Saunders en su comarca de nieve
Pablo De Cuba Soria, Texas A&M University
I
     La  voluntad estética de Mallarmé fue escribir el Gran Libro compuesto por poemas  forjados en frío, esos “descensos a la  nada” e “impersonalidades” por los que  apostó en su escritura; agenciamiento que luego fue llevado a los límites de una  admirable esterilidad por Valéry. La Modernidad  a partir de Poe piensa la imagen del poeta como una especie de herrero que  forja en frío, por lo que deviene dador de una frialdad que de tanta estaticidad  termina fracturándose a manera de flujos barrocos en multiplicidad de  realidades, de sentidos o decires que a su vez engendran otros en un melodioso engranaje  de frases. El poeta es quien piensa las palabras en sucesiones; no son órdenes superiores quienes le dictan tales  pensamientos. El rayo  inspirador lanzado desde arriba que pretendieron los románticos ya no tiene  asidero posible o, en todo caso, tal radiación inspiradora deviene parte del  pensar el texto; ahora la escritura es asida  en movimientos de gélidas aguas y vientos cerebrales, de constructos del  intelecto, esos movimientos descritos en varios textos por Gastón Bachelard y  que corresponden con un desplazar de lo barroco. El frío es el distanciamiento  necesario para poder deconstruir/desarmar el mundo en la búsqueda de nuevos  órdenes. El poeta usa la frialdad para despojarse de sentimentalismos y de  excesos de apego a su tradición con el objetivo de provocar quejidos en el  lenguaje, acaso la única compasión posible que se puede permitir. La lengua  tiene que sufrir, debe experimentar cómo sus estructuras gramaticales padecen  las arremetidas de formas del decir/disponer insólitos.
nada” e “impersonalidades” por los que  apostó en su escritura; agenciamiento que luego fue llevado a los límites de una  admirable esterilidad por Valéry. La Modernidad  a partir de Poe piensa la imagen del poeta como una especie de herrero que  forja en frío, por lo que deviene dador de una frialdad que de tanta estaticidad  termina fracturándose a manera de flujos barrocos en multiplicidad de  realidades, de sentidos o decires que a su vez engendran otros en un melodioso engranaje  de frases. El poeta es quien piensa las palabras en sucesiones; no son órdenes superiores quienes le dictan tales  pensamientos. El rayo  inspirador lanzado desde arriba que pretendieron los románticos ya no tiene  asidero posible o, en todo caso, tal radiación inspiradora deviene parte del  pensar el texto; ahora la escritura es asida  en movimientos de gélidas aguas y vientos cerebrales, de constructos del  intelecto, esos movimientos descritos en varios textos por Gastón Bachelard y  que corresponden con un desplazar de lo barroco. El frío es el distanciamiento  necesario para poder deconstruir/desarmar el mundo en la búsqueda de nuevos  órdenes. El poeta usa la frialdad para despojarse de sentimentalismos y de  excesos de apego a su tradición con el objetivo de provocar quejidos en el  lenguaje, acaso la única compasión posible que se puede permitir. La lengua  tiene que sufrir, debe experimentar cómo sus estructuras gramaticales padecen  las arremetidas de formas del decir/disponer insólitos. 
           Lo  frío también libera/defiende al escritor de otra de las trilladas afirmaciones  de lo sentimental: el principio ético en la literatura. El artista tiene que  provocar difíciles tensiones/desacomodos, no simples gustos. Hay que  dinamitar/eclosionar las gramáticas precedentes para alcanzar la devastación  que engendre entonces otras miradas y ruidos novedosos. Hay que profanar toda  religión idiomática; cortarle la lengua a sus dioses, dejarlos mudos/en  silencio para que entonces se escuchen otros ruidos/resonancias. Toda frialdad  genera un principio de distanciamiento, umbral necesario para despojar todo  ardor sentimental. “Se debe poseer un espíritu de invierno /para observar la  escarcha y las ramas /de los pinos cubiertos de nieve //y haber pasado frío  mucho tiempo /para mirar los enebros cubiertos de hielo” [W. Stevens].  Asimismo, ningún sistema de valor ético tiene espacio cuando el poeta se  enfrenta a su idioma/su mundo. En ese sentido Gottfried Benn señaló con su habitual  lucidez: “con la materia poética no me une ninguna moral”. 
           El  frío congela/vuelve témpano cualquier lágrima que reduce el poema a sonidos y/o  lloriqueos comunes. “El espíritu tiene que mantenerse frío, si no, se vuelve  familiar” [Benn]. Mas lo que sí asiste al poeta es la emoción cuando se  emprenden/logran tales resonancias inéditas. Emoción, no sentimentalismo. A la  familia discursiva (la tradición) hay que cubrirla con emergentes nevadas  léxicas para lograr el encuentro con otros límites que a su vez engendran la  melodía/el tono/el decir diferente. El mismo Mallarmé lo resumió en unos  versos: “Nos separa toda una época, y, ahora, una comarca de nieve”. (La misma afirmación  presente en la actitud de Casal. “La misteriosa dulzura del frío en que se  penetra por secreta vocación”, como señala un poema de Lorenzo García Vega.) 
           Y  cuando se pretende poner en crisis al lenguaje/la tradición, otra estrategia no  queda que volver sobre él (o ella), retornar a las diferenciaciones  instituidas, a las estructuras arraigadas en el lenguaje, para sólo entonces  alterar esos tejidos idiomáticos o disponer de otros modos los archivos —sean literarios,  artísticos, históricos, científicos…— que nos fijan. No somos Adán  despertándose y pronunciando la primera palabra del mundo, nos condiciona un  background cultural que debemos repensar/rearmar. Tal como lo intentó Nietzsche. Realmente  lo que hizo el genial loco de Röcken fue lograr un nuevo tono para el  pensamiento, para el decir reflexivo. Poco importa su supuesta pretensión de  subvertir los valores, su verdadera empresa resultó un lenguaje inédito del  pensar. La subversión de valores era la máscara, la puesta en crisis de la  tradición del pensamiento mediante un nuevo decir fue su razón de ser, su  apuesta por la inmortalidad, su estrategia de auto-conservación. (Todo gran  pensador/escritor lo que pretende es   auto-conservarse; que sus individuales cadencias/resonancias idiomáticas  lo sobrevivan.) Y Nietzsche necesitó de ese principio de lo frío para emprender  su intentio. “Para Nietzsche el aire debía ser  frío y agresivo, aire de las cumbres. Un frío que corresponde al anhelo de  soledad o elevación” [Bachelard]. Sí: para el  pensador de El aire y los sueños Nietzsche devino el poeta-pensador del aire frío.  Poesía y Pensamiento se enrocan/forjan en las expresiones de la frialdad para producir —y no precisamente crear— el poema.  
           La poesía moderna —desde Góngora y  Quevedo en la tradición hispana, y desde algunos de los metafísicos del siglo  XVII en la inglesa; dos siglos antes de Poe— exigió no sólo la escritura del  poema, sino también una concientización que “delatara” los procesos de elaboración  poética. Tanto el hacer el texto (el pensar su estructura, tono y sentidos)  como el texto ya “escrito/terminado” (el resultado), dejan de ser simplemente  los dos momentos de la escritura para devenir ambos —aunque sin perder por  supuesto su interrelación— dos poemas que también siguen siendo uno/el mismo. Es  debido a ese proceder que ensayo y poesía parecen determinar el oficio del  poeta moderno. Todo poema se ensaya, el texto es un ensayar en sí mismo: “Este poema infinitamente elaborándose” [W.  Stevens]. 
II
     La  obra poética de Rogelio Saunders —como de gran parte de los escritores que  formaron el grupo Diáspora(s), más allá de diferencias y encuentros estéticos— es  continuadora de tales pleamares del quehacer lírico que la Modernidad inicia. Sus poemas se sostienen en una  tonalidad de lo frío. Una frialdad rizomática heredada de impulsos/desplazamientos  barrocos. Traduzco: los siguientes versos bien pudieran leerse como testamento  de su manera de obrar la escritura: “regreso entre la niebla matinal al jardín de  símbolos” [“El jardín de símbolos”]. Niebla, jardín, símbolos, he aquí el frío  engendrando el despliegue barroco, los mecanismos internos haciéndose visibles  en la continuidad léxica que conforma el poema. El barroquismo se manifiesta de  dos maneras: tanto a) en un plegar de significados  que terminan anulando cualquier principio antitético, como b) a manera de  acumulación de sentidos. Veamos cómo.
           En  el verso citado arriba se produce ese movimiento de abolición de  pares/significados antagónicos. Ese “regreso entre la niebla matinal” conjuga iniciar y retornar en una misma acción, es el verbo desplegándose en dos  sentidos pero al mismo conservando su accionar independiente; es decir, se regresa  entre “la niebla matinal” que es retorno de los primeros compases de la mañana,  del despertar/hacer de la luz, de los maitines). La sempiterna vuelta al  iniciar. Todo nacimiento se sostiene en el retorno, y viceversa. Mas la  tensión/distensión barroca no se detiene: inmediatamente después la secuencia  gramatical del verso se induce otro repliegue con ese arribo “al jardín de  símbolos”, adentrándonos ahora en otro nivel que ya ha dejado los pliegues  originados en los flujos gramaticales para dar paso a los pliegues generados en  el campo semántico. Así leemos/escuchamos el mismo proceder en otro momento del  poema: 
El imperio de la medida, de la evidencia trágica,
en traje de rombos, de agujas esferoidales,
de lo divino oscuro sufriendo y alejado,
como los dedos gordezuelos que bailan en el aire
y así entonando van el arrastrarse de los pies
sobre los cuadros luminosos vencidos por las algas.
     He  aquí un tratamiento sintáctico difícil, pero a la vez estimulante gracias a ese  extraño tono provocado por los desplazamientos barrocos. “El imperio de la  medida, de la evidencia trágica” o el cálculo/la exactitud poética que  pretendió Valery más la taxonomía de la tragedia hecha por Aristóteles en su Poética (permítanseme las analogías  anteriores), se ven arrastrados en un tempo poético de “traje de rombos, de  agujas esferoidales”. No estamos ante una simple negación de sistemas poéticos  anteriores, sí ante una asimilación deconstructiva de los mismos. (El Barroco  siempre arma a base de destrucciones.) Esos archivos —que Alfonso Reyes llamó  “las fuentes ideales”— son reinsertados en este otro decir/escuchar de frases  que a su vez arman otras pequeñas/enormes naturalezas.
         Pero  no nos olvidemos de lo frío. Ese fraguar de elementos siempre recurre a la  frialdad/distanciamiento como materia que articula. Hay conciencia del proceder  y de los archivos que el texto trasmuta. Incluso en el mismo poema que hemos  citado, sale a escena la personificación del frío: 
Y en la pausa abierta al dudar presentiría a Mefistófeles,
bien por la invocación, bien por el alineamiento de los barriles,
en el «Qué bien se está aquí» que devora y desaparece
rápido como el fósforo que encienden los estudiantes en la caverna.
La aparición mefistofélica es reminiscencia personificada del frío. La alusión al “viejo libro de los Buddenbrook” hecha en el mismo poema versos antes, nos da una clave de lectura en su sentido invernal. Propongo un inventario (siempre barroco) para traducir mi idea: los Buddenbrook, Thomas Mann, Fausto, la memorable escena en que Mefistófeles se le aparece a Adrian Leverkühn en un temblor frío para pactar su destino, Nietzsche y Wagner, la música. Sí, Saunders traza en el poema varias líneas de interrelaciones que termina en multiplicidad de curvaturas (la recta/el friso de 90 grados que se va desgastando por el accionar del impulso barroco), las cuales a su vez, en ese proceso de pliegue-repliegue, engendran una nueva tonalidad vigilada por el frío. El poeta rehúye caminos trillados y decires fáciles —“No dejes nacer esa esperanza, húndela. /Seguramente en ti hay otras fuerzas”, dice Saunders en otro de sus poemas—, de sentimentalismos que se ahogan en su propio gimoteo, por lo que trabaja su materia a manera de palimpsestos o intercambios (nueva distribución/estabilidad) de archivos para lograr un límite extranjero que también sea un tono inédito. Tonalidad/decir que no se detiene con el punto final del texto. En su culminación el poema convulsiona, continúa replegándose más allá (o acá) de la concatenación de palabras y/o signos de puntuación. Precisamente la estrofa que cierra el poema que hemos estado leyendo no acaba en su punto final, sino que crece/persiste en su retumbar/ramificar de la belleza en nuestras cabezas:
Habríase comprendido entonces la huida de la palabra.
Alejada del cielo y solitaria en su duda,
del recordar sin fin dolor como una orquídea
atravesando el lento mar traída hasta la puerta,
y allí sólo del baile la evocación y el símbolo,
fragmentariedad del día negado a las metamorfosis,
de la música descendido al preguntar incesante,
belleza petrificada por sus germinaciones.
     En  otras piezas de la obra de Saunders ese principio barroco continúa  desarrollándose, se intensifica. Asimismo el frío redobla su vigilancia. Pero  antes de leer otros textos, quisiera discurrir/repetirme un tanto más en torno  a esa idea obsesiva de lo Barroco. El Barroco en literatura actúa en esos dos  niveles: en el gramatical (la puesta en dificultad de movimientos fónicos y  sintácticos precedentes), y en el nivel semántico, de significados  (construcción de un nuevo orden del mundo a través de las palabras). Pliegues/flujos  de la destrucción fonética y  sintáctica; pliegues/flujos de la destrucción de los sentidos del universo. Mas ambos niveles resultan impensables por  separados, no se pueden aislar como pretende la lingüística. Los sonidos que se  levantan en el primer nivel, son los que retumban en/componen ese mundo del  segundo. Ejemplifiquemos la idea anterior en otro poema de Saunders. Cuando  leemos/escuchamos: “fluido,  fluir fluido, fluido fluir fluido del flujo /y el reflujo, y las montañas al  fondo: colinas como elefantes blancos” [“Égloga  en el bosque”], nos asiste ese resorte entre lo fonético/sintáctico y lo  semántico que provoca el repliegue o bifurcación interminable del barroco. De  la melodía lograda de ese fluir y refluir de efes se desprenden “las montañas al fondo: colinas como elefantes  blancos”. Es decir, la cadencia alcanzada entre los pliegues de las estructuras  fonéticas y sintácticas, terminan haciéndose eco en la imagen, la cual ya no  sólo es visible, sino también escuchable.
 de lo Barroco. El Barroco en literatura actúa en esos dos  niveles: en el gramatical (la puesta en dificultad de movimientos fónicos y  sintácticos precedentes), y en el nivel semántico, de significados  (construcción de un nuevo orden del mundo a través de las palabras). Pliegues/flujos  de la destrucción fonética y  sintáctica; pliegues/flujos de la destrucción de los sentidos del universo. Mas ambos niveles resultan impensables por  separados, no se pueden aislar como pretende la lingüística. Los sonidos que se  levantan en el primer nivel, son los que retumban en/componen ese mundo del  segundo. Ejemplifiquemos la idea anterior en otro poema de Saunders. Cuando  leemos/escuchamos: “fluido,  fluir fluido, fluido fluir fluido del flujo /y el reflujo, y las montañas al  fondo: colinas como elefantes blancos” [“Égloga  en el bosque”], nos asiste ese resorte entre lo fonético/sintáctico y lo  semántico que provoca el repliegue o bifurcación interminable del barroco. De  la melodía lograda de ese fluir y refluir de efes se desprenden “las montañas al fondo: colinas como elefantes  blancos”. Es decir, la cadencia alcanzada entre los pliegues de las estructuras  fonéticas y sintácticas, terminan haciéndose eco en la imagen, la cual ya no  sólo es visible, sino también escuchable.
           En el  mismo poema “Égloga en el bosque” se  manifiestan también otros principios de lo  barroco. En su libro Renacimiento y  Barroco, Heinrich Wölfflin lleva a término un admirable estudio de los  principios estéticos y estructurales de la arquitectura en la época barroca. Si  bien el pensamiento de Wölfflin toma como objeto de estudio precisamente la  expresión arquitectónica, lo hace llegando a conclusiones morfológicas de la  expresión barroca independientemente de condicionantes sociales y/o históricas.  Desde ese principio de intelección artística, lo barroco para él es una especie  de energía morfológica atemporal que aparece indistintamente en cualquier época  y espacio. O sea, hay un barroquismo griego, uno latino, uno medieval, etc., y  que siempre regresa con sus múltiples máscaras. (La misma idea que Eugenio  d’Ors desarrollaría décadas más tarde en su libro Lo barroco.) Muchos de los principios wölfflinianos pueden leerse también  como sostenes de otros géneros artísticos. Bajo ese principio intelectivo bien  podrían rastrearse algunos de esos rasgos/características de lo barroco  construidos por Wölfflin en esa arquitectura léxica que es “Égloga  en el bosque”; poema/catedral cimentado con “ladrillos de buena calidad”, como  diría Brodsky a propósito de un texto de Auden.   
           Examinemos entonces algunos  fragmentos del poema recurriendo, según sea pertinente, a las ideas (lo frío,  lo barroco) que se han expuestos a lo largo de este ensayo, incluyendo ahora  algunos fundamentos wölfflinianos. Desde el mismo título  del poema, “Égloga en el bosque”, ya contamos con la primera extrañeza insertada, el  uso de un género lírico como la égloga, desarrollado en la tradición hispana —rescatada  del imaginario grecolatino, de Teócrito a Virgilio, y luego de la tradición  italiana boccacciana—, sobre todo durante el Renacimiento en piezas de  Garcilaso de la Vega, Juan Boscán, y Lope de Vega. Pero es justamente Garcilaso  el resorte, ya que en sus églogas, como bien destacó Lezama en su ensayo “El  secreto de Garcilaso”, es donde ovulan los gérmenes de ese barroco llevado a  límites insospechados años después por Góngora y Quevedo. Lo conceptual y lo  culterano ya se entrelinean en la obra de Garcilaso. Por ello Saunders recurre conscientemente  a la égloga, ya una forma poética de por sí  barroquizante, tanto en su sostén formal (convivencia de marcos poéticos y  narrativos, de lirismo y conceptualismo, de ritmo y dialogismo) como de  significados (motivos bucólico-amorosos y bélicos), para entonces  trabajarla/quebrarla en la edificación del poema, por otros derroteros/motivos,  desde otra cadencia/prosodia, como pronto veremos en el andar del texto. 
           Ya el título deviene un afluente de propuestas de sentidos —sí: toda  escritura tiene que iniciar en el título, incluso si está ausente—, de “un  alargamiento de la base” [Wölfflin]: porque no sólo es barroca la forma lírica  escogida, sino además su inserción “en el bosque”, espacio natural/poético  rizomático por antonomasia; por lo que la égloga continúa inmediatamente  después, sin tomar pausa, su despliegue/ramificación barroca. O, en todo caso,  la aparente pausa vendría a ser el epígrafe de Pasolini —“he vivido en medio de un poema lírico, como todo obseso”—,  que no hace más que remitir/confirmar el precepto lírico con el que Saunders  trabaja: un lirismo barroco conceptual forjado en frío. Así el poeta principia  su texto, cimienta los soportes de su edificación/arquitectura léxica.
         El iniciar de los versos, in medias res —tanto por los puntos suspensivos como por la connotación del sustantivo  “cansancio”, que es consecuencia y no causa—, resulta un continuum de ese “alargamiento de la base” o  prolongación de los objetos/sujetos actuantes; sujetos que a su vez devienen  predicados, en su accionar constante. El sujeto no desaparece, mas ya no rige debido  a una proliferación de sujetos por todas partes, prolongándose en su accionar  prosódico. El centro se pierde, dando lugar a posteriores fragmentaciones  siempre en proliferación en el andar del poema. Sobre este proceder Gilles  Deleuze ha señalado que precisamente en los territorios barrocos “se ha perdido  todo centro [en beneficio de] una arquitectura de la visión; [así] el estatuto  del objeto sólo existe a través de sus metamorfosis o en la declinación de sus  perfiles”. Veamos cómo se da ese derivar en el poema:
…ese cansancio
de tener que ser nuevamente el padre, cuando se está
condenado a ser eternamente el hijo,
el hijo, pues, que no volvió de la guerra,
o que volvió demasiado pronto
(el que regresa, regresa siempre demasiado pronto,
debió decir la señora, plumero en mano, mirando el vacío
apenas desordenado del cuarto de Jacob,
     En  efecto, el sujeto llamado a ser protagonista del argumento de la égloga se  anula desde un inicio, ya que teniendo “que ser nuevamente el padre”, “se está  condenado a ser eternamente el hijo”. En todo caso, los personajes que dialogan  —siempre a través de una lengua lírica— en estos versos son el concepto y la  imagen: el padre-hijo y los regresos; “la señora, plumero en mano”, y “el vacío  apenas desordenado del cuarto de Jacob”. Aquí, con la  alusión al personaje de la novela homónima de Virginia Woolf, se introduce un  nuevo afluente o pliegue que es también dador de sentido/estiramiento barroco —principio/ley  de agregados sin límites—. Justo con esa obra la escritora del llamado  «Círculo de Bloomsbury» inicia su ciclo de novelas polifónicas, donde varias  voces —y no una regente— articulan la melodía/el tono en la que avanza la  narración. Por lo tanto, ya habitamos una égloga inédita, deudora pero ante  todo distante de aquellas renacentistas de un dialogado lirismo  bucólico/idílico. Ahora quienes preciso dialogan son concepto e imagen, los  cuales a su vez tampoco se instituyen como rectores, sino que se metamorfosean  insistentemente, a manera de “peldaños curvos que avanzan” [Wölfflin]. Así el  argumento e historias posibles del poema quedan dejados de lado/tachados desde  el comienzo; la nueva estabilidad/orden provocado por tales sujetos-predicados en  su dialogar sui generis, son lanzados  hacia el agenciamiento de una cadencia extraña/extranjera. Sí: el proceso de  edificación/estructuración barroca alcanza la inquietante connotación estética  justo en el momento en que ese proceder descrito ha erosionado al lenguaje y  entonces se escuchan frases de un idioma diferente, fluyen las resonancias de  una forastera melodía. Todo escritor —sea poeta, narrador y/o pensador— termina  encontrando su voz (voces) en el reino de la prosodia; trasmuta sus  experiencias/prácticas/obsesiones en materia prosódica. 
         Volvamos  al poema:
un apenas milimétrico, un leve
desplazamiento a la izquierda o a la derecha,
y la risa breve tapada por una mano aristocrática,
desenguantada, estéril, transparente, la mano
de una loca, en efecto: relatos, escrituras),
siempre de un impulso, siempre proveniente,
siempre, siempre, siempre, siempre,
     Hacia “la  izquierda o a la derecha”, el sentido de dirección caduca porque en la lógica  del poema esos opuestos carecen de significación antitética. Asimismo, ese “apenas milimétrico” y el “leve  desplazamiento” siguen delatando el improntum barroco basado en un proceso de contención-distensión, lo “leve” termina  causando una tirantez violenta que da lugar a esa serie de metamorfosis de  conceptos e imágenes. Wölfflin describe ese proceso como el “tratamiento de la  materia por masas y agregados”. La adjetivación proliferante —“aristocrática,  desenguantada, estéril, transparente”— que califica/se desprende del término  mano, convierte a este sustantivo en materia porosa/detonante, así lo que es  “mano aristocrática” muta en “mano de una loca” que también son “relatos,  escrituras”. Y la repetición del adverbio “siempre” viene a testimoniar lo  consciente y meditado del proceso de escritura: el poeta se sirve de ese  mecanismo para explicitar de qué manera ordena su mundo, “siempre de un  impulso, siempre proveniente” de un baile barroco entre imagen y concepto. 
         El poema  continúa:
en una manual escolar: diferencia entre pico y colina,
incomprensible, específicamente alto,
volando en todos los mapas, en todos
los agrafismos levantado en diafragma, en diadema,
en exodografía, en lírica prórroga,
pero frío, lento, exacto en tanto incógnito émulo
del despiadado sol hermano hermano,
tranquilo, así, en el trivium (la tribuna) de la nada,
arropado en el blanco despiadadamente simple,
     En este  fragmento —especie de sinécdoque de una de las estrategias poéticas de Saunders  presente en toda su obra—  el poeta va ejerciendo una doble acción de crítica y  autocrítica mientras va edificando el poema; es decir, se va construyendo y al  mismo tiempo deshaciendo/deconstruyendo, de manera tal que posibilita que  aquella primera edificación fraseológica/prosódica se desarme para dar  lugar/escape hacia otra armazón, en movimientos turbulentos sin frenos,  semejante a la acción que procuró Lezama: inaugurar una cascada en el Ontario  al darle la vuelta al conmutador del cuarto. Traduzco: lo que un instante era  “incomprensible, específicamente alto”, luego deviene “frío, lento, exacto en  tanto incógnito émulo/del despiadado sol hermano”. (Metamorfosis, metástasis  constante; el barroco es una estética cancerígena, y hasta en ese sentido  subvierte el campo de connotaciones semánticas, colocando la acción de hacer metástasis más allá de bien y del  mal.) Y además, con esa presencia de “lo frío” —un frío “exacto”,  correspondiente a ese ideario mallarmeano—, Saunders se adentra en su habitus poético, en su comarca de nieve;  o como señala otro verso, en su “viernes sinfónico”.
el poeta va ejerciendo una doble acción de crítica y  autocrítica mientras va edificando el poema; es decir, se va construyendo y al  mismo tiempo deshaciendo/deconstruyendo, de manera tal que posibilita que  aquella primera edificación fraseológica/prosódica se desarme para dar  lugar/escape hacia otra armazón, en movimientos turbulentos sin frenos,  semejante a la acción que procuró Lezama: inaugurar una cascada en el Ontario  al darle la vuelta al conmutador del cuarto. Traduzco: lo que un instante era  “incomprensible, específicamente alto”, luego deviene “frío, lento, exacto en  tanto incógnito émulo/del despiadado sol hermano”. (Metamorfosis, metástasis  constante; el barroco es una estética cancerígena, y hasta en ese sentido  subvierte el campo de connotaciones semánticas, colocando la acción de hacer metástasis más allá de bien y del  mal.) Y además, con esa presencia de “lo frío” —un frío “exacto”,  correspondiente a ese ideario mallarmeano—, Saunders se adentra en su habitus poético, en su comarca de nieve;  o como señala otro verso, en su “viernes sinfónico”. 
         Pero  regresemos a la idea de “movimientos turbulentos”, ya que no la introduje  gratuitamente o por pura intuición, sino para conectarla con el concepto de  Wölfflin según el cual el barroco “constituye una forma turbulenta que siempre  se nutre de nuevas turbulencias y sólo acaba como espuma de una ola”. Es constante en los poemas de Saunders ese impulso  lírico disparado en cualquier dirección, desplegando/bifurcando, sin embargo no  se debe confundir con un flujo de conciencia surrealista; cuando se leen sus  poemas se experimenta a pesar de lo proliferante un control sobre el devenir  fraseológico. El poeta siempre piensa/hace/ensaya el texto, no deja que se le escape de su tutela, de su oír y mirar críticos y  autocríticos de sí mismos. En casi la totalidad de la producción poética de  Saunders experimentamos esos mundos barrocos/fríos en los que nos introduce,  mas siempre bajo la tutela/guía de una razón lírica. Creo que este fragmento lo  ejemplifica:
nosotros: ratas, líquenes, insectos, polímeros, espiroquetas,
creciendo, inextricando, territorializando y desterritorializando,
já já, reímos y crecemos, desconstruimos al mismo tiempo que proliferamos
en todas direcciones: virtuocitos colmados de trayectoria,
en avenidas perfectas que avanzan infinitamente en milimétrica
y aleatoria formación de ejércitos transparentes de Entropía,
sin comienzo ni fin, sin segundas intenciones: en claro verso, en diverso
claro abierto en el pre-claro bosque, semillero de legiones,
de tersos léxicos lógicos e hiperlógicos, perpléxicos y parapléxicos,
un pie hacia la izquierda y otro hacia la derecha, bastón en mano,
discurseando, pedorreando, golpeando en la lógica cabeza,
Por otro lado, la distribución tipográfica de “Égloga en el bosque” —como en otros textos de Saunders— responde también a un fundamento barroco, lo que Wölfflin describiría como “la tendencia de la materia a desbordar el espacio, a conciliarse con lo fluido”. Al poeta no le condiciona el capricho o el afán del experimentar en sí, sino que cada alargamiento o estrechez de un verso, cada cambio en el tipo de letra, cada onomatopeya, incluso cada espacio en blanco, responde a la renovada distribución de elementos (de la materia) que el poeta pretende. Toda resonancia exige una espacialidad que le corresponda para poder fluir. Por ello “Égloga en el bosque” es un poema de largo aliento; una arquitectura léxica barroca fraguada en frío que se desborda/inunda todos los espacios posibles de la página/del mundo. Esas ramificaciones que se lanzan a aprehender el espacio aseguran la proliferación de voces/resonancias y sus inmediatos efectos en el ojo/oído del lector. Por lo tanto, los posibles significados/interpretaciones del texto quedan relegados a un segundo plano, como debe ser en toda gran escritura; en su momento lo dijo Rilke: “no estamos muy seguros, no nos sentimos /en casa en el mundo interpretado”. Queda entonces una especie de zona sinfónica proyectando sus troqueles de pliegues melódicos. Así se pierde toda posibilidad de función teleológica del poema; lo que hay es la persistencia barroca de plisados rítmicos forjados en frío:
extraño helecho lechoso plantado en el bosque helado,
como una esponja de mar en trabazón insólita con un pez serrucho,
como si hubiera estrellas, y mar, y verde tardío entrando como el sol
por una persiana: sol subdividido
en lengua corroyente, en diente afilado, diminuto,
simétrico, milimétrico, terriblemente eficaz, auténtico corta-frío: chac
chac chac,
y: chac chac chac chac,
como una música última (y primera)
sonando dentro del hueco y polvoriento corazón,
obsoleto, puesto a un lado, librado a su indecencia,
a su desidia, a su paraqué y su desdecuándo,
Sí: un poeta no puede escapar de las dictaduras del ritmo. Cada estiramiento o corte de segmento/verso responde a una función estilística pero ante todo prosódica. Y la marcha rítmica de la escritura corresponde a la cosmovisión del autor. Al leer otro poema, “Canto de lo inmóvil”, comprobamos igualmente los principios/mecanismos estético-poéticos de Saunders. El título de por sí es una paradoja que contiene el sentido del texto: la intelección barroca de la escritura y del mundo. Una inmovilidad/quietismo que se canta; es decir, lo inmóvil moviéndose en el ritmo que edifica/sostiene al poema. Así principio y final se enlazan en/desde una misma obsesión, en ese idéntico/extranjero proceder que en estas páginas hemos examinado:
Puedes imaginar el momento en que sólo había selva. El momento en que el terreno fue desbrozado. El momento de la tierra, el momento de la arcilla, el momento del polvo. Momento sin transcurso.
Momentum.
[…]
…el papel y la mano y las palabras que se forman como el móvil canto de lo inmóvil, que no comienza ni acaba, no termina ni recomienza, no dice sí ni no, no deduce ni dictamina, no es ciudad ni selva, no es visión ni ojo, no es ni tú ni yo.
No está en movimiento
ni inmóvil.
Sólo
imaginación
imaginaria
imagina.
III
En su biografía del pensamiento de Nietzsche Rüdiger Safranski señala que para el pensador alemán el verdadero mundo era la música, porque sin ella “la vida sería un error”. En otro momento del libro, cita un aforismo del autor de El nacimiento de la tragedia con el que quisiera agregar —y de igual manera resumir/concluir— una última idea sobre la obra poética de Rogelio Saunders. “La melodía infinita, perdemos la orilla, nos entregamos a las olas […] Así viven las olas, así vivimos nosotros los que tenemos voluntad […] ¡Oigan bien! Ustedes y yo somos de un mismo linaje, nosotros tenemos un misterio.” En esas resonancias nietzscheanas se ha educado el mirar y el escuchar lírico de Saunders. A partir de esa voluntad él ha emprendido su cruzada contra presupuestos establecidos del lenguaje poético, contra los atascos de la tradición. Lo frío y lo barroco que sostienen sus poemas son herederos de ese pensar/balbucear inédito de los elementos y relaciones que estructuran el universo, de esas olas melódicas que Nietzsche percibió. ¿Será obra de la casualidad que uno de los poemas de Saunders —el que además cierra esta antología— sea un homenaje al genial loco de Röcken, y a la vez un testamento de entelequia poética? Leamos/escuchemos el poema “A Nietzsche”, y volvamos a empezar:
...pero me cansé de caminar, ya que así tampoco conseguía hacer comprender. Ah! eso, el horror. ¡Y el frío! El borroso contorno del jinete, del caminante, el después muerto curvado a un lado del camino, y el polvo en los cuellos alzados.
* * *
Rogelio Saunders/ 10 poemas*

El jardín de símbolos
Como si una mano  al cielo arrebatara, 
      tal vez entonces  dudar se detendría, 
      y el destino,  buscado y encontrado, 
      disolviéndose del  día en diminutas formaciones, 
      no volvería  —dorado, sempiterno—
      a prometer sus  símbolos de agua, 
      vencido por lo  claro indiviso y lo casual.
      El imperio de la  medida, de la evidencia trágica, 
      en traje de  rombos, de agujas esferoidales, 
      de lo divino  oscuro sufriendo y alejado, 
      como los dedos  gordezuelos que bailan en el aire 
      y así entonando  van el arrastrarse de los pies 
      sobre los cuadros  luminosos vencidos por las algas, 
      recordaría que la  tristeza también puede ser deliciosa, 
    una vez más  extático en el borde de lo natural.
Y a la pregunta  que baja como el rayo a través del árbol, 
      pregunta sin el  alivio del rezo, 
      a la que no sigue  la mano amiga en el dibujo 
      doloroso de sus  venas, y donde lo infantil tiene un reír grotesco, 
      no le seguiría por  eso una respuesta, 
      un apartarse de la  cortina que daba al campo donde 
      sin detenerse para  descansar el hijo del sol se inclina
y ve en un relámpago negro la belleza del animal, 
      doblado el cuello en el esfuerzo poderoso. 
      ¿Dónde tan lejos? ¿Dónde más y más lejos? 
    ¿Dónde acaba la lentitud? ¿Dónde puede acabar lo que no termina?
Si habría entonces dolor, acaso no podría saberse, 
      pues no se trataría del dudar, sino de la constancia, 
      de inscribir en el viejo libro de los Buddenbrook un nuevo matrimonio, 
      e impávido mirar hacerse la forma en el vacío 
      hasta que la quiebra sonase a un acostarse con la risa, 
      extendida como un relámpago en la oscuridad y con nombre de diosa, regreso entre la 
      niebla matinal al jardín de símbolos.
A1 término del regresar del cielo gris la puerta, 
      más próxima de la imaginación que de la inicial dorada, 
      acaso Fausto, apoyado, senil, aún vigoroso, 
      vería la jarra balancearse sobre la inmóvil cabeza 
      y preguntase, a Wagner, insomne, con palabras de sueño: ¿No es esto, amigo de la 
      verdad, lo que llamamos destino? 
      Y en la pausa abierta al dudar presentiría a Mefistófeles, 
      bien por la invocación, bien por el alineamiento de los barriles, 
      en el «Qué bien se está aquí» que devora y desaparece
      rápido como el fósforo que encienden los estudiantes en la caverna.
«Ni Fausto, ni Mefistófeles. Es sólo un cráneo, Monseñor. 
                   Polvo y murciélagos.» 
      De donde, con la carcajada del clérigo, 
      empezaría a hablarse otra vez de lo mucígeno, 
      como un borracho que retrocediera hasta el borde de una tumba, 
      de la nada sin asombro él únicamente oficiante 
      en el laberinto circular con robledales góticos.
Habríase comprendido entonces la huida de la palabra. 
      Alejada del cielo y solitaria en su duda, 
      del recordar sin fin dolor como una orquídea 
      atravesando el lento mar traída hasta la puerta, 
      y allí sólo del baile la evocación y el símbolo, 
      fragmentariedad del día negado a las metamorfosis, 
      de la música descendido al preguntar incesante, 
    belleza petrificada por sus germinaciones.
Carta a Leda
Tampoco es vana correspondencia el escribirte, 
       ya que tus senos transparentes y oblicuos
      ya que tus senos transparentes y oblicuos 
      no sólo me recuerdan los ojos de Glauco, 
      los círculos de fuego de la sabiduría, 
      sino que este mismo calor así consume llorando, 
      clamando múltiple. 
      La piel del fénix. Oh, la piel del fénix. 
      Oh la boca del cisne. Oh Leda. 
      Y luego estaba también este gemido 
      sin movimiento de la flor; el rosa pálido 
      entre el amarillo en agraz y el rojo estremecido. 
      Allí el doblez, allí el cielo ondulado, 
      el mar espeso en la copa colmada. 
      Tristemente, lentísimamente, 
      y luego tan gutural, tan rápido. 
      Olvido, Leda. Todos los rayos del crepúsculo 
      eran un torbellino de oro en tu garganta. 
    Fuego pálido en la piedra de Carrara.
Según Updike, en el momento en que el Centauro 
      hunde la cabeza en la montaña de Venus, 
      encuentra allí el estupor, la centella que huye. 
      La tenuidad, la atenuación, el tembloroso vórtice. 
      Seddenda et percipit.
      La plenitud es vacío, Leda. 
      El sol es agonía. 
      Somos exploradores de lo que no cesa. 
      Amantes, interrogadores del cansancio. 
      Unos ojos nos miran como desde un horno. 
      Son los ojos del Océano. 
      El limbo del abrazo dura siglos. 
      Hondo misterio es este 
      sí de la cabeza que recuerda 
      una caída enloquecida de caballos 
      y el fragor espumoso del abismo. 
      Salve, Leda. Lejana próxima. 
      Hija y hermana. Madre numinosa. 
      Libertad apresada en la torpeza del otro. 
      Canto de la esposa en el follaje profundo. 
      Oigo el susurro de tu voz entre las briznas de hierba 
      y voy hacia mis sueños como quien posee la cantidad justa. 
    Tu voz es a la paz lo que el silencio al olvido.

Vater Pound
Vater Pound  escribía sus instrucciones sobre la Poesía 
      sentado junto al  fuego del hogar en un Medio Oeste ya sólo imaginado,
      en la cabaña de  troncos rodeada de abetos o de pinos,
      con una manta escocesa  sobre las piernas quebradas.
      Le debo el  fantasma inocente de Sexto Empírico
      y silenciosos  desplazamientos de alejandrinos licenciosos.
      La luna blanca y  el búho sobre el pico del abeto.
      Fragilidad, tu nombre es Mr. Pound.
      Un niño convencido  de la justeza del Universo
      y equivocándose  siempre, sin embargo,
      como una rosa  bebiendo entre las dunas.
      Pecoso y luego  greñudo. Pecoso y luego.
                Infinitamente greñudo.
      Un viejo salvaje y  frágil.
      La importante  distribución de los lados y la altura.
      El búho blanco y  la luna sobre la rama del abeto.
      La barba  circundando el rostro como un mar circundando una isla, 
      como un bosque  sepultando una casa. 
      Pelos. Pelos.  Pelos. 
      La dificultad de  transmitir un conocimiento. 
      La dificultad de  hablar en nombre de los otros.
      La imposibilidad  de ser hasta el fin uno mismo. 
      La imposibilidad.  Oh la imposibilidad. 
      Siempre la  imposibilidad, la sinusoide del trigrama.

| Abeto | Luna | ||
| Casa | Búho | ||
| Anciano | Hoja pintada | ||
| Mono | Arroyo | ||
| No Mussolini | No Adams | No Gesell  | No Confucio | 
| No Cavalcanti | No Dante  | No Ovidio | No Homero | 
| No________ | No________ | No________ | No________ | 
      Y entonces, de  pronto, por así decirlo, Mr. Pound desaparece.
      Mr. Pound disappears.
      Haciendo honor a  su nombre se hundió en el marasmo de la Oikonomía.
      Inextricable,  inexplicable.
      ¿Es así como uno  se vuelve loco?
      ¿Es así como uno  se vuelve loco?
      ¿Loco, loco, loco,  loco?
      ¿Y por qué todo es  tan frágil, tan disperso, tan híbrido?
      ¿Cómo cortar de  una vez la cabeza verdadera de la hidra?
      Mr. Pound  paseándose por una calle de Londres.
      Mr. Pound subido  sobre el pretil de un puente.
      Mr. Pound haciendo  cabriolas en una ventana de Pisa.
      Mr. Pound en su  celda: un ideograma trazado rápidamente sobre la cal.
      Mr. Pound un poco antes: colgado de una rama y  chillando a la luz de la luna. Chillando 
      de terror, balanceándose entre el  follaje, una risa extraña, hi, hi, hi, hi, hi, advirtiendo a 
      los que pasan, a  lo lejos, por el cruce de caminos, brillando las hojas plateadas, los ojos  
      saltando como ranas en el arroyo.
      He aquí al Poeta.
      ¿O sea que la  locura tiene al fin un nombre?
      ¿O sea que este  discurso es acaparable como los granos de trigo?
      ¿O sea que ya  pueden alzarse los párpados hinchados
             y gritar en el viento: «Dios proveerá»? 
      El viento que es  todo y que se lo lleva todo. 
      Dunas. Dunas.  Dunas. Dunas. 
      Lo que fulmina, lo  que mata, lo que paraliza, ¿es esto? 
      Lo que dispersa,  lo que rasga, lo que divide, lo que enajena. 
      Tengo la clara  certeza de estar loco mientras me balanceo 
              en esta rama de abeto.
      Soy un búho, soy  una hoja pintada, soy la luna. 
      Y equivocándose  siempre, sin embargo. 
      Instrucciones,  resoluciones. Pálido diccionario. 
      Almanaque de las  cosas, lista infinita. Infero. 
      Pero sólo  entonces, sin embargo, la realidad del ínfero. 
      O mejor dicho:  realidad es ínfero. 
      O mejor dicho  todavía: sólo lo real puede ser infernal. 
      Felipe el Hermoso:  he ahí el Infierno. 
      Alguien lo  descubrió rápidamente y sacó provecho. 
      Ejem. Dicho sea  con sus propias palabras: un crimen  americano. Eliminando la residua 
      y colocándolo en el centro del círculo:
    

UN CRIMEN
De modo que como decía era éste el gesto de danzar sobre los escalones.
      No bajar ni subir, simplemente danzar sobre los escalones.
      Porque los escalones, como sabía Piranesi, no están encima
      ni debajo: están en todas partes.
      Esta era la locura de Piranesi. 
      La multiplicación de los escalones. 
    La proliferación de las lilas en la primavera.
La fiesta de la  muerte. 
      El mundo crece  para la soledad, mundus ad apokalypsis. 
      Construimos  ciudades que no podremos habitar. 
      No es enteramente  exacto. 
      Construimos las  imágenes de lo inhabitable. 
      Estos son los  espejos que salen de nuestras manos. 
      Somos orfebres  locos, cazadores obsedidos por un cántico. 
      Mr. Pound con un  mosquete al hombro junto a un árbol. 
      Paisaje de lianas,   un sueño de Rogier Van der Weyden que se incluye sibilinamente en 
      el  cuadro, minúsculo, con un sombrero de castor a lo Robin Goodfellow. 
      Símbolos  espejeantes. 
      La máscara debe  estar escondida en algún lugar del bosque.
      ¿Pero dónde? ¿En qué refugio soleado de la boca  inmensa que es el bosque, que es 
      como decir el desierto, los inquietos anillos  de dunas, las olas del mar transfinito? 
      ¿Dónde? ¿Dónde?  ¿Dónde? 
      Silencio. Por  debajo de la masa de pelos asoma un hocico simpático.
      Cuatro orificios  dispuestos simétricamente. De eso hay en todas partes.
      Son los cuatro  orificios universales.
      Son los cuatro  elementos y las cuatro letras.
      Son el Norte y el  Sur, son el Este y el Oeste.
      Etc. Etc. Etc.
      Recoger piedras  para clasificarlas sería más provechoso.
      Hallar la fórmula  una vez es imposible.
      Hallar la fórmula  siempre es todavía más imposible.
      Ja. Ja. Ja.  Imposiblemente imposible.
      Mr. Pound se ríe  sentado en cuclillas sobre un cono.
      Todo es real, todo  es imaginario.
      La risa del mono  hace un remolino con las hojas plateadas.
      El mono titubea  pasándose un dedo por la boca.
      Coloca una  pirámide sobre el cubo y una esfera en el vértice de la  pirámide.
      La luna sobre el  pico del abeto.
      El mono se ríe con  ganas, como un niño, y mira de soslayo
            el plátano que Mr. Pound le había prometido.
      Luz que atraviesa  los gruesos barrotes y proyecta una sombra 
            enedimensional sobre el cuadrángulo.
      La sombra se  sacude rítmicamente al impulso de sus estremecimientos.
      Es como una música  de pequeñas campanas, como aquello
      con que termina la suite Los planetasde Gustav Holz.
      Din don din don  din don din don din don.
      Algo que no se  oye, una especie de ideograma hecho con el silencio 
            y la cal. 
      Como en la frase  profunda de los gemelos siameses, donde uno es el asesino que escribe
 y el otro  el asesino que escucha: 
                                                                                                Todo  fluye.
Acerca del instante y el espacio
    (o del ser entendido como transparencia)
Como  en un bodegón flamenco, dispuestos
      sobre  una mesa (una mesa
      imaginaria,  que es
      y  que no es: un plano
  de  consistencia):  papas
      fermentadas  por el calor,
      diminutos  quelonios de color de ciénaga,
    el  acre olor insituable del verano.
Arriba:  la viga inmóvil.
      El  denso espacio vacante y su oro,
       su  incandescencia, su silencio.
      su  incandescencia, su silencio.
      Muertos  locuaces congelados por el ardor,
      por  la impaciencia que selló sus párpados
      como  se sella una carta que nadie ha de recibir.
      Allí,  en el cenador acristalado,
      con  sus diez mil reflejos que son
      el  éxtasis del sol, su despedida, su ausencia.
      Allí  la luz es cristal (triángulos, hexágonos, fragmentos),
      rayos  detenidos en pleno movimiento,
      e  infinitamente en movimiento en forma
      de  zigzagueantes y agudos centelleos: la catedral
      estallando  sin fin como la voladura
      de  la cantera en piedra que ilumina:
      piedra  hecha de luz y luz petrificada.
      Allí  el sol es el hueco negro de un sombrero.
      Nunca  más el disco de lava puntual,
      la  asombrosa derrota del crepúsculo.
      La  hueca luz es ahora providencia y casa de espejos.
Los  que danzan en el césped verde
      (que  a veces es violeta y también rojo)
      son  habitantes de un país de ensueño: ingenuos 
                  holandeses
      con  sus trajes polícromos de la Edad Media.
      Más  que bailar, levitan.
      Levitamos  con ellos, fascinados
      por  ese pintoresquismo familiar,
      por  esa otredad entrañable que tal vez
      es  la del teatro de sombras o de marionetas.
      Fábula  mítica hecha de mimbre y paño.
      De  colores puros y del olor de la madera
      recién  cortada, recién bendecida, recién barnizada.
      Olor  del invierno esta vez, donde el calor
      es  igual a la intimidad y el vino
      a las palabras que todos piensan y que nadie  pronuncia.
      Sonido  de campanitas lejanas,
      de  cuentos de Navidad (subyugantes y horribles),
      y  de los altos abetos y de los hombres de paja,
      con  la pálida luz de las colinas y el río que transcurre
                  —opaco, doloroso—
      bajo  el arco de un puente que vimos o soñamos.
      Suizos,  daneses, luxemburgueses y noruegos,
      con  gordas caras sonrosadas de viejas sirvientas
      como  si fueran los entes (coloridos y risueños)
      en  los que el sol, allende el sol, se ha transformado.
      Mundo  de tela que habla.
      Mundo  contrario y el mismo.
Aquí,  la noche. (¿La misma?)
      El  bodegón flamenco donde el calor es el frío,
      la  humedad infinita de lo olvidado.
      El  barroquismo de la nada, la acumulación
      incesante  de lo imaginario.
      Allí  donde no hay nada, todo es posible.
      Lo  imposible se retira, el sol se oculta
      en  el clímax del sol, en la sobreabundancia
      de  lo imposible.
    No  hay sol: nada es imposible.
Dos  cambistas se inclinan
      sobre  sus manuscritos contables.
      No  la historia de la óptica, sino el rojo.
      La  precisión del detalle, la espesura de los signos.
      Astucia  o sutileza
      infinita  del gesto. Espacio
      que  nos atrae como un abismo cuya substancia
      es  el color inmóvil pero vivo:
      el  contorno trazado por el vértigo
      de  lo natural hecho sobrenaturaleza.
      El  naturalismo, bien entendido, es eso:
      un vértigo como una scienzia,
      una ignorantia como un conocimiento,
      una  fe en los ojos como una ceguez homérica.
      Ciegos,  nuestros dedos irradian un contacto divino.
      Ciegos,  también, cuando nuestros ojos palpan.
      Ojos  que recorren la imagen como un cuerpo.
      Dedos  que subtienden el cuerpo como imagen.
      ¿Acaso  no hay, en una sola
      gota  de agua, infinitas gotas?
      Pintar  el mar gota a gota: intención
      admirable,  propósito imposible.
      Pero  la lluvia está allí, cayendo sobre el puente
      con  sus rectilíneas agujas convencionales:
      hipóstasis  absoluta del grabado y madre
      de  la caricatura cómica o el dibujo animado.
¿Cómo  hacerlo?
      Enloquecer  es hacerlo.
      Los  remolinos del sol como rehiletes
      de  fuegos artificiales. Como incendiados
      pozos  de petróleo en la noche del Mediterráneo.
      Sí,  la noche.
      El  frío sonriente volviendo con su salmodia irrechazable.
      La  hierba violentada por un zumo
      primaveral  que va fundiendo la escarcha
      bajo  los pies descalzos y deseosos,
      palpitantes  como las piernas que los guían
      hacia  no se sabe qué espasmo último del invierno
      que  aplacaría al corazón incesante y melancólico.
      Nada  lo calmará. Nada puede calmarlo.
      Su  carne es de la noche y la noche
      es  el día absoluto, la transparencia sin nombre.
      La  imagen que, impura hasta el aborrecimiento,
      ya  no puede ser más pura, más intensa, más directa.
      Hay  un momento del color en que todo concepto culmina.
      El  estatuto del tiempo se realiza en la atmósfera.
      Es  esto: la fermentación estática
      de  los oblongos objetos en la hendedura del instante.
      Cosas  que son seres y seres que son cosas.
      La  suspensión que indefine lo derogado y lo vivo.
      Hoy,  ahora, ayer: imaginarios.
      Mañana:  imaginario.
      La  densidad impalpable del espacio vacío,
      del  espejo vacío, de los ojos vacíos.
      (Y  ese cuerpo absolutamente vacío,
      ¿acaso  no es la imagen?
      Cuerpo  negro de la luz,
      sol  negro del día devuelto a su intimidad sin origen,
      a  su pregunta infinita, a su vértigo y su nada.)
      Como  si mirar
      fuera  siempre más que mirar,
      y  oler fuera más que oler.
      Como  si todo fuera siempre más y este más
      lo  hiciera desbordarse y pudrirse y autofecundarse.
      Dar  a luz el pozo en que la luz
      muere  y nace, instante contra instante,
      como  un desierto de piedra en que toda
      sombra  es presencia,
      canto  fúnebre del sol, eternidad del eclipse.
      Todo  dios fue ya siempre descalificado por el hombre.
      Todo  instante, sustituido por un acto.
      Una  circularidad vertical resume todo reflejo.
      El  ojo-observatorio es plano como un sonido
      aplastado  lúdicamente sobre su propia resonancia.
      Ese  vasto espacio cómico de la música.
      Vasta  tierra invisible de la desnaturalización inmóvil.
Allí:  los objetos dormidos,
      inverosímiles  entrecruzamientos del futuro.
      Rayaciones  de niebla sobre sórdidos,
      inútiles,  descoloridos fragmentos artesanales,
      como  dedos veloces tras el cristal opaco.
      El  salvaje reclina la cabeza.
      En  el bodegón, ¿es siempre la misma hora?
      Todo  vacila, todo duda.
      El  centelleo de la letra: el arcaísmo
      indefinible  de lo impreso. La Historia
      como  una calavera de azúcar envuelta en celofán tardío.
      El  ilusorio objeto que vela (o que transfirma)
      el  ojo dorado e incesante del Fenómeno futuro.
Es  esto lo que late
      a veces detrás de la frente, como un ala.
      Esto  y los relámpagos
      inconclusos  e imperfectos de figuras
      que  no podemos identificar
      que  no podemos retener,
      pero  que nos dejan un sabor pertinaz de incognoscible
      con  su cartograficación absoluta y momentánea.
No  la peripecia, sino el diminuto
      cristal  de hielo que se solidifica 
      y  se evapora. Intenso y doloroso
      como  un latigazo. ¿Dónde estamos?
      La  nostalgia (como la voluntad) es un instrumento.
      Pero  también es un método, un artificio y una técnica.
      El  llanto mismo es motivo de contemplación con su sabor salado.
      Que  nos recuerda al mar que nos recuerda el enigma de lo inmenso,
      que  es el mismo de cada gota y cada ojo.
      ¿Dónde  hay más soledad que en el oleaje infinito?
      Inmóviles  y en perpetuo movimiento.
      El  ego no está allí, como el sol
      no  ha estado nunca sobre nuestras cabezas.
      Todo  es más complejo y menos complicado.
      Más  sencillo y menos simple.
      Más  evidente y menos verdadero.
      La  seguridad del sonámbulo (dijo alguien alguna vez)
      proviene  de que sus percepciones
      no  son interferidas por ninguna sensación,
      por  ninguna enseñanza, por ningún significado.
      Esto  hay que dejarlo resonar, inconcluido. 
      Como  sucede con la palabra realidad
      una  vez que se ha suprimido el énfasis que la hacía posible,
      equivalente  del ur y representante del Edicto.
Es aquí, extrañamente aquí.
      No  un aquí sin ahora: algo más extraño.
      Un  vuelco de los ojos
      hacia  la insubstancialidad de los dioses.
      Una  apertura de la mente 
      hacia  la ausencia sin límites.
      Lo  demasiado abstracto
      es  inocente e inquietante como la carne de un niño.
      El novum tiene la involuntaria sencillez de una sonrisa.
      No  será entonces (todavía
      cabalgamos  en símbolos), pero eso
      es  lo que puede verse
      a  través de los objetos,
      de  las cosas transparentes.
      Ya  que todo está aquí
                       reunido, envolviéndonos.
      Esta  atmósfera misma
      es  el significado del Tiempo.
       Mas,  ¿dónde está lo desaparecido,
      Mas,  ¿dónde está lo desaparecido,
      lo  que soñamos ayer, el laberinto y el árbol?
      El  mundo mismo es el espacio vacante,
      aunque  no podamos comprenderlo.
      El  simple más que ríe burlonamente en lo oscuro.
      El  bodegón inmóvil donde todo burbujea,
      interrumpido  por el parpadeo que subdivide los segundos.
      Toda  afirmación, allí, no puede ser sino una pregunta.
      Como  en la metamorfosis sucesiva de los temas
      o  de los motivos de una sinfonía.
      Donde  todo se pone en marcha y nada avanza.
      Donde  todo, sencillamente, se encamina.
      No  hay movimiento: sólo metamorfosis.
      La  mitad de un desplazamiento imaginario,
      y  la mitad de esta mitad, infinitamente.
      Inter  alia: paseos en el spatium.
      (Paseos  que, en realidad, van desplegando el spatium.)
      Entre  un pensamiento y otro,
      nace  la cosa mentale.
      El  hundimiento de la existencia que hace
      perceptible el instante.
      Vemos.  Pero, ¿qué vemos?
      La  fermentación fecunda, oímos las voces.
      Todo  está vivo, hostil o entrañable.
      Humano,  siempre demasiado humano.
      A  través de lo inverosímil o de lo fantástica
      mente  pintoresco de un carnaval en la nieve.
      Todo  se hunde porque todo permanece.
      Todo  desaparece porque todo persiste.
      Todo  está suspendido, navegando en el tiempo.
      Disperso  como los cristales
      de  luz del cenador constituido de reflejos
      donde  el sol es la instantaneidad de lo que no ha sucedido.
      Oscuridad  cegadora cuya aspersión, siendo infinita, no termina.
      No  hay centro ni origen.
      No  hay progreso ni historia.
      Pero  los dioses
      seguirán  existiendo mientras exista el sueño.
      El  sueño es la puerta mágica que nos une
      con  nuestra cantidad de desconocido.
      Suspendidos  en nuestra noche
      y  aún más absortos en el día.
      Engendrando  la geometría con un ojo
      frío  y sobresaltado.
      El  exaltado ojo en éxtasis del Observatorio.
      El  ojo ciego y vidente, colmado y cóncavo.
      El  ojo doble y único del instante
      y  el espacio: cadencia
      del  vértigo donde nada se mueve.
      Vitral  transparente de la mente (ese
                  confín de confines),
      cuyos  pedazos vuelan sueltos en indecisión eterna,
      impulsados  por el más allá
      de  su silenciosa insistencia cristalina.
      El  mismo más allá que ha dado al sueño del mundo
      su  realidad autosuficiente y dolorosa. 
      Y  por la cual el mundo, siendo la Presencia,
      es  lo ausente, lo incomprensible, lo inhabitable.
      No  es que la vida esté en otra parte,
      sino  que es el mundo mismo el que está en otra parte
      estando  en todo momento delante de nuestros ojos.
      Falsos  profetas o locos, conscientes
      de  una verdad indecible, permanecemos en él.
      Ni  celebrantes ni cínicos,
      ni  resignados ni hipócritas.
      Simplemente  permanecemos en él,
      mientras  nos nace en el rostro
      algo  muy semejante a una sonrisa,
      pero  que en realidad es el movimiento
      total  y sin consecuencia de la mente que ha comprendido.
      Que  ha estallado, que ha enloquecido.
      Mente girasol o mente remolino,
      idéntica  al sol-histrión que ilumina artificialmente.
      Pero  la luz es real (o mejor dicho: transreal)
      como  la mente que la nombra. Salvo que la mente
      es  ilimitada: space pantin
      que  puede confundirse con una claraboya,
      con  un avance del mar, con un olor indescriptible.
      Con  todo lo que fermenta,
      lo  que muere y lo que resucita.
      Su  permanente despliegue, ya se sabe, es locura.
      Pura  locura del pintor que se extravía en el detalle.
      Y  sin embargo, allí están
      las  cosas transparentes,
      las  cosas máximas allende la explosión sin tamaño.
      Allí  está la cabeza del salvaje, balanceándose como un pino.
      El  testimonio visible del viento 
      dando  contra la ropa tendida,
      haciéndola  restallar con una resonancia pura.
      Eso:  la ropa que danza
      y  el viento que suena.
      El  instante y el espacio
      como  el latir de un diafragma.
      La  huella ensoñada del pintor
      desdibujándose  en la nieve del cuadro.
      Nada  más que lo que es (que lo que está):
      incesante,  transparente, sin límites.

La mujer de agua
a Reina María Rodríguez
Entre las pocas cosas que queden,
      la larga fila de caras cóncavas, sin duda,
      una fila final, como un alfil
      ocupado en desenroscar su oscuro cuerpo
      de serpiente mecánica a dos luces,
      serpentín de intención subdividida.
      Árboles de Magritte, de dorso negro.
      Abetos de venerable verde (un verde, sí veronés: 
                                                 el honor mezclado con la usura:
                                              a su siglo,
                                              el siglo,
                                              secuestrado en el siglo,
                                              caído en).
      Al fin entonces este correr insigne,
      este desparramarse blando de los signos,
      este menstruo antiguo y blando y aún posible.
      ¿Cómo posible? ¿Cómo, todavía, posible?
      ¿Quién habla aquí? O mejor dicho: quién calla, desmayándose.
      La mujer de agua: su absurda cabellera.
      El locus donde tintinean las lenguas de los perdidos en el bosque,
      de los infieles, los débiles de haber sido tan duros,
      bárbaros golpeados por sus mujeres, bebiendo en el arroyo
                                               como cerdos con un chaleco verde
                                               (otra vez el verde,
                                               otra vez este resplandor, esta
                                               nebulosa,
                                               otra vez este centelleo
                                               enloquecedor y falso).
      Cyrano de Bergerac, sus seducciones y sus cosmogonías.
      Sus deducciones y sus corpografías.
      Rhinoceronte petrificado entre constelaciones.
      Polvo a su polvo, levantado nacimiento que atorbellina las arenas.
      Prodigio de la desnaturaleza.
      Retroceder tiene el encanto improbable de un organillo
      tocado por el mico en ausencia del dueño que ha subido
      a tomarse una jarra de Chianti con la tabernera.
      El amor entre un mono y una niña no es imposible.
      Sobre todo si se tiene en cuenta la estación y el muelle cercano.
      El mar encrespado como un toro de la mitología.
      Los endebles tobillos de la niña y la musicalidad perentoria del mono.
      Su torva risa de rey metamorfoseado en plena audiencia.
      Saintsimonianos burgueses que se adelantan hacia un desprecio invisible.
      La niña, la niña. Qué ojos.
      Qué garbo absoluto el de su liso pecho.
      Qué azul de agua marina en lugar del blanco de los ojos,
      que se ha trasladado a la frente, a la mortal transparencia de su abandono, de su soledad 
      sin excusa, de su irreparable niñez en la buhardilla o el ático. También lo atroz salva. 
      Qué ojos los de la niña, parada junto al mono como la duquesa de Guermantes junto al 
      pequeño Marcel que finge retocar unos geranios con gesto negligente, el oído agudísimo 
      en el piso superior de la taberna, donde espumea el bock abundante y cruje, 
      jubilosamente, la fronda cisalpina.
      Un sonido como de peripecia de Alejandro Dumas, 
      caro a Margueritte Gautier y a Dostoievsky.
      La mujer de agua no existe.
      Su sexo es como la nieve. O como un paso en la nieve: nada.
      Su cabellera, látigo en reposo, es una señal tan funesta 
      como la mota negra de Stevenson.
      Nada del fuego. Una interrupción.
      Una irrupción —debería haber dicho.
      Como si algo debiera o pudiera, aún, ser dicho.
      Salvo la esquizoide huella en el agua,
      la cabellera muerta de la muerta,
      esa cascada rúnica, ese aire fusiforme,
      esas cuñas en la cera, como torvos cuernos de Anubis.
      El aire y luego la muerte.
      La eternidad fortuita y siempre fortuita.
      Sábanas en una azotea,
      el émbolo de un vestido que pasa
      y envuelve un rostro como una gasa,
      como la larga estela con que el embalsamador envuelve amoroso el 	        cadáver.
      El anónimo cuerpo que no ríe. (O que ya sólo ríe, con lenta carcajada.)
      Dentro no hay nada. 
      O hay algo: la larga fila cóncava de las caras.
      El infinito vacío de los sarcófagos.
      O make me a mask, dijo Dylan Thomas.
      Y yo digo. «Abrázame, muerte. Consuma tu victoria».
      Ese revolotear de pájaros sobre la cimera,
      allí donde «nacen las crines y el golpe es mortal» —según refiere 	Homero.
      La mujer de agua: el falso paso en la inexistente escalera.
      El yeso que se bambolea entre las vigas moradas,
      lámpara china en el sendero hacia el hondor del bosque
      donde se efectúan las permutaciones y los sacrificios,
      los esponsales del cielo y las decapitaciones.
      Una alta torre elevándose por sobre la grisalla.
      El rostro inasible, cóncavo y punzante.
      Sin memoria, irrecordable.
      Inmemorial como la arena o el eco.
      Lento y ondulante como un cortejo asirio.
      Como esos camareros de Proust que sostienen bandejas con langostas
      y pasan delante del maître d’hotel con turbantes de Simbad el Marino.
      Todo eso perdido y cien veces perdido.
      Eso: la pura pérdida, el invisible río,
      lo que sostiene al mundo, en fin, esta columna que no existe.
      Esta rosa de sangre, este contorno de ídolo.
      Ahí está: cerca de mí como la vida está cerca del moribundo.
      La mujer de agua, la maldición ondulando.
      Arena es lo último que veré, el mudo canto de los días.
      Unos signos incomprensibles bailando su danza de seducción ante mis 	     ojos.
      Esto sin duda ha de quedar: la larga fila cóncava de las caras.
      Lo que no tiene amor, ni inteligencia, ni memoria.
    En otro lugar, mañana.
Ensemble/semblanza
La hija acompañando 
      a la madre
      cuya primavera
      ha pasado,
      es como el verano
      acompañando al invierno.
      El calor y el frío
      dialogando.
      Policromos vasos de vidrio 
      con vuelos de holanda y tersuras de pollock.
      El hosco Cernunnos en la corteza del árbol.
      El rizoma lucíneo
       apaciguado en la sombra.
      apaciguado en la sombra.
      La hija, su perfil de pez
      flotando entre las hojas centelleantes.
      Su vientre prometido y postergado.
      La madre lejos, hablando
      ya como desde lo invisible:
      la lenta locura del rezo.
      Madre e hija ensoñadas en la tregua,
      gastadas por lo inmemorial del uso,
      como instrumentos
      de flagelación indolora.
      Madre e hija bajo los vestidos
      perennes e intercambiables.
      Música para nada.
      Follaje para ningún animal,
      simplismo de los estamentos.
      Los distraídos loci danzando
      como locas lentejuelas
      alrededor de la boca.
      Vergüenza de la estrella.
      Agua, del manantial a la boca.
      Entrecuerpo victorioso
      sobre el altar de la reminiscencia.
      Vaciado del jarrón en el torneo
      inefectuado: manos
      más que silenciosas yendo
      de un sobreentendido a otro
      sobreentendido. Alegres
      comadres de Windsor bajo los almendros.
      Y la lluvia que no llega.
      Después oscuras rimando se separan.
      Hoy no es hoy. Lo muy difícil,
      lo casi divino
      de esa risa,
      de ese abanico pequeño o juego
      de cartas en el cuenco
      de la mano: mandarín chino
      de porcelana, budha de jaspe
      sobre rubí enmarcado
      por dos mil años terriblemente
      sencillos. Simpleza de la espada.
      La plata azul, la seda de los ojos.
      El canto de la primavera.
      Los muslos de oro del mirlo
      subiendo desde el occipucio
      de nieve. El prepucio blanco del tordo
      cortado por la brevedad del hacha.
      La risa del decapitado
      en las uvas hinchadas del invierno.
      Senos de rosas dulzonas
      bajo el esternón lechoso de Roxana.
      El espantoso chirrido de la sierra,
      el mundo que avanza
      y retrocede: oh el astuto.
      Mientras cae el aceite (la manteca)
      sobre la mano castigada,
      bruñida por el eterno retorno.
      Coral de niña, abierta
      como una O franca,
      sin siesta, sin fiesta.
      Pura matria jugosa sin ola.
      Pero adentro está la ola
      agazapada.
      Adentro está Jonás, el elusivo,
      acariciando las barbas de ballena,
      y cada caricia es un estremecimiento
      de marfil que une los dos polos
      como dos ígneos pájaros desconocidos,
      dos oficiantes que sacrifican y desgajan
      en la elocuencia masturbatoria de la ceniza.
      Coito: in-tro-i-to.
      Erotizadas escaleras de limo
      por las que resbalan las máscaras uxinas,
      los sentidos primariamente dobles,
      el chronicon y la palmatoria.
      Era —dice la madre— en Valcamónica.
      En el desierto estas cosas no suceden
      —dice la hija.
      O así dijeron
      los que desde el principio lo vieron
      con sus ojos.
      Aproximaciones huecas.
      Húmeros secos, chupados
      hasta la médula.
      Madre e hija: pez y anzuelo.
      Magnolias en el sexángulo pedregoso.
      Próximas como invierno e infierno.
      Lo perenne: esta cabeza
      dolora e incolora,
      este dia-logos ilíneo,
      absurdo
      como baile pontifical.
      Natural placentario
      por el rabillo del ojo resbalando.
      Rayo de moribundia
      (sirtos, sirtes, sistros)
      como el pan sonriendo
      al vuelo,
      el horno absorbiendo el falo.
      Fathomless —mastica, tritura, traga,
      glute y deglute, absorbe y reabsorbe—
      la hija glándula,
      quieta en la locura divina.
      La madre hablando muerta
      entre flores muertas.
      Muerte floral del vientre
      abierto en dos como la flor de mayo.
      Llegando instantánea a todo corazón,
      al corazón del Todo.
      El blanco temblor del ojo,
      curvo, continuo y ciego
      ante el semblante callado de la noche.
    Adiós, muchacha.

Égloga en el bosque
    
    Por lo demás, he vivido en medio 
        de un poema lírico, como todo 
        obseso.
        Pier Paolo Pasolini
…ese cansancio
      de tener que ser nuevamente el padre, cuando se está
      condenado a ser eternamente el hijo,
      el hijo, pues, que no volvió de la guerra,
      o que volvió demasiado pronto
      (el que regresa, regresa siempre demasiado pronto,
      debió decir la señora, plumero en mano, mirando el vacío
      apenas desordenado del cuarto de Jacob,
      un apenas milimétrico, un leve
      desplazamiento a la izquierda o a la derecha,
      y la risa breve tapada por una mano aristocrática,
      desenguantada, estéril, transparente, la mano
      de una loca, en efecto: relatos, escrituras),
      siempre de un impulso, siempre proveniente,
      siempre, siempre, siempre, siempre,
      fluido, fluir fluido, fluido fluir fluido del flujo
      y el reflujo, y las montañas al fondo: colinas como elefantes blancos,
      en una manual escolar: diferencia entre pico y colina,
      incomprensible, específicamente alto,
      volando en todos los mapas, en todos
      los agrafismos levantado en diafragma, en diadema,
      en exodografía, en lírica prórroga,
      pero frío, lento, exacto en tanto incógnito émulo
      del despiadado sol hermano hermano,
      tranquilo, así, en el trivium (la tribuna) de la nada,
      arropado en el blanco despiadadamente simple,
      caminando como por sobre los muertos, mientras apenas esbozados,
      esbozos muertos, garabatos geométricos
      y pieles tendidas al sol en muda hilera nula,
      inacallables pájaros del sinsentido en el bosque de ramazón de leche,
      en la trabazón infinita sin valor alguno,
      rostros de leche cuajada frente a la boca congelada de hambre,
      la boca en O que espera todavía, como un ingeniero
      con los pies juntos frente al monumentum de la Olympia imaginaria,
      seco pájaro incoloro de alas de hielo,
      tragando frío y expulsando frío: libre
      con esa libertad que sólo tiene la confesión espantosa
      e inoportuna ante el ojo que llora con una cancioncilla neurótica
      el día muerto bajo los alerces en la fiesta inconclusa de los enamorados,
      sol muerto y perenne en la mentira (pseudos)
      muerta y perenne del lecho bajo los alisios,
      nieve, entonces, o viernes sinfónico,
      que muestra el trasero pustuloso (postulado) por la loca
      ventanilla lógica de una risilla exacta como un escalpelo,
      la calva obscena del gemebundo órgano ilocalizable,
      enterrado en el bosque, sobresaliente la cabeza
      de clown amarillo que gira sobre sí misma 360 grados,
      sin descanso, pero con cansancio, con difunta ansia,
      con convicta indecencia envuelta en una carcajada
      amplia como el mundo, infinita como el ruido, incomprensible-
      inimportante como el universo (sí: qué importa),
      estrellas (etoiles) arriba y abajo, como espejo y espejo, y lago y lago,
      no: charca y charca, en una cadencia de algo así
      como diez o doce cadáveres por minuto,
      pero, sin duda, no es allí donde está su victoria
      (pero yo, ¿dónde estoy yo?, ya sé: yo me perdí hace tiempo),
      sin dejar de estar un solo momento en lo evidente,
      pinos arrancados que se mecen todavía, que todavía,
      o cartílagos, tendones, hiperextrarrígenos, ergos, parergos,
      rechazando el patético grito
      inexplicablemente vivo en el pataleo del ahogado,
      en el ojo plúmbeo, virado al blanco, más vítreo que nunca,
      que remueve el agua del pantano, de donde brotan cosas (stuff),
      donde se hunde también el sueño primero y último,
      pero no hay que hacerse ilusiones: la felicidad es demasiado simple,
      de modo que todo sigue moviéndose y sobresaltando
      alegremente en contra de las agujas del reloj,
      pero en el sentido de las agujas del reloj,
      en una trabazón horrible y jubilosa
      de glóbulos aleatorios que se comportan visiblemente como moléculas,
      ¿no ve usted que se comportan visiblemente como moléculas?,
      ¿acaso no se da cuenta Ud. de que esas que flotan a su alrededor, grandes 
              como melones, son moléculas?,
      y dije: sí, sí, sí, son moléculas,
      porque, de cualquier modo, no fui yo quien lo dijo,
      porque, sin duda, a mi gato no lo matarán,
      no, a mi gato no lo matarán, y sonreímos, ¿ve?, sonreímos,
      nosotros podemos sonreír, tenemos el poder de sonreír,
      amplia, divinamente, exquisitamente,
      nosotros: ratas, líquenes, insectos, polímeros, espiroquetas,
      creciendo, inextricando, territorializando y desterritorializando,
      já já, reímos y crecemos, desconstruimos al mismo tiempo que 	   proliferamos
      en todas direcciones: virtuocitos colmados de trayectoria,
      en avenidas perfectas que avanzan infinitamente en milimétrica
      y aleatoria formación de ejércitos transparentes de Entropía,
      sin comienzo ni fin, sin segundas intenciones: en claro verso, en diverso
      claro abierto en el pre-claro bosque, semillero de legiones,
      de tersos léxicos lógicos e hiperlógicos, perpléxicos y parapléxicos,
      un pie hacia la izquierda y otro hacia la derecha, bastón en mano,
      discurseando, pedorreando, golpeando en la lógica cabeza,
      toc toc: no hay nadie, el dueño no está, el refectorio se deshabitó,
      y buen caminito que era ése, pero: ¡basta!, adiós cabeza,
      se estaba hablando aquí del nenúfar gigante,
      hermano nauseabundo y sabio, del cociente eficaz
      que atrae y traga, así, ¡chac! (o: ¡zas!), aniquila,
      suprime, en una palabra: des-engendra
      (pero yo, yo estaba triste, yo iba, ¿yo estaba?),
      no estabas, hombre, es evidente, en lo que Hermógenes
      (¿o era Himípenes?) tampoco estaba,
      nadie estaba: nadie iba: todos íbamos
      y todos estábamos, pequeños castrati o joven vagabundo
      con un pie en las ruinas, el Él eterno, cadavéricamente falso,
      sin duda, un impulso, un Ya sin esperanza,
      un YA IMPOSIBLE REDENCIÓN ALGUNA —dijo Celán
      en el acto simultáneo (y paralelo)
      de arrojarse a través (to come along) de la misma ventana
      a través de la cual (simultánea y paralelamente)
      se arrojaba Deleuze, y la perplejidad (última, primera) subsecuente:
      hermano, hermano (¿?), y ¡blup! en el azul profundo, en el monstruo 
              de silicio,
      ¡adiós!, ¡adiós!, o bien: ¡hola!, ¡hola!,
      perro mundo, la oreja pegada al radio, un martes
      de carnaval (mardi gras), chucrut, chucrut, sonido de chucrut, de oreja
      sin lavar adherida a un bloque nauseabundo,
      chucrut, chucrut, dios ha muerto, todo es posible,
      y la gran calma de la certeza aniquilando las luces,
      hasta la del fósforo, mein Gott (no, pero dios no existe: nicht Gott,
      ¡Niiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiichchchchch………………niiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiichchchch!
      ¡NIIIIIIIIIIIIIIIIIIEEEEEEEETTTTTTTTZZZZZZZSSSSSSCHEEEE!),
      maravilloso, o: Una muerte maravillosa, insólita, que
      según creo, puede entenderse de 2 maneras: así_______ y así________,
      siendo nuevamente el germen, el oblivium o el paraninfo, central-lateral,
      no sé por qué he dicho esto, el fardo, el pesado fardo,
      hombre, relájate, eso es, relájate,
      tantas horas sin dormir, tantas horas sin comer, tantas horas sin beber,
      VELANDO EL CADÁVER, así se olvida el principio,
      tranquilo, step by step, pelado, arrasado
      cráneo amarillo saltando (degringolant) en el pe(d)reg(r)ullo,
      parodiando el Alfa Beto, el abeto de alfalfa
      y el pino alerce, IN-OL-VI-DA-BLE,
      arrodillado, a-currucado, tranquilo, cabeza inclinada, nuca expuesta,
      EXTENDIDA, clara, directa, PERFECTA,
      en una palabra (¡chac! ¡zas!): D I S J  E C T A, 
      calma, afterwards, yo también salto,
      sí, salto, el Gran Salto, el pequeño
      Gran Salto, el Salto
                                grande—pequeño
      del gran poema largo, del largo poema grande,
      del gran fardo poético pequeño como una cagarruta de pájaro
      en que ha venido a convertirse el pesado
      fardo de lo no dicho de Mallarmé el Elegante,
      con sus transparentes cejas de nieve y su manteau architípico,
      habiendo expulsado al Loco con ese gesto
      perfecto con que se aparta ¡tic! con el dedo meñique una migaja
             al concluir el petit dejeuner,
      con el punto ciego entre los dos ojos puesto en el Loira,
      Mallarmé, entonces, se tragó al loco, como el niño
      de cierta opaca moneda se tragó el sol: de un solo golpe, ¡gulp!,
      se perdió, se deshabitó, ¡fuera, mallarmé, fuera!,
      no significa nada: no era más
      que otro juego y no significa nada —y yo
      que estaba tan triste (lo que no quiere decir
      que ahora esté tan alegre: ni lo uno ni lo otro, ni esto ni aquello),
      concluir debe de ser algo inaudito, nostalgia del deceso,
      como se dice: yo amaba esos bizcochos bañados en mermelada,
      ah, acurrucado, y el sol
      de papel, de papel frío como un cometa frío, como un yerto
      asteroide árido que ralla la celosía
      de la palma de la mano, otro chasco, otro yerro (otro ¡chac! y otro ¡zas!),
      clinamen de la cabeza, de la péndula que ríe sin intención,
      amistosa sin sentido, pelele lánguido en la rara linde de labios de púrpura
              (¿empurpurados?),
      tú y yo, dijo el gordo sin brazos, sin cuello,
      ovoide cuasi indistinto gigantome
      en la linde, dijo: tú y yo, yo y tú,
      tú y ¿quién?, ¿QUIÉN?, ¿QUIÉN?, ¿QUIÉN DIJO QUIÉN?,
      inenarrablemente rayado: cuerpo purpúreo,
      cuerpo blanco manchado ribereñamente de ocre,
      extraño helecho lechoso plantado en el bosque helado,
      como una esponja de mar en trabazón insólita con un pez serrucho,
      como si hubiera estrellas, y mar, y verde tardío entrando como el sol
             por una persiana: sol subdividido
      en lengua corroyente, en diente afilado, diminuto,
      simétrico, milimétrico, terriblemente eficaz, auténtico corta-frío: chac chac chac,
      y: chac chac chac chac,
      como una música última (y primera)
      sonando dentro del hueco y polvoriento corazón,
      obsoleto, puesto a un lado, librado a su indecencia,
      a su desidia, a su paraqué y su desdecuándo,
      errando entre cañaverales de Java junto con otros desechos de horda,
      loco corazón muerto hiperhinchado
      como una rana gigante del Japón (1m x 1m)
      que relojea sin fin cañada tras cañada,
      cantando (viejo desvergonzado) quién soy yo, quién eres tú,
      con la estereotipada síncopa que ya no se oye ni en las imaginarias cajas 	de música,
      pero  es así, sin duda (o bajo toda duda),
      en el apenas desordenado cuarto de amontonamiento (de 	   amontillamiento)
      también llamado depósito, esa palabra súbita y sin embargo amplia,
      pero entendiéndolo como diversa, como el pivot en que todo
      gira y se deshace, cae, se a-montona,
      sin recomenzar, sino descomenzando, en negación perenne,
      no, no, no, no y no, nunca, no, no: nunca,
      pero tampoco hacia atrás, sino en el sitio
      de lo que no tiene lugar, estando desde siempre en todas partes,
      en el ninguna parte que está siempre en todas partes,
      sin espera, sin fruto, sin canción y sin fuego,
      tan enfermo como está todo lo sano, salvo que esto
      por demasiado visible es invisible, ¿eh Hieronymus verdad que es 	          invisible?,
      invisibilísimo, Heliogábalo, Heliogábalo, invisibilísimo,
      de modo que la impresión que se tiene de que avanza
      es i………………………………. ¿es qué?, es i … lo … cu … to … ria,
      eso, je je, ilocutoria, greña nauseabunda, 
      nada se acerca, ha muerto toda estación, congelada en signo pálido,
      toda esperanza recesó, quitamos eso
      como se quita un cartel gastado, aun cuando los graffiti eran buenos,
      buenos para nada, a los 5 años
      le dio con uno de esos en la cabeza: chac, así sonó la cabeza,
      y le gustó, así que repitió el movimiento: chac, chac, chac, y chac,
      ahí, por así decirlo, fue que empezó la música,
      pero que no es un estado que quiere expresarse primero en música,
      aun cuando la música esté siempre ahí, a la porteé de la main, pintarrajeada prostituta,
      NICHT MUSIK, hay faroles girando en el amarillo luminoso de la callejuela 
      nauseabunda,
      soy yo, soy yo otra vez, el germen reiterativo,
      el arrasado campo obcecante, la apoplejía del occiso,
      el vasto mar geométrico donde trasiegan los rocambolescos zapatos de cordones rígidos,
      enhiestos como cabellos electrocutados, hincados en el huevo perfecto
              como uñas curvadas de cuervo sempiterno,
      de perenne sapo que canta la mala suerte, que anuncia la buena muerte,
      y así, entre grandes saltos pequeños, erige un monumento al cansancio,
      animal protogenésico de grandes glóbulos enjalbegados,
      de grandes párpados soñolientos de hijo perennemente huérfano,
      lejano, indiferente, acaso levemente ocupado
      en la vigilia estorbada de la mantis que vela al insecto-hoja y descuida las 	    hojas 
      de hierba,
      acto sin tragedia que celebra el grillo y deplora la cigarra,
      mientras el sapo los contempla a todos
      con ojo crítico y simultáneo,
      en el momento en que todo gira, se deshace y se amontona,
      y un blanco silencio, una vasta calma incolora se extiende hasta los 	   confines    del 
      pantano,
      así, sin música, todo va mejor —dice el sapo con un chasquido
      algodonoso. 
      Chac chac: comer, ser comido. 
Avistamiento del Vesubio
              a Susanne
     
Como el Vesubio
       entrevisto
      entrevisto
      pero insoslayable
      más allá
      de deseo y olvido,
      del jovial
      saludo que intentaba
      conjurar
      resbaladizos adoquines,
      ruido de máquinas y pájaros,
      el temible
      zumbido verde contra los cristales.
      Así el vasto
      cuerpo de la niña iba
      saliendo del calor como la diestra
      alfarería del horno,
      urdiéndose, borrándose.
      Siendo, arritmia sin quejido,
      aleteo de pánico o brusca
      girondella enérgica,
      enorme risa de infancia convulsa,
      espasmo sin comienzo,
      esto, ahora mismo.
      Los barcos alineados simulan
      un hipotético
      cuadro de Ingres.
      El lento ferry desplaza
      espacio, espacio y
      tiempo
      indistinguibles
      ya en medio
      del mar redondo.
      Espacio oíble que ondula
      entre camarotes blancos.
      Y el ojo baila en el vértigo
      de los arrecifes.
      Imaginar el sordo paroxismo
      de los diminutos moluscos
      negros entrelazados
      en racimos
      y la brusca sal del agua 
      golpeando la memoria,
      lo que el mar no devuelve.
¿Quién no ha pensado
      con nostalgia
      en el Mar de China?
      Tú y yo caminamos
      por senderos
      secretos,
      por pasadizos verdes
      pisados
      para siempre
      esta única vez.
      Sentimos
      la abrumadora presencia
      de lo ausente.
      El fuego solitario,
      el inclinado,
      absurdo leñador
      de ojos de fieltro
      como
      incesantes botones asombrados.
      El sol abre surcos en la piel
      sosegada y translúcida
      que cruje
      como papel.
      La muerte del sabio resuena
      entre
      los altos
      árboles invisibles.
      El sueño 
      cae como una
      gota brillante
      sobre la anciana
      risa de las gaviotas.
      El trasgo ancilar
      tropieza, salta.
      Y la sombra
      chasquea, el límite
      relumbra.
      Algo aparece, algo
      no aparece ya.
      Los días se elevan como
      pájaros veloces
      y la hierba y la piedra 
      resumen.
      Este techo de siglos,
      esta infinita
      pared
      de sueño y tiempo
      colmada ya y espesa
      mente vacía
      de instante intenso,
      de olor y ardor,
      de amordazada 
      furia dividida,
      cerrada.
      Oh. Este
      oh sin solución,
       prometedor e
      prometedor e
      inconcluso
      como 
      la paja amarilla y
      la niña
      des/vis/lumbra/da/nte
      que movía
      las piernas en la brisa
      de julio. El ojo
      contra la hierba
      fermenta
      su soledad de hijo.
      Habrá siempre la rueca,
      el afán.
      La apuesta
      del bardo, su hoja
      rojodorada empujada
      por la insistencia muda
      del viento,
      palabra sin límite.
      Sobre las piedras calientes
      el joven
      repentinamente viejo
      regresa
      olvidado de la brasa
      que ardió bajo su ojo.
      Somos aún los mismos
      (desconocidos, desconocidos)
      contra la negra
      noche que separa
      su vasto labio engordado
      de silencio, de hilachas
      y de coágulos.
      A lo lejos (desmedida
      mente cerca)
      roncos
      gallos 
      incesantes
      salmodian.
    

Los otros nosotros
Nunca dejaremos de  ser los mismos
      en este mundo  infinito rebasado por las cuatro paredes.
      Todo lo que vemos al  mover la cabeza
      es lo que siempre  veremos.
      La cabeza desplazada  en lo sordo,
      esforzándose en busca  de la transparencia.
      El arte no será  eterno. O sólo será eterno
      dentro de este  rebasamiento de las cuatro paredes.
      Sólo aquí habrá este  amor y esta miseria.
      Esta y no otra. Esta  mano qué mano
      jaspeando el vidrio  provinciano con un paño invisible.
      La ausencia de  eternidad nos rodea por todas partes.
      Caminamos como  sombras, oímos como sombras.
      En el más mínimo de  nuestros gestos
      hay el peso infinito  de esta ausencia de infinito,
      de este terror en que  se evapora toda filosofía.
      No seremos nosotros  quienes verán
      lo que nuestros ojos  redondos de niños
      ventean a toda costa  en el filo del rododendro.
      No seremos nosotros y  tampoco serán otros.
      Ojalá el tiempo y la  eternidad fueran un gran misterio.
      Pero la ambición del  hombre es tan pequeña que ya sabemos
      que el polvoriento  corazón siempre encallará en el mismo sueño de sangre.
      Eso debía recordarme  la formidable libertad
      que ha hecho todos  los cielos azules y las albas despiadadas.
      Debía escuchar la voz  antaño noble que guía tal vez hacia lo excelso.
      Pero la terca cabeza  por fin ha comprendido
      que los campos de oro  son sólo turbios remolinos
      nacidos del ansia de  eternidad, y que lo oscuro 
      es sólo instancia  modular y no instancia de abismo: en el papel
      un agujero es todo  agujero y una estrella todas las estrellas.
      Los sentimientos  pasan como una onda rápida sobre una superficie.
      Ya no tienen la magia  poderosa del circo, desprovisto ya de toda magia.
      Soberbio en el  espectáculo, cabría decir, única posibilidad
      o mirando sin cesar  el estupor transparente en el cuerpo de las hojas.
      Fue detrás del  cabrilleo brillante donde empezó todo, diría,
      si no supiera que no  hay comienzo ni fin al rebasamiento
      y que lo que ocurre ni  siquiera es extraño. Que lo trascendente
      es sólo la hinchazón  del lenguaje en pos de la imposibilidad
      de una muerte y una  vida, de un final y un comienzo.
      Si todo pudiera  comenzar, ya hubiera comenzado.
      Si todo pudiese  terminar, ya hubiera terminado.
      Lo único permanente y  acabado es el penduleo de la cabeza
      que gira sobre sí  misma como un gozne separado de la puerta.
      Aunque lo primero  sería quizá tratar de no representarse en absoluto
      la cabeza
      como tal cabeza, sino  como una superficie maleable,
      hecha de ignorancia y  color, de infinito regreso,
      perdida en la  imposibilidad de rebasar la transparencia de las cuatro            paredes,
      la oblonga sospecha  de una indecisión sin fin más allá de toda muerte         y toda vida.
      Necesitamos las hojas  y el patético amanecer. Necesitamos las estrellas
      y los cansados  rostros. Necesitamos la mano que se vuelve 
      contra su poseedor.  La mano que divide, la mano dividida, el sueño
      de una bondad, de una  marcha de cabezas libres.
      Necesitamos el cielo  protector que mantiene intacto
      el mundo dentro de  este absurdo
      imposible de ignorar  ni de rebasar. Lo sepamos o no,
      medramos al abrigo  del sueño de no poder terminar.
      Al abrigo de la  miseria que elevamos a elevación, a infinitud
      de espejo, a  transparencia de interrogación
      que vuelve a nosotros  cada vez como la púa en el surco del disco.
      Este disco es nuestra  propia cabeza, nuestra propia ansia,
      explayada no como  cabeza sino como superficie sin forma.
      El único arte posible  tiene la forma de una risa y tal vez de una tela.
      Pero qué tela. El  canto perdido explayándose de fin a comienzo sin      comienzo   ni 
      fin.
      Abres las manos para  abarcar el mundo
      y el mundo tiene  exactamente la forma del gesto de tus manos.
      No hay otro mundo ni  otras manos. No hay otra eternidad o sueño.
      La puerta se cierra:  ¿pero dónde? La boca cubre a la boca: ¿pero dónde?
      Este dónde sin  respuesta tiene la forma de una alta ventana.
      El ojo opaco mira  recordando ese mirar que antaño le dio el estatuto de ojo.
      No hay una sola  mentira sino muchas. Esta era la certeza
      que buscábamos. Sí: al  llamado,
      la cabeza vislumbró  los verdes, y la eternidad
      se negó a  desaparecer. Oigo el chirrido inane del polvo
      en los persistentes  túneles. Oigo el rumor de ceniza de los pasos
      sin antigüedad  errando dentro de su resonancia vacía.
      La mano que se  extiende y la boca que murmura niegan lo trágico.
      Lleno de la novedad  de nuestra ignorancia 
      el sol calienta como  nunca
      haciendo de toda  afirmación un eco sin futuro.
      Nunca podremos  rebasar el infinito de estas cuatro paredes, nos decimos.
      Nuestra certeza es  tan profunda, que la piel se estira, risueña
      al canto de toda  muerte y todo sol.
      Soy tan pequeño que  para inclinarme sobre el pozo 
      debo elevarme sobre  las puntas de los pies. En lo profundo
      se mueve un sueño de  ojos, como un espejo de edad indefinible.
      Es de allí que viene  la voz. Soñadora
      como la guadaña de  oro de los guardianes.
      En el espesor  transparente de la luz bailan los zapatos.
      Los arlequines  —signos futuros— se arrodillan en el geométrico cascabel.
      ¡Ah! El por fin del  laberinto
      era un bastón  dibujado en fino papel de plata.
La sombra del corsario
Intenso, aún, en el  continuo
       el hielo,
      el hielo,
      pues en su olor la  hoja no ha tenido
      canción nueva, o  indoloro 
      día, el sueño,  cayendo aún,
      aún descabezado,
      rodeado
      de cejifrontes 
      indignos, 
      de dudosos
      tamborileadores de  taberna,
      como insecto sin hoja
      o alquitranado  abejorro
      dormido en el  zumbido,
      en la membrana
      de sombra.
      Noche sin O
      que avanza 
      y que no avanza,
      como la uña de  grafito que persigue
      la saliva urticante 
      de los tragaluces,
      como astilla no  clavada sino alzada
      en el ruidoso  carnaval diurno
      donde alternan  bastones 
      y jazmines.
      Miró y le dijo: tú  eres el campesino.
      Tú eres la noche, la  horrible 
      niña de vientre ocre,  de ojo 
      de luz azul,
      de mano 
      de muchas uñas,
      sentada en el  escalón,
      cantando con gordo
      y lelo labio  bermellón,
      con lenta 
      locura que centellea.
      Dijo y también dijo la noche,
      dijo hojaldre de nieve,
      deshabitado
      o únicamente habitado
      por poblaciones,
      cantos en los que  sólo sobresalen
      las cabezas, las  cabelleras
      en muda driza,  alimentadas
      por la leche, el  torturado
      sueño que laja 
      los verdugones. 
      Yo voy cantando,  quiso decir
            a horcajadas
      sobre el madero: pero  era
      mucho decir en el no  decir nada,
      con la migaja del ojo  que sigue la línea
      o la flecha: ojo  diverso en la risa
      del muñeco, cayendo  aún, aún
      riendo, muñeco  soberano que saluda
      entre cientos de  miles
      de muñecos, 
      con su banderita  deshilachada
      y su barnizado  esqueleto 
      de triciclo 
      rojo y azul.
      Pero ¿y mi estrella?
      Ah: la risotada
      del amolador  desenlazado
      sentado en la rueda,
      girando enfebrecido.
      Yo he visto girar esa  rueda
      desde dentro, desde  el rayo
      del ojo. He visto ese  alto sueño de ceniza,
      el vértigo de hielo  en la ola verde
      que no comienza ni  termina,
      en la cintura
      donde era imposible  toda canción,
      pues la torre,
      la solitaria y  orgullosa, oscura,
      formidable
      como una isla,
      estaba llena de sal,  de cientos de miles
      de cabezas de sal,
      y consignas de sal, 
      y versos de sal. 
      Y en el continuo, de  hielo aún,
      a lo lejos, como un  desdichado
      o asombrado niño,
      huyendo con su  pañolón inútil
    la sombra del  corsario.
* Libros a los que pertenecen los poemas reunidos aquí:
Polyhimnia (1988-1990)        [publicado en La Habana en 1996]
      1 El jardín de  símbolos
      2 Carta a Leda
    2 Vater Pound
Discanto (1991-1996) [libro inédito]
      4 Acerca del instante  y el espacio
      5 La mujer de agua
      6 Ensemble/Semblanza
      7 Égloga en el bosque
Observaciones (2000-2002)   [libro inédito]
      8 Avistamiento del  Vesubio
Sils Maria (2002-2004) [publicado en México,  D.F., 2009]
      9 Los otros nosotros
10 La sombra del corsario [poema inédito, 2010]
Nota bio-bibliográfica
Rogelio Saunders
La Habana, 13 de enero de 1963. Poeta, cuentista, novelista y ensayista. Ha publicado cuentos y poemas en diversas antologías. En 1996 se publicó en La Habana su libro de poemas Polyhimnia, y en 1999, la plaquette de poesía “Observaciones”. La editorial Aldus (México, D.F.) publicó en septiembre de 2001 su libro de cuentos El mediodía del bufón. Otro libro de cuentos, La cinta sin fin, apareció en abril de 2002 en la Colección Calembé (Cádiz, Andalucía). La editorial suiza teamart ha publicado en 2006 el libro Fábula de ínsulas no escritas, una antología de sus poemas en edición bilingüe. Otro libro de poemas, Sils Maria, ha sido publicado por la editorial Aldus en 2009. En la actualidad reside en Sabadell (Barcelona, España). 
  
