 
    
Cumpleaños de un esteta
Alejandro Luque
     Mi historia con Edmundo Desnoes podría  resumirse como una sucesión de asombros. El primero me lo deparó la consabida  película de Gutiérrez Alea; el segundo, el hallazgo y lectura de un descojonado  – Borges habría dicho fatigado – ejemplar de Memorias del subdesarrollo en un tenderete de la habanera Plaza de Armas, que cierto avispado vendedor,  sin duda olfateando mi interés, me despachó a un precio inmoral. El tercer  asombro fue descubrir que su autor estaba vivo y en activo, pues mi imaginación  ya le había adjudicado uno de esos panteones reservados a los clásicos, ajeno  al tiempo y a las modas. El cuarto, del que aún no me he repuesto, es que  Desnoes me correspondiera, y va para cinco años, con su franca y desinteresada  amistad.
       A Edmundo le gusta distinguir entre  escritores por exceso y escritores por defecto. Los primeros son los que  escriben con toda la vida que les sobra; los segundos, entre los que se cuenta,  trabajan para encontrar lo que les falta. Ignoro la suerte que habría corrido  si su obra hubiera sido más extensa, pero ya Rulfo demostró que no importa  tanto el gasto de tinta como saber callar a tiempo. Desnoes, bartleby a  su manera, es autor de algunos de los silencios más bellos de la literatura  hispana contemporánea.
     A Edmundo le gusta distinguir entre  escritores por exceso y escritores por defecto. Los primeros son los que  escriben con toda la vida que les sobra; los segundos, entre los que se cuenta,  trabajan para encontrar lo que les falta. Ignoro la suerte que habría corrido  si su obra hubiera sido más extensa, pero ya Rulfo demostró que no importa  tanto el gasto de tinta como saber callar a tiempo. Desnoes, bartleby a  su manera, es autor de algunos de los silencios más bellos de la literatura  hispana contemporánea.
           Nuestro autor ha confiado su posteridad a  dos novelas complementarias. Una condensa el espíritu de las postrimerías del  siglo XX, otra refleja el pasmo en los albores del XXI. Una desvela las claves  del subdesarrollo desde el prisma de un pequeñoburgués escéptico; la otra, las  miserias del desarrollo vistas por un desarraigado. Ambas, construidas sobre un  intrincado andamiaje de memoria y ficción, de experiencia y deseo, son la  síntesis del tiempo portentoso y cruel que nos ha tocado vivir.
           Cuando,  tras un protocolario intercambio de correos electrónicos, nos propinamos  nuestro primer abrazo en una sofocante noche sevillana de 2006, yo sentía la  certeza de una amistad más antigua, ésa que empieza siendo gratitud. Quiero  creer que él, por su parte, se sintió Mallarmé por un día, reconociendo por fin  a su solitario pero fiel lector escondido en una aldea de Francia. Me cuesta  recordar de qué hablamos: de Machado, sin duda. Puede que también de Valdés  Leal y Mañara, de ese barroco que en Sevilla es una panoplia y un acto de fe:  “Prefiero la transparencia de San Juan de la Cruz y la crudeza del Lazarillo a  los afilados diamantes de Quevedo y las perlas resbalosas de Góngora”, me dijo  a propósito. “Pero confieso que no puedo vivir sin la embriaguez de Quevedo y  Lezama Lima. Aunque me hunda en las dolorosas delicias del subdesarrollo”. 
           Resulta llamativo que Desnoes, que es ante  todo un novelista, un narrador –y narrador seco, por emplear la  distinción de Gesualdo Bufalino entre escritores secos y húmedos–  tenga siempre en los labios citas de poetas. Y entre ellos siempre está Martí.  En ese viaje quise que él y su esposa, Felicia, conocieran, siquiera por un  día, la ciudad Cádiz, mi patria chica, que presume de espejo de La Habana.  Tuvimos tiempo de peregrinar hasta el busto del prócer que mira a la Bahía  desde la Alameda, y que más de una vez ha tenido que ser rescatado de las  aguas, no por causa de ningún boicot ideológico, sino del simple y ágrafo  gamberrismo. 
           Nos reencontramos a la sombra de otro  Martí de bronce, que yo sepa la única figura ecuestre del mundo congelada en el  momento de recibir la bala y caer de su montura, ubicada en las inmediaciones  de Central Park. En Nueva York saboreamos, como le gusta al protagonista de Memorias  del desarrollo, quesos aromáticos y vino tinto añejo, en el mismo  elegante apartamento de Riverside Drive que años atrás compartieran Gary Oldman  y Uma Thurman. Visitamos una buena exposición en el coqueto Museo de Brooklyn y  asistimos a una grata lectura de Tobias Wolff.
 en el coqueto Museo de Brooklyn y  asistimos a una grata lectura de Tobias Wolff. 
           “La buena vida es cara. Hay otra más  barata, pero ésa no es vida”, suele decir Edmundo con una sonrisa, recordando  un dicho de los tiempos prerrevolucionarios. Allí comprendí que no hablaba sólo  de la opulencia primermundista: Desnoes, como sus alter ego literarios, es un  esteta. Sin despreciar la carga social, antropológica o filosófica de sus  libros, sus mejores reflexiones son de índole estética. Sergio se queda en La  Habana para asistir a la obra de arte que promete ser la revolución, el pintor  Edmundo se aísla en los montes de Caskill y se rodea de óleos y palabras. Sólo  a la Belleza le debe Desnoes lealtad y obediencia. Fuera de ella hay otra vida,  grosera y vulgar, pero no es vida.
           En la ciudad de los rascacielos comprobé  también hasta qué punto ha vivido Desnoes con un pie en La Habana y otro en  Manhattan. Ése ha sido su lujo y su drama, empadronarse en una ciudad llena de  puentes y pasarse la vida en mitad de uno, imaginario, tendido sobre la  Corriente del Golfo. En Cuba, donde conoció el prestigio y la celebridad, el  abrazo de oso de la revolución lo asfixió; en Estados Unidos, en cambio, nadie  se tomará la molestia de censurarle: allí el mercado, sencillamente, te absorbe  y te hace invisible por mera acumulación. No conozco una vacuna contra la  vanidad como pasar una semana en Nueva York. Y, al mismo tiempo, es una ciudad  hospitalaria, que por un módico precio despliega ante tus ojos el espejismo de  la libertad y del mundo inagotable a tu alcance. “En Nueva York”, me escribiría,  “me puedo perder y a veces me encuentro. En otros lugares uno suele acabar  sintiéndose que domina los espacios, aquí la ciudad es un universo que siempre  me sobrepasa”.
           Desnoes, sí, pasa por un perfecto newyorker,  y nadie que lo vea bajar en invierno por la calle Broadway, con su figura alta y flaca, su barba nevada, sus  ojos saltones y azules, su gorro y su bufanda creería que ese señor es oriundo  del trópico húmedo y ardiente. Pero Cuba es su tronco original. “Los que se  quedaron en la isla son las raíces, raíces que se hunden en la tierra, a veces  en el fango, en la oscuridad, pero protegidos por la tierra, arraigados;  nosotros, los cubanos de la diáspora, somos las ramas, las hojas, sometidos a  las vicisitudes de la intemperie, sacudidos por el viento, bañados por la  lluvia y enfriados por la nieve. Pero todos somos parte del mismo árbol”. En la  poda de las ramas muertas y en la victoria sobre la carcoma encomienda Desnoes  la supervivencia de esa metafórica ceiba.  
           Un esteta siempre genera desconfianza,  pero nada hay tan sospechoso como un esteta que no se  afilie a ningún bando.  Ese individualismo, imperdonable signo de tibieza  para muchos, le ha granjeado a Desnoes prestigiosos detractores: Heberto  Padilla, Reinaldo Arenas, Cabrera Infante. Para mí son rostros de una misma  herida, variantes de un brutal desgarro cuyas complejidades sólo alcanzo a  columbrar. Nunca osaría juzgarlos, pero sí defiendo el derecho del esteta  Edmundo a poner sus propios límites en el discurso crítico. “Yo no quería  abrazar un dogmatismo de signo negativo, no tenía intención de viajar a la cara  oculta de la luna”, me contó recordando su rechazo a unirse a la  contrarevolución en el exilio. “La Revolución cubana ha sido para mí la  experiencia de la Belleza: la intensidad del amor, la pasión y el dolor de la  desilusión. Y ni lo puedo ni lo quiero negar. No podemos escamotear la  experiencia sin perder la identidad. La identidad se vive, no se construye”.
Ese individualismo, imperdonable signo de tibieza  para muchos, le ha granjeado a Desnoes prestigiosos detractores: Heberto  Padilla, Reinaldo Arenas, Cabrera Infante. Para mí son rostros de una misma  herida, variantes de un brutal desgarro cuyas complejidades sólo alcanzo a  columbrar. Nunca osaría juzgarlos, pero sí defiendo el derecho del esteta  Edmundo a poner sus propios límites en el discurso crítico. “Yo no quería  abrazar un dogmatismo de signo negativo, no tenía intención de viajar a la cara  oculta de la luna”, me contó recordando su rechazo a unirse a la  contrarevolución en el exilio. “La Revolución cubana ha sido para mí la  experiencia de la Belleza: la intensidad del amor, la pasión y el dolor de la  desilusión. Y ni lo puedo ni lo quiero negar. No podemos escamotear la  experiencia sin perder la identidad. La identidad se vive, no se construye”.
           El hijo pródigo visitó de nuevo La Habana  hace unos años. Recuerdo que su frase “hay un placer melancólico en contemplar  y vivir entre ruinas” indignó a un muy querido amigo mío, furibundo  anticastrista. No entendió que Desnoes expresaba el modo en que la ciudad había  envejecido con él, se había degradado al tiempo que su propio cuerpo  experimentaba los estragos de la edad, como una extraña deferencia. No estaba  haciendo una sádica apología de la miseria, sino estableciendo ese paralelismo  que ya prefiguró Quevedo: ¡Miré los muros de la patria mía...! 
           También el protagonista de Memorias  del desarrollo proyecta pintar una serie de desnudos famosos  corrompidos por el tiempo. “Era parte de mi desesperada intención de rescatar  la belleza, el triunfo de la vejez”. Ahora en Cuba las únicas columnas  enhiestas y los únicos tabiques firmes eran ahora los sostenidos por los  dólares del turismo, como en el Ancien Régime. Los derrumbes de La  Habana son los saldos de una quimera, los despojos de un sueño arrogante y  quijotesco, de una malograda genialidad que el esteta Desnoes admira y maldice:  “Fidel ocupó demasiado espacio, ha metido la mano en demasiadas cosas”, me  comentó en otra de nuestras entrevistas. “No ha dejado espacio a los demás, y  los demás también tienen derecho a cometer errores. A soñar. Fidel soñó con la  vida de los cubanos. Pero nadie tiene derecho a soñar en mi nombre”. Ni a  abolir los sueños, añadiría yo.
           Hemos intentado vernos en otras ocasiones,  sin éxito de momento. Él viajó a Río de Janeiro y Berlín sin que yo pudiera  seguirle; luego nos citamos en París y en Amsterdam, pero la suerte falló. Así  es el vínculo entre escritores y lectores: algo parecido al baile de las moscas  sobre el tapete, un abrazo supeditado al caprichoso azar. Pero hay escritores  que uno siempre lleva consigo. Y me también consuela encontrármelo aquí, en  este rincón del ciberespacio, en esta Habana virtual de columnas pixeladas, con  su mar de silicio saltando sobre el malecón, para poder felicitarle por sus 80  años y sobre todo decirle: gracias por todo.  
 
  