le duele. Intenta detenerlo pero él está descontrolado. Trata de penetrarla más, de invadirla a mayor profundidad mientras la golpea sin cesar. Le tritura los huesos de la cara, le hace daño. Ella intenta agarrarle las manos, pero él es un hombre muy fuerte. Va a tener un segundo orgasmo y la agarra por el cuello con la mano izquierda mientras sigue golpeándola con la derecha. Casi la ahorca mientras le repite en un paroxismo de furia lujuriosa: 

    -- ¡Toma leche, puta! Toma leche. ¡Coge pinga, puta! 

     Santa está aterrada. Casi ahogada logra desprenderse de aquel cepo en un momento en que Pancracio se abandona, boca abajo en la cama, relajado tras el segundo orgasmo. Ya ella está de pie y lo golpea por la espalda: 

    -- ¡Hijodeputa, por poco me matas! ¿Tú estás loco o qué cojones te pasa? 

     Cuando Pancracio siente que lo golpean, se levanta de un tirón de la cama y le da un puñetazo por la cara. Uno sólo. Santa cae al piso, inconsciente. Entonces Pancracio reacciona. Trata de despertarla. Trae un jarro de agua y se lo tira por la cara, la sacude. Al fin Santa vuelve en sí. Abre los ojos y comienza a gritar para que los vecinos la oigan: 

    -- ¡Ay, este hombre me quiere matar! ¡Aléjate de mí, hijo de puta! ¡Aléjate! 

     De la nariz y la boca de Santa mana sangre. Pancracio se viste aprisa y recoge sus herramientas. Santa no ha dejado de gritar ni un instante. Él abre la puerta y un soplo de aire fresco le permite respirar mejor. Una viejita y unos muchachos están allí, con cara de susto, mirándolo. Él ni los ve. Sale aprisa y se va mientras sigue oyendo la gritería de esa mujer. Nadie intenta detenerlo. Sale del solar a la calle y sube unas cuadras hasta su cuarto. No tiene miedo. Él no sabe lo que es el miedo. Sólo está alterado. 
     Su habitación es un caos de hierros viejos y oxidados, tuberías, lavamanos, jaboneras, urinarios. Es un rastro de plomería de segunda mano que se ha ido acumulando con los años. Todo cubierto de polvo, óxido y telarañas. En una esquina tiene su cama, perfectamente vestida y limpia. Adosado en la pared, un pequeño altar con una Virgen de la Caridad del Cobre. Al fondo hay un cuarto de baño mínimo. Eso es todo. Pancracio lanza al piso la bolsa de loneta y va hasta un pequeño fogón de kerosén junto al baño. Hace café. No quiere pensar en lo que ha hecho. Siempre es lo mismo. Cada vez que está en un aprieto a su mente vienen las mismas imágenes: su padre dándole con un azadón por la cabeza, en medio de un campo arado. Él tenía doce años. Esa noche, con las heridas aún frescas, escapó de la casa y de sus once hermanos. Jamás volvió a ese sitio. Fue dando vueltas y trabajando en cualquier cosa hasta llegar a La Habana. El otro momento importante fue cuando se casó. Ése fue un día feliz, pero a la mañana siguiente comenzaron las broncas con su mujer y se separaron en una semana. Desde entonces no le interesa nada. Por eso ya ni el sexo le atrae. Y además, siempre ha sucedido lo mismo de hoy: cada vez que se acuesta con una mujer pierde la cabeza y la golpea sin control. Por eso fueron las  broncas con su esposa. Ninguna mujer lo resiste. 
     Y él no puede controlarse. Le gusta golpearlas y gritarles puta y no puede resistirse. Por suerte, él  no piensa, no habla, no teme, no se preocupa. Se desliza por la vida como puede. Sin esperar nada, sin ansiar nada. Su vida es simple: un poco de comida frugal, cocinada de cualquier modo en el fogoncillo de kerosén, café, tabaco y mucho trabajo. Se embota con el trabajo. Nada de alcohol, ni mujeres, ni juego, ni amigos. Nada de vicios costosos. Ya tiene demasiado gasto con el  café y el tabaco. Bajo una losa del piso, en un rincón debajo de esos tarecos polvorientos, excavó un hueco, lo revistió cuidadosamente con cemento, y allí esconde miles de pesos. Ésa es su pasión única. Quita las tuberías oxidadas y todos esos cacharros, levanta la losa del piso, saca el dinero y lo cuenta y añade más. Jamás retira un billete, aunque pase hambre. Anhela sentir los billetes en sus manos. Son tres sus placeres: el dinero, el café y el tabaco. Ni sabe por qué puso a la Virgen en aquel altar. Jamás le pide nada, y no sabe orar. Varias veces ha pensado retirarla de ahí y botarla en la basura. Pero no se atreve. 
     Ya el café está listo. Se sirve en un vaso. Enciende un buen tabaco. cartelAbre la puerta y se sienta a fumar en el quicio de la entrada. Ve la gente pasar, algún camión, alguna bicicleta. Los mira y fuma. Ya está tranquilo. No piensa en nada. Sólo mira a la gente que pasa. Y fuma. Nada sucede.  Nada es terrible. Nada es hermoso. Sólo la ira explota a veces y se lanza afuera como un  chorro de fuego sin control. Después se desvanece. La ira puede perder a cualquier hombre. Menos a él.  Ya nada lo salva y nada lo pierde. 

Pedro Juan Gutiérrez
 

La gloria eres tú

No quería casarme con Narciso y cuando la abuela lo supiera, ahí mismo, le iba a dar el soponcio. Ella entró en el cuarto, sin tocar la puerta, mientras yo estaba acostado con el olor a sexo entre mis dedos. Abuela siguió con la John Bauer: SwanWomanletanía de la boda, dando vueltas al borde de la cama, pero no estaba dispuesto a complacerla. Entonces la vería buscar un pedazo de algodón para ensoparlo en alcohol y llevárselo a la nariz. Se levantaría colérica y con el abanico ventilaría sus pulmones. Luego, con la rabia a la altura de los dientes, diría con dulzura mirándome a los ojos: "¿Por qué rompes mis sueños, José María? ¿Qué van a pensar tus padres, allá en el cielo, si te unes a una mujer?"  Las recriminaciones vendrían durante muchos días. Rebotarían en el cuarto,  bajarían cada peldaño de las escaleras y finalmente se mecerían en los  sillones de la sala. Se escucharía en la mañana, que no era una buena  abuela, que no había sabido educarme como Dios mandaba, etc., etc., etc.; y más tarde, que un nieto nunca debía desobedecer a los mayores, que ella se había sacrificado mucho para que yo fuera un homosexual y ahora me aparecía con que estaba enamorado de Alicia. 
Papá sabe muy bien cuánto hice por alejar las tentaciones hacia las mujeres. Seguía letra por letra cada observación: "Hijo, esmérate en el cuidado de  las uñas: un homosexual se reconoce por sus dedos finos y alargados". Yo  limaba día tras día los veinte dedos que Dios me había dado. Nadie podía  encontrar la menor imperfección en las manos ni en los pies. 
Le debo tanto al viejo: él se esforzaba por enseñarme a caminar; más bien a flotar sobre la acera pero algo convertía mis pasos en torpes y pesados. Sin embargo, siempre recibía palmadas de aliento: "No te preocupes, Joseíto, es un problema de tiempo. Observa las pisadas, una y otra vez, hasta que te sientas ligero". Ese era el problema, por más que Papá entregase su  paciencia y cariño, los ojos se me iban para los senos de Alicia que  saltaban con una alegría indescriptible. 
La muerte de Papá fue terrible. Aún no habíamos dejado el cementerio cuando mi madre sentenció: "Se acabó la mano suave, o entra por el aro o le rompo el lomo". Pude ver, tras el velo negro que cubría el rostro de mamá, unos ojos hinchados, vacíos de lágrimas, derramándose sobre el pecho. 
La frase de mamá zumbaba en mis oídos de manera absurda y su aleteo cesó el día en que comprendí las oscuras palabras. Fue una tarde de domingo. Iba al cementerio a visitar a mi padre. Bajaba las escaleras con el hechizo de una alineación perfecta entre los botones de la camisa cuando mi brazo fue, bruscamente, secuestrado. Apenas toqué el picaporte de la puerta. En un batir de pestañas, estuve amarrado a un sillón de la sala. Mamá iracunda gritaba: "estoy cansada de verte con las cejas sin sacar", y la queja terminó con la pinza en el aire. Le supliqué que yo estaba cultivando la fragilidad pero ella, pinza en mano, comenzó a arrancar uno por uno los vellos de mi cara. "Nada de eso -esputó -, el rostro es la imagen del cuerpo y un homosexual de bien no tiene esas cejas tan peludas". 
La suerte fue que Mamá murió pronto. De no ser así, qué habría sido de mí. La vi dentro de la mortaja con la boca cocida y al darle el beso de  despedida le susurré que me perdonara. La pobre quería ver a su hijo  convertido en un homosexual de bien pero yo no tenía la culpa:  los labios  de Alicia se abrían y se cerraban, como los pétalos de una flor, aunque  estuviesen escondidos en la distancia. 
Antes de cerrar el féretro, maldije una y mil veces el día en que le conté a  mamá el sueño con Alicia. La muchacha se acercaba con el cabello ondulado por el viento y la saya se levantaba como una ola en la playa. Nos cogíamos de la mano y ella voluptuosa colocaba mis dedos debajo de sus pantaletas. Un cosquilleo recorrió todo mi cuerpo hasta convertirse en una risa nerviosa. Las carcajadas fueron tantas que se salieron del sueño. Al abrir los ojos, Mamá estaba a mi lado, curiosa, ansiosa de encontrar una respuesta a tamaño escándalo en medio de la noche. Me abrazó, como pocas veces lo hacía, y conmovido le confié el sueño. Ella no pronunció palabra alguna. Se levantó como un zombi y apagó la luz de la habitación. 
Al otro día nos levantamos temprano para visitar al médico. Mi madre quería algo que pudiera curar a su hijo. El médico no le dio muchas esperanzas: "Señora, son cosas del destino; si Dios quiere que sea como es, nada ni nadie puede impedirlo". No obstante inyecciones fueron e inyecciones vinieron durante varias semanas para aligerar mi andar, afinar la voz y moderar la pasión por las mujeres. 
La tapa de madera cubrió, para siempre, el rostro de mamá. Ante mis ojos  quedaba sólo un color pálido brillante y la certeza que detrás de esa  cubierta pulimentada yacía la que deseó curar a su hijo con todas las  fuerzas de su corazón. 
Por eso mamá firmó aquel papel. El médico lo había sacado de un gacetero en el consultorio. Decía una serie de por cuantos y al final tenía una línea de  autorización. En el acto, fui conducido a una habitación inmensamente blanca atado de pies y manos. El médico entró silbando una canción y colocó unos cables en mi cabeza que estaban conectados a un aparato. Aplicó la corriente después de mostrar el retrato de Alicia por encima de sus hombros. Él estaba seguro que la descarga eléctrica era el remedio santo para curar mis deseos por la joven. 
Después que mamá se fue, yo pasé a mejor vida: quedé bajo la tutela de  abuela. Al menos a ella pude convencer de mi rápida rehabilitación. Simulé  gestos más frágiles y una caída de ojos insuperable. La abuela, al comprobar los avances, dio el consentimiento. No fui más al hospital pero los temores de avivar su inquietud permanecieron a mi lado. Para aplacarlos, entregué las mejores horas del día a refinar mis ademanes. 
Si tomaba té, la mano al sostener la taza, levantaba ligeramente el meñique  para indicar delicadeza; si conversaba con alguna persona, ovillaba y  desovillaba mi cabello a modo de ingenuidad; o si caminaba por el parque  trataba de hacerlo con salticos, estirando la punta de los pies, en busca de  gracia. Los pasos eran tan delicados que gané en el barrio el halago de  "fru-flu" y abuela orgullosa celebraba con los vecinos mi pronta  recuperación. 
Todo estaba bajo control pero un incidente inusitado sacudió los instintos  guardados. Fue la tarde en que Alicia mostró, casi al descuido, sus pequeños senos. Estábamos abuela y yo en el parque mientras la muchacha patinaba a lo lejos. Yo simulaba que no la miraba para evitar  que abuela se  preocupase. Alicia pasó cerca de nosotros y el cabello flotaba como lo había visto en el sueño. De pronto, "cataplún", rodó por el suelo y uno de sus senos se escapó de la blusa. La abuela se santiguó y tapó mi rostro con las manos. No dije nada, por temor a las inyecciones, pero aquel seno empezó a seguirme a todas partes. 
A la hora de ir a la cama, la teta crecía ante mis ojos como una montaña. La veía reflejada, al subir las escaleras, deslizándose por la pared. Me  seguía, sin tropezar con los escalones, hasta el cuarto; cerraba la puerta y  dejaba a un lado la serenidad de su silueta. Ansiosa quería entrar en mi  boca y yo no sabía qué hacer. Gracias a Dios, llegó Alicia y la teta al  escuchar la voz de su dueña, se hizo pequeña, gelatinosa, indefensa  como  una oruga a la luz del sol. Pude sostenarla en la palma de la mano y un  deseo incontenible sacudió mi pecho. El deseo fue más allá del ombligo en el momento en que Alicia acercaba sus labios a los míos. Ya estaban a la  distancia del aliento cuando  abuela me despertó para ir a la escuela. 
Aproveché, que ella salió del cuarto, y cerré de nuevo los ojos. Deseaba con pasión encontrar la mirada de Alicia y aunque busqué tras la oscuridad de mis párpados, no volví a divisarla y lleno de fastidio abandoné la cama. 
Algo malo estaba ocurriendo en mí pero era mejor disimular. Una tarde abuela por poco me sorprende ante el espejo contrayendo los músculos y hablando con voz gruesa a una Alicia imaginaria que miraba desde el cristal. "¿Qué estás haciendo José María?". Y con mis ojos caídos y la voz aflautada le dije: "Nada, estirándome las pestañas". 
Abuela era, en ocasiones, sorprendente. Sabía hacer temblar al más pinto de la paloma con un gesto suave, casi imperceptible. Una vez  insinuó:  "¿Piensas ya en el amor?" Y ante mi evasiva,  me presentó, al otro día, a  Narciso. El joven era delgado, con una barba acicalada, que a momentos  peinaba con esmero. Ni un pelo sobresalía del otro. "No dejes escapar la  felicidad, José María; fíjate en sus grandes ojos". 
No sabía cómo esquivar la persistencia de abuela. Ella sólo soñaba con la  boda. A cada momento alababa las buenas costumbres de Narciso. Él  pronunciaba todas las "r" y estaba  a la caza de cualquier "s" perdida al  final de cualquier palabra. "Eso es -decía abuela delante del joven -,  finura y perfección". 
Una noche el muchacho llegó con un ramillete de flores. Aproveché el acto de ternura y en medio de la entrega propuse que las citas amorosas  podrían ser en casa del galán. La abuela tosió con recelos pero, al ver los ojos  conmovidos de Narciso, aceptó. Ahora, eso sí, siempre y cuando él también nos visitase. De la alegría, abracé a mi prometido y ese gesto emocionó mucho a la anfitriona que ya me veía en el altar. 
Alicia vivía puerta con puerta a la casa de Narciso. Sus padres estaban de  viaje y ella se sentía feliz: nadie le estaría corrigiendo los modales y  podía abandonarse a ademanes menos varoniles. Con el pretexto de traer  panetela, entraba en la sala con un escote que le doblaba, a cualquiera, las  piernas. Narciso trataba de alejarla pero al ver la insistencia de ella y  mis pupilas salirse de las cuencas de los ojos, puso su mano en la cintura a  manera de jarra y exclamó: "si la prefieres a ella, al menos aumenta mi  alcancía". 
Así fue, monedas tras monedas, que el joven se fue convirtiendo en mi  cómplice. "Ten mucho cuidado, Josi, si tu abuela se entera nos mata"; pero  ella estaba en las nubes. Yo paseaba con él por el parque, hablándole casi  al oído, de Alicia. La amaba desde pequeño. Era mi sueño. No podía abandonar la idea de acariciar su piel,  de escuchar su voz y sobre todo de tocar sus senos. Abuela desde lejos suspiraba al vernos como dos tórtolos cogidos de la mano. 
Narciso, en breve, se convirtió en mi amigo. Él sufría conmigo pues sabía  que, cuando los padres de Alicia regresaran, terminaría los encuentros con  la muchacha. Entonces quiso prepararme para el desenlace y evitar la caída  en el hueco. 
Las lecciones de salvación comenzaron en el cuarto de estudio. Narciso tenía un librero largísimo de extremo a extremo de la pared, ubicado al fondo de la habitación. Abrió el manual de Homosexología de la vida cotidiana que descansaba sobre el escritorio. Este volumen contenía, según él, las mil maneras de aquietar los instintos. "La mujer -leía en voz alta -, fue creada para la maternidad y al hombre para el amor".  Ese era el punto de partida. Sin él, se escaparía la esencia del cariño del que tanto hablaba mi guía espiritual. 
La segunda clase fue en el comedor con platos variados y una Biblia en la  mesa. Una fuente gigante adornada con plátanos, piñas, manzanas, melones y uvas estaba guarnecida a su alrededor con otros platos rebosados en  camarones y carnes de ave. Narciso cogió una manzana y con la otra mano  apretó la Biblia contra el pecho. Aseguró que en sus páginas estaba la  verdad y sólo la verdad. Leyó un pasaje que hablaba bien claro del pecado  del hombre. Adán había sido expulsado del paraíso por acostarse con Eva.  El hombre debe amar al hombre mismo para regresar al paraíso". Esto lo  afirmaba con unas "r" alargadas y sonoras que seguían la gestualidad de las  manos. El aliento y el timbre de su voz eran molestos sobre todo cuando se  acercaba a mi silla para mostrarme la palabra de Dios. 
Varias fueron las sesiones para aliviar mi depresión. Los padres de Alicia  regresaron y ella no pudo traernos más meriendas. Pocas veces la veía tras  la ventana mientras Narciso comentaba sobre las aventuras de Farreluque al encontrarse con Miquito de nalgas sobre la cama. La novela tenía eso que él llamaba el encanto de la poesía pero mis pensamientos se alejaban del  escarseo amoroso entre el fálico Farraluque y el dócil Miquito y se  entregaban a las caricias de Alicia. "Josi, olvídate de ella. No dejes que  la pena te venza". 
Los esfuerzos fueron en vano. Por más que habló de los deseos incontrolables de Oscar Wilde, del amor sublime de Uchida, de las invenciones eróticas de Arenas, la voz de Alicia continuaba susurrándome en los oídos. Si antes, uno de sus senos se aparecía en sueños, ahora eran dos las tetas las que se veían a la hora de soñar. Se movían jubilosas detrás de mis párpados y mientras Narciso hablaba de los amores de Patroclo por Aquiles, las dos tetas me cargaban y me llevaban a los brazos de Alicia, que se bañaba desnuda en la ribera del río. 
Una tarde leyó con pasión la escena de una novela que recién había comprado. El preso, luego de resistirse a las peticiones amorosas del otro  encarcelado, se rindió en sus brazos en un tierno beso. No le escuchaba. Mis oídos estaban tras la puerta. Veían el andar elegante de Alicia y sus pasos delicados. Escucharon el timbre y dejando al lector de novelas con la  palabra en la boca, fueron abrir la puerta. Allí estaba abuela. Se emocionó  mucho al vernos solos con nuestras lecturas. Nos abrazó e insistió una vez  más en la fecha de la boda. Él vaciló y le respondió que aún era muy pronto. Faltaba conocernos un poco más y abuela partió, refunfuñando, rumbo a la casa. 
Sentí que Narciso era un amigo de verdad y conmovido lo abracé en el medio de la sala. Este frenético de alegría, me dio un beso en los labios. Un  buche ácido me subió a la boca y mis manos estuvieron a punto de golpearlo. 
Cerré con rabia la puerta y, de repente, como una aparición, Alicia estaba  en el pasillo. Tendió la mano hacia mí y susurró que los padres se habían  marchado de nuevo. Entramos en la casa y la joven, sin perder tiempo, se  quitó la blusa. Nos tendimos sobre la cama y por primera vez, besé los senos que tantas veces me habían perseguido. Reí al comprobar que no eran gelatinosos sino duros y tiernos. 
Regresé a casa con el olor de Alicia prendido en el cuerpo. Abuela esperaba impaciente con el rostro de pocos amigos. Subió conmigo las escaleras hasta el cuarto. Hablaba, blababa, bababa de los ademanes toscos, que recién yo había adquirido;  pero el olor, entre los dedos, devolvía a Alicia desnuda, a horcajadas sobre mi sexo. Sus senos, como si estuviesen en el estrado de una orquesta, la dirigían y ella danzaba, galopaba, cantaba hasta escuchar el último acorde. 
La abuela, al ver mi indiferencia, dictaminó una visita al médico. El  corrientazo saltó en la cabeza y se me helaron los pies. Tuve unas ganas  inmensas de ir al baño y de aliviar el revoltijo en el estómago pero  aguanté, había llegado el momento de hablar con abuela: "Nunca me casaré con Narciso". La vieja se aferró a los trozos de algodón y mientras buscaba el alcohol, levantó el dedo de las sentencias: "Dios te va a castigar, José  María. Estás traicionando  la memoria de tus padres". 
Me hubiese gustado decirle que papá y mamá descansarían tranquilos en el  cielo pero estaba harto de fingir. Recé por ellos pues jamás volvería a  estirarme las pestañas, ni a caminar en la punta de los pies. Nunca podría  ser un homosexual hecho y derecho pues la voz del destino me susurraba una y otra vez: "tetas, tetas, tetas". 

Jorge Luis LLópiz
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