Regresar a
La más verbosa



Raimundo Menocal y Cueto: el nacionalismo criticista

Emilio Ichikawa

                                               Es en el momento en que uno rechaza
                                               todos los principios cuando conviene proveerse                   
                                               de escrúpulos.
                                                                          Marguerite Yourcenar

                                                         I

     La creencia en que la superación de la idiocia o stupere latinoamericana pasa por un acercamiento a las instituciones e ideologías inglesas no es ella misma una creencia inglesa sino una fe latinoamericana.
      Y es también ya, a la altura del siglo XXI, una de esas “alternativas salvíficas” fijadas por un linaje intelectual entrenado en los contrastes y las comparaciones. El cotejo con modelos de civilidad es el segundo ejercicio de una mentalidad emergente. El primero, la fabricación de dichos modelos. Y éstos algunos de sus ejercicios: la invención de un carácter donde hay conductas; de una ideología donde hay ideologías; de una Ilustración donde hay ilustraciones; de “un” inglés donde hay ingleses, de “el” americano donde hay americanos.
      A Borges le gustaba una frase de Kipling muy ilustrativa a la hora de entender estos movimientos estereotipantes donde lo singular se sacrifica a favor de lo abstracto: “El típico (soldado) inglés; que por supuesto, no existe”.
      El lema de “¡Seamos los Estados Unidos!”, con que Sarmiento culmina su trabajo Conflictos y armonías de las razas en América parece sustituirse en la obra de Raimundo Menocal y Cueto (La Habana, nov. 25/1890-La Habana, agosto 3/1966) por el de “¡Seamos Inglaterra!”, elección que tiene versiones de menor intensidad cuando se pretende al Canadá, Australia u otra zona de “éxito postcolonial” de la mancomunidad británica.
      La mentalidad latinoamericana gravita hacia paradignas metropolitanos; que no tienen que ser necesariamente de naturaleza euronorteamericana. En Cuba, por ejemplo, se ha pretendido copiar a Viet Nam; incluso en los años `80 en ciertos círculos de poder se habló con entusiasmo de una llamada revolución económica a lo Surinam.
      Esta gravitación puede tener incluso una orientación negativa; los centros metropolianos son, a la vez que modelos que seducen positivamente, terapéuticas fuentes del mal. Somos “subdesarrollados” pero somos inocentes. La pregunta por el subdesarrollo, su historia y su memoria, es ya un síntoma de un estado mental defensivo; Adam Smith no se preocupaba por el origen de la pobreza de las naciones sino por el origen de la riqueza. Esa es la virtud de un pueblo emergente.
      Las élites latinoamericanas han discutido periódicamente cuál es el mejor modelo para la subregión: si el norteamericano, el francés, el ruso-soviético, el chino, el japonés, el alemán... No sé si hay una relación causal en el asunto, pero sí es estadísticamente verificable que aquéllos que han  defendido el modelo inglés se han inclinado hacia el conservadurismo moral, el evolucionismo reformista y la crítica de la revolución. La “anglofilia” es una de las formas en que se expresa la crítica, incluso la repugnancia, ante la veleidad populista-revolucionaria de la región.
      La unidad entre el populismo y el revolucionarismo latinoamericano se puede corroborar en la historia; aunque desde el punto de vista teórico es posible concebir (contrafactualmente) un populismo; al menos una demagogia democrática, basada en una defensa de las élites como sujetos preferenciales de la historia. Raimundo Menocal y Cueto esgrime una contundente frase de Edmund Burke que resume esta alternativa: “Todo para el pueblo, sin el pueblo”; sería éste una suerte de “populismo de verg
üenza”, pudoroso, para decirlo en lenguaje del siglo XIX.
      El “elitismo” (escrito aquí sin sentido peyorativo) es uno de los puntos claves para entender el pensamiento político de Raimundo Menocal y Cueto; funciona además como un principio rector de su lectura de la historia.
      Su obra monumental, un original estudio acerca del Origen y desarrollo del pensamiento cubano (Edit. Lex, La Habana,1945) comparte las promesas de una “historia heroica”; es decir, no serían las masas sino los elegidos quienes protagonizan la historia; aunque aquí el héroe no es un guerrero o un genio del arte sino el gran reformista, cuyos atributos fundamentales son la educación y la empresa.
      Si hay un libro cubano, más exactamente un folleto (un pamphlet, que en ingles es un género literario sin obligatorio sentido negativo), que se sitúa en las antípodas de este trabajo de Raimundo Menocal y Cueto es Los orígenes de la cultura nacional, de Walterio Carbonell, quien veía en “la selva” y no en “el monte” la fuente originaria de uno de los corazones de la cultura cubana.
      Aprovecho la oportunidad para destacar la importancia del trabajo de este intelectual cubano, uno de los pocos, acaso el único, que asistió a los Congresos de Intelectuales de Color celebrados en Europa, Francia, a fines del los años `50 y amigo “consecuente” de Juan Gotysolo, un observador participante de la cultura cubana en cuya obra se encuentra la clave metodológica para entender la perpjejidad criolla como parte de una traición ancestral. El Conde Don Julián era cubano.
      El ambiente espiritual en el que Raimundo Menocal y Cueto concibe su obra fundamental es a grandes rasgos el de la revuelta social, política y militar en torno al machadismo. La llamada revolución del `30 convierte el “antirrevolucionarismo” (que conviene diferenciar de la trajinada palabra “contrarrevolución”) de Menocal y Cueto en una misión que concreta en tres programas fundamentales:

1-La escritura y publicación de su obra cumbre: Origen y desarrollo del pensamiento cubano. (2 Tomos. Editorial Lex, La Habana, 1945)

2-El periódico El Siglo.

3-La Asociación Conservadora.

     En su Origen y desarrollo del pensamiento cubano el elitismo funciona como principio axiológico y a la vez como criterio de selección del significado histórico. Es, lógicamente hablando, un “fundamento”:

“Fueron los próceres – como Arango, O`Farrill, Varela, Luz, Del Monte, Saco - quienes abrieron el surco y orientaron la sociedad cubana por la vía del progreso. Y justamente podría llamarse a esa primera mitad del siglo pasado la época de Arango, de Villanueva, de Varela, de Del Monte y de José de la Luz. Nada de extraño tiene esto cuando el propio Taine reconoce en las élites el factor indispensable de una civilización auténtica.” ( Op. cit. p. 98)

     La obra de Raimundo Menocal y Cueto es de carácter polémico y muy difícil de aceptar sin alguna reticencia. No provoca una inmediata adhesión; tampoco, un rechazo automático. No hay allí meloso amor y “diatrivas” sobre lo cubano; solo el despliegue de un criticismo conciente que es capaz de poner las fobias y admiraciones en límites más sinceros que justos. De hecho, no son la igualdad ni la justicia los principios rectores de su filosofía moral y política: es la libertad; la libertad entendida como autonomía. Uno es libre para escoger su propia dependencia, como diría Kant; la emancipación como orden; todo esto en el marco de un sano individualismo que la ilustración escocesa entendiera como “selflove”.
      No le fue difícil a Menocal y Cueto hacerse con esta suerte de “individualismo de pertenencia” tan presente en la literatura inglesa. En La tempestad Shakespeare concibe un Calibán que conspira con Esteban en pos de un trono que considera posible. Le dice entonces al pretendiente con obediente iniciativa: “Ten calma, por favor, rey mío. Mira ahí, esa es la entrada de la gruta. No hagas ruido y penetra. Comete el crimen dichoso que te convertirá en dueño perdurable de esta isla, y a mí, tu Calibán, en tu lamepiés”. Aquí se habla de un cambio curioso: se mantiene el estatuto de servidumbre (se dejan de lamer unos pies para lamer otros), es cierto, pero hay arbitrio a la hora de escoger el amo. No hay libertad, pero hay autonomía: yo determino a quién voy a obedecer. El ego a punto, la comunidad en orden: es una forma literalmente “poli-ética” (política) de entender la convivencia.
      Hay patriotismo ético y nacionalismo insular en este pensamiento; antiseparatismo y antianexionismo, incluso un cierto “antiyanquismo” que pudiera satisfacer, y confundir aún más, a las mentalidades con propensiones espartanas. Raimundo Menocal y Cueto hace objeciones a la nación del norte desde el anglicismo, desde el elitismo y el liberalismo clásico; no desde el simple resentimiento antinorteamericano con que el siglo XXI pretende compensar la falta de originalidad en el pensamiento político. En este sentido es interesante revisar su volumen titulado El expansionismo americano: 1803-1903 (Edit. Aquiles, La Habana, 1959).

                                                      II

     En esta obra el autor presenta un análisis del expansionismo económico y la política exterior del sistema de naciones del momento que es una consecuencia lógica de los presupuestos de su visión del mundo. Contiene además incursiones conceptuales que le hacen calificar en una suerte de filosofía de las relaciones internacionales. Aparecen en ella tópicos ya distintivos de su inquietud intelectual:

1-El problema de las clases, las razas y los llamados “caracteres nacionales”.

2-Una especie de imperiología comparada donde se juzga de manera asimétrica el proceder imperial de naciones como Inglaterra, Estados Unidos, España… sin olvidar juicios culturales y consideraciones políticas acerca del comporamiento de la contraparte en conflicto (como es el caso de México) a la hora de estudiar el expansionismo norteamericano.

3-La opinión de José Martí sobre la expansión extranjera y en particular sobre la opción de los países latinoamericanos ante la misma.

4-La dialéctica élite-masa en el problema del expansionismo; etc.

     El libro El expansionismo americano: 1803-1903 posee un propósito bien definido: “…exponer la verdad, sin interpretar los acontecimientos caprichosamente o de un modo personal, sino más bien tratando de penetrar en la conciencia de los hombres públicos y de los actores que intevinieron en los sucesos que dieron al traste con la secular dominación española en América, al paso de promover la hegemonía de los Estados Unidos en el Hemisferio americano”. (Edic. cit. p. I)
      El autor busca lo que se llama una alternativa “comprensiva”, es decir, situarse en el punto de vista del sujeto de la historia en busca de su razón; o de su sin-razón, que es lo que a veces declara como móvil de las acciones políticas de la parte latinoamericana. Este objetivo, como es de suponerse, puede lograrse solo parcialmente; no solo por la distancia histórica que lo separa del sujeto que pretende “comprender” en su acción, sino porque esa misma comprensión se despliega en el contexto de ideas previamente fijadas. El supuesto de que los anglosajones actúen con arreglo a la experiencia, y los revolucionarios según principios abstractos impuestos a la realidad de manera deductiva o mediante una praxis revolucionaria violenta es, tiene que ser, un postulado de partida  y no el resultado de una inducción casi imposible de conseguir metodológicamente hablando. Pero más allá de esta objeción, lo que es realmente impresionante es la sistematicidad de un proceder intelectual que en su caso arrastró un universo afectivo y hasta conductual.
      Según considera, hay en la América española una suerte de atavismo que le impide aceder al progreso y la vida civilizada. Remite esa limitación a las maneras hispánicas, a su inescrupuloso colonialismo y, también, a la seducción que sobre los hombres latinoamericanos produjo el revolucionarismo francés. Es posible que tenga razón si nos situamos en un primer nivel; pero con esa explicación Menocal y Cueto no hace sino posponer la verdadera explicación del problema; la remite precisamente a la nueva causa encontrada: si Latinoamérica heredó esos cuestionables modales políticos de Francia y España, ¿de dónde a su vez lo sacaron esas naciones?. Octavio Paz, refiriéndose en particular a España, sugirió que ésta encontró el voluntarismo en ciertas formas de autoritarismo árabe; pero volvemos a la cuestión: ¿de dónde su vez lo sacaron los árabes?.
      Lo que sí queda claro (o, al menos, con lo que no habrían muchos reparos en convenir) es que por determinadas razones se ha creado un estado de cosas donde los Estados Unidos tienen alguna ventaja desde el punto de vista de la lógica civilizatoria Occidental; y esta ventaja se registra en tres ámbitos fundamentales:

1-El material.

2-El económico.

3-El moral.

     Menocal y Cueto es bastante radical en lo que se refiere al problema de la herencia político-cultural latinoamericana; no solo la considera nefasta en el caso de las masas o “clases inferiores” cuya competencia civil queda excluída, sino incluso en el de las élites a las que también cuestiona:

“No hablemos de clases inferiores, a las cuales se clasificaba como gente sin razón. Vamos a referirnos al criollo de las clases más elevadas, que si ciertamente, tenía alguna preparación intelectual, por no decir alguna cultura, carecía de experiencia en la Administración Pública…” (Ibid. p. III).

     El estilo de Menocal y Cueto procede a través de lo que podemos llamar argumento expositivo de la seducción progresiva; es decir, avanza una tesis que, más allá de estar probada o no, indudablemente nos provoca asentimiento, aceptación: sería mejor decir que una simpatía; es difícil resistirse ante algunos de sus juicios, observaciones agudas, conclusiones y  derivaciones morales. Sin embargo, el autor no se detiene en el punto inicial sino que apoyándose en el mismo nos sugiere una segunda tesis, más audaz, más arriesgada, pero que de alguna manera terminamos aceptando también. Y así continuadamente.
      Veamos un caso: no habría, en principio, ningún reparo en aceptar que entre el hombre práctico y el teoricista hay diferencias. Bien, pero Menocal y Cueto agrega que esas diferencias son metodológicas, de procederes, que el hombre práctico se atiene a la experiencia mientras que el teoricista impone el concepto; con este paso, nos está pidiendo un poco más de complicidad, pero no se queda ahí. Afirma que el primero es por regla el reformista, mientras que el segundo es el revolucionario. Y va todavía más allá: el reformista es típico de la cultura británica, el revolucionario de la francesa, y en una versión todavía más degenerada de la española, y casi una caricatura de la misma el hombre revolucionario latinoamericano. ¡Ni voy a suponer ya lo que sería para él el revolucionario cubano, o ese definitivo epifenómeno que es el “revolucionario de verde olivo”, al que la vida le permitió conocer por unos pocos años!.
      Entonces, del primer postulado, que más que una tesis nos parece una evidencia con fuerza definitiva, nos hace viajar a un lugar común que parece caer por su propio peso, aunque sea desconcertante y seguramente incómodo.
      Pero aquí vale la pena hablar de una contradicción que considero lamentable pues se asoma y retrae precisamente ante lo que creo pudo haber sido la denuncia más eficaz de la inoperancia del pensamiento latinosmaricano. Estoy convencido que el docentismo, la performatividad, el parroquialismo paternalista es la causa de la inautenticidad del pensamiento regional y sus incrustaciones exiliares; lo que con tantas dudas se ha llamado filosofía latinoamerica no expresa una calidad sino que trata de conformarla, se le sitúa al “Ser”de manera demasiado incómoda para tener un valor real.
      Los pensadores latinoamericanos se la pasan todo el tiempo aleccionando a la gente: se les enseña a ser libres, a ser tolerantes, revolucionarios, prósperos, etc., cuando lo que coresponde es la expresión sin complejos de su manera de ser y aún de existir. Nos guste o no.
      Por esta razón creo que si Menocal y Cueto acertó en celebrar al pensamiento empirista inglés por expresar el sentir del “hombre de la calle”, debería conceder también que una meditación latinoamericana tendría que  aceptar con piedad a ese mismo “hombre de la calle” y recrearlo filosóficamente. Es decir, si los delincuentes y mercanchifles de las riveras del Támesis acabaron jugando un rol esencial en la emergencia de la modernidad británica, no veo por qué Saco no pudo comprender que el juego y la vagancia podían significar también algo como instituciones del capitalismo cubano. No sé entonces, pero bajo el autoritarismo de los últimos cincuenta años de historia cubana ese rol modernizador está fuera de discusión.
      Es en estos términos que se puede comprender la inteligente rectificación del revolucionarismo de Rousseau que pedía un gobierno fundado en la “voluntad general”; en otra dirección, ateniéndose al sentido común y a una antropología política que en su lectura moderna estableció Hobbes, Menocal y Cueto advierte la necesidad de un orden basado en el “interés general”. La diferencia que existe entre voluntad e interés simboliza las que existen entre su posición evolucionista y la del revolucionarismo tradicional cubano.
      Por otra parte, hay que observar que no deja de compatir con Rousseau el uso del adjetivo “general”, que le permite moderar un liberalismo que de expresarse en su versión más radical tendría que considerar que la finalidad política ideal debería propiciar el cumplimiento del “interés singular”.
      Como afirmábamos, su análisis del expansionismo se conecta con fuerza lógica con estos presupuestos. Los Estados Unidos, y con más razón  Inglaterra, se habrían expandido en virtud de una legítima necesidad de crecimiento social que exige ir más allá de las frontereas. El expansionismo hispánico, por el contrario, sería el resultado de un espíritu belicista, de una fe injustificada en la grandeza de una nación soldadesca.
      Al llegar a este punto se presenta una de esas tantas encrucijadas a que se arriesga el pensamiento de Menocal y Cueto, un pensamiento que se aventura repetidamente por saltos y meandros que trata de sortear ateniéndose a la lógica mós estricta, haciendo de esta pasión por la consecuencia una ética intelectual de las más altas en nuestra cultura.
      En Raimundo Menocal y Cueto la fuerza del razonamiento se impone con tal pulcritud, que en ocasiones la lógica entra en querella con la ética; y no siempre gana la segunda.
      Sucede que en su obra a veces aparecen riesgos como el siguiente: el autor es defensor de un nacionalismo radical, incluso de un patriotismo a nivel afectivo; por otra parte, es capaz de  entender el expansionismo norteamericano, su lógica, hasta su justificación de cara a una necesidad de crecimiento endógeno que experimenta una nación inspirada. Entonces: ¿cómo resuelve Menocal y Cueto el hecho histórico de la prertesión expansionista de los Estados Unidos sobre Cuba (con flujos y reflujos, es cierto, pero consistente en la historia, es verdad también) y su convición de que esta debe ser soberana y libre respecto a la intervención extranjera?. En este punto creo que lo más conveniente es reproducir in extenso su propio razonamiento:

“Puedo asegurar que estoy poseído de un ardiente patriotismo y amor a mi país, al cual deseo ver tan aislado en lo político como lo está en la naturaleza, como dijo José Antonio Saco, pero no por eso me creo en la obligación de vituperar a los hombres públicos que han dirigido la política de los Gobiernos de Washington, por el hecho de que hayan propendido al engrandecimiento de su país, aunque haya sido a costa de las naciones limítrofes o dueñas de las islas y territorios que están dentro de la zona de influencia Americana. Exponer y descubrir los propósitos imperialistas y expansionistas de los Estados Unidos no envuelve la idea de anatematizar la conducta de los inspiradores de esa actuación de extenderse más allá de sus fronteras. Más bien lo hago, con la idea de exponer las orientaciones y móviles que han servido de estímulo para ampliar las fronteras de los Estados Unidos; y haciendo historia y poniendo de relieve la conducta y proceder de los que han creado ese estado de agitación para llevar a efecto sus aspiraciones expansionistas se podría evitar a los pueblos de América futuras y desagradables contingencias, me ufanaría de haber satisfecho uno de mis deseos más legítimos, el de señalar los peligros a que se está expuesto con una política torpe, impropia e inadecuada.”
(op. cit. p. VII).

Si agregamos a esta observación la responsabilidad que tienen los países en la propia posibilidad de ejercer sobre ellos la dominación, se podría lograr sobre el fenómeno del imperialismo eso que se da en llamar una “posición contrapesada”.
      Desde la época en que Eduardo Galeano escribió Las venas abiertas de América Latina se ha operado un trueque de sensibilidades. Ya casi nadie habla, respecto a la distribución internacional de la inteligencia, del otrora llamado “robo de cerebros”; hoy existe una suerte de consentimiento, de beneplácito en que tal “robo” se produzca. Es hasta un índice del propio “desarrollo” regional. Como decía Menocal y Cueto, existe efectivamente una complicidad, una responsabilidad, en que el propio “imperialismo” pueda realizar sus egoísmos o sus necesidades.


                                              III

     Hay otros dos puntos verdaderamente polémicos en el pensamiento de Raimundo Menocal y Cueto que deben ser estudiados con detenimiento, pues tocan directamente zonas muy sensibles de nuestra cultura:

1-El relativo a la raza.

2-El  vinculado a la figura de José Martí.

     Aunque las ideas sobre la raza aparecen a lo largo de todo su estudio Origen y desarrollo del pensamiento cubano, el Capítulo X del Tomo Primero, titulado El problema social cubano y las diferencias de clases se centra en el asunto. Recomendamos el estudio detenido del mismo pues en él se entremezclan conceptos, observaciones y juicios de valor que habría que considerar críticamente en el campo de los actuales estudios sobre Cuba.
      La problematicidad de la siguiente formulación evidencia la necesidad de repasar esta obra que, como alguien ha dicho con cierta perplejidad, “no es precisamente lo que nos enseñaron”. Ni en la etapa republicana ni bajo el castrismo, ni “dentro” ni “fuera”: el pensamiento de Raimundo Menocal y Cueto constituye una nota discordante en la historia de las ideas cubanas.
      Sobre el problema de la raza dice este autor en una nota introductoria al referido libro, firmada en noviembre de 1944:

“Es lógico que así fuera, porque si la raza blanca cubana es defectuosa y dista de tener consistencia por su falta de educación y de sólida base moral, ¿qué pudiéramos decir de la población negra, cuya influencia se está haciendo tan preponderante en la cosa pública cubana? La raza negra ha demostrado su debilidad y su falta de condiciones intelectuales y morales para poder enfrentarse con las naciones agresivas y expansionistas de Europa y América.” (op. cit. pp. 18-19)
Lo que efectivamente parece una frase llena de desaciertos políticos, incita sin embargo a la polémica y, lo que es mejor aún a la investigación. Entiendo que una legión de políticos, precavidos por lógicas necesidades propagandísticas y electorales, teman afirmaciones tan desconcertantes como la anterior; pero esos tonos deben ser naturales cuando se manejan en medios de la cultura, la academia, la investigación y el arte.

     Es correcto: no es lo que nos enseñaron. No nos enseñaron demasiadas cosas; entre ellas que hay cubanos que pensaban así, a “contracorriente” de veras y de forma tan riesgosa en nuestros contextos hipócritas (de ninguna manera “prejuiciados”), que al final uno llega a entender que verdaderamente existe una relación entre la valentía y la necesidad de pensar.
      Alguien dijo con certeza que hay que respetar lo que dice una persona que sabe que lo que está diciendo puede perjudicarle. Respeto: al menos eso.
      Definitivamente creemos que el conocimiento y la investigación de la historia debe ir más allá de la escuela; es decir, de lo escolástico. No se puede entender y emprender ningún movimiento de restitución histórica si previamente se silencia la causa, el ambiente y hasta los estados de ánimo que le han dado origen.
      Pero hay algo más: creo que, desde el punto de vista de una pragmática epistemológica de inspiración Iluminista, es correcto que no se enseñen este tipo de cosas (antivalores o valores relativos) en cualquier nivel de la escuela. En su famosa conferencia en la Sorbona titulada ¿Qué es una nación?, Ernesto Renán consideraba que los errores, hasta las mentiras históricas, se hacen necesarias  para forjar una nación. Como sabemos, si no es parte, la omisión es al menos cómplice de la mentira.
      No se forja un mundo nuevo dudando previamente de él; es por esto que creo que en el proceso de formación de valores de una comunidad, como en este caso la cubana, lo acertado es el adoctrinamiento con “valores”. Es el rol de los primeros niveles educativos. El cuestionamiento de los mismos, y aún más, la enseñanza de algunos “antivalores” que pudieran estremecer aquellos baluartes en que se ha forjado una nación, o una cultura, deben aparecer “a posteriori”, como elementos complementarios, rectificadores o complejizadores de lo que previamente se ha transmitido.
      Ese cuestionamiento ayudará finalmente a precisar un núcleo de juicios y creencias que guiará espiritualmente el diseño de un “interés nacional”, que en el caso cubano no está claramente definido aún.
      Las ideas polémicas de Raimundo Menocal y Cueto, o mejor, la combinación inusual de elementos que estamos acostumbrados a considerar como incompatibles (el nacionalismo antiseparatista, el evolucionismo antianexionista, el elitismo patriótico, el antiamericanismo anglofílico, el elitismo antiaristocrático, etc) no forman parte de “lo que nos han enseñado”: no era el momento. Recién ahora, a casi cuarenta años de su muerte, se abre la oportunidad de enfrentar críticamente el estudio de su obra.
      Reitero que aunque el silenciamiento de su obra me ha parecido a veces injusto, acepto que la posposición de su conocimiento, o el retraimiento ante la misma de algunas figuras políticas que por necesitar la fe electorialista para realizar su trabajo consideraron inconveniente afiliarla en su universo referencial, puede ser comprendido. Justificado.
      El conjunto de la obra de este pensador cuestiona, a la vez que legitima, las posiciones políticas más visibles de la actualidad. A pesar de que asentimos, resulta siempre “políticamente incorrecto” en alguna esquina de sus desplazamientos.
      En una sesión ordinaria de la Sociedad Cubana de Estudios Históricos e Internacionales celebrada el 27 de febreo de 1942, el Dr. Herminio Portell Vilá promovió la celebración anual de Congresos Nacionales de Historia perfilando un objetivo social de esa disciplina: “Promover el mayor auge de los estudios históricos, y alentar su cultivo, así como difundir el conocimiento de la historia más allá del círculo de los especialistas, hasta el corazón mismo del pueblo, a fin de que ese conocimiento lleve a la reafirmación permanente de la fe cubana en la evolución histórica de la nacionalidad y estimule el más sano patriotismo.”
      Hemos de aceptar que el pensamiento de Raimundo Menocal y Cueto, más que por el camino de una “fé cubana” (esta era la vía de Martí) transita por el de una “razón”, o al menos por el de un “sentido común” de la nación (cierto que a veces más normativo que biográfico).
      El exilio y la densidad histórica del castrismo han preparado a la mentalidad cubana para proceder con serenidad. Lo que algunos pueblos han alcanzado a base de meditación y asentamiento, los cubanos lo conseguimos con nervios y peregrinaje.
      Hay algo de autoritarismo en eso de facultar a alguien para decidir qué debe o no leerse (y me excuso si de alguna manera me involucro en la operación), o en qué etapa docente ponerlo a funcionar: son los males naturales de la lógica ilustrada, en particular, de su programa educativo. Hasta que no se invente otra forma menos dictatorial de transmitir la experiencia acumulada, la asimetría del propósito escolar debe ser aceptada con piedad: es falible, pero es lo mejor que tenemos. Quizás hasta lo único que nos queda.

En la Civilización Occidental existen dos tradiciones axiológicas respecto al conocimiento:

1-La que considera que el conocimiento es un valor.

2-La que considera que el conocimiento es un antivalor (“El árbol del conocimiento ha matado al árbol de la vida”).

Una vez situados en la primera opción, es decir, en aquella que vincula el saber a la categoría moral de “lo bueno”, podemos asumir dos posiciones diferentes respecto a la divulgación de ese valor:

1-Ya que el conocimiento es un valor, debe estar al alcance del mayor número de personas posible; si son todas las personas, pues mejor.

2-Precisamente por ser un valor debe estar solamente en posesión de gente preparada para manejarlo con responsabilidad.

     La publicación de este documento de Raimundo Menocal y Cueto, así como de otros textos que cuestionan baluartes espirituales de la nación cubana, e incluso de la hispanidad o de la misma manera Occidental de ver la vida y la muerte (que es lo que Octavio Paz definía como “civilización”) trata de ubicarse en la primera opción observando la responsabilidad ética que advierte la segunda.
      Igual de polémicas son las ideas de Raimundo Menocal y Cueto sobre José Martí. Y reitero que cuando digo “ideas polémicas” significo una perspectiva que no se ubica ni en la línea de la aceptación acrítica ni en la de la negación rotunda. Se trata de objeciones aceptables que se deslizan en un contexto difícil de compartir, o de conclusiones convincentes aderezadas con observaciones incómodas.
      Sobre Martí señala el autor en la referida nota: “Martí no tenía una conciencia exclusivamente cubana, que respondiera al interés cubano con exclusión de toda otra aspiración superior, por su concepción y por sus derivaciones. Martí era un hombre continental, un hombre de América, que pensaba y sufría con las luchas y desórdenes de las naciones hispanoamericanas, viéndolas amenazadas de desaparecer a consecuencia del imperialismo de los Estados Unidos, que no cesaban en su aspiración de extender su influencia a los pueblos situados al sur del Río Grande”. (Op. cit. p. 15)
      Menocal y Cueto busca un nacionalismo centrípeto, más radical que el de Martí, a quien le hace una objeción que más bien parece un halago: Martí tiene demasiadas miras, sus objetivos rebasan los aspectos cubanos; como se diría hoy, el nacionalismo martiano le parece, respecto a lo patriótico específico, poco “consistente”.

                                                 IV

     En Orígenes y desarrollo del pesamiento cubano existe todo un capítulo decicado a José Martí que constituye en sí mismo un libro que considero sostiene (y merece) una edición independiente. Se trata del Capítulo XIII del tomo segundo y se titula Martí: Sus ideales y aspiraciones.
      Este capítulo le sirve al autor para extender consecuentemente sus principios generales en el análisis concreto de una figura central en la historia cubana; además, como una suerte de oportunidad temática para avanzar generalizaciones que tienen que ver con una filosofía de la historia.
      Hay que decir que su filosofia de la historia, esa suerte de aventura intelectual que incita a establecer un principio último por el que se rige el devenir social, opta por un presupuesto muy cercano al que Martí expone en sus Cuadernos de apuntes. Lejos de cualquier teología social o trascendentalismo histórico, en sus notas personales Martí cree que son las fuerzas singulares quienes mueven al hombre. Menocal y Cueto apuesta en una dirección semejante: “En el fondo de todas las actuaciones humanas, los individuos se mueven, conciente o inconcientemente, por un interés lastimado, por una agresión injustificada, por una aspiración, aunque sea irrealizable; por un ideal, las menos de las veces.” (ibid. p. 441).

Menocal y Cueto aborda a Martí en su complejidad de “hombre público”, lo que incluye una pluralidad de cuestiones:

1-La dirección de su pensamiento.

2-La causa de la inspiración de sus ideas.

3-Las finalidades de sus aspiraciones.

4-El origen de sus pasiones, antipatías y afecciones.

Refiere además dos convicciones martianas, puntos de partida, de los que toma radical distancia:

1-Su creencia en la revolución.

2-Su creencia en la democracia.

Son dos aspectos de un solo pensamiento, pues como bien percibió, en Martí “La revolución era la democracia”. (op. cit. p. 461) Ahora bien, tampoco se puede perder de vista que en Martí “revolución” era también un término flexible, o si se quiere impreciso. En determinadas circunstancias para Martí la revolución podría estar en las urnas, incluso fuera de la política; digamos en la poesía: fue una reivindicación literaria la que José Lezama Lima hizo de Martí en los años `30.
      Pero Martí no se habría adherido a lo revolucionario sólo por estudio o experiencia concreta; también por una inclinación natural del carácter, lo que disminuiría un poco el arbitrio de la elección. Según Menocal y Cueto, la revolución está en Martí también por una necesaria armonía “con su temperamento rebelde y antagónico a las dictaduras”. (ibid. p. 440).
      El juicio sobre Martí se inscribe en los temas generales que inquietan y a la vez prefiguran el pensamiento de Menocal y Cueto; existen en él un grupo de subcontextos en el marco de los cuales se dan los análisis concretos. Uno de ellos es su posición crítica ante la hispanidad. El autor se ve casi forzado a resolver la posición de Martí ante “lo español”, lo que implica además la indagación de su posicionaiento ante “lo anglo”, lo revolucionario, el empirismo y el iluminismo.
      Acerca del problema español en Martí dice Menocal y Cueto con cierta previsibilidad: “¿Odió Martí a España alguna vez? Su temperamento era insensible al odio, a la crueldad. De mentalidad genuinamente española, de palabra fácil, verbosa, de imaginación exhuberante, espontánea y propicia a la improvisación, de ideas abstractas en general, impresionaba por su elocuencia y dicción, aunque en realidad distaba de ser un orador que pudiera compararse con los grandes tribunos españoles y cubanos de la época. Lejos de ser un expositor parlamentario, que combina las estadísticas con las doctrinas políticas y sociales, era un agitador revolucionario de méritos intelectuales superiores, pero no muy versado en ciencia política.” (ibid. p.441)
      Con el autor sucede algo curioso; si bien podemos aceptar que sus juicios acerca de los diferentes “tipos culturales”, así como sus valoraciones sobre  la relación evolucionismo-revolución son derivados de un estudio factual de la sociedad y su histioria, así como de una sostenida experiencia existencial, lo cierto es que una vez elaboradas esas concepciones procede con ellas de una manera radicalmente deductiva, metafísica, reduciendo los hechos a una realidad probable y, en ocasiones, enmudeciéndolos.
      Este original deductivismo, que opera a-posteriori, encuentra su control en la indiscutible ética intelectual del pensador; pero esa cualidad no tendría que prescribir para algunos de sus probables seguidores. Las excepcionalidades no generan escuelas sino asociaciones perplejas (Freud, por ejemplo).
      Si bien le ha criticado a Martí su revolucionarismo y su democratismo, discrepando radicalmente en cuanto a la base social en que se puede sustentar un mejoramiento cubano, Menocal y Cueto ve en él un ejemplo de revolucionario cabal, honesto, convencido en su “fé cubana”. En todo caso, creyó que Martí era un pensador que se había equivocado, no un predicador falso. Ratificó en todo momento su honestidad, y jamás le objetó a Martí la falta de probidad que con tanta frecuencia interponía en la conducta de los políticos cubanos: “Martí era el recaudador, el administrador y el distribuidor del dinero que estaba bajo su custodia y que se le entregaba para la revolución, y a fe que lo defendía pulcramente en obsequio de la causa que propugnaba. Su administración no pudo ser más eficiente y económica, y reservaba los fondos para emplearlos en inversiones útiles.” (ibid. p. 582)
      Cuando reproduce la agria polémica que sostuvo con el grupo de Roa, Collazo y Trujillo, la cual cree que le condujo a imponerse el martirologio, casi le salva al dar un aval de mesura y pertinencia de la posición martiana. Y es cierto, no fue el Martí emocional y poético el que se manejó en la querella, sino un gesticulador diplomático que se mostraba como un político capaz de formular consensos.
      Martí no habría sido objetivo al considerar la base social que había elegido para su revolución, antes bien fue piadoso: “Aún cuando las clases cubanas que iban a hacer la revolución no tenían bienes de fortuna ni estaban interesadas en empresas industriales, Martí confiaba en la capacidad del cubano para levantar al país después de triunfar la revolución”. (ibid. p. 465)
      Martí tenía una visión apostólica y sacrificial de su propia vida. Si creía en la educación científica más creía en el evangelio. No era la “falsa erudición” ni la “civilización” sarmientina quienes iban a salvar al hombre americano sino la naturaleza. Si Menocal y Cueto no compartió el punto de vista de Martí, si fue a veces muy duro con él (como se verá en la carta que escribirá a Ernesto Dihigo en el año 1965), lo cierto es que estudió, comprendió y admiró cabalmente su pensamiento, como muestra esta observación: “Martí creía en la fuerza incontrastable del hombre natural para vencer las formas de civilización que no se acomodaran a sus necesidades, lo que implica y quiere decir que era innecesario moldear la mentalidad de los pueblos de civilización primitiva de América con ideas importadas de Europa y de los Estados Unidos.” (ibid. p. 488)
      No encontró Menocal y Cueto en Martí, no podía encontrar, un pensamiento económico claro; ni siquiera respecto a su posición en torno al visible tema de la propiedad. Pero hay algo importante, supo respetar, y hasta querer, una intensidad de pensar diferente, casi opuesta a la suya. No estaba molesto con un mito, sino con la manipulación inescrupulosa de ese mito.
      Raimundo Menocal y Cueto complementó nuestra hagiografía revolucionaria con otro tipo de héroes, más discretos quizás, pero igual de sobresalientes; su elección es evidencia de que junto a nuestras guerras existió también una suerte de cultura de paz. Uno de estos nuevos (o alternatives) héroes es Rafael Montoro, a quien dedica el trabajo Rafael Montoro: una interpretación histórica (Edit. Aquiles, La Habana, 1952), que fue originalmente una conferencia dictada en la sesión de la Academia Nacional de Artes y Letras, el 4 de octubre de 1952, y que contó con la prestigiosa introducción de José María Chacón y Calvo.
      Este trabajo se ubica consecuentemente en la línea general de pensamiento de Raimundo Menocal y Cueto. Es una defensa de sus convicciones a través del elogio a una figura histórica que, tanto en su obra como en su trato, ratificó la pertinencia de una crítica a la superstición revolucionaria con que hemos escrito nuestra historia. El reformismo, que era una táctica diferente para alcanzar ciertas metas compartidas con el separatismo, tuvo en la historia cubana menos carisma, pero igual legitimidad. Curiosamente, la opción de las armas, que era practicada por guerreros, era propagandizada por hombres de letras. Rafael Montoro, sobresaliente figura del autonomismo cubano, representa históricamente la posición evolucionista que ganó definitivamente las simpatias de Raimundo Menocal y Cueto.
      Frente a los panegiristas de revolución y el radicalismo, existe en Cuba todo un linaje de pensadores que se le posicionan en diálogo; Rafael Montoro es quizás el más emblemático de ellos y Menocal y Cueto no duda en arrimarlo a su programa: “Montoro era un liberal de proyecciones inglesas, influídas por las doctrinas de Lord Salisbury, cuyos ensayos tuvieron gran boga en Inglaterra en la segunbda mitad del Siglo XIX, entre los elementos sociales que deseaban establecer un régimen democrático a base del contrapeso de las clases sociales. El verdadero liberal es tolerante, transigente, mantenedor del principio de igualdad de oportunidades, y en lo económico abomina de los privilegios y monopolios. Toda la vida política de Montoro no fué más que una lucha para establecer, sin adulteraciones, los principios liberales…” (op. cit. p. 29)

                                                      V

     Raimundo Menocal y Cueto es un representante de esa línea de pensamiento que podemos denominar, a grandes rasgos, “liberalismo latinoamericano”; entendiendo por ello la confianza en un modelo de sociedad cuyo cimiento no es la democracia, ni la justicia social. Más que “fundamentos” (o fundamentadores) estos valores son ellos mismos “fundamentados” por un principio rector: la libertad individual de los ciudadanos: se trata de un eje tricéfalo en su concepto:

1-Libertad.

2-Individualidad.

3-Ciudadanía.

     El liberalismo de Raimundo Menocal y Cueto, que con frecuencia se refería al falso liberalismo del Partido Liberal Cubano, tiene un mérito indiscutible: es una convicción, no una pose. Creer en ello le costó el sociego o, en el mejor de los casos, ese paternalismo que entre cubanos lleva el sabor de lo irremediable: “Son las cosas de Raimundito…”.
      Ni el liberalismo, ni el “docentismo” tantas veces esterilizador en nuestra cultura ideológica, ni siquera esa resonante “anglofilia” (solo una vez habló de su contacto con Churchill), fueron en Menocal y Cueto poses dedicadas a contrariar una cultura dominada por la mística revolucionaria y cuya derivación más barriotera es la “guapería”.
      Tuvo acceso a la educación británica, conoció a fondo su cultura, re-construyó una tradición liberal cubana para darse un linaje y trabajó afanosamente por sus ideas, centradas en el núcleo “evolucionista”. Es decir, no procedía negativamente, como “contrarrevolucionario”; exponía sus ideas con propositividad y, claro está, iba al debate, que a veces incluía a amigos prominentes en la lides revolucionarias de la República.

Hay dos grandes paradojas en su destino intelectual:

1-Tuvo que bregar como Quijote para defender la serenidad y el sentido común de naturaleza “antiquijotesco”. Teniendo en cuenta que su prédica contrastaba con el punto de vista dominante, que era el de la mística revolucionaria, sus postulados tenían finalmente algo de “revolucionario” en su forma, aunque fueran evolucionistas en su contenido.

2-La revolución castrista, que le daba la razón en lo intelectual, fue criticada por él en lo político. El revolucionarismo castrista era la prueba de su lectura de la historia; pero su amor por Cuba era superior a su vanidad profesional.

     Todo este universo intelectual que resumimos con el rótulo de “nacionalismo criticista”, el sentimiento patriótico racionalizado en los límites precisos de la experiencia, aparece resumido en una carta enviada al Dr. Ernesto Dihigo y fechada en La Habana el 24 de Julio de 1965.
      Se trata de un documento hasta ahora inédito que los lectores podrán disponer gracias a la gentileza del Señor Raimundo Menocal Simpson, un amigo discreto y generoso, capaz de haber sido fiel al legado de su abuelo más acá del tiempo transcurrido.

Homestead, Fl. Oct. 2004.
 



Regresar a
La más verbosa