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La más verbosa


Memorias del Desarrollo 

(Capítulo inédito

Edmundo Desnoes

     ¡Qué alivio! No pienso volver a correr, a ir jogging, a trotar como si tuviera la más remota idea de mi destino. Uno aprieta el paso cuando encuentra  un punto en el horizonte que reclama su presencia. portada de Memorias del DesarrolloAhora simplemente deambulo por la ciudad sin rumbo fijo. Pensar que no hace mucho, apenas unos meses, salía cada mañana, iba jogging antes de sentarme a desayunar, primero por la carretera de Hadley, bordeada de arces y abedules y olmos que me contemplaban inmóviles, burlándose de mi inútil derroche de energía, y luego por las sendas del campus de Smith, entre la grama uniforme, repulida, tediosa como todo ideal.
     ¿Por qué? Para lucir integrado, agradecido, parte de la sociedad que me había acogido como refugiado político; o tal vez para dormir mejor, agotado al final de cada jornada. Había comenzado a trotar diariamente más o menos cuando me hice ciudadano norteamericano. Corra o no corra, jamás llegaré a ninguna parte. Otra cosa: aunque tenga que ir descalzo no vuelvo jamás a ponerme otro par de zapatos deportivos; detesto esas acolchadas bañaderas de absurdos diseños, esos ridículos zapatos de payaso. De ahora en adelante sólo introduzco los pies en mocasines de suave piel marrón.
     Soy, para ser cubano, bastante alto. He perdido, el tiempo me ha cepillado un par de pulgadas. Ahora mido seis pies, pero mi estatura todavía me permite señorear por encima de la mayoría de los peatones entre los que navego por la isla de Manhattan. Desde que abandoné el mundo académico y me instalé en los altos del West Side me he convertido en un boulevardier, inclusive me compré un bastón con empuñadura de plata y ostentando la cabeza de Medusa. Las serpientes relumbran cuando las froto, acaricio con la palma de la mano. Necesito apoyarme en algo, necesito algo que me sostenga en un mundo incierto y escurridizo. Si no tengo sobre qué apoyarme, ni nadie en quién confiar, al menos tengo mi bastón.
     Por dentro, tras la fachada, la desolación es total; la verdad es que a veces la soledad me zarandea. Quiero librarme de las muletas del picolísimo nombre que he logrado. No quiero que recuerden los libros que publiqué. Ya no tengo la seguridad y el prestigio de un trabajo bien remunerado, ni la húmeda intimidad de una mujer, ni siquiera los sacudimientos de una entretenida conversación con los amigos. El que habla solo espera hablar a Dios un día. Un perro. Pensé que mientras me acostumbraba a convivir con sólo mi imagen en el espejo, podría comprarme un perro. Es la excusa, el pretexto ideal para acercarme a un extraño e iniciar una conversación ridícula cuando la soledad me asfixia, cuando necesito el repulsivo calor de los demás. Siempre puedo acercarme en el parque a un viejo de mirada hambrienta o a una mujer atolondrada y exclamar, por ejemplo: “¡Pero qué pelaje más deslumbrante tiene su perro! ¿Cómo se llama? Me tiene que dar la receta; una dieta, un suplemento alimenticio, una vitamina, no, una hormona, debe ser una hormona.”
     Desde la ventana de mi nuevo departamento veo como cada mañana la gente perruna saca a sus animales a caminar y a hacer sus necesidades. Los veo por la madrugada y hasta en los días de lluvia; aburrido ante el paisaje suelo apostar al sexo cuando veo a los bípedos con sus cuadrúpedos. “Éste va a levantar la pata, y ésta seguro se agacha para mear.” Y casi siempre acierto, en un setenta y cinco por ciento de los casos. Creo que el perro es la única criatura en toda la creación que ha establecido verdadera intimidad con la mujer y el hombre. El gato es un animal domesticado, el perro vive en simbiosis con los humanos. Por eso pensé que debía conseguirme un perro. Otra cosa que he notado y que podría utilizar para iniciar una conversación en el dog walk del parque de Riverside Drive es: “Nunca he visto a un par de perros templando en Nueva Cork, en Cuba era muy frecuente…” Iniciar así una  conversación sin trascendencia, sin ninguna motivación ulterior. Todo quedaría en el parque, y una vez más comprobaría que la necesidad de calor humano es sólo un instinto programado. Entonces me alejaría de mis semejantes. Y siempre tendría la bolsita plástica que he visto que todos utilizan para recoger el excremento canino. Recogería la mierda de mi perro, o perra, en una bolsita plástica y me alejaría en busca del tacho de la basura para deshacerme de la hedionda tibieza.
     No estaba seguro, vacilada entre procurarme un perro labrador o un dálmata. Me insisten, en los pet shops que visité, que el labrador es muy inteligente, y lo que es más importante, mucho más fiel y afectuoso. El dálmata, es un animal atolondrado y muy difícil de disciplinar. Pero me atraía la elegancia del dálmata, no era un perro, parecía una desconcertante pieza de porcelana en el paisaje. Me debatía entre forma y contenido. ¿Me interesa la inteligencia de un perro? Demasiada lealtad podría ser un problema, entonces me sería muy doloroso deshacerme del animal. La hembra es más afectuosa que el macho. ¿Y si me enamoro de la perra? Estaba a punto de procurarme un vistoso dálmata cuando descubrí que mudaba el pelambre como loco, soltaba pelos blancos y negros a todas horas y por todas partes.
     Finalmente decidí que no quería un perro dócil e inteligente. Un perro al que tendría que castrar. Mucho menos una perra hermosa y de grandes ojos plañideros. Precisamente toda mi vida he evitado tener un hijo o una hija para librarme de las ataduras sentimentales. Abortos que producen ángeles, sí; niños o niñas, nunca. Encontré la solución ideal: me compré un segundo bastón, también con empuñadura de plata, pero esta vez me apoyo en una estilizada cabeza de perro.
     Le he puesto por nombre Fiddle; cada vez que me siento perdido, desconcertado, agarro conF. Bacon: man with dog (detalle) fuerza la empuñadura, me inclino y le hablo sin miedo. El nombre me vino de repente: Fiddle era el apodo que la mafia que controlaba el juego en La Habana le puso a Fidel Castro. Recuerdo haber visto a Santos Traficante guiñar un ojo y hablar de darle a Fiddle cuatro millones de dólares anuales en lugar de los tres que hasta entonces había recibido Batista. Yo acababa de regresar a la isla, y estaba rodando los dados, o jugando Black Jack, no recuerdo bien, cuando conocí a Santos Traficante. “I need a clean Cubano,” me dijo una noche, “you should come and work for me, Mister Ed.” Míster Ed era el nombre de un famoso caballo de carrera con el que había ganado una pequeña fortuna. Me agradó el apodo, pues sólo la mujer es más hermosa que un nervioso caballo de pura sangre.
     Una noche estaba en el hotel Capri, disfrutando del crepúsculo del ancien regime. Recuerdo que me sorprendió descubrir un discreto Patek Philippe en la sólida muñeca del mafioso y le celebré la joya; sin pensarlo se quitó el reloj y me lo ofreció: “It’s yours.” Trabajo me costó rechazar el regalo sin ofenderlo. Unos meses después, cuando la invasión de Playa Girón, cerraron los casinos y Santos Traficante regresó a La Florida. Antes de retirarse me cogió la mano izquierda, me quitó mi viejo reloj y me dejó el suyo en la muñeca. “You might need it some day if you stay here too long.”
     Fiddle ahora me acompaña en el exilio. El Máximo Líder escucha en silencio todos mis pronunciamientos - y algunas veces imito su respuesta, le pongo las palabras en la boca. Todo lo contrario de lo que solía ocurrir en la isla. He desarrollado un estilo, una voz nasal pero profunda para sostener mi conversación con Fiddle.
     Aunque mi diálogo con el bastón es algo excéntrico, nadie parece sorprendido cuando me detengo en una esquina de Broadway a conversar con Fiddle, o cuando vamos juntos a un elegante restaurante y lo sitúo al otro lado de la mesa, con la cabeza de plata, la empuñadura, apoyada al borde del blanco mantel, sobre un plato vacío y junto a una copa de vino. 
     “Fracasó la revolución, pero un buen vino es siempre un buen vino,” le dije hace un par de días para provocarlo. 
     “Nunca, pero nunca jamás me vas a convencer de que haber convertido la victoria en revés era inevitable.”
     “Es la naturaleza de todas las cosas que hablan español.”
     “En ese caso,” y noté que la sombra de la empuñadura se alargaba sobre la mesa, “en ese caso estoy en contra de la naturaleza.”
     “Este sabor,” y saboreó el vino, un Poully Fume, “este bouquet, este sabor ahumado siempre me recordará el incendio que compartí a tu lado, por qué virtualmente todos estábamos a tu lado durante los primeros diez años. Luego lo echaste todo a perder con ese primer congreso del... ¿cómo se llama? Toma, bebe,” y le hundí los morros en la copa.
     “No me quedó más remedio que joderte.”
     “Me pudiste haber dejado la ilusión…”
     “Tenía que joderte.”
     “Tienes razón, la literatura es una monstruosa mentira…Pero sabes una cosa,” y aquí empecé a tararear: “miénteme más, que me hace tu maldad feliz.”
     A veces, por las mañanas, cuando lo saco a caminar y cagar, me ensaño con Fiddle. Tal vez preferiría seguir refocilándome en la cama pero me siento obligado a sacarlo a pasear. “¿Te das cuenta?” le dije ayer. “Las masas no te prestan aquí la más mínima atención. Mira bien a tu alrededor. La gente es indiferente, rechaza la mierda que produces, todos vuelven la cabeza cuando te ven cagando. Yo soy el único que se preocupa de recoger tus mojones.”
     La verdad es que yo, mucho más que Fiddle, me he vuelto deliciosa, dolorosamente transparente.  Al principio pensé que solo las mujeres jóvenes me perforaban con la mirada, podían ver a través de mi cuerpo, como si no estuviera ante sus ojos; o de lo contrario si me veían, me miraban como si se tratara de un bulto, un obstáculo por las calles. Luego descubrí que no se trataba sólo las mujeres, todos, pero todos me ignoraban, nadie me veía, veían ya al muerto. Nadie demoraba la mirada, aunque sólo fuera por un minuto, en mis ojos, en mi cuerpo. 
     He encontrado la manera de llamar la atención, de ser visible por unos minutos. Me basta con entrar en una tienda, en cualquier comercio. Inmediatamente se me acerca una sonrisa: “Can I help you?” Hoy la tierra y los cielos me sonríen… Hoy la he visto y me ha mirado. ¡Hoy creo en Dios! Mi tarjeta de crédito me convierte en una persona de importancia, mi imagen relumbra cuando me intereso por una bufanda de cachemira o un nuevo televisor digital. Me tratan como a un príncipe. Mi poder adquisitivo me pone coturnos, me da una enorme visibilidad. Aunque solo sea por unos minutos, aunque no compre nada.
     Me atreví inclusive a entrar con mi bastón en La Caridad, un restaurante que ofrece la absurda combinación de comidas china y criolla. “Fiddle here, my dog, would like to know if you serve black beans and rice, fried plantains and, yes, pork. You know Fiddle is Cuban,” y le mostré al camarero de ojos rasgados la empuñada de plata, rotando ligeramente la fina cabeza de largas orejas caídas. “He was once very important, almost dangerous. The Kennedy brothers tried to kill him a dozen times, but he always came out alive. Now he’s only a celebrity.”
     Todo consumidor, joven o viejo, saludable o mortalmente herido, hable o no hable con un perro imaginario, ocupa aquí un lugar relevante. Si ostentas tu presencia de consumidor te atenderán, te besarán el culo, te amarán, sí, amarán por encima de todas las cosas no importa la raza, el sexo, la edad o si invocas el nombre de Alá el misericordioso, la protección del Cristo crucificado o la sublime indiferencia del Buda meditando sobre un nenúfar.
     Esta mañana descubrí, mientras desayunaba leyendo el periódico, que todas, pero todas las noticias me tienen sin cuidado: las elecciones presidenciales, la foto de Yeltsin bailando como un oso borracho, el genocidio en Rwanda, mucho menos la legalización del matrimonio entre homosexuales en las islas del archipiélago de Hawai. Pero me resulta reconfortante  saborear el café con leche ojeando el New York Times, doblando las descomunales páginas del diario sobre la mesa de mármol. Me ubica en el mundo, me permite, después de la confusión de la noche, volver a la realidad, me tranquiliza saber que continúan los gestos ridículos y los absurdos dolores de mis semejantes. La lectura, las imágenes, el curruscante temblor del papel periódico y las negras huellas de la tinta en mis dedos me aseguran que aunque anoche murió Dorothy Lamour, aunque sus ojos se cerraron, el mundo sigue andando.
     Lo primero que hago cada mañana después de mear, de confirmar que puedo vaciar la vejiga con facilidad, que no he sufrido una obstrucción durante la noche, de evacuar dos veces y sacudir las últimas gotas, es dirigirme a la puerta y descubrir la prensa a mis pies. Agacharme para recoger el bulto me permite tomar conciencia de mi cuerpo anquilosado, que rechina al mismo tiempo que respiro el perfume del diario recién impreso. Muchas veces, últimamente, la primera página me confunde, es idéntica a la primera página del día anterior. Pero la fecha es nueva y confirma que el tiempo no se ha detenido. El aroma del café con leche y las noticias frescas me renuevan la presencia del mundo exterior. La realidad sigue ahí. Si puedo lavarme las manos y librarme de la tinta en los dedos tal vez pueda lavarme mañana el cerebro de sucios recuerdos.
     La sangre ya no me reclama, no me pide…Tanto mi padre como mi madre ya no esperan nada de este hijo, llevan diez y quince años bajo tierra. Mi único hermano, Pablo, murió consumido por el Sida en abril del año pasado. Me abandonó y dejó una pequeña fortuna; no puedo negar que lo quería, que lo quiero al muy hijo de puta.
     Ninguno de mis amigos sabe dónde estoy, dónde encontrarme; corté todas las amarras. Mi esposa, mis amigos. Las mujeres que todavía estaban dispuestas a compartir su tibieza conmigo ya no están a mi alcance. Redacté una nota para informar a ciertos amigos y a un par de cuerpos de mujer con grandes ojos negros que no regresaría, que no tendrían noticias mías por un tiempo. Pero les insistí: en cuanto conozca mi destino serán los primeros en saberlo. ¿Escribí la nota por miedo al aislamiento total e irreversible? Los pocos que de alguna manera me tocaron, me llegaron a sentir la respiración, ya hace tiempo que deben haber estrujado, rasgado y botado mi patética despedida.
     Durante mi primera semana en Manhattan me tropecé con Lester Lockwood frente a un kiosco comprando una revista pornográfica. Lester enseña ciencias políticas. Me miró desconcertado; “¡Edmondough!” repetía y no me dejaba pasar, segui mi camino, “¡Edmondough!” “Sorry, you have the wrong person,” insistí sin cambiar de expresión. “Please,” le dije, mirándole a los ojos, unos ojos verdes llenos de estrías parduscas, y retirándome unos pasos.
Could Edmondough be your twin brother? You look just like…” “My brother died over a year ago.” Lo volví a mirar desconcertado. Y se alejó sacudiendo la cabeza.
     Ahora me cuido, tengo más cuidado cuando ando distraído. Si descubro un rostro familiar, remotamente familiar - y hoy todo el mundo se parece a alguien que alguna vez conocí - cruzo inmediatamente la calle o bajo la cabeza y doblo por la primera bocacalle o entro al primer vano que me ofrece una sombra.
     Un estudiante paquistaní, apenas recordado, súbitamente se me plantó delante: “Hey, profesor! Imagine meeting you here in New York…
     No le contesté una sola palabra, me limité a mirarlo sin expresión alguna y esquivando su cuerpo, me alejé caminando, sin mirar atrás.
     Otro día iba sentado en el autobús, cuando de pronto siento unos dedos fríos tapándome los ojos.
“¡Adivina!”
     No respondo.
     Entonces siento el cosquilleo de una cabellera y un beso en la mejilla.
     “Me embarcaste, no pude terminar la tesis porque, mi hijito, te me desapareciste…” Era Alba, mi alumna puertorriqueña.
     Para callarla aproveché y la besé apasionadamente, en la boca desconcertada hasta que un frenazo nos sacudió y sentí, después de meses de abstinencia, la suave agresividad de los senos erguidos.
     “Profesor, pero cómo se atreve…” Alba me miró anonadada, boquiabierta. “¡No lo creo!”
     El autobús se detuvo rezongando en la Quinta Avenida y aproveché para descender atropelladamente y perderme camino del Museo Metropolitano. Quería estudiar el desnudo de Courbet, la deslumbrante pelirroja con el papagayo. Copiar la cabellera desatada y las carnes abundantes pero disipadas, envejecidas por el huracán del tiempo…
     Por suerte había salido sin el bastón; de lo contrario hubiera tenido que abandonar a Fiddle, dejarlo atrás en mi fuga precipitada.
     Ahora, aunque se aproxima el invierno y la luz es triste, ando por todas partes con unos anteojos de sol que cubren, esconden mis grandes ojos locos.
     No sé, tal vez tenga que dejarme crecer la barba.
     Ahora me ha dado por hablarle a Fiddle en inglés, especialmente cuando no quiero escuchar sus peroratas. Al principio pensé que me entendía pero prefería ignorar la lengua del imperio revuelto y brutal que lo despreciaba. “I know you can understand me, you’re a genius. Right? I’ll tell you something, our size is determined by the size of our enemy. Once I wanted to stand between Dostoievski and Celline… Never made it. You made it up there with the big dogs. I castrated you by bringing you up north, but just read your name backwards and you’ll understand I’ve rendered you impotent but I’ve turned into a God. ¡Me entiendes, un Dios!”
     Y pensar que en otro tiempo su simple presencia me hubiera hecho temblar, las pocas veces que lo tuve cara a cara me impuso el silencio y la obediencia. En aquella época temía la mordida del poderoso perro. Ahora nuestro diálogo es inocuo, un intercambio entre mis palabras inútiles y un destello, un chispazo de su hocico plateado. Ahora puedo hablar sin miedo, y no tengo que huir; es triste, pero sin peligro no hay drama. Todo ahora es un poco más cómodo y mucho más aburrido. Aquí nos han castrado con la libertad y la buena vida; una existencia sin grandes peligros; días aburridos pero días siempre de total hastío y hartazgo. ¡Ande yo caliente y ríase la gente!
     Lo cierto es que Fiddle nunca me hubiera utilizado de bastón. Nunca se hubiera apoyado en mí. Fidel me hubiera arrojado a una celda oscura, húmeda y ardiente, donde las moscas, los mosquitos y las ratas me hubieran atormentando. Me hubiera remitido a la cárcel para mi propio bien, para crearme las condiciones necesarias para la iluminación espiritual, la bienaventuranza mística. O, peor todavía, me hubiera ignorado, abandonado en un rincón oscuro.
     Ese fue su error. Y es mi error. Creer en el poder de la literatura, de las ideas. Las ideas valen poco, lo que valen son las cosas. Aquí en el Norte aprendí una sola cosa: la literatura es entretenimiento, humo y espejos, y las ideas son sólo instrumentos. Las palabras lo explican, justifican todo, pero nada tienen que ver con la realidad.
     Si algo tenemos en común, yo y Fiddle, mi violín y yo, mutatis mutandi, es el terror y el amor a las palabras. Los dos vivimos marcados por el pecado original: nacer en español. Ahora podemos hablar, pero aquí las palabras ni pinchan ni cortan. No se trata de El ser y el tiempo, ni de El ser y la nada, se trata de El ser y las cosas.
     Fidel me dejó volar a Venecia. Y fue en Venecia donde abandoné la revolución. Soy un mierda, un diletante palabrero, por eso escogí la libertad en Venecia. Me invitaron a la Biennale del año 1979 y, desde luego acepté; para mi suerte o desgracia, me dejaron salir…Durante años había estado esperando, alimentando mi arrogancia, pues no iba a abandonar la isla en una frágil embarcación, a la Fidel Castro junto a Miguel Barnet, Eliseo Diego y Gabriel G. Márquezderiva en la Corriente de Golfo, esperando que descubrieran mis velas blancas, o que las brisas me arrojaran sobre las playas, las arenas cubiertas de naranjas y necios de La Florida.
     “Tú no me abandonaste, yo te abandoné.”
     “Yo ni siquiera sabía que existías,” y sacudió la cabeza de plata.
     “Me lo imaginaba…¿No recuerdas que Boris Polevoi te dijo, durante tu primera visita a Moscú, que estaba prologando mi novela?”
     “No.”
     “Y mucho después pediste una copia de mi ensayo sobre Hemingway, donde atacaba a Míster Way a pesar de que tú lo habías defendido, ¿tampoco te acuerdas?” Volvió a sacudir la cabeza. “Ahora estamos aquí en este cómodo simulacro, sosteniendo esta conversación imaginaria. Es una metáfora que todo lo justifica y que nada tiene que ver con la realidad.”
     Una vez refocilado en Italia, harto de fruta de mare y Gavi di Gavi, con un nuevo traje de hilo puro color siena, después de un par de meses, recibí una oferta para enseñar en Dartmouth Collage, como profesor invitado, donde ocuparía la Silla Montgomery, que incluía una casa de dos pisos y doce habitaciones amuebladas. Del decrepito Gran Canal al otoño ardiendo en las hojas de New Hampshire.
     “Right, Fiddle?” El perro castrado me ladró por toda respuesta.
 

Nacer en español

Edmundo Desnoes (fragmento de un libro inédito)

     Si vas y le preguntas a un extraño, a la persona que acabas de conocer, a cualquiera, la obvia y ridícula intromisión: ¿de dónde eres? La respuesta más frecuente será, digamos: Francia; Latvia; Nueva York; Islamabad; y algunas veces, La Habana, Cuba. La mayoría mencionará un país, una ciudad, una historia, un paisaje.
     En realidad, para mí, todos nacemos en una lengua, dentro de los confines de un idioma y abiertos al horizonte de ese mismo idioma. Es la lengua que hablamos, que utilizamos para comunicarnos con el otro y los otros, es el idioma en que pensamos y formulamos nuestros valores, expresamos nuestros deseos y revelamos nuestra angustia, y, desde luego, es el cuerpo de nuestra ideología. En la lengua está lo que somos, y es nuestra identidad.
     El significado de las palabras es sólo una pequeña parte del ego lingüístico. Es un descubrimiento no es lo mismo...que debo a una vida, más de veinte años, existiendo en inglés. Decir “macho” no es lo mismo que decir “female”;  “cojones” lanzado por Madelaine Albright en una sesión de las Naciones Unidas, no es lo mismo que “balls”, ni “hembra” es lo mismo que “female”, y “patria” no es “fatherland”, ni “homeland” - patria es probablemente una mezcla de hogar y paisaje, palabra cargada tanto de testosterona como de estrógeno.
     El español y el inglés no sólo son idiomas útiles, son maneras de pensar y sentir y soñar. Empecemos con nuestra actitud hacia el uso y abuso de la lengua. El inglés está imbuido, saturado de pragmatismo, es manipulado por los angloparlantes como una herramienta; la mayoría del tiempono es lo mismo... existe, en el mundo contemporáneo, como un instrumento empírico. El español, en la vertiente opuesta, es  la cosa en sí; lo blandimos como una realidad concreta, una piedra o una caricia. Si nuestra lengua fuese un instrumento, como el inglés, entonces podríamos lo mismo tomar la palabra como dejarla de lado. La lengua inglesa es una opción. Pero el español es inevitable, no lo puedes dejar, no puedes ignorar su corporeidad. Te va la vida en su presencia.
     Más de una vez me he  visto enfrascado en una conversación, y mi interlocutor de habla de repente desliza una evasión “you have to tell me about that…some other time,” y la persona se aleja, me da la espalda, dejándome con la palabra en al boca, con el alma en la lengua. “Me tienes que hablar de eso…pero en otro momento.” En español te juegas la vida en una conversación, estás atrapado. Si te dan la espalda, si ignoran tus palabras, te han derrotado.
     Circulemos entre el compromiso absoluto del español y el relativo comercio del inglés. Es frecuente, son muchas las veces que he escuchado con una sonrisa triste la siguiente convicción: “Sticks and stones can break my bones, but words can never hurt me.” (“Las piedras y los palos me pueden quebrar los huesos, pero las palabras nunca pueden herirme.”) Recuerdo una película, una mejicanaza, basada en la vida de Emiliano Zapata, donde el héroe proclama todo lo contrario. En cierto momento, en medio de una batalla, los zapatistas se quedan sin municiones; de repente el general  Zapata le grita a sus hombres: “Echen mentadas, que las mentadas también duelen!” Eso es algo, por ejemplo, que Gary Cooper, un hombre de pocas palabras, jamás hubiera proferido, por ejemplo, cuando representaba al sargento York durante la Gran Guerra.
     Antes de acometer las raíces históricas del fenómeno, quiero contarles una anécdota reveladora. Se trata de un malentendido que duró años en la vida de una pareja de amigos; ella era argentina y él británico. Las discusiones siempre llegaban a un punto: Andrew le preguntaba a Dolores: “Is that what you really think?“ ¿Eso es lo que crees en realidad?”-una pregunta aparentemente cargada de honesta curiosidad.
     Y Dolores inexorablemente caía en la trampa: “Desde luego, claro que sí, estoy convencida de todo lo que te he dicho, de cada palabra.” Andrew, llegado cierto punto, se retiraba de la discusión, con gentileza y crueldad, decidía abandonar las palabras heridas y agonizantes en el campo de batalla. Dolores, nacida en español, no podía soltar el tema y, hablando pronto y mal, se encabronaba. 
     El español--pasemos ahora bruscamente a la historia-devino una identidad, una identidad, una nación durante el siglo quince. El español, tal como hoy lo conocemos, no existía, no se cocinó, no Russell Crowe, Gladiatorse hizo cuerpo hasta ese momento. Russell Crowe, por ejemplo, es llamado “el español” a todo lo largo de El gladiador, aunque la península Ibérica era entonces sólo una provincia del Imperio Romano. La lengua española, independiente del latín, no surgió hasta la Edad Media. Los atributos del general romano, coraje y un alto sentido del honor, no serían hasta mucho más tarde virtudes propias de los nacidos en castellano.
     Cuando las tropas cristianas entraron en Granada el 2 de enero de 1492, derrotando el último baluarte de los moros, y poniendo fin a siete siglos de ocupación árabe, el español tomó posesión plena de la península. Pero la depuración ética no se detuvo; la inquisición se afincó y en marzo de ese mismo año los judíos, la más brillante comunidad intelectual de toda Europa, fueron expulsados de España.
     Pero ya era tarde, demasiado tarde para eliminar, desarraigar la influencia de dos de las más relevantes fuerzas culturales de la alta Edad Media. Ya era muy tarde para pretender pureza de sangre, pureza de sangre proclamada por los cristianos viejos; la vida, las raíces mismas del pueblo estaban ya saturadas de valores árabes y judíos. La lengua, la pasión por las palabras era ya una parte integral de la nuestra manera de vivir, de habitar la lengua española.
     “El simplismo de nuestros métodos históricos,” señala con agudeza Américo Castro, “está a tonoinquisición con el de quienes pensaban acabar con lo moro y lo judío de España mediante el bautismo, la expulsión o la hoguera...No obstante lo cual, la realidad impasible continúa estando ahí. Porque la institución musulmana...Y así como la Grecia vencida helenizó en cierta medida a Roma, los muslimes y los hebreos rendidos o expulsados, dejaron (aunque no siempre visibles) hondas huellas en la vida de los cristianos de España; los vencidos y descartados por los Reyes Católicos ya habían impreso en el ánimo del vencedor, ante todo, el sentido totalizante de la creencia religiosa.”
     España es la encrucijada de tres civilizaciones: somos moros, árabes y cristianos; y la lengua española es el organismo vivo que acarrea esas disposiciones vitales, con algunos cambios de orientación, hasta el siglo veintiuno.
     La lengua sobrevive a través del tiempo y el espacio, viaja a través de la historia y la geografía, acompañándonos como la intimidad de nuestra propia sombra, a veces a nuestra espalda y otras veces ante nuestros pies, pero siempre configurando, doblegando nuestra visión. Todo individuo nacido en el seno de una familia de habla española, aunque sea en Nueva York o París, arrastra este mismo bagaje, ya que desde la infancia, fueron acariciados y regañados, mandados a la cama o mimados en esta lengua romance, emotiva y algo retórica. 
     El sabor y la consistencia de esta sopa española están constituidos por ingredientes judíos, árabes y cristianos, ingredientes que enriquecieron y fermentaron un caldo apetitoso y sangriento. Una mezcla, una amalgama que distingue al español de todas las demás lenguas de Europa.
     En el corazón de esta fusión de lenguas está la pasión del vivir religioso. Los derrotados, tanto judíos como árabes, ya habitaban lo que destacó Américo Castro, “el sentido totalizante de la creencia religiosa.” Se trataba de dos culturas semíticas; ambas estaban animadas por gente “del libro”, de la Biblia y el Corán. Su concepción del mundo estaba arraigada en la palabra, repito palabra, de Dios, y la existencia, por lo tanto, se justificaba por el impacto divino de las palabras. La religión es inseparable de la pasión, de los sentimientos y la conducta que la lengua induce.
     Es la palabra divina lo que engendra el mundo. En el libro primero de Moisés la creación es, Dijo Dios...fundamentalmente, un acto verbal. Génesis abre con la eficacia de las palabras: “Y dijo Dios sea la luz, y fue la luz...Y llamó Dios a la luz Día, y a las tinieblas llamó Noche...Luego dijo Dios: haya expansión en medio de las aguas, y separe las aguas de las aguas...Y llamó Dios a la expansión Cielos... Dijo también Dios: Júntense las aguas que están debajo de los Cielos en un lugar, y descúbranse lo seco...Y llamó Dios a lo seco Tierra, y a la reunión de las aguas llamó mares... Después dijo Dios: Haya lumbreras en la expansión de los cielos para separar el día de los noche...” Y todo el tiempo, después de hablar Jehová, la Santa Biblia añade una frase lacónica: “Y fue así.”
     La lengua es el vehículo del poder divino. Y el hombre y tal vez la mujer recibieron, en la Biblia, el derecho divino y el poder de la palabra: “Jehová Dios formó, pues, de la tierra toda bestia del campo y toda ave delos cielos, y las trajo a Adán para que viese cómo las había de llamar; y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ese es su nombre. Y puso Adán nombre a toda bestia y ave de los cielos y a todo ganado del campo.”
     Los árabes, en mayor grado inclusive que los judíos, confiaban, por encima de todo, en el poder de la lengua. En el siglo XI, Al Tajalibi, un lingüista árabe, insistió: “Todo aquel que ame al profeta ama también al pueblo árabe y todo aquel que ame  al pueblo árabe ama también la lengua arábiga en la cual los mejores libros se han revelado a los hombres. Todo aquel que ha sido guiado por el Señor hasta el Islam...cree que Mahoma es el mayor de los profetas, que los árabes integran el mejor de los pueblos y que la lengua árabe es la mejor y mayor de las lenguas.”
     Para muchos árabes, decir algo equivale a hacerlo. Si lo dicen, piensan que lo han hecho. Sus tiempos verbales borran la división entre presente, pasado y futuro. “En lengua árabe la forma imperfecta del verbo puede ocupar el lugar del presente, el futuro y el pasado,” escribe el arabista Rápale Patai. EL triunfo verbal precede a la acción y se mantiene aún después de la derrota.
     “Ningún pueblo del mundo siente una admiración tan llena de entusiasmo por la expresión literaria como el árabe,” escribe Philip K. Hitti, historiador del Islam. “No creo que exista otra lengua capaz de ejercer sobre la mente de sus usuarios una influencia tan irresistible como el árabe. El público moderno en Bagdad, Damasco y el Cairo puede quedar estremecido en extremo por un recital de poesía que sólo entiende vagamente, y por las descargas de los oradores en lengua clásica, aunque sólo pueda entrever su significado. El ritmo, la rima, la musicalidad, produce en ellos algo que ellos mismos llaman ‘magia justiciera.’”
     Patai, arabista de origen húngaro y autor de The Arab Mind, nos habla en términos comparativos de su experiencia verbal en el mundo islámico: “Yo mismo experimenté en más de una ocasión el poder de la retórica árabe...Lo sentí asistiendo a una representación teatral árabe, escuchando a un orador árabe, pendiente de cada palabra de un cuentero árabe en un café la noche del Ramadán, o simplemente escuchando la animada conversación de un grupo de amigos. Conozco con fluidez varias lenguas, y puedo dar testimonio de que ninguna lengua de las que conozco logra siquiera acercarse al árabe en su fuerza retórica, en su habilidad para meterse debajo de la piel y pasar más allá de la comprensión intelectual hasta llegar a tocar directamente las emociones y sacudir a los oyentes con su impacto. En este sentido, el árabe sólo puede compararse a la música.”
     Cuando hablamos o escuchamos, escribimos o leemos nuestra lengua española, todos sentimos en alguna medida la resonancia casi instintiva de la belleza y de la sangre de la Biblia y el Corán,Corán del misterio y el horror, del amor y del rencor que circulan por encima y por debajo de las palabras.
     La lengua construye la realidad. Nadie mejor que Don Quijote para revelar la obstinada interferencia de la lengua. El hidalgo manchego era hijo de algo: de la palabra. Las palabras que incorporó en sus lecturas lo programaron, construyeron su identidad e impulsaron su conducta.
     “Es pues, de saber que este sobredicho hidalgo los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda. Y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto que vendió hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballería en que leer...Y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores tormentosos y disparates imposibles. Y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había historia más cierta en el mundo.” Nada, una vez impulsado en su cruzada redentora, podía detener a Don Quijote en su afán por deshacer entuertos. Mucho menos eso que llaman la realidad.
    Eric Auerbach, en Mimesis, su estudio sobre “la representación de la realidad en la literatura occidental”, revela la división de las aguas entre el mundo nuestro y el anglosajón. Cervantes es más entrañable y popular que Shakespeare, pero su personaje, Don Quijote, se niega a aceptar el veredicto de la realidad; ni siquiera duda, impone su idee fixe al resto del mundo interior. Sancho, que es parte y juez del delirio, intenta engañar a su señor y sólo consigue una reafirmación de la certidumbre quijotesca. Sancho debe ir a Toboso y entrevistarse con Dulcinea. Ve pasar a tres aldeanas montadas en tres burros y corre a informar a Don Quijote que Dulcinea viene a saludarlo.
“Yo no veo, Sancho, dijo Don Quijote, sino a tres labradoras sobre tres borricos.”
     Sancho insiste en que se trata de “la señora de sus pensamientos” y Don Quijote cae de hinojos:
 

Oh princesa y señora universal del Toboso, ¿cómo vuestro magnífico corazón no se enternece viendo arrodillado ante vuestra sublimada presencia a la columna y sustento de la andante caballería?


     La labradora insiste en seguir su camino, aguijonea al borrico; el animal corcovea y lanza por tierra a Dulcinea; la labradora se recobra y “puestas ambas manos sobre las ancas de la pollina dio con su cuerpo más ligero que un halcón sobre la albarda” y huyó a horcajadas sobre el pollino, seguida de sus doncellas.
     Don Quijote no puede aceptar la crudeza del encuentro y, “siguiéndolas con la vista, y cuando vio que no parecían, volviéndose a Sancho Panza le dijo: ‘Sancho, ¿qué te parece, cuán mal quisto soy de encantadores?”
     Nuestro hidalgo había resuelto la contracción, superado la duda, y descubierto que Dulcinea de Toboso estaba simplemente encantada, hechizada y transformada en mera campesina por la malquerencia de un encantador. Don Quijote, cegado por la lengua de los libros de caballería, logra imponer su visión sublime a una realidad pedestre.
     “El realismo español es más decididamente popular y de mayor contenido en vida del pueblo que el realismo inglés de la misma época,” discurre Auerbach. “Nos presenta en general mucho más realidad contemporánea corriente.” Pero se queda ahí, Cervantes acepta todos los principios del orden establecido, no cuestiona el subsuelo de la realidad.
     En “El príncipe cansado” Auerbach insiste en que Shakespeare “incluye la realidad telúrica” en Hamlet, pero siempre “su intención va más allá de la representación de la realidad...Incluye, pero trasciende la realidad.” Y afirma  para excomulgarnos: La literatura española del gran siglo, no tiene mucha significación en la historia de la conquista literaria de la realidad moderna; mucho menos que Shakespeare, e incluso Dante, Rabelais o Montaigne.
     Con devastador desenfado, Auerbach coloca a España dentro del impotente reino del realismo mágico: “El realismo del Siglo de Oro es como una aventura él mismo, y produce un efecto casi exótico; hasta en la representación de las más bajas zonas de la vida es extremadamente colorista, poetizante e ilusionista; ilumina la realidad cotidiana con los rayos de las formas ceremoniosas en el trato, con formaciones verbales rebuscadas y preciosistas, con el grandioso pathos del ideal caballeresco y contrarreformista: hace del mundo un teatro de la maravilla...En el mundo es verdad que todo es sueño, pero nada es un enigma que incita a la solución; hay pasiones y conflictos, pero problemas, no.”
     A comienzos del nuevo milenio debemos detenernos y ubicarnos. El inglés ha impuesto su visión pragmática, pero el español mantiene su fuerza emotiva, su delirio humanizante. La lengua española es esencial en el cuestionamiento de la hegemonía anglosajona, y en la necesidad de perforar la superficie del consumismo. Hay tiempo y densidad en nuestra lengua, tiempo que puede contribuir a evitar el abuso de la velocidad y densidad que detiene los deslizamientos de un mundo epidérmico.



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