
Ena Lucía: humor y subversión de la sombra del hombre nuevo
Y nada destruirá jamás esta fuerza explosiva de la  risa, que pulveriza y dispersa los prejuicios y errores  humanos. La risa es uno de los más fuertes y  eficaces instrumentos contra los prejuicios y errores. La sátira es un medio  que contribuye a la democratización y el progreso de la sociedad.
      Iuri Bórev
Ileana Álvarez, poeta y ensayista
     En algo  que la mayoría de los críticos se han puesto de acuerdo al referirse a la obra  de la joven narradora Ena Lucía Portela (La Habana, 1972) es a la configuración,  desde su producción literaria más temprana, de una poética muy peculiar basada  en la capacidad de combinar elementos aparentemente tan discordantes como pueden  ser lo culto y lo popular, lo triste y lo jovial, a través de un lenguaje  intertextual que se mueve en un mismo golpe de pensamiento desde un extremo a  otro.(1) Pasa de una cultura de élite a lo marginal entendido  como “la posición que ignora a conciencia el mundo de la norma”,(2) y también, desde la reflexión comprometida con circunstancias  inmediatas, a la indiferencia. 
           La intertextualidad manifiesta en narradores y  personajes llega a ser de tal exuberancia que requiere un receptor siempre  avisado, a riesgo de perderse en el complejo entramado narrativo que crea la  autora a partir de lo que pudiéramos denominar el grado cero de la anécdota.  Desde cierto alarde de sencillez suelen añadirse, no en capas sino por una  visión laberíntica, otras historias que complejizan el argumento principal. El trabajo  con el tiempo vertebra esta riqueza espacial e ideotemática, el narrador  adelanta acontecimientos futuros con la misma regularidad que escarba en las  memorias de los personajes, produciéndose a veces hasta una simultaneidad de  los tiempos pasado, presente y futuro.
       Ena Lucía publica su primera novela cuando la  década de los noventa no había llegado a su fin, y en este periodo sitúa  precisamente las diégesis de sus tres primeros libros. Se trata de una etapa  crítica, bien delimitada por acontecimientos traumáticos como la caída del muro  de Berlín, que dejará a la Isla sin el sustento del “socialismo real” europeo,  y la llegada del llamado eufemísticamente Periodo  Especial, cuando la economía cubana tocará fondo. El sistema general de  valores iba a sufrir cambios y quebraduras muy fuertes. La evolución de la  literatura nacional, que hasta entonces había tenido su punto de inflexión más  importante en el reconocimiento del triunfo revolucionario de 1959, no sería ajena  a las influencias de los mayores peligros que sufría esa linealidad histórica y  al desmontaje de estructuras psicológicas y morales. Como parte de la crisis, y  de la necesidad de supervivencia, junto con otras aperturas económicas y tentativas,  también se da la búsqueda de actualización cultural y comienzan a influir en el  campo literario nacional, aunque con cierto retraso respecto a su auge en los  centros metropolitanos, el pensamiento y las teorías de la postmodernidad. En  este clima podemos pensar que se formaba Ena Lucía Portela, por entonces  integrante del grupo El Establo, uno  de los tantos proyectos de inquietos jóvenes que habían comenzado a  desestabilizar la organización centralizada de la cultura. La apropiación de nuevos  modelos y el tanteo de una estética liberadora provocan también un cambio  estructural en la narrativa, donde lo lúdico pasa a ser un principio de defensa  de la individualidad contra la preceptiva que densificaba las relaciones entre imaginación  e historia, pues como ha dicho el ensayista y narrador Alberto Abreu:
     Ena Lucía publica su primera novela cuando la  década de los noventa no había llegado a su fin, y en este periodo sitúa  precisamente las diégesis de sus tres primeros libros. Se trata de una etapa  crítica, bien delimitada por acontecimientos traumáticos como la caída del muro  de Berlín, que dejará a la Isla sin el sustento del “socialismo real” europeo,  y la llegada del llamado eufemísticamente Periodo  Especial, cuando la economía cubana tocará fondo. El sistema general de  valores iba a sufrir cambios y quebraduras muy fuertes. La evolución de la  literatura nacional, que hasta entonces había tenido su punto de inflexión más  importante en el reconocimiento del triunfo revolucionario de 1959, no sería ajena  a las influencias de los mayores peligros que sufría esa linealidad histórica y  al desmontaje de estructuras psicológicas y morales. Como parte de la crisis, y  de la necesidad de supervivencia, junto con otras aperturas económicas y tentativas,  también se da la búsqueda de actualización cultural y comienzan a influir en el  campo literario nacional, aunque con cierto retraso respecto a su auge en los  centros metropolitanos, el pensamiento y las teorías de la postmodernidad. En  este clima podemos pensar que se formaba Ena Lucía Portela, por entonces  integrante del grupo El Establo, uno  de los tantos proyectos de inquietos jóvenes que habían comenzado a  desestabilizar la organización centralizada de la cultura. La apropiación de nuevos  modelos y el tanteo de una estética liberadora provocan también un cambio  estructural en la narrativa, donde lo lúdico pasa a ser un principio de defensa  de la individualidad contra la preceptiva que densificaba las relaciones entre imaginación  e historia, pues como ha dicho el ensayista y narrador Alberto Abreu:
    
Sus tres primeras novelas: El pájaro: pincel y tinta china (Ed. Unión, 1998), La sombra del caminante (Ed. Unión, 2001) y Cien botellas en una pared (Ed. Unión, 2003), se centran en el duro ámbito de La Habana de la década de los[...] desde comienzos de la década del noventa el juego deviene el mecanismo estructural que rige la escritura, el gesto narcisista de obras que, continuamente, reflexionan sobre su propia textualidad urdida no desde los principios de fidelidad a lo real y a la razón, sino desde los de un sujeto fronterizo, enclavado entre la verdad (su verdad) y el mito, la fabulación.(3)
 noventa. Los personajes, jóvenes  en su mayoría, envueltos en un mundo de rigurosas reglamentaciones, y de férreas  normas que intentan moldear la conducta de los individuos desde la infancia,  recurren, como protesta y escape, a diferentes gamas del humor que pueden ir  desde la risa blanca o la fina ironía hasta el sarcasmo y la burla más  descarnada. El humor y la sátira pasan a ser la materia prima esencial. Pero en  ninguna novela quizá Ena va a adentrarse tan decididamente por estos terrenos  como en La sombra del caminante, la  cual exige gran complicidad por parte del lector, pues la autora lo trata con  tan poca seriedad
 noventa. Los personajes, jóvenes  en su mayoría, envueltos en un mundo de rigurosas reglamentaciones, y de férreas  normas que intentan moldear la conducta de los individuos desde la infancia,  recurren, como protesta y escape, a diferentes gamas del humor que pueden ir  desde la risa blanca o la fina ironía hasta el sarcasmo y la burla más  descarnada. El humor y la sátira pasan a ser la materia prima esencial. Pero en  ninguna novela quizá Ena va a adentrarse tan decididamente por estos terrenos  como en La sombra del caminante, la  cual exige gran complicidad por parte del lector, pues la autora lo trata con  tan poca seriedad  como a sí misma. Obra tremendamente ambiciosa, aunque se limite  a un espacio y tiempo muy concretos, Ena consigue abarcar un mundo cultural y  conductual muy amplio a través de citas, parodias, apelaciones históricas y  literarias. Se trata de universos igualados en la trama por una risa que llega  a poner en juego conceptos hasta entonces tan canonizados como pudieran ser la verdad,  la justicia, el arte y hasta la vida humana, algo que se subraya desde el mismo  inicio, con los asesinatos que comete el personaje dúplex de Gabriela/Lorenzo(4) en un campo de tiro donde los jóvenes se preparaban para  formarse en la imagen de “ese indescriptible arquetipo que se denomina el  Hombre Nuevo”,(5) porque para la autora la risa tiene  una relación inevitable con la muerte, “con el acto de provocar la muerte”.(6) Y la muerte no es sólo vista como el fin de la vida, sino  también como el cese de determinadas estructuras y pautas impuestas por un  Estado  totalizador, es decir, como la  subversión de los límites de lo que era aceptable dentro de la autocracia. No  por azar la risa, fundamentalmente en su variante satírica, ha sido vista por  teóricos rusos como Iurí Borev, que padecieron este tipo de sociedades, como  “uno de los más fuertes y eficaces instrumentos contra los prejuicios y errores  [...], un medio que contribuye a la democratización y el progreso de la  sociedad”.(7)
como a sí misma. Obra tremendamente ambiciosa, aunque se limite  a un espacio y tiempo muy concretos, Ena consigue abarcar un mundo cultural y  conductual muy amplio a través de citas, parodias, apelaciones históricas y  literarias. Se trata de universos igualados en la trama por una risa que llega  a poner en juego conceptos hasta entonces tan canonizados como pudieran ser la verdad,  la justicia, el arte y hasta la vida humana, algo que se subraya desde el mismo  inicio, con los asesinatos que comete el personaje dúplex de Gabriela/Lorenzo(4) en un campo de tiro donde los jóvenes se preparaban para  formarse en la imagen de “ese indescriptible arquetipo que se denomina el  Hombre Nuevo”,(5) porque para la autora la risa tiene  una relación inevitable con la muerte, “con el acto de provocar la muerte”.(6) Y la muerte no es sólo vista como el fin de la vida, sino  también como el cese de determinadas estructuras y pautas impuestas por un  Estado  totalizador, es decir, como la  subversión de los límites de lo que era aceptable dentro de la autocracia. No  por azar la risa, fundamentalmente en su variante satírica, ha sido vista por  teóricos rusos como Iurí Borev, que padecieron este tipo de sociedades, como  “uno de los más fuertes y eficaces instrumentos contra los prejuicios y errores  [...], un medio que contribuye a la democratización y el progreso de la  sociedad”.(7)En torno a la obra de Ena Lucía se ha establecido, sin embargo, cierto “eco crítico” —curiosamente, esto viene a ser apropiado o cómodo para la oficialidad— que identifica su humor con la superficialidad carente de penetración o interés por actuar sobre la realidad. Este eco puede rastrearse por el estudio “Erizar y divertir: la poética de Ena Lucía Portela”, de Nara Araújo, donde se señala entre sus características un supuesto “apoliticismo explícito” mientras se define una “mirada jovial, alegre y festiva”, y precisamente, por ejemplo, acerca del carácter marginal de los personajes (Fabián, Camila, Bibiana y Emilio U), llega a afirmarse que “[...] están desprovistos de marcas transgresoras porque ignoran la medida de la transgresión y/o la perversión; no se trata de inmoralidad sino de amoralidad”.(8) Este argumento alcanza una proporción aún más significativa en el ensayo “Guanajerías postsoviéticas: apuntes ético-estéticos en torno al humor en la narrativa de Ena Lucía Portela”, de Odette Casamayor, y que encontró su validación en el premio “José Juan Arrom”, coauspiciado por La Gaceta de Cuba. A pesar de enfocarse específicamente en Cien botellas en una pared, Odette hace generalizaciones sobre su novelística y, basándose en consideraciones de los teóricos Giles Lipovetsky y Fredric Jameson sobre el valor de la risa postmoderna —donde se ha cambiado la concepción bergsoniana de la risa con una significación social, colectiva, de crítica al entorno, por una risa vacía, ingrávida, narcisista—, llega a aseverar, cuando alude a la protagonista de la novela ganadora del premio Jaen 2002:
La burla, en fin, asoma juguetona entre las palabras de quien no puede imaginar que exista otra vida más allá del cínico flotar sobre lo cotidiano. Pero insisto en que es burla ingrávida, risa vacía que no busca ejercer ninguna presión sobre la actualidad. No hay, en resumen, miradas melancólicas ni resentidas, sólo risitas, guanajerías.(9)
     La aplicación quizás demasiado simplificadora de  estas concepciones de teóricos claves del postmodernismo a la risa y la parodia  en la obra de Ena Lucía, en mi opinión, reducen, esquematizan las múltiples “sonoridades  semánticas” de sus historias y personajes, incluso el papel de las nuevas funciones  éticas de que son portadores inevitablemente. Aunque el criterio sobre el  carácter vacío o flotante de la parodia y la risa en el arte y la literatura  postmoderna sea el más extendido, voces autorizadas han disentido y presentan  un cuadro menos homogéneo o absoluto del asunto, como es el caso de Linda  Hutcheon, quien en su artículo “La política de la parodia postmoderna” se  refiere al hecho de que esta “es una forma problematizadora de los valores,  desnaturalizadora, de reconocer la historia (y mediante la ironía, la política)  de las representaciones”,(10) y cuestiona el  hecho de que Fredric Jameson considere “pastiche o parodia vacía a la cita  irónica postmoderna”,(11) pues, según ella,  “a la luz de las voces paródicas pero individuales de escritores como Salman  Rushdie y Angela Carter, para mencionar sólo dos, semejante posición parece  difícil de defender”.(12) Todavía más: para  Hutcheon, esta posición “podría ser pasada por alto —si no hubiera demostrado  que tiene tantos seguidores”.(13)
 parodia  en la obra de Ena Lucía, en mi opinión, reducen, esquematizan las múltiples “sonoridades  semánticas” de sus historias y personajes, incluso el papel de las nuevas funciones  éticas de que son portadores inevitablemente. Aunque el criterio sobre el  carácter vacío o flotante de la parodia y la risa en el arte y la literatura  postmoderna sea el más extendido, voces autorizadas han disentido y presentan  un cuadro menos homogéneo o absoluto del asunto, como es el caso de Linda  Hutcheon, quien en su artículo “La política de la parodia postmoderna” se  refiere al hecho de que esta “es una forma problematizadora de los valores,  desnaturalizadora, de reconocer la historia (y mediante la ironía, la política)  de las representaciones”,(10) y cuestiona el  hecho de que Fredric Jameson considere “pastiche o parodia vacía a la cita  irónica postmoderna”,(11) pues, según ella,  “a la luz de las voces paródicas pero individuales de escritores como Salman  Rushdie y Angela Carter, para mencionar sólo dos, semejante posición parece  difícil de defender”.(12) Todavía más: para  Hutcheon, esta posición “podría ser pasada por alto —si no hubiera demostrado  que tiene tantos seguidores”.(13) 
           Entre lo espeso del entramado social que Ena Lucía  refiere en su segunda novela —quizás la más difícil para el receptor, de las  cuatro publicadas hasta el momento, debido a los constantes juegos  lingüísticos, cambios estructurales, espaciales y temporales, así como de  narrador— parece que nada escapa a su ojo afilado. No escapan ni las  estratificaciones dominantes, ni las instituciones de control y represión  sociales, las nuevas élites de la estructura socialista (burocracia, militares,  gerentes), ni los medios de información y propaganda (al espacio estelar de la  televisión le llama “el noticiero del ñame”), ni las normas del habla y  retóricas restrictivas, además de las expresiones de supervivencia y adaptación  más regulares del cubano, como el clásico camaleonismo, instinto de simulación  o conservación: “Gabriela optó por simular. Sí, porque simular equivalía a  subsistir.”(14) Dentro de este simulacro destaca, poco  espiritualizada, modelo de “casta malvada”,(15) la vida literaria.
       En la “batahola tropical” de los años noventa, la  “palabra autorizada” queda a ras del piso, y más abajo también; el llamado  canon cultural se invierte, se carnavaliza, se torna objeto paródico, y  establece un diálogo intertextual problemático, para nada gratuito, con la  cultura del pasado, cultura que a la vez sirve de vehículo a la autora para  satirizar el presente y la efectividad de los mecanismos de poder sobre los  individuos. Nada ilustra mejor esto que aquel pasaje de su vida estudiantil que  un personaje, Hojo Pinta, le cuenta en un cine habanero al protagónico,  Gabriela/Lorenzo. Se trata de las memorias de una frustrada puesta en escena de  la tragedia Otelo por un grupo de  estudiantes en una típica escuela al campo, prototipo de la institución  reguladora de las nuevas generaciones dentro de la Revolución, mixtura de estudio  y trabajo. Tal como lo entiendo, estamos ante uno de los fragmentos de mayor  comicidad en la historia de la narrativa cubana. En consonancia con las  continuas alusiones al cine durante toda la novela, este “cuento” caricaturesco  de la representación accidentada tiene una visualidad cinematográfica  impactante y le hace un guiño a las comedias del cine silente, en especial a  aquel espacio de la televisión cubana que fuera entretenimiento obligado cada  fin de semana para los pequeños (amiguitos,  papaítos y abuelitos) de la generación de la autora. La risotada, el choteo  y la broma aportan al volumen de sentido de la poética de Ena una reacción  contra lo excesivo del papel didáctico asignado a la cultura y a la rigidez del  medio escolar. Resulta sintomático que la fuerza corrosiva de su comicidad se  constate más por la distancia psicológica respecto a un marco social que es constantemente  ridiculizado, denunciado como extremo o estándar del vacío de la retórica  normativa, aún cuando sus personajes —es el caso de Gabriela/Lorenzo o de Zeta  en Cien Botellas...— parezcan vivir al margen, apolíticos, “flotando” indolentes.
     En la “batahola tropical” de los años noventa, la  “palabra autorizada” queda a ras del piso, y más abajo también; el llamado  canon cultural se invierte, se carnavaliza, se torna objeto paródico, y  establece un diálogo intertextual problemático, para nada gratuito, con la  cultura del pasado, cultura que a la vez sirve de vehículo a la autora para  satirizar el presente y la efectividad de los mecanismos de poder sobre los  individuos. Nada ilustra mejor esto que aquel pasaje de su vida estudiantil que  un personaje, Hojo Pinta, le cuenta en un cine habanero al protagónico,  Gabriela/Lorenzo. Se trata de las memorias de una frustrada puesta en escena de  la tragedia Otelo por un grupo de  estudiantes en una típica escuela al campo, prototipo de la institución  reguladora de las nuevas generaciones dentro de la Revolución, mixtura de estudio  y trabajo. Tal como lo entiendo, estamos ante uno de los fragmentos de mayor  comicidad en la historia de la narrativa cubana. En consonancia con las  continuas alusiones al cine durante toda la novela, este “cuento” caricaturesco  de la representación accidentada tiene una visualidad cinematográfica  impactante y le hace un guiño a las comedias del cine silente, en especial a  aquel espacio de la televisión cubana que fuera entretenimiento obligado cada  fin de semana para los pequeños (amiguitos,  papaítos y abuelitos) de la generación de la autora. La risotada, el choteo  y la broma aportan al volumen de sentido de la poética de Ena una reacción  contra lo excesivo del papel didáctico asignado a la cultura y a la rigidez del  medio escolar. Resulta sintomático que la fuerza corrosiva de su comicidad se  constate más por la distancia psicológica respecto a un marco social que es constantemente  ridiculizado, denunciado como extremo o estándar del vacío de la retórica  normativa, aún cuando sus personajes —es el caso de Gabriela/Lorenzo o de Zeta  en Cien Botellas...— parezcan vivir al margen, apolíticos, “flotando” indolentes. 
         La aparente indiferencia, manejada por un narrador  divertidísimo y avispado, perspicaz, axiomático a retazos, deviene arma poderosa  que plantea la distancia necesaria para el análisis a fondo de múltiples  contextualidades o potencialidades históricas. A la vez que se recrea una  ruptura con los cánones de la cultura occidental, y con paradigmas del modelo político  cubano, se construye también una relación de responsabilidad crítica con las  circunstancias epocales. El diálogo paródico con Shakespeare y su teatro, es el  pretexto —como lo fuera para el clásico inglés en su época, cuando jugaba con  la historia de otros países a fin de meditar o iluminar la suya propia —, para enjuiciar imaginarios  y subjetividades configurados desde el poder o a través de la centralización de  los discursos oficiales. La Educación, sistema de asistencia y de control  privilegiado desde el siglo XIX en América por las fuerzas del positivismo, y  reclamada no menos por la Revolución como uno de sus pilares, es desviserada desde  el mismo inicio de la novela, cuando el narrador arremete contra la “gloriosa  Colina” y sus prácticas, hasta este pasaje a que he hecho referencia. El estilo  de la enseñanza va a llenarse de tantos pasteles lanzados que, ahora, caídas  las máscaras, y sustituidas las modelaciones por la huella humana y física,  exhibe finalmente su fétida desnudez. Veamos cómo el narrador presenta el espacio  donde se celebrarán los acontecimientos referidos por Hojo Pinta:
 desde el siglo XIX en América por las fuerzas del positivismo, y  reclamada no menos por la Revolución como uno de sus pilares, es desviserada desde  el mismo inicio de la novela, cuando el narrador arremete contra la “gloriosa  Colina” y sus prácticas, hasta este pasaje a que he hecho referencia. El estilo  de la enseñanza va a llenarse de tantos pasteles lanzados que, ahora, caídas  las máscaras, y sustituidas las modelaciones por la huella humana y física,  exhibe finalmente su fétida desnudez. Veamos cómo el narrador presenta el espacio  donde se celebrarán los acontecimientos referidos por Hojo Pinta:
De aquella escuelucha de mala muerte en Alquízar, una más entre tantas regadas por la campiña de la Isla endiablada. Una del montón sin énfasis en la ciencia y la tecnología, en general sin énfasis, donde los muchachos, en modo alguno superdotados, no padecían once turnos diarios ni estudiaban dos lenguas extranjeras a un tiempo con técnicas audiovisuales en un sofisticado laboratorio, y sí trabajaban en el campo, bajo el ardiente sol de todas las tardes en una infinita, detestable, policroma sobre lo cálido, rojo amarillo naranja, preciosa plantación de margaritas japonesas [...].(16)
Y es que las historias contadas por los narradores  de Ena Lucía siempre tienen un doble fondo, un fondo que atraviesa las membranas  de esa comicidad, esa jovialidad en apariencia light, de luminosa indiferencia, para instaurarse en el reino de la  tragedia y la oscuridad. Tras el rapto de la carcajada, al lector no se le  permite la tranquilidad de la simpleza dulzona de una risa cándida que deje de  lado la amargura de una verdad triste por cercana, y demasiado contundente como  para que la ficción pueda desnaturalizarla. Por tanto, el sabor que permanece no  será nunca el del simple espectador de la muchedumbre que anda de paso y ríe  frente al ridículo ajeno, ni tampoco la inocente trivialidad de Gabriela/Lorenzo.  La impresión más fuerte que cala en nosotros, es, por el contrario, esa que  encontramos en Hojo Pinta, o sea, la del  que ha quedado en ridículo, y que es lo que  lo  convierte en el tipo corrosivo, cínico, “sin paz con nadie”, redactor de El Hideputa. Su propio nombre (mal  escrito/sobrescrito) es en sí mismo una advertencia para el lector. Como el  «ojo pinta» que se deja sobre la superficie recién pintada con el propósito de  alertar al caminante a quien, de hecho, se supone distraído, el nombre del  personaje es también un llamado de atención. Más aún; con solo leer su nombre,  con sólo pasar la mirada sobre el ojo del personaje, el lector inevitablemente  queda pintado, esto es, marcado por esa corrosividad que mencioné antes. En uno  de los no escasos ejemplos de metatextualidad con que tensa la autora sus  narraciones, vemos cómo esa capacidad de desorientar, y que parece meramente  lúdica, trivial, en realidad exige un lector que se percate de esos cuerpos  oscuros que pueden proyectarse en la cueva de la risa, y sobre otro fondo no  menos esencial, el terrible fondo de la tristeza:
lo  convierte en el tipo corrosivo, cínico, “sin paz con nadie”, redactor de El Hideputa. Su propio nombre (mal  escrito/sobrescrito) es en sí mismo una advertencia para el lector. Como el  «ojo pinta» que se deja sobre la superficie recién pintada con el propósito de  alertar al caminante a quien, de hecho, se supone distraído, el nombre del  personaje es también un llamado de atención. Más aún; con solo leer su nombre,  con sólo pasar la mirada sobre el ojo del personaje, el lector inevitablemente  queda pintado, esto es, marcado por esa corrosividad que mencioné antes. En uno  de los no escasos ejemplos de metatextualidad con que tensa la autora sus  narraciones, vemos cómo esa capacidad de desorientar, y que parece meramente  lúdica, trivial, en realidad exige un lector que se percate de esos cuerpos  oscuros que pueden proyectarse en la cueva de la risa, y sobre otro fondo no  menos esencial, el terrible fondo de la tristeza:
Quizás por eso, por andar de conspiradora y embustera, muy a solas consigo misma, no captó el doble fondo de la historia de Hojo, un doble fondo que consistía, por una de esas paradojas con las que tal vez Alguien juega a desorientarnos, en la más absoluta falta de fondo. Confundió lo transparente con lo denso, lo árido con lo fértil, lo dulce con lo amargo. Como quien observa a través de un catalejo o se asoma a un pozo en busca de la prenda extraviada, confundió lo distante con lo próximo. El cetro partido de la tragedia con el gorro de cascabeles de la comedia, tan revueltos en la vida, tan revueltos en los dramas de Shakespeare y en las novelas y relatos de Emilio U.(17)
 Propongo que los personajes de sus tres primeras  novelas, situados en un espacio signado por la necesidad de
     Propongo que los personajes de sus tres primeras  novelas, situados en un espacio signado por la necesidad de sobrevivir, lejos  de despegarse de sus resistencias temporales, agonizan y están debatiéndose  entre el componente circunstancial de sus identidades, espoleados duramente por  la violencia, ya sea sexual, étnica, política o familiar, que siempre deja  marcas, en la carne y en el espíritu. Eso sí, son personajes que exhiben en sus  acciones y pensamientos las cicatrices y carencias que provocan el desamor y la  intolerancia, y el humor sólo es una coraza contra un sistema de normas y creencias  que limitan su libertad o tuercen su destino.
 sobrevivir, lejos  de despegarse de sus resistencias temporales, agonizan y están debatiéndose  entre el componente circunstancial de sus identidades, espoleados duramente por  la violencia, ya sea sexual, étnica, política o familiar, que siempre deja  marcas, en la carne y en el espíritu. Eso sí, son personajes que exhiben en sus  acciones y pensamientos las cicatrices y carencias que provocan el desamor y la  intolerancia, y el humor sólo es una coraza contra un sistema de normas y creencias  que limitan su libertad o tuercen su destino.
           Gabriela/Lorenzo busca, sobre todo busca su unidad,  su mismidad y alteridad, el amor (“Yo buscaba que me abrazaran para hacerme la  idea de que me querían, aunque fuera por un rato [...] Pero, así y todo, yo  quería que me quisieran...”),(18) porque es un  caminante, alguien centrado en la posibilidad permanente de descubrir desde el  sacrificio. Y un caminante no se distingue por su ingravidez, sino por su  indetenible apego al camino, aunque sea, como es el caso, como una sombra. Las hermosas páginas finales  de esta novela, de un lirismo impactante, aún cuando no se desplace del todo el  estilo burlón, cínico, mantenido consecuentemente, confirman la anhelante búsqueda.  El encuentro con Aimée, “la más generosa de las mujeres”, aunque conlleve a la  muerte o al abandono del cuerpo propio “como una cáscara vacía”(19) sobre el de ella, insiste en la reafirmación del ser  individual y es un canto a la posibilidad de que la utopía íntima, llevada al  límite del “infierno de los otros”, o traspasado este límite, sea una imagen no  menos real y habitable.
Notas
1. Al respecto puede consultarse el trabajo, de Nara Araujo, “Erizar y divertir: la poética de Ena Lucía Portela”, referido a sus primeros cuentos y a su novela El pájaro, pincel y tinta china, en: Diálogos en el umbral, Ed. Oriente, Santiago de Cuba, 2003.
2. Nara Araujo, ob. cit., p. 110.
3. Alberto Abreu Arcia: Los juegos de la escritura o la (re)escritura de la Historia, Ed. Casa de las Américas, La Habana, 2007, p. 12.
4. El narrador, casi al inicio de la novela, en un acto de generosidad con el lector, le explica, acudiendo a juegos con la propia historia de la literatura, la naturaleza de su personaje protagónico: “Entre ellos, proyectos de ciudadanos prósperos, felices y muy patrióticos, futuros hombres nuevos por ahora igualiticos a sus congéneres de todas las épocas, se encuentra Lorenzo Lafita. Y, en su mismo espacio, también se encuentra Gabriela Mayo. No se trata de dos personas distintas, ni de una sola con doble personalidad, ni de la metamorfosis de Orlando [...] Sólo están ahí ambos. A veces se manifiesta Lorenzo y a veces Gabriela [...]” Ena Lucía Portela: La sombra del caminante, Ed. Unión, La Habana, 2001, pp. 11-12.
5. Ena Lucía Portela, ob. cit., p. 11.
7. Iuri Bórev: “La sátira y la democracia”, en «El pensamiento cultural ruso» en Criterios, trad. Desiderio Navarro, Ed. Centro Teórico Cultural Criterios, La Habana, 2009, p. 307.
8. Nara Araújo, ob. cit., p. 98.
9. Odette Casamayor: “Guanajerías postsoviéticas: apuntes ético-estéticos en torno al humor en la narrativa de Ena Lucía Portela”, en La Gaceta de Cuba, no. 6, nov.-dic., La Habana, 2009, p. 4.
10. Linda Hutcheon: “La política de la parodia postmoderna”, en: «El Postmoderno, el postmodernismo y su crítica» en Criterios, comp. y trad. Desiderio Navarro, Ed. Centro Teórico Cultural Criterios, La Habana, 2007, p. 300.
14. Ena Lucía Portela, ob. cit., p. 33.
 
  