Homenaje de

   La Habana Elegante

     a Jorge Luis Borges 
 
 
Jorge Luis Borges
 Todos nuestros lectores conocen seguramente un famoso pasaje de Jorge Luis Borges: "Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas".  Es a quien, por ejemplo, le han ocurrido tantos homenajes en lo que va de este año.  Justo cuando esos tributos comienzan a enmudecer, cuando el año (y el milenio mismo) tocan a su fin, La Habana Elegante juega una jugarreta borgiana a nuestros lectores.  Porque el escritor argentino a quien, tan tardiamente rendimos homenaje, es también el otro, ese que -como casi toda la crítica- se acerca a Borges, lo persigue, sin darle alcance. ¿Y no es ello acaso lo que vuelve tan inquietantes a los fantasmas?
 
Borges y la crítica: ¿una cita imposible?. Sobre Tercer espacio: literatura y duelo en América Latina

por Horacio E. Legras
Ph.D Universidad de Buenos Aires
Assistant Professor en la Universidad de Georgetown

     Jorge Luis Borges es un autor que nos condena a un cierto asintotismo. El término, usado en textos musicales y también psicoanáliticos, refiere a la imposibilidad de entrar en sintonía, imposibilidad de una conversación digna de ese nombre, imposibilidad incluso de coincidir dos momentos de una mirada. Los personajes de ese famoso cuento de Kafka que nunca se encuentran porque están siempre tratando de visitarse, viven en una relación asintótica.
     El asintotismo es el infierno tan temido de la crítica literaria. Infierno, además, que suele visitar con asiduidad a aquellos que, al decir de Borges en su poema "La Luna",  "ejercemos el oficio de cambiar en palabras nuestra vida." El asintotismo es el riesgo del crítico y los críticos de Borges, uno de los autores sobre los que más se ha escrito, han tomado ese riesgo. No se puede decir que los resultados hayan sido, en general, felices. Tal vez esta elusividad del texto borgeano le haya sugerido a una buena parte de la intelectualidad argentina una estrategia inocente: "olvidar a Borges" La frase se repite y viaja; de hecho la escuché por última vez en una conferencia en Miami hace tan sólo un par de semanas. Pero nosotros, lectores ya de famosas lecturas de "La carta robada de Poe" sabemos que el olvido del significante (sobre todo si constituye, como un buen signficante, un enigma) no garantiza sin más el olvido. Nosotros podemos olvidar a Borges, pero esto no significa que Borges nos olvide a nosotros. Borges es, como decía la vieja escuela filológica, una autoridad. Y los filólogos, que sabían de qué estaban hablando, sabían también que una autoridad es aquello que nos condena a una repetición.
     Otros han ensayado variantes para burlar a Borges como una forma de no ser burlados por él. Creo que fue Ricardo Piglia quien acuñó una idea que tiene algo de cierto, pero cuyo impulso fundamental es evitar el enfrentamiento con el padre de la literatura argentina: Borges es un escritor del siglo XIX. Con una decisión tan palmaria Borges quedaba recolocado en un pasado que nos concernía, pero sólo en tanto pasado. Borges sin embargo no pasó. El padre terrible, omnipotente y poderoso sigue guardando las puertas de la ley y la ya incontable cantidad de intentos de parricidio (de explicar a Borges hasta en sus últimos detalles) poco han hecho por desdibujar su autoridad. Se trata también de la autoridad del enigma,  del límite que se impone a un pensamiento (el nuestro,  como a propósito de Borges escribía Foucault en Las palabras y las cosas) enfrentado a la resistencia de un significado impenetrable. Más impenetrable aún porque es enteramente visible. Lo más profundo, decía Roland Barthes, es la piel. El lugar más oscuro, continuaba el mismo Barthes pero en otro trabajo, es bajo la lámpara. Y los críticos se siguen perdiendo en los espejos de esta literatura especular. Véase sino el libro de Daniel Balderston. Borges está perseguido hasta lo más íntimo de su biblioteca y sin embargo no está ahí. Entonces, ¿dónde, dónde?
     Tal vez , como Sócrates, Borges sea atopos. Tal vez no se pueda leer a Borges (y esto más allá de intentos formidables y en algún sentido felices: Ana María Barrenechea en ensayos que tienen ya cuarenta años, Beatriz Sarlo en un libro reciente: Borges un escritor en los márgenes). Tal vez la forma en que debemos acercanos a Borges, o a escritores como Borges, sea no bajo la forma del desciframiento sino de la intersección, de una sintonía desplazada. Como un encuentro de estelas que atraviesan un mismo punto pero en tiempos diferentes. Hacer del asintotismo un destino.
     En esta guerra por el sentido una apuesta posible sería una lectura de guerrillas. Leer aquí y allá, no concluir sino provisoriamente, desmembrar el padre omnímodo, desgastarlo como una piedra y en ese acto exponerse. Como Heidegger escribe acerca del horizonte del Ser, no debe ser entendido, sino atravesado.
     Estrategias estas que componen –a mi entender- la principal virtud de un texto en que algo así como un encuentro con Borges, finalmente, ocurre. El libro en cuestión, Tercer espacio: Literatura y duelo en América Latina, de Alberto Moreiras, acaba de salir en Chile bajo el sello Universidad/Arcis. No todo el libro está dedicado a Borges. Borges tampoco está ausente de los capítulos que no le conciernen directamente. El tema general del libro es el duelo por el sentido, el duelo, en la literatura latinoamericana por aquello que al menos desde el post-estructuralismo venimos entendiendo como el centro necesariamente vacío de una experiencia –la humana- que durante milenios fue  intepretada, por el contrario, como la cifra de una plenitud:  llámese esencia, destino o Dios. Tercer espacio es un intento brillante no por leer la literatura latinoamericana a la luz de los desarrollos teóricos de la filosofía continental, sino por leer la literatura latinoamericana como elaborando culturalmente la problemática a la que la universalización del logos occidental ha enfrentado por igual a la filosofía continental y a la literatura latinoamericana, entre otros discursos.
     Mi comentario, sin embargo, se va a limitar a uno de los tres capítulos que lidian con el escritor argentino: el quinto, "Circulus Vitiosous Deus: El agotamiento teórico de la ontogeología en Borges" sobre "Funes el memorioso". Los otros capítulos sobre Borges son el segundo, "Escritura postsimbólica" sobre "Tlon, Uqbar, Orbis Tertius"; y el séptimo "Lugares privados en ‘El Aleph'", una lectura intertextual del cuento de Borges con la producción de su alguna vez musa, Estela Canto. El resto del texto contiene otras referencias a Borges más allá de los límites de estos capítulos y el lector genuinamente interesado en las muchas paradojas a que la producción literaria latinoamericana ha dado lugar los encontrará a la vez provechosos y fascinantes.
     El poema de donde está entresacada la cita anterior de Borges (La luna) continua: "siempre se pierde lo esencial, es una ley de toda palabra sobre el numen."  Referencia apropiada, creo, para introducir la lectura de Alberto Moreiras en tanto se hacen presente allí los temas de la palabra, la esencia que esa palabra estaría destinada a expresar y la pérdida. La esencia está ya necesariamente perdida en la palabra para una cultura, como la nuestra, que debe vivir el horizonte de su existencia en términos de lenguaje y por lo tanto reconocer que cualquier esencialidad le está, por simple cálculo, vedada.
     Para llegar a esta conclusión no se necesita –como diría Borges- frecuentar textos ni bibliotecas. Es una verdad que forma parte de nuestra "condición humana" y a la que todo lo que se entiende vulgarmente por "humano" o "humanista" busca tenazmente oponerse. Es una conclusión en todo similar a la que arriba el pensamiento contemporáneo o al menos esa porción de él que llamamos "post-estructuralismo". Es precisamente desde una tradición afín al post- estructuralismo que Alberto Moreiras lee a Borges. Su recorrido, para ser más exacto, encadena la crítica a la metafísica nietzscheana con el Heidegger filósofo de la pérdida y, por último, con las consecuencias que de este movimiento extrajo la deconstrucción derridaneana.
     En estos autores –y en otros tantos que Moreiras discute- se cifra la crítica contemporánea a la onto-teología (al pensamiento que intenta reducir a la presencia de una esencia –ontología como ciencia del ser de los objetos- o de un destino o un origen –teología- toda la vasta diversidad de lo existente). La onto-teología piensa la existencia y su justificación en términos de presencia. El post-estructuralismo –y en esto reside su corte con la tradición estructuralista- está obligado a reconocer el valor de lo ausente, del proceso diferencial (lo que Derrida llamara la differance en su ensayo del mismo título) en la constitución de la experiencia. Nuestra "condición humana" hoy pasa por admitir este núcleo ausente de la constitución humana. O, para decirlo con palabras del autor que nos ocupa, la crítica a la metafísica, tan pregonada en las últimas décadas, implica aceptar que "el ser de los entes ya no permanece como fundamento del pensar"  (131).
     Borges, quien se deleitaba en la ignorancia de sus contemporáneos, nunca leyó, seguramente a Derrida. Nietzsche, como demuestra sagazmente la lectura de Moreiras, no le era desconocido. Sin embargo ni la ignorancia borgeana de Derrida, ni su frecuentación de Nietzsche tienen nada que ver con la validez de la lectura de Borges en Tercer espacio. Se puede rastrear toda la biblioteca borgeana y aun así, no leer a Borges. Borges puede estar en otro cuadrado del tablero, completamente distinto adonde el crítico lo busca. No se trata de buscar fuentes, de identificar lecturas, ni siquiera de extraer del texto de Borges alusiones a determinadas ideas. Se trata simplemente de un encuentro y ese encuentro, punto improbable –en el sentido de imposible de establecer- es la única superación real del asintotismo que amenaza siempre la actividad del crítico. Incapaz de extenderme a las complejas y múltiples referencias a Borges en Tercer espacio, voy solamente a comentar, como indiqué, tan sólo parte de la lectura de "Funes el memorioso" en el libro de Moreiras.

     La lectura de "Funes" de Moreiras parte de una conocida cita de Borges. "La música, los estados de felicidad (…) ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación que no se produce, es, quizá, el hecho estético." Borges, cuya literatura es la práctica de esta revelación (la revelación de que no hay revelación) es perseguido en Tercer espacio, hasta las habitaciones de Funes el memorioso.
     A través de un comentario de la obra de Jean-François Lyotard, Moreiras une esta temática borgeana de la presentación de lo impresentable (la revelación de que no hay revelación, la revelación de que hay una dimensión que parece estética, pero queda más allá de la presentación estética) con la literatura entendida en términos postmodernos. ¿Por qué recurrir a Lyotard? Porque la caracterización de la postmodernidad de Lyotard parte, precisamente, de un comentario de Nietzsche, para quien toda metanarrativa es un agregado innecesario cuyo impulso fundamental es nostálgico y como tal reemplaza la riqueza de lo que realmente es con una idealización que nos separa del mundo. Es el tema preanunciado en la definición borgeana del hecho estético como una revelación que no se produce y la correlativa negativa del autor de reemplazar esa imposibilidad por una definición positiva de lo estético (como la que ocurre, quiero aventurar, en la famosa "definición" de la poesía en El arco y la lira, de Octavio Paz). El mismo tema, dirá Moreiras, es evocado por Borges en su caracterización de la historia universal como la de la diversa "entonación de algunas metáforas."
     Funes, se recordará, es aquel hombre de memoria perfecta (o casi perfecta) que no podía tolerar que el perro " de las tres y catorce, (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)".  Funes, a quien Borges presenta, nos recuerda Moreiras, como un Zarathustra "cimarrón y vernáculo" se encarga de elaborar, en un arrabal sudamericano,  las consecuencias de la crítica nietzscheana a la metafísica. Funes, quien recuerda todo, para quien todo vuelve, casi en su más pura inmediatez, debe asentir al eterno retorno de lo mismo. Lo mismo retorna sin que ningún "gran discurso" venga a interpretarlo o a atenuar su impacto sobre aquél que recibe esta revelación. El advenimiento de ese retorno no genera nunca una metáfora, es, en el sentido estricto de la palabra una revelación estética. Y esta revelación  lleva a Funes a la muerte a la vez que arruina la posibilidad de pensamiento (ocupado en la plena percepción del mundo, Funes, estrictamente, no piensa, sólo registra  y repite). Para Funes lo que ha constituído el ideal de repetición idéntico de cada hecho, su aceptación sin ningún recurso a una metafórica posterior, acaba siendo una catástrofe que termina por destruirlo. Moreiras escribe

     El rostro de Ireneo está a la vez intemporalizado y profundamente marcado por el tiempo. Morirá dos años más tarde, en 1889. En enero de ese año Nietzsche era internado en el manicomio de Jena....(Alguien recoge a Niezsche enloquecido en las calles de Turín: llora mientras abraza a un caballo. este caballo italiano, ¿no está cifrado en el azulejo redomón que voltea a Funes y lo  deja "tullido sin esperanza"?

     La conclusión de este capítulo, que se extiende en un brillante análisis del significado de esta resolución borgeana para el corpus de pensamiento "postmoderno" en general y para Lyotard en particular,  se encuentra en la introducción al capítulo séptimo, donde se lee que esta alegoría borgeana donde Funes obtiene por fin traspasar el límite que el logos occidental se ha impuesto a sí mismo (y en virtud del cual existe el deseo de "ir más allá) constituye "una desestabilización de la ontoteología sin precedentes  en la tradición cultural latinoamericana." (175).  Desestabilización que esta relacionada con el fundamento abismal de ese logos, toda vez que quien logra traspasarlo muere, como Funes, o enloquece, como Nietzsche.
     Pero para arribar a esta conclusión hay que atravesar páginas fundamentales del análisis de Moreiras que se abren a otras cuestiones y que merecerían una lectura más detenida.
     El impulso general, detrás de Tercer espacio, es filosófico, pero sólo en tanto se entienda por filosófico la problematización de la división entre "filosofía" y "literatura", solo en tanto se entienda la profunda implicación entre estos dos órdenes que permite pensar un encuentro entre la crítica y su objeto, pero no ya sobre la base de una "explicación" sino de un díalogo, como quería Blanchot, infinito. Así "El Aleph" motivo del capítulo séptimo es medido en relación a un relato de origen (filosófico) no menos poderoso: el principio de razón suficiente (nihil est sine ratione) que Leibniz introdujera en forma definitiva en el pensamiento moderno. Pero, otra vez, el capítulo es mucho más que eso. Es también una lectura de "El Aleph" que confronta la elaboración del cuento con la relación amorosa que unía en ese momento a Borges con Estela Canto, para pasar luego a considerar la relación intertextual que guardan el texto de Borges y las novelas de Canto. La sorprendente sección 2, además, discute "El Aleph" como una versión temprana del ciberespacio y como una rigurosa confrontación con su posibilidad que, de tal forma, habría sido anunciada en la literatura de Borges. La problemática del principio de razón suficiente atraviesa y es atravesada tanto por problemáticas más mundanas (la relación amorosa Borges-Canto) como por alguna que se puede concebir, erróneamente, como más técnicas (el ciberespacio).
     A través de estas lecturas Borges es situado doblemente: por un lado como lector de la tradición occidental. Es un lugar, es cierto, que le ha sido asignado muchas veces (en forma bizarra en el film El nombre de la rosa, por ejemplo). Pero la diferencia esencial entre esa posición borgeana en Tercer espacio y en la crítica tradicional, es que en esta última Borges epitomiza para sus lectores críticos la posición subalterna latinoamericana que en verdad ellos mismos y su lectura vienen a ocupar. Borges es el guardían de los libros de occidente, lo que lo condena a la simple repetición (improductiva, la llamaria Moreiras en su libro) del canon occidental. Borges es ahí un receptor, un consumidor, un loro rioplatense pretendiendo pasar por europeo, que se contrapone al papagayo caribeño que intenta pasar por nativo. Borges es culto. En esta frase de inocultable cursilería se han cifrado incontables lecturas del escritor argentino. Una de sus variantes es que Borges simula la cultura, casí podría decirse, la parodia. Fernández Retamar llega cerca de esta formulación en su Calibán. Pero la lectura de Tercer espacio no tiene nada que ver con la cultura, su referente es el pensamiento. Borges, piensa, y leerlo significa intentar ponerse a la altura –no descifrar, no explicar- de ese pensamiento.
 Por otro lado Borges es leído en Tercer espacio bajo la urgencia del presente. Su referente no es la pasividad de la biblioteca mucho menos el siglo XIX. Estos capítulos borgeanos deben ser considerados en contrapunteo con la crítica, presentada en el primer capítulo de Tercer espacio a los sueños de identidad latinoamericana, que si bien han fundado alianzas antiimperialistas "encubren la pesadilla de la violenta homogeneización, uniformización y represión de sociedades múltiples y diferenciales" (42). En Borges, como más tarde en Lezama, Virgilio Piñera y Cortázar, Tercer espacio busca un lugar que, si bien no totalmente exterior a la totalidad de la tradición latinoamericana y sus aporías, tiene el potencial de señalar sus límites. Llevarnos, como alguien escribió en otro contexto, al umbral donde comienza el verdadero viaje.