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Lo sagrado

Georges Bataille*

Probablemente ha llegado el momento de designar el elemento crucial hacia el cual se dirigía la búsqueda oscura e incierta proseguida a través de los meandros de la creación de formas o de la invención verbal. Esa gran “búsqueda”1 de lo que recibió el parco nombre de “espíritu moderno” ciertamente no estaba obsesionada por un “grial” tan accesible como lo “bello”; se alejaba con desconfianza – a veces incluso con una ostentosa desconfianza – de todas las vías que conducían a lo “verdadero” y parecía tener respecto del “bien” sólo sentimientos equívocos, que iban del profundo pudor a la cólera ultrajante, de una afirmación a una negación igualmente categóricas. Por otra parte, la condición de la búsqueda eran la oscuridad y el carácter ilimitado de la meta que se había propuesto alcanzar. Los largos tormentos y las cortas violencias confirmaban por sí solos la importancia fundamental para la vida entera de esa “búsqueda” y de su objeto indeterminable.
     En primer lugar, debemos poner de manifiesto el hecho de que no hay ejemplos de un movimiento semejante de pasión devastadora en el estricto dominio de la invención artística. Incluso el romanticismo parecer haber estado atravesado por una inquietud propiamente intelectual si se compara con la agitación del “espíritu moderno”. En el orden de la invención formal, los románticos no crearon. Se contentaron con alguna licencia y no hicieron más que extender el dominio de los mitos y, en general, de los temas poéticos dados, que con ellos – al igual que antes de ellos – sirvieron de motivo para la creación verbal. La inquietud que hoy existe no ha tenido un desarrollo intelectual comparable al del romanticismo y al de la filosofía alemana que le es tributaria, pero se dedicó con una especie de vértigo al descubrimiento de fórmulas verbales o figurativas que dan la clave de esa existencia pesada y tan a menudo difícil de dotar de una razón de ser. El surrealismo se ha convertido actualmente en el soporte de esa empresa, pero se reconoce a su vez como el heredero de una obsesión que lo precede: la historia de la poesía después de Rimbaud, la de la pintura al menos después de Van Gogh dan pruebas de toda la extensión y la significación de la nueva tormenta.

     Si ahora pretendemos representarnos con una elemental claridad el “grial” obstinadamente perseguido a través de profundidades brumosas, sucesivas y decepcionantes, es necesario insistir en el hecho de que nunca pudo tratarse de una realidad sustancial y que por el contrario sería un elemento caracterizado por la imposibilidad de que perdure. El nombre de instante privilegiado2 es el único que describe con algo de exactitud lo que podía encontrarse al azar de la búsqueda: nada que constituya una sustancia a prueba del tiempo, todo lo contrario, lo que huye apenas ha aparecido y no se deja apresar. La voluntad de fijar esos instantes, que por cierto pertenece a la pintura o a la escritura, no es sino el medio para hacerlos reaparecer, ya que el cuadro o el texto poético evocan pero no sustancian lo que había aparecido una vez. El resultado es una mezcla de exaltación y desdicha, de tedio y de insolencia: nada parece más miserable y más muerto que la cosa fijada, nada es más deseable que lo que desaparecerá en seguida, pero al mismo tiempo la frialdad del desnudamiento hace temblar a aquel que siente que lo amado se le escapa y se agotan los vanos esfuerzos por crear vías mediante las cuales sería posible recuperar infinitamente lo que huye.

     Lo que tiene una importancia decisiva en ese movimiento es que la búsqueda iniciada instintivamente, bajo el impulso del deseo insatisfecho, siempre haya precedido a la asignación del objeto buscado por parte de la teoría. Es cierto que la intervención tardía de la inteligencia selectiva le ha abierto a los errores vacíos de sentido un campo de posibilidades cuya extensión se había vuelto desalentadora, pero no es menos cierto que una experiencia de esa naturaleza no habría sido posible si alguna teoría clarividente hubiese intentado fijarle de antemano una dirección y unos límites. Sólo cuando las cosas ya están terminadas y cuando cae la noche, el “búho de Minerva” puede contarle a la diosa el relato de acontecimientos en suspenso y mostrarle su sentido oculto.

     A posteriori el arte ya no tenía aparentemente la posibilidad de expresar algo que fuera indiscutiblemente sagrado y que le llegaría desde afuera, pues el romanticismo agotó las posibilidades de renovación. Ya no podría vivir si no tenía la fuerza de alcanzar el instante sagrado únicamente mediante sus recursos. Las técnicas puestas en práctica hasta entonces sólo habían expresado un dato que poseía su valor y su sentido propios. No se le añadía a ese dato más que la perfección acabada de la expresión a la que podría remitirse lo “bello”; lo “verdadero”, con respecto a esas técnicas, sólo era el más tosco de los medios para decidir si la perfección buscada de los medios se lograba y el “bien” le seguía siendo ajeno puesto que sus juicios no pueden referirse a lo que se expresa. De donde derivaba una facilidad, una ausencia de preocupación y una inocencia relativas; la profunda amargura estaba excluida de esa ejecución de designios cuya iniciativa y responsabilidad incumbían a la sociedad, a su tradición y a sus poderes. Esa amargura sólo se había encontrado con la duda que afectaba al valor de esos designios: la autoridad negada a la realidad del presente era entonces devuelta a los espectros decepcionantes del pasado y los inasibles fantasmas del sueño. En un momento en que el arte, que todavía no era fundamentalmente sino el medio para expresar, tomó conciencia de la parte creada que siempre le había añadido al mundo expresado por él: en ese mismo momento podía apartarse de cualquier realidad pasada o presente y crear su propia realidad, ya no simplemente bella o verdadera, que tenía que dominar el combate del bien contra el mal – debido al valor supremo que representa – al igual que un violento terremoto dominaría y paralizaría la más catastrófica de las batallas.

     Seguramente la posibilidad de asignarle ahora un objeto definible a una tentativa tan extraña obedece más a su fracaso que a los momentos de éxito fugaz. Una insensata amargura y una aversión arrogante hacia sí mismo han sido los resultados más concretos. Son esos resultados – el mero nombre de Rimbaud los simbolizan en tanto tornan despreciable casi rodo – los que permiten señalar hasta qué punto el ciclo de intercambios posibles entre los aficionados, los pintores y los poetas aleja de ese “grial” sin el cual – es lo que se ha hecho evidente de modo claro y distinto debido al mismo fracaso – la existencia humana no puede ser justificada.

     Mientras se impuso la identificación introducida por el cristianismo entre Dios y el objeto de la religión, todo lo que se podía reconocer con respecto a ese “grial” era que no podía confundirse con Dios. Distinción que tenía el defecto de soslayar la identidad sin embargo profunda entre el “grial” y el objeto propio de la religión. Pero ocurre que el desarrollo de los conocimientos referidos a la historia de las religiones ha mostrado que la actividad religiosa esencial no estaba dirigida hacia un ser o unos seres personales y trascendentes, sino hacia una realidad impersonal. El cristianismo sustanció lo sagrado, pero la naturaleza de lo sagrado – en la cual hoy se percibe la existencia flagrante de la religión – tal vez sea lo más inasible que se produce entre los hombres, lo sagrado no es más que un momento privilegiado de unidad comunal, momento de comunicación convulsiva de lo que ordinariamente está sofocado.

     La distinción entre lo sagrado y la sustancia trascendente (por consiguiente, imposible de crear) abre repentinamente un nuevo campo – tal vez un campo de violencia, tal vez incluso un campo de muerte, pero un campo en el cual es posible entrar – para la agitación que se ha apoderado del espíritu humano actual. Pues si el campo de lo sagrado es accesible, ese espíritu no puede dejar de atravesar el cerco: simplemente debe reconocer, puesto que buscó y busca sin descanso, que no buscaba y no busca llegar sino hasta allí. El hecho de que “Dios se ha dado por muerto” no puede provocar una consecuencia menos decisiva: Dios representaba el único límite que se oponía a la voluntad humana, libre de Dios, esa voluntad se entrega desnuda a la pasión de darle al mundo una significación que la embriaga. Aquel que crea, que pinta o que escribe ya no puede admitir ningún límite para la representación o para la escritura: dispone de pronto por sí solo de todas las convulsiones humanas posibles y no puede sustraerse a esa herencia del poder divino, que le pertenece. Tampoco puede intentar saber si esa herencia consumirá y destruirá aquello que consagra. Pero se niega ahora a dejar “aquello que lo posee” bajo el peso de los juicios dependientes a los cuales el arte se plegaba.

Notas

1. En el original: quête, que designaba las búsquedas místicas de los caballeros en los relatos medievales; sentido que se refuerza con la inmediata mención del “grial” (l.).

2. Émile Dermenghem empleó la expresión de “instantes privilegiados” – según él, fundamentales para la poesía y para la mística – en un artículo de Mesures (julio de 1938): "El instante en los místicos y en algunos poetas”. El artículo se refiere en particular a las concepciones de los sufíes que le atribuyen al “instante” un valor decisivo y lo comparan con una espada filosa. “El instante, dice un sufí, corta las raíces del futuro y del pasado. La espada es un compañero peligroso; puede convertir a su dueño en un rey pero también puede destruirlo. No distingue entre el cuello de su dueño y el de otro.” El carácter profundamente ambiguo, peligroso, mortal de lo sagrado se refleja en esta representación violenta. – Jean-Paul Sartre, en La náusea, ya había hablado de "momentos perfectos” y de “situaciones privilegiadas” de manera significativa.

* Tomado de: Georges Bataille. La conjuración sagrada. Ensayos 1929 – 1939. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2003. 262 – 267. 

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