 
    
“La Habana de otros tiempos”
Serafín Ramírez
 Aun  cuando no es posible fijar de una manera precisa la época en que se comenzó a  cultivar entre nosotros el arte de la música, época no muy remota por cierto,  puede decirse no obstante, que esto debió ocurrir allá por el año de 1800, pues  que hasta esa fecha muy poca importancia debía tener, cuando solo se encuentra  en la historia de este país, así como en sus archivos y bibliotecas alguna que  otra pobre tradición, y no hemos
     Aun  cuando no es posible fijar de una manera precisa la época en que se comenzó a  cultivar entre nosotros el arte de la música, época no muy remota por cierto,  puede decirse no obstante, que esto debió ocurrir allá por el año de 1800, pues  que hasta esa fecha muy poca importancia debía tener, cuando solo se encuentra  en la historia de este país, así como en sus archivos y bibliotecas alguna que  otra pobre tradición, y no hemos podido hallar en nuestro afán de acumular  datos para robustecer estos apuntes, nada de interés, y las pocas noticias que  sin saber cómo hemos logrado exhumar, ¡qué triste idea dan de este arte sublime  entre nosotros! ¡qué desairado papel se le hacía desempeñar!
 podido hallar en nuestro afán de acumular  datos para robustecer estos apuntes, nada de interés, y las pocas noticias que  sin saber cómo hemos logrado exhumar, ¡qué triste idea dan de este arte sublime  entre nosotros! ¡qué desairado papel se le hacía desempeñar!
         Pero  oigamos ante todo al Sr. D. Buenaventura [Pascual] Ferrer describiendo una  temporada de baños a principios de este siglo, es decir, el pretexto de la  sociedad habanera de entonces, para pasar en el campo unos días de embullo y alegre esparcimiento. La  música toma buena parte en ella: (1)
«A todo se va allí más bien que a bañarse: dice, bailes, juegos, comedias, máscaras, novillos, todo abundaba. Cada familia contribuía con una pequeña cantidad, con la cual se pagaba una música perpetua que sonaba en una glorieta espaciosa que se formó para el intento. Esta era la palestra donde se ejecutaban todas las diversiones, y las mesas de estado rodeaban la plaza, tal era su abundancia. Tres días estuvimos en este sitio, y me pareció que los baños refrescarían muy poco a los que no cesaban de acalorarse en los bailes, en el juego y en otras disoluciones.»
     Y  luego agrega: «Otras de las diversiones más apetecidas de los habaneros, es el  baile, pues casi toca en locura. Habrá diariamente en la ciudad más de  cincuenta de estas concurrencias y como son todas a puerta abierta, los mozos  de pocas obligaciones suelen pasar en ella toda la noche. No se necesita ser  convidado, ni aun tener conocimiento alguno en la casa para asistir, basta  presentarse dignamente para bailar. En la plaza mayor hay una casa pública  destinada para este efecto, a donde se concurre por suscripción. Asisten a ella  las familias más distinguidas del pueblo, y hay varios cuartos destinados para  bailar, refrescar, jugar, etc. Esta tertulia es sumamente útil para la civilidad  de una población; pero me han dicho, que posteriormente ha decaido mucho su  concurrencia sin saber por qué. Los  bailes de la gente principal se componen de buenos músicos y se danza en ellos  la escuela francesa; los demás se ejecutan con una o dos guitarras o tiples, y  un calabazo hueco, con unas hendiduras. Cantan y bailan unas tonadas alegres y  bulliciosas, inventadas por ellos mismos, con una ligereza y gracia increibles.  La clase de las Mulatas es la que más se distingue en estas danzas.»
 una ligereza y gracia increibles.  La clase de las Mulatas es la que más se distingue en estas danzas.»
           Así  que todos a una convienen en que hasta 1800 la música, esa música seductora,  preponderante y sublime que Condillac hacer nacer de la articulación  extremadamente marcada de las primeras lenguas, que San Isidoro llama dulce encanto de este don del cielo, y  la Staël cree que cuando la oímos somos  capaces de los más nobles esfuerzos;  esa música, por fin, que el mundo  entero adora y admira, no tenía entre nosotros otra forma que la forma  primitiva, la que el capricho de cada cual le quería dar. La inspiración buena  o mala era la regla. El canto particularmente no constituía un arte, era solo  un aliciente para bailar, y como que los bailes de entonces eran muy poco  edificantes, se valían del soberano auxilio de las canciones tiernas y de la  palabra lasciva y grosera, para despertar mayor interés y estímulo, tal como se  hace con el paladar extragado, que no conviniéndole finos y suaves manjares, se  le da mucho salado, mucho picante y nada más. ¡Con decir que las negras  cantaban en nuestros templos entre nubes de incienso, acompañadas por un  instrumental desproporcionado e incoherente, en el cual figuraban el gracioso  tiple y el seco y ríspido calabazo o güiro; y que en ese mismo período reinaron la Morena, el Cachirulo, donde se oyen unas canciones del P. Pando, de la Beata y  otras llenas de las mayores obscenidades, la Guavina, que en boca del que la canta sabe a cuántas cosas puercas,  indecentes y majaderas se pueda tomar, la  Matraca, el ¿Cuándo? y Que toquen la Sarabandina, donde se  nombra a Fr. Juan de la Gorda manzana…  creemos haberlo dicho todo. (2)
esa música, por fin, que el mundo  entero adora y admira, no tenía entre nosotros otra forma que la forma  primitiva, la que el capricho de cada cual le quería dar. La inspiración buena  o mala era la regla. El canto particularmente no constituía un arte, era solo  un aliciente para bailar, y como que los bailes de entonces eran muy poco  edificantes, se valían del soberano auxilio de las canciones tiernas y de la  palabra lasciva y grosera, para despertar mayor interés y estímulo, tal como se  hace con el paladar extragado, que no conviniéndole finos y suaves manjares, se  le da mucho salado, mucho picante y nada más. ¡Con decir que las negras  cantaban en nuestros templos entre nubes de incienso, acompañadas por un  instrumental desproporcionado e incoherente, en el cual figuraban el gracioso  tiple y el seco y ríspido calabazo o güiro; y que en ese mismo período reinaron la Morena, el Cachirulo, donde se oyen unas canciones del P. Pando, de la Beata y  otras llenas de las mayores obscenidades, la Guavina, que en boca del que la canta sabe a cuántas cosas puercas,  indecentes y majaderas se pueda tomar, la  Matraca, el ¿Cuándo? y Que toquen la Sarabandina, donde se  nombra a Fr. Juan de la Gorda manzana…  creemos haberlo dicho todo. (2)
           Poco  más tarde, (1810), mejorada la cultura de nuestra sociedad vinieron a sustituir  a esas groseras caricaturas los Boleros, Polos, Seguidillas y Tiranas,  que se cantaban por lo regular en las altas horas de la noche, a guisa de  serenatas, en las rejas de las casas de aquellas damas a quienes el amor, o una  simple amistad quería obsequiar. Estas composiciones, en las que encontraban  ancho campo los instrumentistas para lucir sus dotes musicales y habilidad,  puesto que tanto los acompañamientos como los solos y pasacalles se  improvisaban, y el lujo y buen gusto consistía en hacerlos a cual más  floreados; estas obras, de las cuales se conservan algunas a la memoria, pues  no sabemos de ninguna escrita, tienen un mérito relativo atendiendo a la época  en que se compusieron y a los escasos conocimientos que del arte se habían  alcanzado.
 sabemos de ninguna escrita, tienen un mérito relativo atendiendo a la época  en que se compusieron y a los escasos conocimientos que del arte se habían  alcanzado.
           Los  boleros principalmente se distinguen por su acento plañidero: «son aires  melancólicos, dice la señora Merlin, que llevan perfectamente el sello del  país.» Y en realidad es así, lloran más bien que cantan; y aunque algunos han  degenerado de su origen otros por el contrario, tienen cierta semejanza con los  de la Península de donde proceden. De ellos tenemos muy buenas pruebas en El Soberano, El Matancero, La Madrugada, La Despedida de Longo; entre las  canciones serias pueden citarse también La  Atala, Juramentos de amor, La Corina, La Tortolita; y entre las guarachas La Chismosa, El Carpintero, La Maloja, La Cirila (caballo de batalla del incomparable Covarrubias), El Canelo, La Filomena y otras.
    Todos  y todas perfectamente ritmadas, y con marcadísima tendencia al tono menor, lo  cual confirma un axioma del sabio Fetis que no es del caso reproducir. Y con  unos versos, tan fáciles, tan suaves, y expresivos que desde luego recuerdan el  sentimiento a la vez que la gracia picaresca de sus autores, si bien distando  muy mucho de aquellos que con tanta justicia y dureza censuró el implacable Regañón. 
Nadie siembre su parra
junto al camino
porque todo el que pasa
corta un racimo:
Y el hortelano
se queda sin ninguno
siendo él el amo.El amor que se oculta
bajo el misterio
hace mayor estrago
dentro del pecho.
Porque la llama
como no halla salida
abrasa el alma.De tu pecho la llave
me has entregado,
y como fiel amante
ya la he guardado.
Y como quieras
he de ser tu inquilino
hasta que muera.Por las puertas del pecho
contra el recato
pasan los pensamientos
de contrabando.
Porque sus guardas
al soborno del gusto
dan puertas francas.Hoy se cierra mi pecho
toma la llave
y como tú no quieras
no entrará nadie.
Tenla guardada
mira que si la pierdes
pierdes la entrada.Apetezco la vida
porque es en parte
necesaria y precisa
para adorarte.
Y así en la muerte
no sentiré otra cosa
sino es perderte.
     Los boleros, polos, seguidillas y tiranas estuvieron en boga hasta el año  de 1830 en cuya fecha vinieron a sustituirles las canciones patrióticas.  Recordamos haber oído cuando niños, algunos de los primeros; más aún, y lo  decimos sin empacho, los oiríamos en el día con sumo placer, que aparte toda  razón artística, el canto que nos arrulló en los primeros años de la vida  siempre embelesa, porque despierta de una manera viva y ardiente los más dulces  y tiernos recuerdos.
 los oiríamos en el día con sumo placer, que aparte toda  razón artística, el canto que nos arrulló en los primeros años de la vida  siempre embelesa, porque despierta de una manera viva y ardiente los más dulces  y tiernos recuerdos.
           Mucho  llamaron la atención en esa época D. Antonio Flores autor el más fecundo en el  género de tiranas, lo cual le valió  el sobrenombre de Tirano. Más de una  vez hemos oído decir al profesor D. Enrique González, al cual había que dar  créditos en cuestiones de elogio por ser muy parco en ellos, que Flores era  hombre de genio y gracia, y que habiéndole tratado íntimamente, tuvo ocasión de  oirle muy a menudo. Que improvisaba bonitas tiranas,  acompañándose en la guitarra al mismo tiempo, de una manera llena de encanto  para cuantos le oían.
 le oían.
           D.  Ramón Sotolongo y Quixano el más conocido de todos, no solo por sus bellas  composiciones en el estilo criollo, sino por la manera deliciosa de cantarlas.  Su voz era de tenor, y aunque dicen sus compañeros y amigos, que ésta no era  simpática, sin embargo imprimía a lo que cantaba un sentimiento tan exquisito,  que jamás tuvo rival. Longo, como cariñosamente le llamaban sus amigos, era un  hombre, puede decirse, de hierro, y solo así se comprende que hubiese podido  llevar por espacio de tantos años una vida sin descanso, cantando  incesantemente día y noche. Tuvo grandes simpatías y figuró en su época como  pudiera figurar hoy un artista de primer orden.
           Las  señoritas Lola y Ana Baldasas, que cantaban a dos voces, y gozaron de tanta  fama en aquella época, que ha llegado íntegra a nuestros tiempos.
     Las  de Sollozo, que en unión de varios aficionados y profesores cantaban todos los  años por Semana Santa en su propia casa y con general aplauso el Stabat de Pergolese. ¿Quién no sabe a  qué punto llegó la reputación de estas jóvenes, que fueron durante tantos años  las delicias de la Habana? Muy celebradas fueron también las hermanas ** que a  la vez de cantar, se acompañaban primorosamente con el arpa. Cuéntase de ellas  que estando una noche multitud de personas apiñadas en las ventanas de su casa  llenas de entusiasmo, le preguntaron a un músico poeta, hombre de color que  allí se hallaba, qué juicio formaba de aquellas jóvenes de tanto talento y tan  feas, a lo cual contestó al punto:
     Las  de Sollozo, que en unión de varios aficionados y profesores cantaban todos los  años por Semana Santa en su propia casa y con general aplauso el Stabat de Pergolese. ¿Quién no sabe a  qué punto llegó la reputación de estas jóvenes, que fueron durante tantos años  las delicias de la Habana? Muy celebradas fueron también las hermanas ** que a  la vez de cantar, se acompañaban primorosamente con el arpa. Cuéntase de ellas  que estando una noche multitud de personas apiñadas en las ventanas de su casa  llenas de entusiasmo, le preguntaron a un músico poeta, hombre de color que  allí se hallaba, qué juicio formaba de aquellas jóvenes de tanto talento y tan  feas, a lo cual contestó al punto:
Tocan, pero ¡cómo tocan!
Cantan, pero ¡cómo cantan!
Con boca y manos provocan,
Pero con la cara espantan.
     Los  hermanos Urdapilleta, flauta el uno, violín el otro; Juan Valdés, Goyo Alvarado  que vivió hasta hace poco, Abraham Elcid, Juan Navarro guitarrista consumado,  Mariano Sto que hacía de segundo a Longo, Juan Nieva, un tal Argüelles, Vicente  Ramos y otros muchos cuyos nombres se han perdido después de tanto tiempo. Es  de sentir que no se conozcan todos, puesto que representaron un papel  importante en la misma época; y aunque no los presentamos como unas  notabilidades, sin embargo hicieron mucho, y quizá en mejores condiciones  habrían llegado a ocupar en el arte un puesto distinguido. El destino no lo  quiso así, de todos modos, la Habana debe ver siempre en ellos el primer núcleo  de aficionados que trató de moverse, si bien en estrecho círculo, y se movió en  efecto, despertando cada día mayor afición por un arte que debía ser poco  después objeto de nuestras más caras delicias.
 poco  después objeto de nuestras más caras delicias.
           Entre  los profesores de color Macario y Pedro Pérez, José Peña, Bartolo Avilés,  Francisco Vega, Ulpiano Estrada, Tomás Buelta y Flores, Evaristo Quirós que aún  vive, Ramón Menéndez y su discípulo Secundino Arango, a quien debemos las  primeras lecciones de violoncello, Juan de Dios Lazo, Tomás Alarcón y Claudio  Brindis de Salas (padre), el más conocido de todos y quizá el de menos mérito  artístico; sin embargo, su bondadoso carácter, su afición decidida por los  blancos, su deseo constante de figurar entre ellos, su elegancia en el vestir,  su conversación afectada y por lo mismo entretenida, y por último, la  circunstancia de haber sido maestro de baile de toda la gente de buen tono, y  hermano de leche del Conde de **, circunstancia que entre nosotros se estima  mucho, le dieron gran prestigio.
           Por  los años de 1828 al de 1830 se hicieron conocer D. José María de Peñalver y D.  José de Urrias, pianistas de mérito, perfeccionado este último en su viaje a  Europa, D. Nicolás Muñoz y Zayas, D. Nicolás García de los Reyes, D. Antonio  Raffelin y Estrada violinista aficionado y compositor de algún mérito, y el  venerable Varela, que también cultivó la música con brillante resultado. (3)
           Fueron  todos estos profesores y aficionados grandes entusiastas del arte y su progreso  al extremo de no poder vivir sino en un centro puramente artístico. Las  brillantes reuniones que con tanta frecuencia se hacían, sobre todo en la casa  del señor D. José María Peñalver, y en las que tanto figuraron y tanto se  hicieron aplaudir aquellas señoras y señoritas, rico ornamento del arte,  Asunción Montalvo arpista, Tomasa Basave, Merced Cuesta, Condesa  de Fernandina,  Rosario Palomino, María Teresa Peñalver, Leocadia Zamora, Ramona Bernal, Salomé  Topete, Dolores Saint-Maxent, Margarita O’Brien, Francisca Ramírez de
de Fernandina,  Rosario Palomino, María Teresa Peñalver, Leocadia Zamora, Ramona Bernal, Salomé  Topete, Dolores Saint-Maxent, Margarita O’Brien, Francisca Ramírez de Pontón,  Josefa Erice, Isabel Ulmo, Manuela Diago, Luisa O-farrill y Dolores Espadero,  que vino a esta capital en 1810, después de haber hecho sus estudios de piano y  contrapunto en la Península donde nació, llegando a tocar el repertorio clásico  de una manera que revelaba sus múltiples cualidades artísticas. Así que la  morada de sus padres en Cádiz, y la de dicha señora en esta capital después de  su matrimonio con el ilustrado habanero D. Nicolás Ruiz, fueron el punto de cita  de todo lo más escogido y notable en música, y en los cuales se aplaudían  calurosamente las obras de Haydn, Pleyel, Mozart, etc. La sonata de Beethoven,  en la para piano y violín, fue  siempre uno de los más grandes triunfos de la aficionada artista.
 Pontón,  Josefa Erice, Isabel Ulmo, Manuela Diago, Luisa O-farrill y Dolores Espadero,  que vino a esta capital en 1810, después de haber hecho sus estudios de piano y  contrapunto en la Península donde nació, llegando a tocar el repertorio clásico  de una manera que revelaba sus múltiples cualidades artísticas. Así que la  morada de sus padres en Cádiz, y la de dicha señora en esta capital después de  su matrimonio con el ilustrado habanero D. Nicolás Ruiz, fueron el punto de cita  de todo lo más escogido y notable en música, y en los cuales se aplaudían  calurosamente las obras de Haydn, Pleyel, Mozart, etc. La sonata de Beethoven,  en la para piano y violín, fue  siempre uno de los más grandes triunfos de la aficionada artista.
           A todo  este mérito se une otro, en nuestro concepto, muy valioso. La señora doña  Dolores Espadero es madre de don Nicolás Ruiz, uno de los artistas cubanos de  más reputación, no ya solo como pianista de primer orden, sino como notable  profesor de piano, en cuyo instrumento ha formado excelentes discípulos. A su  madre debe el Sr. Ruiz Espadero una gran parte de su rara habilidad y maestría,  así como esa afición al arte, ese amor al estudio que supo inculcarle desde sus  más tiernos años y que le han colocado en tan alto lugar.
         Toda  esta gente de reconocido mérito representa una época floreciente del arte en La  Habana, que después de tanto tiempo se recuerda con verdadero placer. Y no  podía por menos que terminar de una manera tan espléndida el período de los primeros  treinta años que acabamos de bosquejar con los esfuerzos de esa brillante  pléyade de artistas y aficionados, cuyos talentos debían marcar el primer  período musical de la Habana, superando con mucho a la época en que lucieron, y  borrando para siempre recuerdos de un pasado cuya continuidad habría sido para  Cuba estigma de verdadera ignominia.
Notas   
      
    (1) Cuba en 1708.--- Carta 2ª, Revista de Cuba, abril 30 de 1877
(2) Véase El Regañón de la Habana, citado por el Sr. D. Antonio Bachiller y Morales en su interesante obra Las letras en Cuba, (t. 20 pág. 47).
(3) Vida de D. Félix Varela, por D. José I. Rodríguez.
La Habana Artística. Apuntes históricos. La Habana: Imp. del E. M. de la Capitanía General, 1891. pp. 7-17.
Continuará…
 
  