Los delincuentes como nosotros

(Fragmento de la novela en proceso La última pasajera)

Ena Lucía Portela

 

Perder el control, como iba diciendo, es un lujo que en modo alguno puedo permitirme, pues no hay nadie que me sostenga, que me apañe, que se haga cargo de mí, si se me zafa un tornillo y me voy del aire.
     Los escasos prójimos a quienes todavía les importa lo que ocurra conmigo, quiero decir, aquellos que siempre, aun en las más horrendas circunstancias, estarían de mi lado, viven todos en el extranjero, dispersos por tres continentes. Debido a los senderos por los que transitaron con destino al exilio («deserciones», salidas ilegales, destierros forzosos…), no podrán retornar en forma lícita a nuestro país, ni siquiera por un breve intervalo de tiempo –el necesario, digamos, para despedirse de mí si estuviera agonizando en una cama de hospital, o para visitarme en Manto Negro, la penitenciaría de máxima seguridad para mujeres, o en Mazorra, el manicomio, o para asistir a mi sepelio, llegado el caso–, mientras no se deroguen las actuales regulaciones migratorias.
     En lo relativo a esa interdicción, por el momento, no hay nada que argüir, ninguna instancia ante la cual apelar. A Letty, que tiene causas pendientes por secuestro, piratería y robo con fuerza, a Shimi, que es un connotado activista pro derechos humanos, a Dudu, que califica como «estrella mediática» y cada vez que lo entrevistan se burla sin misericordia del comandante en jefe, e incluso a mis padres, una pareja de ancianos inofensivos, les está vedado poner un pie en Cuba, pase lo que pase con mi vida, y sanseacabó. Y aquí en la isla ya no me quedan más familiares ni amigos.
     Está, por supuesto, la tía Annia, quien me conoce desde la mismitica noche de invierno en que nací en Maternidad de Línea. No pudo echarme un vistazo antes de tal acontecimiento sólo porque en 197… aún no se había inventado la técnica del ultrasonido para espiar a los fetos, ya que era uña y carne con mi vieja. «Mimi querida», la llamaba, un tanto cursilona quizás, pero muy sincera. No olvido cuánto la apoyó en aquella época tan jodida, a mediados de los noventa, cuando mis hermanos, primero David y después Simón, optaron por ser libres, cada uno a su manera, y casi todos en el Naroca nos dieron la espalda cagados de pánico.
     Nuestra solidaria vecina del tercer piso también estaba apencada, claro. Les tiene pavor a los agentes de la DSE («los segurosos», dice ella, o más bien susurra, sin atreverse a nombrarlos en voz alta, al tiempo que mira con alarma en todas direcciones, no vaya a ser que de súbito aparezca alguno de la nada y la coja en el brinco echando pestes contra el gobierno) y les teme, además, a los chivatos profesionales del barrio, a los micrófonos en miniatura ocultos en cualquier recoveco de nuestro edificio, a los teléfonos pinchados y también, un poco, a las aparatosas rabietas de su marido, el doctor Angulo, que es ñángara, ñángara, ñangaúfa. Pero así y todo, ella perseveró en acompañar a mi madre –a hurtadillas, se entiende–, cada vez que se le presentaba una ocasión, tratando siempre de confortarla y de hacerle ver el lado positivo de las cosas, aun cuando éstas no lo tuviesen, como era, por desgracia, lo más frecuente.
     Cuando mis viejos, tras un tongonal de acrobacias burocráticas, emigraron por fin a Israel en marzo de 1998, Annia consideró que yo –recién divorciada por aquel entonces y muy dolida a causa de aquella ruptura, pero aún con esperanzas de reconstruir mi fallido matrimonio con el trotsko Rafael Bencomo– era algo así como una herencia que Mimi querida le había legado. Y se dispuso, tan pancha, a tomar posesión. Es decir, a establecer conmigo la misma clase de vínculo que había mantenido con ella durante más de veinte años. A saber: chácharas telefónicas extralargas –a partir de octubre de 1994, cuando Simón se metió a disidente y la DSE dio en hacerle la vida un yogur, ellas empezaron a hablar por teléfono en voz muy, pero que muy bajita, casi murmurando, para que «los compañeros que las escuchaban» no pudiesen escucharlas bien–; acaloradísimas polémicas en torno a lo que debía o no hacer la heroína de la telenovela que estuvieran transmitiendo en las noches de Cubavisión –por lo general brasileña, de la cadena O Globo, con Gloria Pires, Antonio Fagundes, Regina Duarte, José Wilker, Renata Sorrah, Fabio Asunçao & Co.– para salir del terrible atolladero en que se había metido por ser tan babieca y tan aguantona; excursiones conjuntas a la peluquería del Habana Riviera –Mimi querida se desrizaba el pelo cada tres meses, «a ver si paso por blanca», decía riéndose, mientras que Annia, que de seguro tiene alguna tatarabuela china, se hacía el cold wave, o lo que fuera, con tal de lucir el suyo crespo cual lana de ovejo– y a la feria de los artesanos en la Plaza Vieja, frente por frente a la Catedral, donde regateaban a grito pelado, estilo zoco marroquí, antes de comprar sandalias de piel de chivo con suelas de neumático de guagua, blusones y batilongos vaporosos, de tela de mosquitero, y miles de gangarrias de cobre, de acerina, de peonías o de conchas; trueque de recetas de cocina –en los ochenta se despepitaban por las dietas para adelgazar, recuerdo, y en la década siguiente, cuando estalló la crisis, pasaron a las traquimañas para forrajear comida y a las innovaciones culinarias a lo Nitza Villapol, maestra chef de aquel celebérrimo espacio dominical de la TVC, Cocina al minuto, para ennoblecer la poquitica gandofia que nos tocaba por la «libreta de abastecimientos», que a esas alturas ya había cesado prácticamente de abastecernos–; prescripciones mutuas de remedios caseros, ya fuesen «verdes», homeopáticos o brujeriles, contra cualquier dolencia, incluyendo el sarampión de Shimi, la amigdalitis de Dudu y aquella férrea determinación mía, tomada a los seis añitos, de no comer, nunca más en la vida, nada de nada –mi viejo, que es pediatra, las motejaba «doctoras Chiringa» en tono regañón–; trasiego de revistas españolas con modas, horóscopos, consejos para el hogar y chismes sobre Diana de Gales, Estefanía de Mónaco y otras luminarias del jet set; negociadera de vídeos con El show de Cristina, programa de Univisión, el famoso canal hispano de la tele americana, y también de novelas de Isabel Allende, Laura Esquivel y Zoé Valdés –las de la cubana siempre las forraban, «porque dos mujeres precavidas valen por cuatro», según ellas, con páginas de aquella revista que venía desde Moscú antes del cataclismo de 1991, y de la cual mi madre, ignoro el motivo, años después aún conservaba unos cuantos números en el fondo de una gaveta de su cómoda: La Mujer Soviética, pues el sinvergüenza de Shimi, para echarles miedo a las alegres lectoras, les había advertido que con Zoé debían andar a cien ojos, ya que encabezaba el índex negro de la oficialidad culturosa cubiche por lo gusaneja que era–; todo eso aparte de los guiños, las sonrisitas pícaras, las frases en clave y otros signos de connivencia con que aliñaban sus cuchicheos. Si no se ponían la misma ropa y los mismos zapatos era sólo porque usaban tallas diferentes (Mimi querida es de mi estatura, 1.68 m, mientras que Annia me da por el mentón). Una alianza, en fin, muy estrecha, sencilla, sin trasfondos ni entretelones, inmune a las cizañas de terceros. Entre ambas comadres nunca hubo, que yo sepa, ni un sí ni un no.
     Juro que puse de mi parte, que hice cuanto estuvo a mi alcance para complacer a la perica del tercer piso, por agradecimiento, sobre todo, y también porque me daba un poco de lástima con ella, pobrecita, que se había quedado tan mustia sin mi vieja. Aunque la tía Annia colecciona millones de amigotas, amén de su nutrido rebaño de primas, unas acá en la capital y otras en Trinidad, allá por Sancti Spíritus, en el centro de la isla, todavía añora, según me recuerda a cada rato, aquella gracia inigualable de Mimi querida para narrar toda clase de historias, ya fueran anécdotas de su regalona juventud en una mansión del reparto Biltmore, el episodio final de la teleserie inglesa El asesino vive en el 21, una comedia del Gordo y el Flaco, o algún chismecito del barrio.
     Pero ese proyecto de camaradería entre mi sociable vecina y yo jamás llegó a cuajar como ella esperaba, pues en este mundo cruel cada quien tiene el carácter que Dios le dio y no puede, por mucho que se empeñe, modificarlo más allá de ciertos límites. Mi madre era una mujer muy vivaz, desenvuelta, fiestera, pachangosa, de las que te embroman con los ojos y se ríen a carcajadas –sigue siendo así hasta el sol de hoy, pese a los achaques de la ancianidad y a todo lo que ha sufrido–, en tanto que yo, por el contrario, soy reservadísima, saturnina, huraña, casi hermética.
     No suelo caer bien. Entre mis peores hábitos están el de mirar fijo a la cara de quien me habla, sin expresión alguna en la mía, el de enmudecer en el teléfono, el de no auxiliar al otro si se traba con una palabra y el de responder estrictamente lo que me pregunten –de preferencia con algún monosílabo–, sin añadiduras ni comentarios que puedan suscitar nuevas interrogantes, todo lo cual hace que la mayoría de mis interlocutores se sientan de lo más perturbados. No es que yo actúe de ese modo tan vil a propósito, para mortificar al semejante, ni que me ufane de mi encantadora personalidad. Simple y llanamente no puedo evitarlo. Mas casi nadie capta eso. Hay quienes me toman por la mata de la arrogancia, o por una zorra ladina, fría y calculadora, que algo trama, o por una tipeja insulsa, medio obtusa como todas las rubias, rica para una templeta bien salvaje y descocotada, no para conversar en serio. Nunca me ha sido fácil acercarme a la gente en plan amigable. Aunque debo admitir que jamás, ni siquiera durante la adolescencia, me pasó por el magín que eso llegaría a convertirse algún día en una espantosa tragedia, pues el aislamiento, quiero decir, la falta de roce social, me afecta mucho menos que a otras personas.
     Mi hermano David asegura que soy dark, lo cual en inglés significa literalmente «oscuro», pero él emplea el vocablo en un sentido más sutil, metafórico, intraducible. Ser dark no entraña por fuerza algo diabólico o maligno, puesto que, según Dudu, resulta que Djamal (un apacible joyero damasquino, bello con ganas y más silente que una ostra en el fondo del océano, con quien comparte su vida desde septiembre de 1997) también lo es. En el East Village de Manhattan, Nueva York, donde ellos anidan, hay una pila de tipos y tipas dark. Pero debo superarlos a todos en mi tendencia a la darkness, ya que soy, en opinión de David, de sus amigos del Village y hasta del parco Djamal, una apabullante ciudadana de las tinieblas con un espíritu sombrío a la ene potencia y un aura –dicen– as dark as very dark. Parecerá inconcebible que en una soleada isla del Caribe se críen especímenes tales, mas heme aquí, escribiendo este relato. Y vaya uno a saber si no habrá otros allá afuera, deambulando sigilosos por la noche insular o agazapados en sus cuevas.
     De niña, yo le gustaba muchísimo a la tía Annia. Se moría por aquella deliciosa muñequita rubia de largas pestañas y ojos de un azul muy claro, casi transparente, que encima era dócil, tímida y modosita, y no les daba a los mayores ninguna lucha. Excepto por el arrebato aquel de la huelga de hambre y la pintoresca manía de salir disparada a esconderme dentro de algún clóset o debajo de alguna cama cada vez que oía el timbre de la puerta, podría afirmarse que yo, más que «buenita», como acostumbra decir mi vecina del tercer piso cuando sintoniza la onda nostálgica y se pone a rememorar nuestros años felices, era punto menos que un ángel, tanto por mi conducta como por mi facha. Sólo que luego me dio por crecer, me hice adulta y perdí aquel aire angelical.
     Entre el pelo rizado, que llevo ahora más cortiñán que cuando chamaca –un par de centímetros por debajo de los hombros–, la curvatura traviesa de las cejas, el perfil aguileño y los labios pulposos, muy sensuales, tengo tremenda cara de puta. O al menos era lo que aseveraban antaño acá en el barrio, ellos con cierto arrobo, como haciéndose un cráneo con el palo fuera de serie que debía ser una fulana con tal estampa de cohete, y ellas en son de crítica destructiva, con el retintín que adoptan las señoras que se asumen «decentes» para calumniar a las sospechosas de no serlo. Verdad que esa leyenda negra dejó de correr desde que me empaté con Rafa en enero de 1992 y que hoy por hoy casi no rajan de mí, ni ellos ni ellas. Dudo mucho, sin embargo, que hayan mudado de criterio en lo que atañe a mi rostro. Los conozco, bacalaos, aunque vengan disfraza’os. Si ya no desbarran sobre el tema será por hastío, porque se hartaron de cacarear a toda hora lo mismo y lo mismo: ¡Qué tronco’e bicha la rubia esa! ¡Perro puntal! ¡Y cómo se hace la mosca muerta! ¿A quién se figura que engaña, eh? ¡Cacho’e putica descará! ¡Con el hociquito ese que tiene…!, sin argumentos de peso que respaldaran su teoría, pues nunca le he pintado monos a ningún sujeto que resida a menos de un kilómetro del Naroca, ni son multitud los individuos que suben a visitarme, ni me río en forma procaz –de hecho apenas me río–, ni voy por la calle meneando el culo o vestida en plan de calentadera. Siempre que puedo evito exhibirme en shorts, minifaldas, lycras que me ciñan las pantorrillas, los muslos y las nalgas, o camisetas claruchas que me trasluzcan los pezones. De noche, entre los espejos interiores del clóset de mi cuarto, bajo un farolito rojo, soy la reina del striptease, pero no soporto que los extraños me desnuden con ojos golosos a plena luz del día en medio de la vía pública. Y ya que hablamos de los extraños, tampoco resisto que me chiflen, que se dirijan a mí con un «¡Pss, pss, mami…!», que me vociferen lindezas desde algún carro o desde la acera de enfrente o, el colmo de la frescura, que se me arrimen para soplármelas al oído. Puesta a elegir, me habría encantado ser, al menos esas tardes asquerosas en que no me queda más remedio que zancajear por ahí bajo el sol con una mochila al hombro, la Mujer Invisible.
     Ahora bien, al margen de las lenguazas viperinas de esta barriada en específico, lo cierto es que mis paisanos por regla general no me encuentran bonita, sino «interesante», lo cual viene siendo otro modo –más fino si se quiere– de atribuirme, sólo por mi apariencia, el temperamento de Marieta, la piruja incendiaria que bailaba con total despelote en aquella simpática guarachita de Faustino Oramas, alias «El Guayabero».
     Pienso, no obstante, que en otro tiempo y lugar quizás los hombres no me hubiesen juzgado así, puesto que soy el vivo retrato de mi abuela materna. Ella murió mucho antes de que yo naciera, cuando mi madre aún era una bebita, pero todavía guardo una foto suya, fechada en 1938 en el ghetto de Varsovia. La similitud es impresionante: los mismos rizos, los mismos ojos, la misma nariz aquilina, la misma boca voluptuosa. Y me cuesta creer que un señor tan ortodoxo y tradicionalista como mi abuelo el polaco le propusiera matrimonio a una muchacha con catadura de ninfómana. Vaya, que ni loco.
     A la tía Annia le importa un bledo mi hociquito. Quiero decir, no es que le fascine, pero tampoco la ofende. Ella nunca dio crédito a las habladurías vecinescas en torno a mi voraz lujuria. ¿Cómo iba a ser Jeli tan calientica si no se exalta por nada? ¿Quién ha visto una guaricandilla con sangre de horchata? ¡Bah! Son otros defectos míos los que la ponen frenética. El misterio, por ejemplo. Soy demasiado misteriosa para su gusto. ¿Por qué no le aclaro de una condenada vez lo de mi pincha, eh? ¿Qué rayos me cuesta explicarle cómo es  que me gano los cucos? ¿O acaso no le tengo confianza? ¡Mimi querida siempre se fió de ella! Y así, dale que dale con esa pejiguera. Es una cabrona ladilla. No vale la pena tratar de que entienda que mi madre apenas se arriesgaba al confesarle algo, pues carece de secretos. Bueno, quizás oculte alguno que otro chiquitico, gracioso, picante cual ají guaguao (como aquello que me contó una vez de que se había casado «medio virgen», pese a los sermones de mi abuelo, porque ella sí que no iba a «comprar la mercancía sin revisarla primero», ja ja ja...). Pero ninguno realmente siniestro. Es decir, ninguno cuya revelación pudiera arruinar su vida, costándole muchos años de cárcel.
     Recuerdo que un día especialmente caluroso del verano pasado, con tal de sacarme a la perica de arriba, le dije que me dedico al negocio de la información, lo que no es del todo falso. Mas no me lo creyó. «¡No chives, Raquel!», fue su dictamen. ¿Cómo iba yo a laborar en ese ramo, con lo muy desinformada que siempre estoy? Vamos, que si no fuera por ella, que se preocupa e investiga con sus «conectos», sus primas y sus amigotas, y después me chismosea –por pura bondad, para actualizarme– todo lo que acaece en el Vedado, Nuevo Vedado y sus alrededores, yo me la pasaría en los jardines de Babilonia, detrás del palo y pidiendo auxilio. Ahí tuve que reírme, aunque la tía Annia se berreara conmigo. ¿Se habrá visto alguna tía más ingenua? Cierto que ella es una de mis «fuentes», pero no la única ni mucho menos. Sólo que eso, claro, no puedo revelárselo.
     Además del misterio, a mi cariñosa vecina también le jode que con frecuencia yo no esté en condiciones de prestar la debida atención a sus cotorreos mañaneros y me distraiga y le haga preguntas inadecuadas, ya que trabajo por la noche, de modo que el amanecer no es precisamente mi rato de mayor lucidez; que las telenovelas, los best sellers, las revistas «de afuera», las películas en DVD y los chanchullos del barrio me maten de aburrimiento si no incluyen asesinatos brutales; que no mueva ni un dedo para amarrar corto a algún fulano cuerdo, sin guayabitos en la azotea –no como el lunático de Rafa–, para casarme de nuevo y parir dos o tres fiñes antes de que me coja «la rueda de la historia»; que viva y muera con todas las ventanas trancadas, en una especie de crepúsculo artificial, como si fuera el conde Drácula en su castillo tenebroso; que me vista con más recato que una monja –de pazguata que soy, a juicio de ella, porque Mimi querida cuando joven también tenía un cuerpazo que congestionaba el tránsito y no se cubría tanto, por mucho que las pelúas envidiosas de la cuadra quisieran freírla en aceite–; que no me alteren de los nervios los precios abusivos de la shopping y del agro, ni las eternas averías en los ascensores de este sala’o edificio, ni los apagones a cualquier hora que te asas con la calorana y se descongela el frigidaire y todo se pudre, ni las comemierdeces del Granma, ni que las aspirinas estén «en baja» en todas las farmacias del municipio Plaza, ni lo troglodita que se ha vuelto la gente, que dondequiera te empujan, te tumban y hasta te caminan por arriba, ni los delirios del comandante en jefe, que cada día está más gagá, ni el lastimoso panorama de nuestra pobre isla en general («la Cosa», dice ella); que jamás la consulte antes de ingerir alguna pastilla; que pueda pasarme semanas enteras sin pisar la calle; que trague whisky en cantidades industriales; que fume y fume cual murciélago, y sesenta mil zarandajas más.
     Nada, que la tía Annia no afina demasiado conmigo. Trepa hasta el quinto piso, «pa’ darme una vueltecita», cuando pesca en el jamo algún chisme suculento. Si coincidimos en el vestíbulo, en alguna cola o en cualquier esquina, se me acerca enseguida y pega la hebra con gran alegría. A menudo me llama por teléfono, aunque no tenga ni hostia que decirme, sólo «pa’ saber en qué ando». En cierta forma nos apreciamos, creo, o quizá nos toleramos, o a lo mejor es que en todos estos años de dimes y diretes hemos acabado por resignarnos la una a la otra. De todas las personas que habitan hoy día en La Habana, ella es, sin duda, con la que más palabras intercambio. Y también la única a quien le prestaría plata (nunca me la ha pedido). Pero amigas, lo que se dice amigas, no somos.
     También está René, mi chofer, quien vive en Guanabacoa, al otro lado de la bahía, lo cual no le impide acudir de inmediato cada vez que lo llamo a su celular, a la hora que sea, para trasladarme en su Hyundai a cualquier dirección que yo le indique, hallar algún resquicio donde parquear a salvo de los pérfidos «caballitos» –agentes motorizados de la División de Tránsito de nuestra insigne PNR que van por la jungla de asfalto multando al primer desdichado que vean, haya incurrido o no en alguna infracción, pues se les exige imponer a diario determinada cantidad de multas–, aguardarme ahí, tranquilito dentro del carro, el tiempo que sea menester y luego traerme de vuelta sin hacer preguntas. Manejó un taxi durante más de una década, por lo que es un experto en sortear baches y domina a la perfección todos los entresijos de esta ciudad, incluyendo la periferia, desde las espléndidas «zonas congeladas», donde se atrincheran nuestros apparatchiks de máxima alcurnia, bien lejos de la mugre y el ruido, hasta los populosos barrios de chabolas que florecen a orillas del Quibú, un pestilencial arroyuelo de aguas albañales.
     Y además está Kika, quien viene todos los miércoles al filo de las 3:00 p.m. para ayudarme a baldear el apartamento, pulir las losetas de la cocina, las de los dos baños, los espejos y los cristales de las ventanas, poner en marcha la lavadora, tomarse un cafecito conmigo, empaquetar la basura en un jabuco de polietileno y zumbarla en el tacho de los bajos, etcétera, sin hacer preguntas. No es mi criada. Bueno, de hecho sí lo es, sólo que en Cuba la palabra criada se considera tabú desde 1959, por remitir a un periodo histórico, ya superado según nuestro gobierno, en que había en la isla mucha miseria, desigualdades e injusticias sociales. El término correcto vendría siendo «la-compañera-responsable-de-las-tareas-domésticas», o algo similar. Aunque Kika, un miércoles que la llamé así, me miró ceñuda y me dijo con su voz de contralto que dejara el chistecito y la falta’e respeto, y que más compañera lo sería yo, porque ella, María Enriqueta Peña Sotolongo, no iba a permitir que ninguna blanquita culicagá le estuviera diciendo esas cosas, ¿oká?
     Y está, desde luego, el flaco Manolín, ingeniero que se ocupa de mantener al quilo mi computadora, tanto el hardware como el software, sin hacer preguntas. A veces, cuando enloquezco por causa de algún desbarajuste informático, trata de darme psicoterapia. Pero no me hace falta. Para eso tengo al moro Wilfredo, alias «Bola’e Truco», quien me provee habitualmente de ciertos medicamentos que no puedes adquirir en ninguna farmacia sin una incuestionable prescripción facultativa llena de cuños y firmas. Tan habilidoso como indica su apodo, este caballero trapichea lo mismo haloperidol que clorodiazepóxido que morfina, todo de óptima calidad, y no sólo no hace preguntas, sino que tampoco le complace que se las hagan a él. Su número telefónico, de apenas seis dígitos, lo ubica lejísimos de aquí, por Santiago de las Vegas. Pero en rigor no sé dónde reside, ni cómo diablos acopia todas esas «sustancias controladas». Creo que es seropositivo, mas no podría asegurarlo. Tal vez sea un poco dark. Cuando sale de día, al igual que yo, se pone gafas oscuras.
     Y está Néstor, alias «Cabecita», un librero con una chola mayúscula y desbordante de cultura, graduado de Filología en la UH, quien planta su venduta frente al Palacio del Segundo Cabo, en La Habana Vieja, y siempre me tira un timbrazo cuando le cae por allá algún thriller de Frederick Forsyth o de John Le Carré. Una vez, hace años, me encajó uno de Tom Clancy. Recuerdo que empezaba muy sabroso, con un terrorífico accidente en una base aérea, pero que luego el autor se metía páginas y más páginas describiendo con pelos y señales una fastidiosa bomba atómica de 150 kilotones hasta llenarme la cachimba de tierra. No es por denigrar al prójimo. Quiero decir, cada cual tiene su ámbito, sus lectores, y quién asegura que míster Clancy no sea la bestia de la literatura y que el día menos pensado no le den el Nobel. Sólo que a mí no me apasiona mucho su moña.
     Y está, finalmente, Yampier, el hijo mayor del flaco Manolín, un genio informático de diecisiete años que dispone de todos los recursos técnicos necesarios para conseguir acceso remoto no autorizado a casi cualquier sistema de ordenadores conectado a Internet. Este audaz internauta atraviesa firewalls y programas de control de toda laya para colarse furtivamente en los sitios más inverosímiles, piratear datos confidenciales y después salir chaqueteando a la velocidad de un relámpago antes de que alguien lo detecte y le siga el rastro por las autopistas virtuales. Suele perpetrar esas fechorías por coña, para sentirse el barbárico, el máster, el Luke Skywalker, en un discreto garaje de Marianao donde tiene su portentosa computadora con pinta de ovni, ensamblada por él mismo, y otros chirimbolos enigmáticos. Opera, según su viejo, en «horario de consagración». Es decir, mañana, tarde y noche. Y a veces también trabaja por encargo, sin hacer preguntas, cobrando una tarifa que en principio pudiera parecer exorbitante, pero que no lo es si valoramos el peligro que corre al infiltrarse en bases de datos donde se archiva información catalogada de «altamente sensible para la seguridad nacional».
     Todos estos congéneres que no meten las narices en mis actividades, que en general charlatanean poco, al menos conmigo, y sólo me preguntan lo indispensable para el cabal desempeño de sus respectivas funciones, son muy eficientes. Kika, la más veterana con sesenta y pico de abriles en las costillas, vive por aquí cerquita, frente al Malecón, en una cuartería superpoblada y semiderruida que año tras año queda íntegramente bajo el agua durante varios días por la penetración del mar en temporada ciclónica. (Esas inundaciones costeras son de tal magnitud que a veces el agua ha alcanzado el segundo piso del Naroca. Y en 1996, cuando el huracán Lily, hasta la tía Annia cogió su buen chapuzón.) Pero Kika sigue luchando sin dejarse abatir por las calamidades. Es tremenda luchadora. Además de su cuadre conmigo, también friega, barre, limpia, lava y plancha para otros vecinos de los alrededores. Nunca haría algo ilícito, así estuviera muriéndose de hambre, pues adscribe a una iglesia cristiana protestante –metodista, creo– bien severa. Es una de las personas más derechas que he conocido en mi vida. Aunque no prodiga lecciones de moral, ni pretende evangelizar a nadie, ni padece, por fortuna, del feo vicio de la chivatería.
     En cuanto al resto de la cuadrilla, es decir, René, Manolín, Cabecita, Bola’e Truco y Yampier, no son tan escrupulosos en lo del respeto a las leyes, pero igual se desviven por satisfacer al cliente. Llevo años tratando con ellos y no tengo quejas de ninguno. Ahora, eso sí, las relaciones entre nosotros son puramente comerciales: ellos me cumplen en tiempo y forma, yo les pago lo acordado y chao, nos vemos en el próximo capítulo. Kika devenga un salario fijo semanal (25 cucos), aparte de su aguinaldo navideño. En Pesah, que es la fiesta de la primavera en la religión de mi vieja, no me acepta ningún regalito, ya que Jesucristo, a lo que parece, no hizo nada espectacular por esas fechas. Los demás cobran a destajo.
     Ninguno de ellos conoce el origen de mis ingresos. Ignoran si es dinero limpio, o si debo blanquearlo por alguna vía. Sólo que esa incógnita, a diferencia de lo que sucede con mi adorable vecina del tercer piso, no les despierta mucha curiosidad, o en todo caso no la manifiestan en mi presencia. Quizás crean que me financia mi familia desde el exterior, o que estoy enrolada en algún tipo de tráfico particularmente rentable, ya sea de crack o de óleos del siglo XVIII, o que soy una jinetera de élite, de las que «atienden» a los dignatarios extranjeros, o la querindanga de un poderoso mayimbe, o qué rayos sé yo. En realidad me tiene sin cuidado lo que ellos crean o dejen de creer.
     Pese a las innúmeras precauciones que he tomado para proteger mi privacidad de la caterva de fisgones y metiches que merodean por el ciberespacio, calculo que Yampier, de proponérselo, eventualmente conseguiría mediante alguna de sus triquiñuelas informáticas descubrir a qué me dedico. Pero no se lo propone. Por causa de mi doble nacionalidad –un dato que no oculto y que a él, comoquiera, jamás podría ocultarle–, de lo muy lucrativo que aparenta ser mi negocio –nunca le regateo–, de mi carácter tan escurridizo y de la índole de la información que suele canibalear por encargo mío, vive convencido de que trajino para algún servicio de inteligencia foráneo –apuesta por el MI6, sabrá Dios por qué–, lo cual le parece una forma de ganarse los frijoles tan digna como cualquier otra.
     Esto lo sé porque una noche de noviembre de 2008, allá en su reducto de Marianao, Yampier me pitcheó una indirecta bastante directa en ese sentido, al tiempo que me clavaba una sagaz miradita de lince, muy atento a mi reacción. No le discutí aquella hipótesis, claro que no, ni tampoco me eché a reír. Nada más le sonreí, haciéndome la chiva con tontera, tal como corresponde a una resbalosa Mata Hari, y ahí mismito su tremebunda sospecha quedó confirmada. (Manolín, entretanto, me hacía señas por detrás del chamaco, indicándome que no le diera bola, pues su hijo, como pasa a menudo con los genios, tenía las tuercas un poco flojas.) Desde entonces mi hacker favorito no me ha tirado más pullas, ni sobre mi oficio ni sobre nada. Apenas si habla conmigo, limitándose a guiñarme un ojo de tarde en tarde, para que yo no olvide, supongo, lo bicho que él es y lo bien que sabe guardar un secreto.
     A veces me pregunto si este nené tan brillante –e imaginativo– no será virgen aún. Ya sé que no es asunto mío, pero de todos modos me lo pregunto. Más delgaducho que su padre, pero también más alto y con una larga melena plateada por las canas, el chama tiene su swing. Pienso que podría gustarle a cualquier muchacha, cómo no. Pero no hay más que verlo de lleno en su salsa, atornillado a una silla frente a su computadora («pega’o con Kola Loka», dice Manolín), cometiendo delitos informáticos a mansalva, riéndose por lo bajo en una onda de lo más luciferina o mascullando terribles amenazas en algún idioma que sólo él entiende, para vislumbrar el titánico esfuerzo que le costaría a cualquier muchacha, incluso a una muy bonita y arrolladoramente sexy, arrancarlo de ahí por un ratico. Porque tal parece como si la vida real, la que transcurre fuera del ciberespacio, le resultara inodora, incolora e insípida, más soporífera que el Noticiero Nacional de la TVC, que ya es decir.
     Desde que Yampier me tachó de espía en mi propia cara sin que yo me lo tomara a lo trágico, el flaco Manolín, que es medio jodedor, me llama «La Rubia Peligrosa». Cuando le telefoneo para que venga a reconfigurarme el keyboard, o a sustituir el mouse por otro nuevo, o a instalar un antivirus, lo primero que me suelta es: ¡Je je! ¿Qué bolá con nuestra mamuchi en La Habana...?, o algo de ese jaez. Opina que estoy buenísima y, por supuesto, sumamente «interesante». No me lo ha dicho hasta ahora sólo porque no le he dado chance, que si no... Lo veo en sus ojos, en la ansiedad con que me observa en ocasiones, como si él fuera un famélico sato callejero y yo un pollo frito, un churrasco o una butifarra.
     Y con René y Cabecita me ocurre otro tanto. Sería lindo que dejaran de mirarme así, pero no se los digo. ¿Para qué? No creo que lo hagan adrede por meterse conmigo. Quizá ni cuenta se dan. En fin, machos. Con ellos tres sigo una política de pragmatismo: mientras la testosterona en ebullición no los idiotice al punto de entorpecer mi labor, no hay lío, que me vacilen cuánto les plazca. Igual ninguno se anotará el numerito. Ni siquiera René, que es un papi tropical en el estilo de Kirk Acevedo. Si no fuese mi chofer… quién sabe. Pero lo es y me resisto a perderlo, de modo que él en su lugar y yo en el mío.
     Desde que mi ex, el trotsko Rafael Bencomo, salió para siempre de mi vida en junio de 1998, no he tenido otra pareja estable. Tampoco la he buscado. Siento que mi forma de existir es demasiado rara, demasiado singular, para compartirla del todo con alguien más. Aventuras sí he corrido. Oh, sí. Muchas. Incluso tuve una época bastante musical, llena de choques en la oscuridad, revolcones casuales y romances de una sola noche. Acabé con la quinta y con los mangos (bien lejos, naturalmente, de esta cuadra lenguaz). Lo necesitaba. Luego me tranquilicé. Ninguno de aquellos fulanos, creo, quedó malcontento, defraudado o resentido conmigo. Ninguno, que yo sepa, es mi enemigo. Pero me parece harto improbable que siquiera uno de ellos se acuerde todavía de mi nombre, en el supuesto caso de que yo se lo haya informado entre jadeos y palabrotas.
     No estoy quejándome. ¿De qué me valdría? Ni sé cuándo fue la última vez que lloré. Y, pese a todo aquel horror que viví hace unos años, tampoco me considero especialmente desgraciada. Sólo constato un hecho: estoy sola.