La monstruosa creación de las imágenes divinas

Patricia Saldarriaga, Middlebury College

Dios estaba vestido de sí mismo,
hermoso para los santos y enojado para los perdidos.
Francisco de Quevedo, El juicio final

           

 

 

 

     La teratología (del griego antiguo theratos, monstruo), concebida como el estudio de lo monstruoso, estudia las anomalías del organismo animal y vegetal. Definimos lo monstruoso como aquello que no se ajusta a nuestros parámetros de conocimiento o nuestras convenciones estéticas. Se es un monstruo cuando se llega a los límites de lo sobrenatural, cuando se es anormal, cuando se transgrede la ley cívica y de la naturaleza (Foucault 1975). En su libro Monstruos y prodigios, Ambrosio Paré se remonta a Isidoro de Sevilla (560-636) para presentarnos cinco paradigmas de lo monstruoso: “los portentos, ostentos, monstruos, prodigios y maravillas”. Todos ellos, “anuncian, manifiestan, muestran y predicen algo futuro”. Héctor Santiesteban Oliva, en su Tratado de monstruos. Ontología teratológica, añade las características mnemotécnicas de los monstruos pues la imagen visual de los mismos, ya sean reales o imaginarios, tiene un impacto psicológico en la mente humana. El hombre, a lo largo de la historia, ha construido su propio imaginario de la monstruosidad y éste, en muchas instancias, ha sido utilizado para representar y manifestar el poder divino o incluso a la divinidad misma. En este ensayo estudiaremos la representación y concepción de lo monstruoso en sus intersticios con la divinidad.
     Algunos estudios antropológicos, como el caso de Mircea Eliade y Roger Caillois, se han concentrado en la relación entre el hombre y la religiosidad. En su libro Historia de las creencias y de las ideas religiosas, Eliade propone que lo sagrado se nos manifiesta en nuestro mundo profano a través de una experiencia hierofánica, concepto que de por sí implica la utilización de un contexto distinto al de nuestra cotidianeidad, un contexto anormal, no profano y hasta monstruoso: “Un objeto se hace sagrado en cuanto incorpora (es decir revela) otra cosa que no es él mismo” (37). Esta manifestación hierofánica está en contraposición al proceso inverso, es decir a la inclusión de elementos profanos en el contexto de lo sagrado. En El hombre y lo sagrado, Roger Caillois resalta el movimiento dialéctico implícito en lo sagrado. Según esta teoría, todo aquello que constituye lo sagrado tiende a separarse en fuerzas antagónicas y complementarias. Se trata de una gran ambigüedad que nos permite percibir lo sagrado por medio de sentimientos oximorónicos (respeto y aversión, deseo y temor, etc.)  (33). Lo interesante, según la teoría de Caillois, es que en esta separación antagónica, cada extremo y cada uno por su lado, provoca las mismas reacciones ambivalentes que los hicieron aislarse del otro. Si en el imaginario cristiano lo sagrado se dividió en categorías maniqueístas tales como Dios/diablo, el bien/el mal, cada una de estas partes separadas y de forma independiente, provoca en los fieles las mismas ambivalencias duales que los separó. Y así, según Caillois, se explican las dobles y paradójicas acepciones de los vocablos tales como “santo” (que también incluye lo manchado), sacer (“el que/ lo que no puede ser tocado sin mancharse o manchar”, tapu en polinesio o pomali en malayo que implican ambos, santidad y mancilla, lo impuro y lo puro (31). En palabras de Eliade, lo sagrado se manifiesta como algo ambivalente pues no sólo se trata de un orden psicológico (que atrae y repela), sino que también es importante el orden axiológico (es sagrado y mancillado) (38).
     Esta doble perspectiva de lo sagrado también se puede entrever en la teoría de Julia Kristeva. Esta crítica bulgo-francesa nos habla de lo “abyecto” como una respuesta a lo sagrado. En su libro Poderes de perversión, Kristeva define lo abyecto como aquello que se encuentra en un intersticio entre el sujeto y el objeto, algo que se expulsa del cuerpo o de un espacio al que usualmente pertenece. Lo abyecto es “todo aquello que perturba una identidad, un sistema, un orden. Aquello que no respeta los límites, los lugares, las reglas. La complicidad, lo ambiguo, lo mixto” (11). La abyección de sí, sería en última instancia, la expresión máxima de la humildad ante Dios. Según Kristeva, el hombre tiene un comportamiento paradójico hacia lo abyecto. Si lo abyecto, como el caso del cadáver de Cristo en la cruz, me acerca a dios, entonces sentimos una fuerte atracción hacia ese cadáver. Nos sentimos fascinados hacia lo sagrado. Por otro lado, lo abyecto nos separa, nos suprime y nos sujeta a un sistema (146).
     Desde los primeros concilios ecuménicos, la Iglesia se ha preocupado por definir la ontología y la representación de la divinidad. En el I Concilio de Nicea del año 325, se debatió sobre la consustancialidad entre Padre e Hijo y se dieron las bases doctrinales para combatir el arrianismo. Según esta doctrina, el hijo tenía un principio y un final al haber sido creado por Dios. Fue en este concilio cuando se redacta la primera versión del Credo, también conocida como el Credo de Nicena. Si bien el I Concilio de Nicea ratificó la consustancialidad entre padre e hijo, los siguientes concilios universales reconocidos por la iglesia, continuaron debatiendo la ontología divina y sobre todo, determinaron la doctrina de la iglesia. El motivo de estos concilios no era exclusivamente la ratificación de lo afirmado en reuniones anteriores, sino más bien, el combatir el surgimiento de doctrinas y movimientos herejes que cuestionaban la concepción de la divinidad o parte de ella. Si Arrio (256 - 336) constituyó un peligro para la Iglesia ya que ponía en duda la consustancialidad de la segunda persona y su naturaleza divina, Apolidar de Laudicea (310-390) refutó a los arrianos en la medida que afirmó que el alma de Cristo, encarnado en un cuerpo humano, no era humana sino divina. El apolinarismo fue condenado por cuestionar precisamente aquella grotesca maravilla hipostática de Cristo que se da gracias a la mezcla entre lo humano y lo divino. El I Concilio de Constantinopla (381) se concentró en la definición del Espíritu Santo y ratificó la condena a la herejía macedonia o pneumatómaca, la cual negaban la consustancialidad y la divinidad de la tercera persona. En este concilio se redactó el Credo niceno-constantinopolitano, el cual sólo se incorporó oficialmente en el Cuarto Concilio de Calcedonia (451). Pero en el I Concilio de Toledo (397) se añade el término Filioque, mediante el cual se reconoce que el Espíritu Santo “procede del Padre y del Hijo” y además se combate la doctrina de Prisciliano (Denzinger, párrafo 204). A estas herejías se le sumó posteriormente el nestorianismo o difisismo. Nestorio de Alejandría afirmaba la existencia de una separación entre Cristo hombre y Cristo Dios y por lo tanto se oponía a la concepción de María como la madre de Dios. Fue Constantino I quien convocó el Concilio de Éfeso (431), en el cual se condenó el nestorianismo y se declaró a María como la Theotokos o la madre de Dios. El neofismo, movimiento que negaba la parte humana de Cristo fue condenado en el Concilio de Calcedonia del año 451. En el II Concilio de Constantinopla (553) se retomó la discusión sobre la naturaleza de Cristo y se condenó la herejía monotelista. Asimismo, el concepto de la Trinidad continuaba siendo un punto álgido entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente. Fue en el año 787, durante el II Concilio de Nicea, cuando se debatió la iconoclasia o el rechazo a las imágenes divinas. Desde León III (717-741) se prohibieron los íconos ya que se asumía que la palabra y la imagen contenían la divinidad. Según los iconoclastas, la devoción iba dirigida al objeto/imagen en sí. Durante el reinado de Constantino V, la veneración de las imágenes se consideró una herejía y por lo tanto fue prohibida. Juan Damasceno, representante de la iconodulia, fue condenado por la iglesia por su defensa al ícono religioso. Para Damasceno, el espectador necesitaba la representación de la divinidad, la misma que estaba sin circunscribir, era sin forma e imposible de tocar (54). La representación del ícono, por lo tanto, se justificaba en la encarnación misma de Cristo (54). El espectador, para Damasceno, tenía que convertirse en un “lector” de imágenes ya que el ícono no contenía la divinidad sino que sólo la representaba. Los tratados de Juan Damasceno lograron unificar al mundo bizantino en lo que respecta al uso del ícono religioso. El IV Concilio de Constantinopla (859) discutió la cláusula Filioque que ya había sido añadida al Credo desde el I Concilio de Toledo. Este concilio condena la herejía de Focio. Los concilios posteriores celebrados en Occidente continúan prohibiendo herejías que osan interpretar la ontología trinitaria, el caso de Joaquín de Fiore, quien recibió anathema en el IV Concilio de Letrán (1215), o el caso de la doctrina de Lutero discutida en Trento. Durante este último concilio se utilizaron, en gran parte, los argumentos de Juan Damasceno en defensa de los íconos religiosos.
     El gran número de doctrinas herejes que fueron surgiendo a lo largo de la historia demuestran que la ontología y la representación de la Trinidad siempre ha provocado divergencias entre los creyentes. Pero lo importante de resaltar aquí es que la represión de los herejes en realidad fomentó y motivó la discursividad sobre la ontología divina. A mayor oposición al Espíritu Santo, mayor fue la codificación y aclaración de la consustancialidad de la tercera persona. Y es que el caso del Espíritu Santo ha sido el más debatido y éste, a su vez, fue una de las causas responsables de la separación de las Iglesias de Oriente y Occidente.
     En el arte religioso, la iconografía trinitaria estaba detalladamente codificada. En su libro El pintor christiano y erudito, Juan Iterián de Ayala (1656-1730) nos resume la manera en que la tercera persona debía ser representada:

Quando se ha de pintar al Espíritu Santo, no se nos debe representar en otra figura, que aquella en que se apareció en el Jorda, y que nos pinta el Sagrado Texto con estas palabras: Y baxó el Espíritu Santo sobre él en figura corporal como de paloma (Lucas 3:22): y de esta misma manera se le pinta muy bien en el cenáculo de Jerusalen, quando baxó sobre los Apóstoles con una multitud de lenguas de fuego (109-10).

Iconografía, que como María del Consuelo Maquíver lo demuestra en su libro De lo permitido a lo prohibido. Iconografía de la Santísima Trinidad en la Nueva España, se incluye en escenas relacionadas al bautismo, la coronación de María, el Pentecostés, el Lagar místico, temas angélicos, el Trono de Gracia, los lienzos de ánimas, las representaciones de la Santa Cena, etc. Esta historiadora demuestra que en el arte novohispano, la representación de la Trinidad, siguió en gran parte los textos del evangelio. Así, la figura de la tercera persona se representó en forma de paloma, de lenguas de fuego de Pentecostés, de rayos de luz y también de forma antropomorfa, es decir como un adulto de unos 30 años (71-72). En la visión clásica, al Padre se le representa como una persona mayor que al hijo, ambos están separados físicamente y en el medio se ubica la paloma del Espíritu Santo. Maquíver incluye la representación de ambos en el acto de abrazarse en algunas imágenes de Puebla (87). De forma paralela a la representación clásica, existía un gran número de matices no ortodoxos que fueron utilizados en el debate herético en contra de la trinidad y que fueron calificados como monstruosos por los cristianos. Escuchemos al Cardenal Berlam (tomo I, Controv. lib.2. cap. 8. p. 1515) hablando de los protestantes de Hungría:

Es cosa [dice] que no puede tolerarse, que los Pintores se atrevan por su capricho, ó antojo a fingir Imágenes de la Santísima Trinidad; por ejemplo, quando pintan a un hombre con tres caras, ó con dos cabezas, y en medio de ellas a una paloma. Esto parece cosa monstruosa, y que mas ofende con su deformidad, de lo que puede servir de utilidad con tal semejanza. Por esto los Protestantes de Ungría en su obra, que escribieron contra la Trinidad, en el lib. I, cap. 4 juntaron muchas maneras de Imágenes de la Trinidad y las propusieron como monstruos irrisibles, dándoles el nombre de Cerberos, de Ceryones, de Janos de tres frentes, de monstruos, y de ídolo: nuestros Pintores son los que dieron ocasión a que prorrumpiesen ellos en semejantes blasfemias (Iterián de Ayala 110).

Según el propio Iterián de Ayala:

Ya hice antes mención (Lib. I, cap. 7, n.2 ) de una imagen absurdísima, y monstruosa, que algunos pésimos Pintores quieren que sea de la Sacratísima Trinidad; en la qual, no habiendo mas que una sola cara, se ven tres narices, tres barbas, tres frentes, y cinco ojos. Mejor se diría, que esta no era imagen de la Santísima Trinidad, sino un monstruo horrible, disforme, y digno de las mayores execraciones (110).

Se trata de la imagen del rostro trifásico que incluimos a continuación (Figuras 1 y 2). Santiesteban Oliva ha resaltado la importancia de la etología o ciencia que estudia la relación entre el hombre y el animal. Como bien lo formula este tratadista, muchas veces ambos “se funden en un solo ser” (245) ya sea en representaciones substitutas (fábulas) o como seres imaginarios simbióticos (monstruos). Para Santiesteban Oliva, una aproximación naturalista-humanística nos permite visualizar la universalidad del monstruo y debería, asimismo, posibilitarnos un mejor entendimiento del hombre (245). El hombre de por sí no es consustancial con el animal (246) de la misma manera que la divinidad no lo es con el hombre. Santiesteban resalta la cualidad del monstruo de compartir una naturaleza común entre hombres y animales. Más aún, afirma que la existencia del monstruo vista desde un enfoque etológico debe abordarse desde un estudio de lo espantoso pues “la noción de lo horrible es filogenéticamente heredada” (247):

Los portentos tienen un asiento profundo en el aparato psíquico del hombre; de ahí partimos para llevar aún más lejos dicha proposición: el monstruo tiene un asentamiento en el sistema filogenético humano. El prodigio se forma a partir de los temores puntuales que hacia ciertos animales siente el hombre de una manera instintiva. Esto es: nadie le enseña al niño a temer a una tarántula, y ningún adulto deja de sentir temor ante una fiera embravecida. Existen despliegues conductuales que son propiamente amenazantes; de estos despliegues amenazantes está hecho el monstruo. El hecho de que dichos despliegues sean amenazantes per se, quiere decir que son amenazantes a priori; no son aprendidos sino heredados; forman parte integral del aparato psíquico (248).

Lo que propone Santiesteban Oliva sería entonces una re-evaluación de la etología para entender el impacto del monstruo en la mente humana ya que el animal puede ser una vía cognoscitiva para el hombre: a través de los animales también podemos aprehender la divinidad. Es justamente esta relación entre el hombre y el animal la que será relevante para la representación de lo sagrado. Si consideramos tanto la dualidad psicológica (atracción y repulsión) como la axiológica (sagrado y mancillado) de la noción de lo sagrado propuesta por Eliade y Callois, no nos extraña que el imaginario cristiano haya utilizado animales tan diversos para representar dicho concepto: Por un lado tenemos el símbolo de la paloma para representar la benevolencia y por el otro el monstruo dragón de varias cabezas o el cabrón representando el mal. Lo monstruoso sólo se prohíbe cuando la idea a representarse coincide con el aspecto positivo de la divinidad; sin embargo, cuando se trata de la versión opuesta de lo sagrado, el monstruo (dragón de múltiples cabezas) se utiliza como instancia amenazante y poderosa, intermediara del poder divino. Y aún así, las imágenes trinitarias, parecen ser consideradas monstruosas sólo cuando son deformes y amenazantes (representación trifásica) y no cuando se utiliza un tropo para substituir la divinidad con un animal (paloma) o una sinécdoque de la naturaleza (luz, fuego). De esta forma, la representación del Espíritu Santo a través de la paloma y de la lengüeta de fuego son totalmente aceptadas a pesar de ser imágenes absolutamente grotescas según los conceptos bachtinianos. Por otro lado, los rostros trifásicos se prohíben puesto que sí son deformes y se asemejan sin duda a las maravillas y portentos que podemos apreciar en la literatura sobre los monstruos, como los perros cerberos de tres cabezas (Figura 3) o a un Jano clásico de dos rostros. Tiziano (1477-1576), sin embargo, representó la alegoría del tiempo gobernado por la prudencia (Figura 4) por medio de un rostro trifásico monstruoso y humano apoyado sobre otro trifásico animalesco. Como alegoría del tiempo, los tres rostros muestran simultáneamente las fases de la vida. Para representar el pasado coloca su propio autorretrato sobre la cabeza de un lobo, en el presente se aprecia la imagen de su hijo montado sobre el rostro de un león y representando el futuro, la imagen de su nieto pintada sobre la cabeza de un perro. De hecho, esta imagen de Tiziano que nos remite al dios egipcio Serapis y al mismo Jano, utiliza la monstruosidad para resaltar cualidades morales de los humanos atribuibles también alegóricamente a los animales. La prudente similitud entre el hombre y el animal, por lo tanto, nos permite aceptar al monstruo construido por Tiziano.
     Es importante resaltar que la representación por medio de lengüetas de fuego (Hechos 2, 1-2) y los rayos o senda de luz es ampliamente aceptada para la representación de la tercera persona de la trinidad a pesar de las múltiples asociaciones paganas con esta misma imagen, a saber, la deidad inca, la metamorfosis de Zeus en lluvia de oro en el momento que viola y encarna en el cuerpo de Dánae, etc. Me imagino que estas asociaciones paganas son las que precisamente evitan y motivan las prohibiciones para representar al Espíritu Santo en forma aislada y antropomorfizada. Maquívar menciona el caso de Crescende de Kaufbeuren, quien tuvo visiones del Espíritu Santo como un joven guapo y opuesto que se le aparecía sin la compañía del Padre y del Hijo y que, en consecuencia, fue vigilada hasta su muerte (198).
     Para Juan Damasceno, la representación de la divinidad antropomorfizada se justifica con la encarnación de Cristo. Si Cristo había tomado forma humana, entonces su visualización en el ícono era posible ya que era un proceso paralelo de circunscripción. Como lo explica Maquívar, la representación clásica de la tercera persona fue difundida desde los inicios de la evangelización hasta el siglo XVIII y la representación antropomorfa tuvo también acogida en el virreinato pues no estuvo explícitamente prohibida. Maquívar nos recuerda que la representación de la trinidad como tres personas idénticas se basa en la Teofanía de Mambré (Génesis 18, 1-5), también conocida como la “Hospitalidad de Abraham” en la cual Abraham ve llegar a “tres varones” a la puerta de su casa y él se postra en la tierra respondiéndole al Señor como si le estuviera hablando a una sola persona (183). Esta misma historiadora afirma enfáticamente que la representación de la visión antropomorfa del Espíritu Santo fue lícita puesto que no fue prohibida por el breve de Benedicto XIV titulado Sollicitudini Nostrae, texto reproducido por completo en el libro Dieu Dans l’art de Francois Boespflug (198). Más aún, el apartado # 34 de dicho libro habla del “carácter lícito y tolerable de esta forma de representar a la Trinidad por tres hombres del mismo aspecto y con la misma cara” (Maquívar 204). Como lo demuestra la misma historiadora, la iconografía de la Trinidad antropomorfa dejó de usarse en España el siglo XVI (213), mientras que en México no se discutió su uso en el IV Concilio Mexicano (216) y las imágenes proliferaron hasta el siglo XVIII y XIX, ejemplos de los cuales se pueden ver en múltiples templos e iglesias mexicanas. A pesar de que la representación antropomorfa no estaba prohibida explícitamente,  eruditos como Juan de Iterián de Ayala, sin embargo, aconsejaban a los pintores y escultores evitar esta representación antropomorfa:

Hemos visto también otro modo de pintar a la Santísima Trinidad, que es el que voy a referir. Veíanse pintados en una tabla tres hombres con los semblantes muy parecidos, de una misma estatura, y en los colores, vestidos, y lineamentos del todo semejantes, é iguales. Esta Pintura, aunque ni con mucho, es tan exótica, y absurda como la primera; con todo no parece bien. Pues, aunque de este modo, se guarde la igualdad, y coeternidad de las tres Personas Divinas, falta, sin embargo, el carácter, y distintivo (por decirlo así) de cada una de las Divinas Personas: además, que en estas cosas, que por su dignidad, y excelencia son tan respetables, se ha de procurar evitar, y huir todo género de novedad (111).

La representación antropomorfa, por lo general, incluye a una trinidad idéntica. En algunos casos, las tres instancias se pueden diferenciar gracias a los atributos iconográficos específicos que se asocian con cada persona. Si observamos, por ejemplo, la imagen de la Trinidad que se encuentra en la Templo de Juan Bautista de Guanajuato (ver imágenes 5-6), notaremos que las tres figuras comparten el mismo rostro de Cristo, pero estos jóvenes son reconocibles por su respectiva iconografía. Así, la figura central es el Padre con el sol en el pecho; a la derecha, el hijo, con sus estigmas visibles; y el Espíritu Santo con la mano en el corazón (imagen 5). En la fachada de la Basílica de Guanajuato, es notoria la representación de la Trinidad en forma antropomorfa. Debajo de la imagen arquitectónica se tienen los elementos atribuibles a cada uno de ellos: El sol para la luz del padre, el cordero, símbolo de Cristo y la paloma para representar al Espíritu Santo (Figura 6).
     En sus Novenas a la Virgen, Miguel Sánchez utiliza la historia de la visita de Dios a Abraham para la meditación y honra de María. Es interesante aquí la descripción de la trinidad antropomorfa:

Dios, que siempre le asistió favoreciendole, quiso esmerarse visitandole. Disfrazóse en tres Angeles, y los Angeles en tres hombres. Caminó con ellos, y llegaron al tiempo del medio dia, quando Abraham estaba à la puerta de su tabernaculo haciendo de sus ojos atalayas de sus deseos. A breve distancia vió tres Peregrinos en todo, en la calidad, que ocultaban, en la hermosura de los Angeles, y en lo bien dispuesto de mancebos gallardos (89).

Según Miguel Sánchez, la instancia divina ha pasado por un proceso de transformaciones múltiples. Primero se ha disfrazado de ángel y posteriormente de humano. La simbiosis con lo otro parece concebirse como un disfraz, ropaje, o un significante extraño que incluye un significado trinitario. Lo mismo observamos en El juicio final de Francisco de Quevedo: “Dios estaba vestido de sí mismo, hermoso para los santos y enojado para los perdidos”. No se da una absorción de un naturaleza en la otra, se trata simplemente de una identidad substituta y por lo tanto no deforme y aceptada. De por sí ya la representación del ángel es una simbiosis de animal (alas) y hombre (rostro humano). La jerarquía celestial, determinada ya desde los escritos de Pseudo Dionisio Aeropagita, divide a los ángeles en grupos ternarios: los serafines, querubines y tronos; dominaciones, virtudes, potestades y finalmente principados, arcángeles y ángeles. Asumimos que Dios se disfrazó de ángel porque es el que más cerca está de los hombres, y luego dio un paso hacia lo terrenal.
     En la  Iglesia de San Francisco, Guanajuato, se encuentran dos representaciones de la estigmatización de San Francisco hechas por José Guadalupe García (Siglo XIX). En ambas obras (imágenes 7 y 8) se capta el momento en el que San Francisco se retira al monte de Alvernia en 1221 y recibe la aparición de un serafín de seis alas con el cuerpo de Cristo crucificado. Éste irradia rayos de luz desde sus cinco llagas y éstas se imprimen en el cuerpo de San Francisco imitando los estigmas de la Pasión de Cristo. Como el caso de la paloma del Espíritu Santo, la representación de Cristo crucificado se presenta por medio de una simbiosis entre hombre y pájaro, pero la imagen representa a Cristo como si estuviera siendo cargado por el mismo serafín. Se nota una separación de los cuerpos y el espectador contemporáneo tiene la impresión de que se trata de un disfraz o un vestido similar a lo propuesto por Sánchez en las Novenas a la Virgen y también por Leonardo e incluso por Goya en sus diseños de equipos voladores de los humanos (imagen 9).
     En la terminología de Sánchez podríamos afirmar que Dios se ha disfrazado de serafín para acercarse a San Francisco. El serafín, como en Juan Damasceno, se transforma en un significante incompleto que se encarna de significado cristológico. Se sugiere la confusión entre un animal alado y Cristo, pero no hay simbiosis y por lo tanto la imagen de lo sagrado no es tan amenazante. Por el contrario, gracias a esta incorporación, el cuerpo humano de Cristo puede levitar por los cielos de modo incluso más creíble dentro del imaginario cristiano y como ser sobrenatural, puede transferirle los estigmas en un instante milagroso.
     Otra representación de lo monstruoso en su relación de lo sagrado lo tenemos, asimismo, en algunas representaciones de la Virgen, especialmente el caso de la Virgen de Guadalupe. Es precisamente el libro Imagen de la Virgen María madre de Dios de Guadalupe […]de Miguel Sánchez (1594-1674) donde se hace explícita la asociación de la Virgen de Guadalupe con la mujer del Apocalipsis (imagen 11). Es en México, el nuevo Patmos, donde la Virgen o segunda Eva recibe las alas de águila para poder volar. El hecho que desde la Antigüedad, el águila se considera el único animal que puede mirar al sol sin quemarse, la convierte en animal aceptable para la representación divina. Recuérdese también que es el atributo del evangelista Juan y que las representaciones del Ars memorandi utilizan la figura del águila para posibilitar la memorización de los evangelios. Más aún, ese mismo animal deforme (águila bicéfala) sirvió de emblema para los Habsburgo (imagen 10).
     En la representación de Miguel Sánchez, el águila se asocia a la leyenda mexicana de la fundación de la ciudad sobre el nopal. El lienzo en sí de la Virgen, prueba del milagro de la aparición de la Guadalupe a Juan Diego, es considerado una maravilla y un prodigio hasta la actualidad. Según la Iglesia Católica, el lienzo data de 1531, año de la primera aparición en el cerro del Tepeyac, y supuestamente dicha imagen no ha sufrido transformación alguna. Independientemente de la credibilidad de las apariciones o del prodigio de la pintura en sí, es importante analizar la concepción de lo monstruoso en el siglo XVIII de parte de uno de los grandes pintores de la época, Miguel Cabrera. En un documento que data de 1756 titulado Maravilla americana y conjunto de raras maravillas observadas con la dirección de las reglas de el arte de la pintura en la prodigiosa Imagen de Nuestra Señora de Guadalupe de México que el pintor oaxequeño Miguel Cabrera escribiera a pedido del abad de la Colegiata para examinar el lienzo guadalupano, se afirma lo siguiente:

Intitulo esta obra: Maravilla americana; porque esta nuestra América fue la escogida por la Soberana Reina para ostentar las maravillas de su retrato. Llámola también: Conjunto de raras maravillas, porque a mí me parece que son muchas las que concurren en esta soberana pintura (506).

Cabrera nos explica las razones para clasificar la imagen como maravilla y a lo largo de todo el documento resalta el prodigio de la técnica, el dibujo y demás cualidades artísticas. Estas cualidades sobrenaturales, maravillosas, prodigiosas y monstruosas de la tilma, son para Cabrera, paradigmas de lo divino y esta posición la plasma en los ocho los párrafos que Sánchez le dedica al análisis del lienzo. Su juicio artístico califica así la técnica aplicada a la pintura:

Ya se ve que fuera gran monstruosidad en la naturaleza que un individuo fuera compuesto de cuatro especies distintas de animales. Pues a la verdad que poco menos deforme concibo yo en el arte un individuo, quiero decir, un artefacto o pintura, en quien concurriesen sobre la superficie de un solo lienzo cuatro especies de pinturas distintas, que son las que se admiran hermosamente unidas en el lienzo de nuestra Señora de Guadalupe (512).

Según Cabrera, la pintura muestra cuatro técnicas cuya combinación no había sido vista ni imaginada hasta el momento: el óleo, pintura al temple, de aguazo y labrada al temple (512). Y es precisamente esta mezcla inimaginable y monstruosa de técnicas la que, para Cabrera, convierte la tela impresa con la Guadalupe en una obra sobrenatural y divina. En su estudio titulado La libertad del pincel. Los discursos sobre la nobleza de la pintura en la Nueva España, Paula Mues Orts demuestra que Cabrera pretendía elevar el rango de la pintura al resaltar su nobleza teológica en la medida que podía representar temas divinos (319-331). Independientemente de las intenciones de Miguel Cabrera, lo monstruoso está íntimamente ligada a lo sobrenatural, lo maravilloso y lo divino.
     Si bien en este ensayo sólo nos hemos concentrado en un limitado número de manifestaciones como la representación de la trinidad, la simbiosis entre instancias divinas y animales, la imagen de la Virgen de Guadalupe, etc., las posibilidades para completar un estudio sobre la relación ente lo divino y lo monstruoso siguen siendo múltiples. Gracias a los movimientos herejes y a la posición de lucha ante esas herejías, el hombre y la Iglesia se han preocupado por definir y regular la representación de la divinidad. Esa misma represión ha posibilitado la discursividad sobre la ontología y la iconografía de lo divino. Y es que la representación de la divinidad por medio de aquello que consideramos monstruoso responde a esa doble codificación de la respuesta a lo sagrado de las teorías antropológicas. Por un lado nos sentimos atraídos hacia lo abyecto, lo monstruoso, porque de alguna manera nos acerca a Dios. Por el otro, la presencia de lo divinamente monstruoso representa también el poder divino, ya sea bondadoso o maléfico. El hombre, en un instante de abyección de sí, se siente simultáneamente atraído y distanciado de su propia monstruosa e imaginaria creación de las imágenes divinas.

Obras Citadas

Cabrera, Miguel.  “Maravilla americana”. En: De la Torre Villar, Ernesto & Ramiro Navarro de Anda. Testimonios históricos guadalupanos. México: Fondo de Cultura Económica, 2004. 494-528.

Callois, Roger. El hombre y lo sagrado. Trad. Juan José Domenchina. México: Fondo de Cultura Económica, 1984.

Denzinger, Enrique. El magisterio de la iglesia. Barcelona: Ed. Herder, 1963.       

Durkheim, Emilio. Las formas elementales de la vida religiosa. Buenos Aires: Schapire, 1968.

Eliade, Mircea. Tratado de historia de las religiones. México, D.F.: Ediciones Era, 1972.

Evans-Pritchard, E.E. Las teorías de la religión primitiva. Trads. Mercedes Abad & Carlos Piera. México: Siglo XXI, 1973.

Foucault, Michel. Historia de la sexualidad. La voluntad del saber. México: Siglo XXI, 1976.
---. Vigilar y castigar. 1975.

Iterian de Ayala, Juan. El pintor cristiano, y erudito. Publicación hecha en 1782. Traducción al castellano de Luis de Durán y Bastero.

Kristeva, Julia. Poderes de la perversión. México: Siglo XXI, 1988.

Mandavila, Juan de. Libro de las maravillas del mundo. Ed. Gonzalo Santoja. Madrid: Visor, 1984.

Maquívar, María del Consuelo. De lo permitido a lo prohibido. Iconografía de la Santísima Trinidad en la Nueva España. México, D.F.: Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2006.

Mues Orts, Paula. La libertad del pincel. Los discursos sobre la nobleza de la pintura en Nueva España. México, D.F.: Universidad Iberoamericana, 2008.

Paré, Ambrosio. Monstruos y prodigios. Madrid: Siruela, 1987.

Pseudo Dionisio Areopagita. Obras completas. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2007.

St. John of Damascus. On the Divine Images. New York: St. Vladimir’s Seminary Press, 1971.

Quevedo, Francisco de. Sueños y discursos. Madrid: Castalia, 1993.

Sánchez, Miguel. Imagen de la Virgen María, Madre de Dios de Guadalupe, milagrosamente Aparecida de en la Ciudad de la de México. Celebrada en su Historia, con la Profecía del capítulo doze del Apocalipsis.  1647.
Novenas a la Santísima Maria Madre de Dios, para en sus milagrosos santuarios de los Remedios y Guadalupe de México. 1785. Edición que incluye los Breves de Benedicto XIV.

Santiesteban Oliva, Héctor. Tratado de monstruos. Ontología teratológica. México: Plaza y Valdés, 2003.