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El barco ebrio
Un cuento de Cernuda, una taza de té

Félix Lizárraga

Una taza de té. Es una taza grande, de cerámica oscura. Se puede sujetar con ambas manos. Cálida, casi viva. Como el barro es oscuro, el té es una ventana a la noche. Una ventana fragante entre mis manos.

     El té no es sólo el té. Es encender el fuego. Es decidir qué va a ser esta vez, verde o negro, jazmínDarjeeling o jazmín. Es esperar a que las hojas entreguen su sabor íntimo. Es acomodar los cojines del sofá. Es paladear despacio. La taza humeante que me llevo a los labios tiene el sabor del ocio. Quintaesencia del tiempo.

     “El ocio es en el tiempo lo que el espacio libre en un cuarto”, escribió un sabio chino, de cuyo nombre no consigo acordarme. Podría buscar el libro que lo cita, pero, en el fondo, ¿qué más da quién lo dijo?  La indolencia me gana la batalla.

     Cernuda, claro. ¿No se supone que hable de Cernuda? El último poema de su último libro habla del ocio. El ocio y el deseo, la fugacidad, el mar, la muerte, las estatuas, los mancebos en flor, asoman una y otra vez en sus poemas. Poemas de versos largos y títulos sucintos. 

     En 1948, entre dos libros de versos, Cernuda publicó un cuaderno llamado – sucintamente — Tres narraciones. Es un libro hermoso, cuyos textos alcanzan por momentos la intensidad de su mejor poesía (especialmente El viento y la colina). Pero es en la segunda narración, El indolente, en la que quiero detenerme. En ella se da cita toda la imaginería de Cernuda. El ocio y el deseo, la fugacidad, el mar, la muerte, las estatuas, los mancebos en flor...

     Sansueña, el escenario, es un pueblo en la costa sur de Andalucía. Poco sabemos del narrador, o el Cernuda virtual que narra. Sabemos que vive en la capital (como Cernuda en 1929, año en que el cuento fue escrito). Sabemos que conoce bien a Sansueña y la frecuenta, pero que no es oriundo de ella, porque los niños, suponiéndolo extranjero, le gritan: “¡Money! Money!”. Más extranjero que Don Míster, el inglés que cuenta al primer narrador por qué hace más de veinte años que vive en Sansueña.

     La estatua de un dios griego, hundida en el mar, sobre la que supuestamente pesa un maleficio, es lo que ha venido buscando Don Míster. El ocio mediterráneo lo detiene, lo hace olvidar su propósito. La perfección de una vida silenciosa, nirvánica, sin ningún objetivo fuera de sí misma. Es la tentación última. 

     Como los compañeros de Ulises entre los Lotófagos, o como el mismo Ulises cuando oye a las sirenas; como Urashima Taro el pescador, que en el palacio del Rey Dragón del Mar pasa trescientos años en tres días; como el monje que escucha el trino inmemorial de un pájaro en el bosque, olvida el tiempo: “Era un día único, un día inmortal, sereno y hermoso como los de los dioses”.

     Otra es la estatua que encuentra Don Míster, “no en mármol corroído, sino en carne viva y animada, con más suerte que Pigmalión, aunque fue mayor mi castigo”. Una mañana en la playa,en carne viva y animada frente al islote maldito que supuestamente oculta la estatua que ha olvidado, encuentra a Aire, como quien halla su imagen en un espejo. “Pero en aquel reflejo era yo más joven, más fuerte, más sereno, como si mi imagen se hubiese fijado al fin, haciéndola definitiva la eternidad”. Quintaesencia del tiempo. 

     ¿Cuál es la verdadera relación de Don Míster y Aire? Cernuda es reticente (es España y 1929); insiste demasiado, sin embargo, en la belleza de Aire. De un modo o de otro, es una relación paradisíaca. Pocas palabras y ninguna culpa.

     Don Míster, que ha visto mundo, quiere quedarse en Sansueña. Aire, que es de Sansueña, quiere irse, ver mundo. “Cambiar por cambiar. ¿No es eso bastante?”, dice a su amigo. “Hay días en que me parece tener siglos y llevar encima el peso de la tierra.” 

     Aire quiere habitar en el tiempo, Don Míster quiere salirse. Al final accede a llevárselo (como la flor de Coleridge). Pero su relación no será la misma fuera del paraíso. ¿Qué va a decir a sus amigos? “Tanto hablarles de excavaciones y descubrimientos para después volver con un mozo extraño y medio salvaje por todo bagaje científico, y sin noticia alguna sobre la estatua dichosa.” Decide que buscarán la estatua antes de irse. 

     Esa decisión abre la puerta a los designios de Olvido. Amante despechada de Aire, Lilith de ese paraíso, Olvido hace matar a Aire en la búsqueda de la estatua fatal. Aire muere en el mar, como el joven marino. Don Míster da a sus despojos un funeral de héroe griego, los hace quemar en la playa. Nunca abandonará el pueblo. 

     Curiosamente, y a pesar de la tragedia, no es infeliz: “Casi no tengo recuerdos ya. Al referirle esta como el joven marino...historia me parecía que la iba inventando y olvidando. Estoy aquí porque amo esta tierra, nada más; esta tierra que es como una flor cuyo aroma no me cansa nunca y que siempre es nuevo para mí.”

     La narración abunda en detalles convencionales, pero eficientes. La figura ambivalente de la alcahueta, que ve apagarse un cirio y sabe que es la muerte de Aire, es uno de ellos. Otro, los nombres de mascarada de los personajes: Aire, Olvido, Guitarra... 

     Hay también detalles alucinantes, como la cabeza de Gorgona “con grandes aretes de latón dorado” del tiro al blanco, que recuerda a Olvido. O la noche final, que une a los dos narradores perdidos, sumergidos en la sombra. Una sombra fragante, como la noche del té en su oscuro cuenco de barro, ventana al ocio.

     El que habla del ocio junto al mar, en el último poema de Cernuda, y abandona las palabras por las olas (fragantes como el té) pudiese muy bien ser ese Don Míster.

Coral Gables, abril 8 del 2002
 

Luis Cernuda, “Ocnos”

Octavio Paz

El sino de casi todo escritor es el de escribir un solo libro, como el del filósofo es el de expresar una sola verdad. Es muy posible que esta afirmación no resulte del todo cierta si se piensa en un Goethe, un Balzac o un Shakespeare; pero ¿no es cierto que Don Quijote es el único libro que escribió Cervantes, y el resto de se obra puede considerarse como un presentimiento o una consecuencia de su novela? Hay espíritus que nacieron sólo para escribir un libro y toda su vida está poseída por un demonio invisible, que los atormenta y hostiga sin cesar; aunque se resistan, el demonio no los abandona y no hay otra manera de vencer a ese tenaz enemigo salvo cumpliendo su ciega voluntad. (Carlos Marx trabajó toda su vida para eacribir El capital... y no pudo terminarlo.[sic] Si el marxismo, a pesar del desdén de la filosofía oficial, ya forma parte de nuestra sangre y de nuestro destino, ¿qué hubiera ocurrido si Marx termina su libro, que es algo más que una crítica de la economía capitalista? La Revolución de octubre, por ejemplo, no sólo es un esfuerzo para realizar el pensamiento de Marx, sino también una tentativa para terminarlo. Los marxistas piensan que será el futuro mundo socialista quien mañana escriba todo lo que Marx no pudo escribir. Este hombre no sólo nos dejó un testamento, cuyas cláusulas debemos cumplir, sino un pensamiento que debemos desarrollar y completar.)
     Me parece que todo esto resulta particularmente verdadero en poesía. No hay poetas de muchos libros, de muchos poemas, aunque sí de muchos versos, de muchas tentativas para expresar una misma cosa y de muchas versiones de esa misma cosa. Al principio el poeta no sabe qué es lo quela fatalidad del movimiento quiere decir, aunque siente oscuramente la necesidad de decir algo; lentamente se le revela esa verdad oculta, hasta que logra contemplarla con plena lucidez; se hace dueño, por decirlo así, de su secreto y se dispone a expresarlo y a comunicarlo, pues sabe que, aunque suyo, no le pertenece totalmente: es un legado para todos los que le rodean. La realidad y el deseo, el único libro de Luis Cernuda, es el mejor ejemplo de lo que digo. Al principio el libro es un balbuceo, más tarde se aclara y, finalmente, el poeta, dueño como nunca de su poesía, advierte que esa poesía suya no es sólo suya y que no le pertenece totalmente, puesto que es algo más que el poeta: es la poesía. Este libro extraordinario, en el que la mayoría no ha reparado, atenta a obras más vistosas, no es más que una elegía; en tonos neutros, de un gris perla, el poeta principia cantando las fuerzas del deseo, que aspira a fundirse con la realidad; pero, como la ola que se retira de la playa, llevado por la fatalidad del movimiento, termina cantando, no la desesperación del deseo sino su nostalgia, la nostalgia de la ola por la playa. La lírica, así, sin dejar de ser personal, pierde ese egoísmo, ese individualismo de la poesía última. El libro de Cernuda es algo más que la expresión de sus experiencias individuales; me parece que es la elegía de una generación y de un momento de la historia, que se despiden, para siempre, de España y de un mundo al que ya no volverán.
     Ahora, algunos años después, Cernuda publica un breve libro de prosa: Ocnos.* Se trata de pequeños paisajes transparentes y de recuerdos de infancia y de adolescencia. Este libro no puede huellasconsiderarse como algo distinto a su libro de poesía; es como una rama, una pequeña rama, levemente dorada, levemente gris, de La realidad y el deseo. Escrito con un vigor y una precisión nada externos, es sorprendente porque, contra la tradición reciente de la prosa de los poetas, no es sólo el fruto de la sensibilidad de su autor sino de la claridad de su espíritu. En estos recuerdos y paísajes, en estos apuntes para la historia de su sensibilidad, hay una gran objetividad: el poeta no se propone fantasear, ni mentirse a sí mismo, o a los demás. Pretende sólo iluminar, con una luz casi impersonal, algo muy personal: algunos momentos de su vida. (¿Pero es nuestra, de verdad, esta vida que vivimos?)
     La prosa de Cernuda, exacta y objetiva, no excluye la elegancia y el abandono. Quiero decir, el rigor del pensamiento y la fidelidad de la palabra al pensamiento no la vuelven rígida ni geométrica. Del mismo modo, la imaginación, el brillo de la imagen, no la convierten en superflua, lujosa o barroca. Casi todos los defectos de la prosa de muchos poetas contemporáneos desaparecen en este libro; dichosamente no encontramos en sus páginas las ingeniosidades, las complicaciones pseudofilosóficas, el opulento y hueco barroquismo, males corrientes y lujosos de nuestro tiempo. Transparencia, equilibrio, objetividad, claridad de pensamiento y de palabra son las virtudes externas de la prosa de Cernuda. ¿Para qué hablar de las más secretas y hondas: la sencillez elegante, la melancolía y también el rasgo irónico, que jamás roza la sátira y en el que no percibimos tanto la ira de una vanidad ofendida como el hastío y el cansancio de un espíritu que no podemos llamar escéptico sino desengañado?

* Londres, The Dolphin, 1942.

México, 1943
 

Luis Cernuda

(1927)

Juan Ramón Jiménez

     Bajó, ledo confesor oriental, de su pétreo pie de la puerta grande ¡inconmovible catedral sevillana! atravesó gradas por el aire estrecho, en superpuestos perfiles, y vestido de actual modo negro su moreno amarillo, llegó al tren de la tarde con un ramito de clavellinas blancas en la cuidadosa mano.  ¡Adiós! ¿Cómo se perdía luego y sin madre, en el crepuscular laberinto de Santa Cruz, este delgado solitario, erecto desdeñoso?  ¿Qué fina y fuerte aguja interior, qué eje sutil lo sostenía bajo el grana sordo asfixiante, azucena de hierro giraldina para todos los vientos de la poesía, quieta, triste por falta atmosférica?
     Solo en el fondo de otra casa de otra calle, calle del Aire, esculpido, labrado suavemente por esa íntima tarde eterna andaluza, de las cuatro a las nueve, Luis Cernuda fué, es, sigue siendo el más esencial, hondo sobrebecqueriano de los poetas jóvenes españoles.  No tiene cara de Bécquer, tiene calidades de Bécquer cuarenta años delante, equivalentes trasparencias jenerales, oro, marfil, plata en espíritu, góticas bandas anjélicas alrededor de su diferente verso.  Sus huesos de alabastro suenan como otro teclado preciosamente pálido en lo oscuro, otra arpa, sin polvo, por milagro auténtico, en el ángulo penumbra de otro largo salón del mediodía.  Todo en su canto es pétalo si flor, pulpa si fruta.  Confunde, como la magnolia, la acacia rosa y blanca, el nardo, fruto y flora.  No tiene leña su tierra granada rosicler en punto.
     En Madrid ahora Luis Cernuda, después de sus despueses, su morenía la noto más malaya, palúdica, verdesur.  Parece siempre, en cualquier sitio, que viene cimbrándose bajo ricas sombras marinas de palmeras, orilla de Guadalquivires al mar.  Un vaho de patio de naranjos lo envuelve, lo sume en caricia luz esencia.  Libre de Sevilla, lo siento más anjaulado en arquitecturas de Sevilla, májicas alambreras de arjente y blanco, malva y oro, cuatro liras al fin, en jaula para ruiseñor encantado en estraño grillo real.  Y si voy a Sevilla y paso por Gradas, miro sin poeta confesor la pilastra vacía de la que aleó el estraño volador Luis Cernuda; falta en el amarillo quieto su voz de arpa entrecortada, su respiración del azahar y el jazmín, el tono de su corazón de ópalo.

Españoles de tres mundos: Viejo mundo, nuevo mundo, otro mundo.

(Caricatura lírica, 1914-1940)

Editorial Losada S.A., Buenos Aires, 1942.  173 pp.
 
 
 

 

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