
La soberana NADA da fe 
      (Bataille en La carne de René,  de Virgilio Piñera)
    Áurea María Sotomayor, University of Pittsburgh
La revuelta es el placer mismo, y es también lo que  se juega con todo pensamiento.
      —Georges Bataille
    (“El soberano”)
     La ruta de este ensayo es resultado de “El país del  arte” y La carne de René, el encuentro  entre dos piezas de ese corpus llamado Piñera: el ensayismo y la narración. A  Piñera lo conozco desde la brevedad de “La carne” y su extensión hiperbólica en  la novela homónima.(1) Mi primera reflexión sobre La  carne de René fue un apunte breve  del 1985.(2) Si lo menciono es porque todavía se agita en mi imaginario el rostro  del Gitón (en el Satiricón) de Fellini al que aludía en aquella  reseña, a propósito del impúber protagonista de Piñera. Recordaba allí a autores  como Kafka, Sade y Genet a propósito del personaje solitario que se subleva  contra la continua instigación del ente social para que convalide sus  expectativas, y mencionaba: “Dos fuerzas se disputan la carne de René: la  fuerza hedonista fascinada ante la belleza del joven y la fuerza sádica  obsedida con la mutilación. Sobre su carne, como superficie a escribirse,  cualquier tinta puede poetizar” (311). 
           Quien mayor derecho tiene a poetizar con su cuerpo  es el protagonista mismo. Por un lado, parece que la erotización límite  constituye la única vía a que se destina el cuerpo (como carne) para que cumpla  las expectativas de otros. Sin embargo, a lo que apunta el texto, que es el  cuerpo, es a aquello que lo habita y lo libera, aquello que lo destina sin  destinarlo y lo arroja a la inmensidad e incertidumbre de su ingravidez. En esa  falsa separación entre cuerpo y espíritu, el resultado no es el binomio ni su  antítesis, sino lo que es susceptible de ser poetizado. Reitero: “Sobre su  carne, como superficie a escribirse, cualquier tinta puede poetizar”. En otras  palabras, el protagonista hace “poesía” con lo que resulta del cuerpo en el  trance de su sublevación. René
 es una especie de ‘artista del hambre’ kafkiano, que en lugar de  someterse al ayuno infinito, convierte la huída de la carne en su mejor arte, por  lo que el texto se dedica a describir en detalle esa fuga que asume la forma de  la sublevación. Mientras la “familia”, específicamente el padre, insiste en su  educación, el protagonista se fuga de la escuela, y en esa fuga substrae lo  mejor de su cuerpo. No obstante, habrá tenido que tener conciencia de éste,  reconocerlo, aprender qué es la violencia, para poder protegerse del asedio. Acaso  la forma más precisa, por breve, de ese planteamiento se halle en la  interrogación con que concluye el relato “La carne”:
    
¿De qué podría quejarse un pueblo que tenía asegurada su subsistencia? El grave problema de orden público creado por la falta de carne, ¿no había quedado definitivamente zanjado? Que la población fuera ocultándose progresivamente nada tenía que ver con el aspecto central de la cosa y sólo era un colofón que no alteraba en modo alguno la firme voluntad de aquella gente de procurarse el precioso alimento. ¿Era, por ventura, dicho colofón el precio que exigía la carne de cada uno? Pero sería miserable hacer más preguntas inoportunas y aquel prudente pueblo estaba muy bien alimentado”.(3)
     El punto de inflexión es la interrogación que abre  el espectro de las interpretaciones respecto al destino de un pueblo que para  sobrevivir devora sus propios labios, sus oídos, las yemas de sus dedos y los  pulgares de sus pies transformándolos en alimento. Dichos trozos corporales  corresponden a las funciones pragmáticas (los dedos para firmar), afectivas  (los labios para besar) o, en el caso más extremo, estéticas (los pulgares de  un bailarín, para poder bailar). El cuerpo comunicante y expresivo, el cuerpo  afectivo, se abole en el tránsito hacia la auto-consumisión, y en ello consiste  el sacrificio. Así en el relato, donde a medida que los habitantes recurren a  cortar un pedazo de su cuerpo para auto-abastecerse de la carne que escasea en  el mercado, aquéllos comienzan a ocultarse, signo silencioso de la muerte. Pero  hay más. Lo que se sacrifica aquí es el espíritu, más que la carne. El  ocultamiento (metáfora utilizada por el autor para aludir a la desaparición o  aniquilamiento) del cuerpo conduce a la paulatina desaparición del espíritu que  se produce a través de él, porque no da para más, no da nada en términos de  afecto, nada en términos de comunicación. Sólo da del cuerpo, reducido este al  metafórico colofón del excremento.(4) La suma “colofón-precio-excremento” nos abisma en la economía de la  carestía, mas que en el exceso.  El  exceso del don se fuga en la abolición del cuerpo que rehuye la poiesis. 
      
     ¿Acaso tiene algún futuro un desgaste tan trágico  que se cifre en el signo del excremento? En la novela (1952), publicada  aproximadamente una década después del cuento (1942), la reducción apuesta a  privar al protagonista de su voluntad, es decir, de aquéllo con lo que el  cuerpo se redime a sí mismo. La escuela, que es representación de la ley,  pretende someterlo al deseo del otro tornando significativo el cúmulo agotador  de escenas varias donde se exhibe el acto de dominio. Al principio, la escuela  del dolor procede visualmente, provocando que el pupilo, aunque horrorizado, se  identifique con unas ilustraciones donde el cuerpo de su doble es torturado. El  regreso recurrente a dichas escenas y a los dobles del protagonista a lo largo  de la novela remite al método utilizado por el psicoanalista Adrien Borel con su  paciente Georges Bataille a mediados de la década de los veinte al utilizar  para su tratamiento unas fotos sacadas a Fou-Tchou Li (asesino del príncipe Ao Han Ouan) durante  el momento de su ajusticiamiento en China en el 1905. Bataille reconoce el  efecto que tuvo la foto del ajusticiado en su estructura psíquica en la década  de los treinta con relación al éxtasis, el misticismo y el erotismo.(5) Según Bataille, el erotismo es provocado por estas escenas donde se  mira a otro sufriendo, y explica que en el goce momentáneo que ello produce, se  accede a un éxtasis, que forma parte de la “soberanía”. Indicios de este  éxtasis son la ausencia de cálculo, el vivir en el instante y la abolición del  deseo de conocer. “El pensamiento que se detiene ante lo que es soberano  prosigue legítimamente sus operaciones hasta el punto en que su objeto se  resuelve en NADA, porque, dejando de ser útil o subordinado, se hace soberano dejando de ser”.(6)  En la relación del testigo  (lector) y el personaje/víctima se establece una continuidad que funciona como  una puesta en abismo de la escena sacrificial, como doble representación en el  texto y fuera del texto, que da paso a un balance entre lo que se gana y lo que  se pierde en términos de dónde se hallan los límites del yo.(7)
II
      
         “Su carne no es del todo carne; todavía le baila por  dentro el demonio del pensamiento” (133), dice Mármolo respecto al
 protagonista  de la novela, y añade Cochón: “Es una carne que se permite pensamientos sobre  sí misma. A diferencia de las que aquí tenemos, la de René piensa” (133).  Mientras la voluntad del pueblo en el cuento “La carne” deviene un proyecto  consistente en saciar el hambre hasta la paradójica autodevoración del cuerpo  que la siente, la voluntad de René se nutre de un impulso negativo proyectado  hacia fuera. El afán de “sobrevivencia” que rige la decisión de la población de  enfrentar la carestía termina confirmando el status quo, mientras que el movimiento que rige la fuga de René,  alisa el trayecto convencional de la carne. Una carne que piensa, como la de  René, asume su soberanía dentro del marco que le provee su propio límite. Lo  interesante es la pugna entre esas dos fuerzas sobre el espacio minado del  cuerpo. ¿Cómo “liberarse” (asumiéndose) de un cuerpo propio, el ámbito más  exacto de la intimidad, cuando este es pensado por otros como predio privado de  sus propios fines? Estimo que el protagonista logra liberarse al reinscribirse  como voluntad, alterando y rebasando su cuerpo, autorizándose. Ello conlleva un  riesgo cónsono al énfasis: la dificultad consiste en enfrentarse al proyecto  paterno sin un plan previsto, mediante una acción meramente reactiva, aunque sin  dejar de ser soberana, como afirma al final: 
Así, pues, admitió que todo él era carne y tan sólo carne. No es que aceptara el sucio negocio de la Causa, ¿pero disponía de otra cosa que no fuese su carne para oponerla como argumento convincente a los que se empeñaban en hacerle vivir la vida de la carne? (248)
     He querido destacar los dos pasajes anteriores  porque constituyen el planteamiento y la resolución de un conflicto que asume  una ruta externa y un proyecto interno basado en la voluntad que admite la  “carne” para des-carnarla. La “carne que piensa” se convierte en un problema  cuando el “resignado” protagonista permite que manipulen su cuerpo, siempre y  cuando su voluntad se mantenga intacta. Se trata de reinscribir la fatalidad  material del cuerpo, para transformarla. El trabajo con los límites que impone  el cuerpo mismo tiene demarcaciones propias y se esclarece al asignarle a la  sociedad sádica o hedonista el papel  antagónico y al propio cuerpo, el de cuestionarla, trascendiendo ambos modos.  El protagonista supera su carne y se distancia del cuerpo social en función de  su soberanía, de su distancia crítica.   Frente a la escuela como instrumento docilizador, donde “todo se  perdería menos el cuerpo” (79), se opone la “voluntad de hierro” del penado,  que transforma el espacio del colegio sádico en uno de indisciplina que amenaza  derrumbar el sistema arriesgando el prestigio del colegio y los réditos que le  eran afines. Frente al deseo de convertir a los alumnos en “Cristos  modernizados, crucificados pero con cara de pascuas” (104), el discurso  excéntrico, rebelde y hedonista (según Cochón) de René, “quien no estaba  dispuesto a ceder su cuerpo para ese servicio del dolor, que el cuerpo era  propiedad sagrada de cada cual y nadie tenía derecho a profanarlo” (104).
      
     En el ensayo titulado “El país del arte”, al  describir a los adoradores del arte en oposición a los artistas, Piñera señala: 
      Porque el que adora olvida que pierde soberanía. La  pierde el que acepta un jefe, el que se anega en Dios, el que adora el arte… La  vida, en general, es pérdida constante de soberanía: dependemos siempre de  alguien, algo nos limita y conforma en algo que está fuera de nosotros. Y lo único que puede hacernos soberanos es  la medida de nuestra propia existencia, lo que podemos sacar de adentro a  afuera y administrar como propio.(8) 
           En breve, el administrador de su propia existencia  es el artista, que dispone de sí estéticamente. Coincide con el propósito del protagonista,  René, en la escuela: afirmarse en la inviolabilidad y la integridad de su  cuerpo como medida del derecho humano. Ya en un plano metafórico, e  identificada la trayectoria emancipatoria de René en el colegio con la  emancipación estética, identificado entonces el hacer o la poiesis con la soberanía, es decir, el arte como acción libre y no  como acomodo y complacencia de otro, se impone pensar el proceso estético como  una ruta de liberación de las convenciones sociales que lo identificaban con la  adoración, la contemplación y el consumo. 
           La ruta de René consiste en reconocer la  inviolabilidad de su propio cuerpo y actuar en consonancia con la libertad  infinita que vislumbra para este. Así, la soberanía es un proceso que nunca se  cumple porque se halla en trance infinito de realizarse o hacerse. El  protagonista cuestiona el objetivo de esa educación, consistente en abolir la  voluntad individual, al señalar que es “una preparatoria de asesinos”, un  instrumento para conservar el status quo.  En ese sentido, la acción del protagonista de la novela no puede ser sino  elusiva, pues mientras otros intentan cifrarlo utilitariamente, él sustrae el  cuerpo de ese trayecto y se autocontempla pensándose y huyendo. Ya es parte de  su convicción libertaria aducir que “le sería harto difícil conllevar sus  proyectos con la violencia legalizada” (145). La reflexión sobre su cuerpo  constituye parte del argumento, pues es un artista quien va surgiendo de este  proceso por el cual se rebela contra el mutis adorador, la vulgar costumbre de  convertir el arte en “letra de cambio que se hace efectiva” (136). Ese esquema  convierte el arte en religión y a quienes lo practican en pasivos adoradores.  El arte, por el contrario, es una contra-afirmación de ese estado de cosas, “el  arte no es adoración sino acto” (137-8). Según Piñera, “no es el arte quien nos  hace artistas sino que somos nosotros quienes ponemos sobre un plano artístico  nuestra propia existencia” (138). 
           Esta existencia artística constituye la trayectoria  del protagonista de La carne de René,  y forma parte de dicho escenario lo que Piñera indica respecto a las reiteradas  lecturas que se hacen de Kafka,  que no dejan de estar atrofiadas por lo que el escenario crítico y las lecturas  políticas de la época desea atribuirles. “El secreto de Kafka”, dice Piñera,  reside en que “no es otra cosa que un literato”,(9) y por lo tanto su obra es una invención que no debe reducirse a  escala humana atribuyéndole lecturas que limitan o disimulan el horror en que  está inmersa. Todo lo contrario, la aceptación objetiva de ese horror articulado  metafóricamente posee mayor carga horrorizante al exceder el marco de un  espacio y un tiempo particular. Se trata de un horror más sobrecogedor, porque  impacta precisamente por abstraer o borrar lo referencial dentro de su  concreción estética. Ese tipo de invención o creación proviene de quienes “dan  fe”, de su arte, del ser artista.   Presentar “esa nada” de la “tosca realidad cotidiana” (232) constituye  el mayor arte, consistente en ser un “creador de imágenes” suscitando “el mismo  delicioso temblor” (231). Toda la praxis crítica de Piñera apuntó al mismo  fervor: afirmarse como el artista que reniega de los confortables sillones de  lectura dictados por el buen decir para consolidarse como el crítico negativo  (“la oscura cabeza negadora”, según Lezama) de aquéllos que insisten en  convertir a los poetas en “lecheros de la Inmortalidad”.(10)
III.
      
         En el ensayo titulado “El soberano”, Bataille señala que “nada  es más necesario y nada es más fuerte en nosotros que la
 revuelta. Ya no  podemos amar nada, estimar nada, que tenga la marca de la sumisión”.(11) En Bataille, esa soberanía es una experiencia de libertad, según  Benjamin Noys.(12) Sin embargo, Bataille se remite a conceptos que parecerían oponerse a  la libertad para definirla, tales como la violencia, el poder, la jouissance,  las relaciones jerárquicas y la criminalidad. Según Noys, Bataille se  identifica con el torturador, no con la víctima, con aquél que habla con  autoridad; se trata del ejercicio de una violencia injustificada y de un  lenguaje al límite de la experiencia. A Bataille le interesa el trozamiento de  los cuerpos, y cómo ello quiebra la integridad del cuerpo al destruir sus  límites. Esta relación con la apertura y la violación lo vincula al pensamiento  sobre la libertad; toda violencia incluye cuestionamiento de los límites:  “Sovereignity is the interrogation of this general violence beginning from the  most extreme in Gilles de  Rais.”
           En La carne de René, es la experiencia de  la violencia ejercida desde fuera, lo que va formando la voluntad del  protagonista. Ahora bien, la novela nunca verbaliza la experiencia interior,  sino como la reacción del joven al ejercicio del poder de la de la secta que  usa su cuerpo para minar su interior. Su rebeldía se manifiesta individualmente  porque ya aquélla (comunidad) ha dicho su palabra. Lo único que sabemos del  protagonista es el efecto de una comunicación que se consolida en el abuso  corporal. No dice desde adentro sino desde afuera, y su rebeldía responde con  eso que llaman el hombre común, el que no desea manifestarse mediante proyectos  épicos de ningún tipo, el que sólo se hace presente en su travesía ordinaria  sobre el tiempo del trabajo ordinario. Ese trabajo ordinario atañe a su  experiencia interior; nada más ajeno a su soberanía que lo épico, nada más  cercano o próximo a su soberanía que la necesidad de afirmarse sobre aquello  que el otro niega. Más allá de lo que otros quieran hacer de él, éste continúa  una travesía anodina cuyos puntales son invisibles. En ese sentido, esa  incertidumbre de su derrotero, ese alisamiento del terreno que estrían los  otros, por no saber a dónde va, se confirma a cada paso y constituye una  metáfora del escritor y la escritura en esa travesía indistinguible donde la  “soberana nada da fe”. A tal efecto, los ensayos 
citados son cruciales. En esa  travesía podemos leer la renuncia al reconocimiento exterior de ese escritor  marginado ya desde un principio, que con una voluntad de extranjería que atañe  a su vocación artística sale del país; pero más se afirma a su regreso a este al  insiliarse dentro de la que llama la “isla en peso”. Se trata también del peso  al que se alude al concluir la novela; se trata de otra historia que atañe a la  gravedad con que asume su peso, no el del cuerpo, sino el de su mejor parte, la  intangible, la volátil, la artística. 
           En ese sentido, la travesía paulatina del  protagonista (y de Piñera mismo) hacia la nada, en la paradójica soberanía que  carece de poder, es su mayor logro. Un escritor puede ser un deshacido del  entorno y aún así confirmer el entorno mejor que nadie, criticándolo desde la  inmediatez de su propia marginalidad. Asoberanarse es conquistar su mejor  parte, consumir su mejor parte, en este caso, su autoconquista, la liberación  bataillana: “Ya no podemos amar nada, estimar nada, que tenga la marca de la  sumisión.”  Mientras los otros piensan  cómo dominarlo, él continúa ejerciendo la soberanía con que se arma la  escritura. René ‘soberano’ responde con el antiproyecto del “hombre común”, sin  epicidad, través de la ruta ordinaria sobre el tiempo del trabajo ordinario,  adhiriéndose a una travesía anodina por invisible. El alisamiento del terreno  estriado es la pauta que se dicta a sí mismo el escritor cuya “soberana nada da  fe”. Y ya esta frase puede provenir tanto de Piñera como de Kafka como de  Bataille. Por eso, en los ensayos de Piñera es factible leer la renuncia indiferente  del autoexiliado, que sale y regresa a una isla que pesa demasiado. Es también  la historia que atañe a la gravedad con que asume su peso, no el físico, sino  su mejor parte, el artístico. 
       La carne de René no es  una novela erótica, pero el texto no deja de rastrear el efecto interior que  tiene la violencia sexual que se ejerce sobre el protagonista. Esa violencia  opera en la distancia, describiendo el impacto que tiene sobre el personaje la instrumentación  que otros hacen de su carne, con miras a destruir su espíritu. La forma en que  está escrita la novela impide conocer de qué trata ese cuerpo, sus sensaciones,  aunque sí su reacción. El éxtasis de esa “sexualidad” consistente en forzar una  sensación particular, si alguna, escapa a la lectura. Lo que queda es la  rebelión que sigue al éxtasis, en cierta medida, el abandono del cuerpo al otro  como si fuera pura superficie, y el intento de rebelarse en dirección opuesta a  ese avatar. La determinación externa de trazar su derrotero (por la corporación,  la escuela, el padre, los adoradores del chocolate) grabando en su cuerpo la  marca de la posesión, tiene su contraparte en la paciente “inactividad” de  contradecir su destino. Así en René, de su paciente inactividad surge la  soberanía, afirmándose en una libertad sin ruta, que se proyecta en el puro  presente del resistir, en el puro estar  rebelde. Al finalizar el texto, el deseo y trayectoria impuesta por el otro  (alusivo a que su carne va ganando peso) contrasta con la levedad anímica con  que el protagonista asume la descripción. Aceptar que materialmente pesa más no  implica que complazca el deseo y expectativas del otro y se haya elevado sobre los  demás contendores. 
      
     En la  estructura de la novela de Piñera, el protagonista ocupa un lugar femenino y el  colegio de varones donde es ingresado es un típico espacio de abuso sexual y  corporal, según el esquema general de la violencia donde la mujer es objeto del  ejercicio sádico. Pero el protagonista se evade subrepticiamente de ese  esquema, sustrayéndose de su cuerpo y triunfando sobre éste, evadiendo el deseo  que la comunidad tiene de apropiárselo, aunque él carezca de proyecto respecto  a su propia rebeldía y las razones que lo sostienen. Vive en el borde extático  de la revuelta que desconoce hacia dónde se dirige y de ahí la sensación  estática que produce la lectura del texto. El protagonista se regodea en su  lugar, y en la gratuidad del no proyecto con respecto a su propio futuro se  hace soberano. Esa gratuidad es próxima a la actitud estética. Ser artista es  desviarse de la utilidad y de la posibilidad de lucro, es rebelarse contra las  “buenas maneras”, la “delectación morosa” y “las zonas de seguridad” del  adorador, de aquél que expropia al artista de su propio predio, e incluso de  las connotaciones a que puedan someter su propio texto. El gesto inútil que es  el arte es la forma en que la soberana nada da fe. Es, como dijo Antón Arrufat:  “No vamos en Piñera del alma al cuerpo, vamos del cuerpo al alma” (60). Y como  añade el Piñera de Reinaldo Arenas, “En materia de soberanía, la única que me  es dable poseer es la de la imaginación”.(13) Su acción, realmente, es escribir; escribir es dar fe de su arte,  la pasión absoluta de decir siempre al margen y críticamente.
           La fiebre de la revuelta en el protagonista de la  primera novela de Piñera tiene su origen en la imposición que llega vía la  genealogía paterna. En un principio el protagonista no entiende los motivos de  su padre, y menos los comprende cuando éste trata de someter su voluntad  violentamente. De ahí en adelante, toda la energía de René se dirigirá contra  esa autoridad, esa imposición. Y se desgasta en el camino. Pero el desgaste es  una palabra clave en esta teoría de Bataille que intento leer en la novela de  Piñera. Es el desgaste lo que cifra la libertad y eventualmente la soberanía,  siempre que escape al cálculo y se ubique en el instante. Quizás precisamente  en este sentido pueda decirse que René apuesta a la soberanía dado que es  totalmente incalculable su devenir, siempre reactivo a las contingencias  externas. Mientras, el ser interior del adolescente continúa creciendo y va  descubriendo a partir de su cuerpo y de su carne que no importan sus  trozamientos ni sus sucesivas clonaciones o dobles, éste insiste en su ser  interior. Incluso podríamos decir que mientras el trabajo de la sociedad opera  de afuera hacia adentro sometiendo el cuerpo para que incida en el espíritu,  René va de adentro hacia fuera. 
           Toda la novela es el recuento de una experiencia  interior contada por un narrador que piensa desde él. De hecho, pocas veces  escuchamos la voz de René. Sin embargo vemos en el protagonista la soberanía  asumida del artista. Toda la carne de René es una huída del dictamen, cifrando  en el adolescente rebelde el deseo de sólo responderse a sí mismo, burlando los  dobles, fugándose del dictamen que le impone la ley del padre. El adolescente  se rebela, y la opresión es tan mayúscula que sólo puede huir, le resta poco  tiempo para elucubrar la vida que querría, una vida anodina que se fragüe en  virtud de su propio trabajo sin importancia. Mientras, es su imaginación quien  detiene los dictámenes. “En materia de soberanía, la única que me es dable  poseer es la de la imaginación”, dice Piñera según Arenas (40). A ello hay que  añadirle otra arista relacionada con una escritura sobre la carne que los otros  pretenden fijar en el protagonista. Su cuerpo-texto es eso sin profundidad, y  esa inscripción es perturbadora. Hay una pregunta que atraviesa ese  cuerpo-texto, dominante en los estados de excepción tan proliferantes hoy día.  Cuba también lo ha hecho a su manera. Dice el fragmento visionario de Piñera: 
    
Pero esa carne que se tiende sobre el potro, esa carne para la que el azar de un accidente es letra muerta (puesto que su fin último es ser trucidada), en una palabra, esa carne apta para el servicio del dolor, ¿no es un insano desafío al instinto de conservación? ¿No constituye una peligrosa invitación al suicidio colectivo? ¿No es locura que por guardar un secreto un hombre ofrezca su carne, y que por arrancárselo, otro hombre acepte sacrificarla? (126)
     En “La carne”, los habitantes de un pueblo se  cercenan miembros aparentemente innecesarios de su cuerpo (tajadas de carne)  ante la ausencia general de carne. Ciertamente, hay alusiones a un “orden  general”, a “protestas” y a un “afligido pueblo”. No se explica la razón de la  carencia;(14) simplemente se recurre al extremo de sobrevivir mediante el auto-consumo.  El silencio respecto a la causa de la situación y la forma de zanjarlo (el  auto-consumo) se explica parcialmente con
 el ocultamiento de los seres al final  del cuento. La autodevoración atenta contra el status quo de alguna forma, sobre todo, se trata de un cuerpo  indisciplinado que no puede reprimir su deseo de carne hasta el punto que  suprime las partes que son su razón de ser, que los define: el bailarín la  parte carnosa de su dedo grande, las mujeres, los senos, y el reo condenado a  muerte la parte carnosa del dedo que recogen sus huellas. Reducir esa parte del  cuerpo equivale a reducirse, a desaparecerse. En una movida lujosa de este  breve cuento, lo que queda del autoconsumido es su excremento. Es decir, el exceso  (del detritus) redunda en el exceso en una extraña economía gustosa. La  abolición de ciertas partes de la carne contiene su posibilidad de espíritu.  Eso es lo que matan, la carne donde reside el espíritu. Pero la autodevoración  es también la vía para el desgaste absoluto, sin cálculo, contradictorio, pues  sólo piensa en el presente de la autosatisfacción. Se deviene artista en el  proceso de la autoconsumisión, de poner su vida sobre el tapete, de extraer de  su propia vida la soberanía que le permite sobrevivir pese a la autodevoración.  Esta forma de soberanía es un acto que sucede a la autodevoración: todos se  sienten satisfechos. Al recurrir a su cuerpo, han salvado al Estado de  intervenir sin su permiso, pero a la larga podríamos preguntar si su movida es  exitosa. ¿Qué es el arte sino una forma de autocanibalismo? ¿Un ave fénix que  resucita de sus cenizas?
           En la novela, el rostro de René en un escenario que  le es repugnante, constituye la sinécdoque de lo que fue la carne en el cuento.  Es él el sacrificado, precisamente por la textura de su piel y la delicadeza de  su ser: 
      
Aunque en esto haya confusión histórica no puede negarse que René es una criatura espléndida. Si no posee los músculos del atleta, en cambio en la calidad de su piel reside su belleza. Pero más que esto, lo que lo hace irresistible es la seducción de su cara. En ella la nota dominante es ese aire que está pidiendo protección contra las furias del mundo. Y cosa extraña: ese aire que pedía protección se manifestaba en su carne de víctima propiciatoria. (15)
Son significativas las preguntas del padre al hijo antes de este cumplir los veinte años respecto al cuerpo. ¿Qué significa eso del cuerpo intacto? Entonces, si no lo quieres vulnerado, ¿a qué lo destinas?” (26)
IV
      
    
     El Kafka de Piñera sólo quiere arte y en La carne de René se describe la dación  de fe respecto a una pasión cuyo gesto político es afirmarse en lo estético. Si  Bataille, que deprecia la duración, no sale del impasse erótico porque sólo el  exabrupto fugaz lo atrae, también Piñera se desplaza sin dirección, y la  insistencia de congelar el momento soberano, resulta en la reiteración del  impasse mediante la contradicción, en la oposición. En un certero ensayo, José  Quiroga señala que la poética piñeriana convierte el silencio del homosexual en  ambigüedad performática: “For Piñera, to turn that performance into a conscious  gesture, to isolate its participants into a political tribe, goes against the  grain of his erotic pleasure, one that depends precisely on the uncontrolled  flux of desires”.(15) Si bien la carne de René sigue pesando, es el  espíritu que pasa por el cuerpo el que se salva. La aserción no puede ser más  explícita que la máscara crítica que ejercita en sus textos, es esa dación de  fe por medio de una escritura salvada en un lector, lo que permite el tránsito  de aquél que entre sus soledades y sus ocultamientos da fe contrariando “las  buenas maneras”. Dar fe carece de especificidad temporal, no tiene tiempo, es  un flujo continuo reinventándose con generosidad que, como diría Lezama, escapa  en el momento en que daría su mejor definición.
           ¿Por qué en el 1952 (año en que se publica en Buenos  Aires La carne de René) Piñera  regresa al escenario del cuento “La carne”, de 1944, editado originalmente por  el autor en el volumen Poesía y prosa?(16) ¿Será que en ese lapso de diez años se afina la diferencia entre la  subjetividad general y la subjetividad del artista? En “La carne”, el pueblo como  protagonista no tiene cómo expresarse contra la subjetividad general, sobre esa  “soberanía feudal”  que representa la autoridad superior en Bataille. Allí, “la población” o “el  afligido pueblo” se agota enfrentándose a la prohibición sin que esta sea  cuestionada. Al no poder trascender el umbral entre la soberanía real y la suya  propia, la subjetividad individual, lo que Piñera decide destacar es el proceso  de ex-posición de lo mejor de ellos, la escena de sacrificio en que su  sensibilidad se degrada y desaparece en vista a la necesidad de la  sobrevivencia física. Al intentar mantener el status quo triunfa el símbolo vacío (la orden) y desaparece quien  lo sostiene, el pueblo. Pero antes de desaparecer, Piñera exhibe lo que se  pierde, el valor de lo que se pierde, y en ello estriba la afirmación del  cuento. 
           En La carne  de René, la encarnación del  soberano feudal reside en esa secta que persigue al protagonista. René es el  hombre común que a medida que afina sus coartadas va convirtiéndose en artista.  Él constituye la rasgadura del sistema de
 la subjetividad soberana (lo universal,  la totalidad, lo general) y con ello va restándole poder (que se sostiene en el  principio de atribución). Señala Bataille que “[L]a subjetividad soberana se  mantenía vinculada a lo universal, a la totalidad, a la que el rey tenía como  función aspirar, y al poder que creía extraer de la soberanía subjetiva que los  otros le atribuían. De esta manera, para el artista estaba cerrada la vía hacia  una subjetividad soberana confundida con su propia unicidad y con el poder que  creía extraer de la soberanía subjetiva que los otros le atribuían”. Pero René  se queda solo y fuera del colegio en que lo internaran no logra persuadir a  nadie, porque dado que ya es un “artista” en su subjetividad, su acción no es  utilitaria en el sentido general y actúa tan sólo en virtud de la acumulación  de instancias recurrentes a las cuales lo instigan. Su acción es reactiva. En  ese sentido, es un hombre profundamente solo. Quizás lo más hermoso del proceso  espiritual del protagonista sean sus resoluciones a corto plazo, su insistencia  en la humildad, su silencio, su indiferencia. Esa actitud o forma de vivir la  vida nos remite a un estar pleno y soberano, libre de lo útil, cuya certidumbre  es compatible con la soberanía.(17)  La relación con la soberanía  arcaica de los reyes y los dioses se personaliza, “pero sin recurrir nunca al discurso, en silencio y en el movimiento  soberano de una indiferencia definitiva”. (122) 
           René es el soberano de un mundo degradado que al no  hallar con quién comunicarse, prefiere abdicar. Frente a la imposibilidad de la  soberanía del pueblo, hay en “La carne” una versión de un “gasto igualitario”,  tal cual lo plantea Bataille con respecto al comunismo soviético (127) y su  crítica al socialismo conjuntamente con su giro anti-igualitario de los  estalinistas. Si en el relato “La carne” hay un gasto igualitario que conduce a  la desaparición completa del afligido pueblo, en La carne de René aparece un héroe fuera de lugar, un hombre anónimo  de la calle que insiste en enfrentar el sistema. Su soberanía se confirma en la  vida anodina que escoge para sí. Ocurre con René lo que con Kafka en la lectura  de Bataille: este se considera excluido del mundo interesado e industrial, para  acogerse a la “puerilidad del sueño”, o “al niño irresponsable que era”  (190-1).(18) La literatura y lo estético entonces se convierte en un “relámpago  duradero’, una permanente lucidez que paradójicamente emerge en medio del dolor  y que pervive sólo “por obra de la gracia”. Lo que tanto Kafka como Piñera  producen es una escritura del dolor en un espacio absolutamente desolado. Es en  ese sentido que su protagonista, hace de su vida una obra de arte, ajena y  propia a su vez, una obra que es una actitud negadora ante la imposición de  servir a una causa que está fuera de sí. En ese gesto se funda su soberanía,  que tiene la duración de instantes sucesivos donde afirma su nada. “Lo que es  soberano no puede durar, nada más que en la negación de sí mismo, o en el  instante duradero de la muerte. La muerte es el único medio de evitar la  abdicación de la soberanía. No hay servidumbre en la muerte; en la muerte ya no  hay nada”. (194-5). Aparentemente, la mejor muestra de dicha soberanía, la del  protagonista y la de Piñera, es ejercitarse en la fuga no calculada y celebrar  estratégicamente la muerte asordinada que es dejarse pesar.
Notas
1. La carne de Réné. Madrid: Ediciones Alfaguara, 1985 [1952].
2. “El otro sentido de la carne”, en El Mundo, Puerto Rico Ilustrado (San Juan), 26 de junio de 1988, incluido en A. M. Sotomayor, Hilo de Aracne. Literatura puertorriqueña hoy. San Juan: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1995, del cual cito.
3. Cuentos fríos/El que vino a salvarme. Virgilio Piñera. Ed. de Vicente Cervera y Mercedes Serna. Madrid: Cátedra, 2008, p. 131.
4. “Llamado el perito en desaparecidos, sólo pudo dar con un breve montón de excrementos en el sitio donde la señora Orfila juraba y perjuraba que su amado hijo se encontraba en el momento de ser interrogado por ella”. (La carne 131)
5. Georges Bataille. Roland A. Champagne (New York: Twayne Publishers, 1998), 8-9. Se refiere a la práctica del lingchi o desmembramiento por mil tajadas, una forma de ejecución que castigaba el parenticidio o la traición al Estado.
6. Lo que entiendo por soberanía. George Bataille. Trad. de Antonio Campillo. Buenos Aires: Paidós, 1996, p. 71.
7. “Sacrifice and Violence in Bataille’s Erotic Fiction. Reflections from/upon the mise en abîme”. Leslie Anne Boldt-Irons. En Bataille, Writing the Sacred. Carolyn Bailey Gill, ed. London/New York, Routledge, 1995, 91-104.
8. “El país del arte”, en Poesía y crítica. Virgilio Piñera. Prólogo de Antón Arrufat. La Habana: Consejo nacional para la cultura y las artes, 1994, p. 138. Énfasis suplido.
10. Basta pensar en dos ensayos como muestra de su praxis crítica “Ballagas en persona” y “Gertrudis Gómez de Avellaneda: revisión de su poesía”, ambos ensayos en Poesía y crítica. la frase es de Piñera.
11. “El soberano”. En La felicidad, el erotismo y la literatura. Ensayos 1944-1961. Selección, traducción y prólogo de Silvio Manttoni. Buenos Aires: Adriana Hidalgo ed., 2004, p. 227.
12. Georges Bataille. A Critical Introduction. London: Pluto Press, 2000. Véase particularmente el capítulo titulado “Sovereignity”, pp. 60-81.
13. “La isla en peso con todas sus cucarachas”. En Virgilio Piñera. La memoria del cuerpo, Rita Molinero, ed. San Juan: Editorial Plaza Mayor, 2002, 29-48.
14. Ver la frase “el racionamiento”, según una obra posterior donde se repite la misma situación, La carne de René (Buenos Aires, 1952). Citamos de la edición de Alfaguara, 1985, p. 13.
15. “Fleshing Out Virgilio Piñera from the Cuban Closet”. En ¿Entiendes? Queer Readings, Hispanic Writings. Emilie L. Bergmann & Paul Julian Smith, editors. Duke U.P. 1995, 168-180.
16. Ver “A Cuba do Virgilio Piñera, uma cronologia”. En A libélula, a pitonisa (Revoluçao, homossexualismo e literatura em Virgilio Piñera). Teresa Cristófani Barreto. Sàu Paulo: FAPESP/Iluminuras, 1985, p. 144.
17. “La parte maldita III. La soberanía. El mundo literario y el comunismo”, en Lo que entiendo por soberanía. Paidós: 1984, pp. 114-131.
18. Cito del ensayo de Bataille, “Kafka” en la edición La literatura y el mal. Madrid: Taurus, 1971, 181-204.
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