Balas en el desierto: México y la economía política de la cultura visual hollywoodense del neoliberalismo
Ignacio M. Sánchez Prado, Washington University in Saint Louis
     En la escena final de la aclamada película Traffic (Steven Soderbergh, 2000), vemos  al policía mexicano Javier Rodríguez (Benicio del Toro), en el público de un  juego infantil de béisbol, en un parque nuevo y luminoso. La existencia de ese  parque se debe al hecho de que Javier solicitó recursos para su comunidad a  cambio de su colaboración con la DEA, para contribuir a la caída de un general  que utiliza su posición en las fuerzas de seguridad del Estado mexicano para  erradicar el cárter rival de la organización criminal para la que trabaja. El  filme es un conjunto agregado de alegorías morales que abarcan a los actores  principales del crimen organizado: la policía de ambos lados de la frontera,  los traficantes, los intentos de ambos gobiernos por controlar el tráfico, etc.  Sin embargo, las alegorías no son simétricas. Del lado norteamericano, la  honestidad del policía Montel Gordon (Don Cheadle) y su compañero Ray Castro (Luis  Guzmán) nunca es puesta en entredicho: Ray muere protegiendo a un testigo y  Montel reinicia, al final de la película, una investigación fallida plantando  un micrófono en la casa de un traficante. En cambio, Javier, miembro de la  policía de Tijuana, y su compañero Manolo (Jacob Vargas) son parte de una red de corrupción  en la cual ser honesto es una decisión cotidiana que pocos logran cumplir. En  el caso de Javier, la alegoría es clara: la honestidad entendida como  cooperación con el Estado norteamericano es premiada con el desarrollo de  México.
           Para comprender esta escena,  debemos comprender aquí que “México” en el vocabulario visual hollywoodense no  refiere al país real, sino a un referente simbólico cuya función central es la  actualización cultural de las mitologías imperiales fundadas por la Doctrina  Monroe y el Destino Manifiesto. El filme de Soderbergh, una adaptación de un  serial de la BBC sobre el tráfico de heroína  en Pakistán, rearticula hacia el espacio México-norteamericano una alegoría del  crimen que, en su producción original, refería a la tensa relación entre el  antiguo imperio británico y la más conflictiva de sus ex-colonias. La  reescritura de Soderbergh opera a través de la rearticulación de dicha relación  imperial a través de las relaciones de raza y poder en la frontera. Deborah  Shaw caracteriza el filme sugerentemente como un reflejo de 
    
the state of serious cinema in the United States in an age of both political correctness and global power. The superiority of the United States is asserted and it perceives that it can only solve its own problems by solving those of other nations. Traffic presents an image of a benevolent neo-colonial power that relies on a good multi-ethnic state body to carry out its civilizing mission and to administer justice in its neighboring territory (221).
     Mi argumento aquí es que este tipo de lectura  muestra la necesidad que las distintas rearticulaciones planteadas al mito
 imperial de los Estados Unidos y a las doctrinas de la excepcionalidad  norteamericana, de las cuáles Hollywood es un instrumento central de diseño y  enunciación, tienen de la construcción de imaginarios y subjetividades por  fuera de la comunidad imaginada, con el fin de sustentar el cierre ideológico  de dichas doctrinas. A pesar del registro realista invocado por Soderbergh a  partir de su apropiación del discurso documental, existen dos “efectos de  realidad”, para tomar el término de Roland Barthes, en juego aquí: una  representación norteamericana que busca la identificación de los públicos  posibles, y una versión de México que satisface los arquetipos de otro que sólo  existe como referente vago en la mente de dichos públicos.
           Visto desde fuera de estos  arquetipos es verdaderamente notable cuán artificial es el México de Traffic. Como observa Aaron Baker “Soderbergh explained that the  Mexican sequences where shot using filters and forty-five-degree shutter to  create a ‘stroboscopic’ effect and were later digitally desaturated to give  them a bleached-out, yellowish tint” (75).(1) La  paleta usada por Soderbergh, pese a su sofisticación, pertenece a una larga  tradición de presentación de México como un desierto perenne, como un espacio  árido y empobrecido en el que fluye la barbarie y la violencia y que amenaza  constantemente la civilización que reside al norte del Río Bravo. Se trata, en  palabras de Andrew G. Wood, de un retrato de México “as an exoticized landscape  that is the source of drugs and corruption. Populating this Wild West  frontier is a collection of anonymous players engaged in a deadly struggle  between two drug cartels” (760). Para un lector sensible a estas estrategias de representación no es  difícil encontrar en Traffic ecos de  Speedy González y del México sin ley de los Westerns.(2) Esto se nota en el asalto final contra el cártel, donde vemos un conjunto de  camionetas (elementos tecnológicos) dominando el espacio amplio del desierto: la civilización que viene a  imponer el orden en la barbarie. En este orden de ideas también es  posible notar que el casting de Benicio del Toro, un actor puertorriqueño, es parte de la  artificialidad. Para un hablante del español, resulta transparentemente claro  que el acento de Javier no es sino una mala imitación del español de Tijuana,  imitación que por momentos suena más cercana al español de Colombia que al de  México. Pareciera que la película cuenta con el hecho de que la audiencia de la  película no sea hispanohablante: el pacto de realidad de las partes mexicanas,  habladas en español, sólo se sustenta en el desconocimiento de estas sutilezas  lingüísticas. El éxito de dicha premisa fue tal que el rol de Javier le valió  un Óscar a mejor actor de reparto.
      
     Quizá sea por este motivo que,  en general, las lecturas de Traffic suelen ser generosas a este respecto y  otorgan crédito amplio a la película por su realismo. Baker, por  ejemplo, apunta al hecho de que “despite their differences, Mexico and the  United States are linked in economic and social relationships promotes by  globalization, specifically the supply and demand for drugs, as well as the  common ineffectualness of both governments in addressing these market forces”  (75). Pese al claro  desequilibrio moral entre los actores de ambos lados de la frontera (en Estados Unidos la norma es  ser honesto pese a ser incompetente; en México la norma es ser corrupto y  Javier representa la excepción necesaria de esta regla), el filme suele ser  leído por los críticos norteamericanos como una representación justa y  balanceada del conflicto bilateral. (3) De  hecho, como señala Mark Gallagher:
      
Critical debates over Traffic, for example, showed interpretive lenses linked to critics’ own ideological positions. Many critics found the film to endorse their own view of the subject matter: critics for progressive publications identified a clear critique of the U.S.’s seemingly futile ‘war on drugs,’ while reviewers for conservative publications located in the film a call for individual responsibility and self-reliance […] Though not cohering into a fixed ideological position, these debates did successfully cast the film as principally ‘about’ the drug war rather than about other subjects, such as cross-border relations, class conflict, and so forth (141)
     Lo notable de esta cita es que, incluso  dentro de la división ideológica que marca el imaginario político  norteamericano, Traffic genera un consenso ideológico amplio.  Lo que emerge de esto es el hecho de que la representación de México en el  filme es parte de la manufactura de un común denominador simbólico sobre el que  se pueden desarrollar los debates internos a los Estados Unidos. Es  precisamente la habilidad de pasar por realismo lo que constituye el éxito  ideológico y cultural del México producido por Soderbergh.
           Si bien, uno podría estudiar  temas como la representación de los mexicano-americanos o la racialización de  los latinos en
 la época posterior a los derechos civiles, es necesario pensar  que también existe un México que no es propiamente un excedente poblacional de  la hegemonía racial de los Estados Unidos, sino una manifestación de otredad  externa que opera en el centro mismo de la máquina productora de imaginarios de  la cultura popular norteamericana. Por ello, me parece Traffic es un ejemplo claro de por qué resulta esencial complementar  la lectura de la representación de lo chicano/latino en la cultura  norteamericana con una reflexión crítica más amplia sobre el rol que el  significante mexicano juega en economías visuales en las que no juega un papel  protagónico sino constitutivo. Existen diversos filmes y producciones  televisivas y culturales que usan ese “México” simbólico en la constitución de  discursos que tienen que ver, más bien, con las reconfiguraciones del  imaginario imperial norteamericano ante la doble amenaza de la globalización  neoliberal y la reconfiguración geopolítica planteada por la guerra contra el  terrorismo. Traffic representa la  rearticulación de una cartografía simbólica más propiamente perteneciente a la  parte tardía de la Guerra Fría a los retos planteados por el contexto de lo que  Francis Fukuyama llamó el “fin de la historia”. En términos generales, la obra  de Steven Soderbergh representa un proyecto de reflexión amplia sobre distintos  aspectos de la comunidad imaginada norteamericana y sus legados culturales.  Según la crítica académica de Soderbergh, la característica central de su obra  es la creación de una perspectiva autorial, propia del cine independiente,  inscrita dentro de la maquinaría hollywoodense, desde la cual ha logrado una  transformación estética de los lenguajes cinematográficos así como una  reconfiguración de las estrategias de distribución y circulación del cine,  abriendo espacios a filmes con capacidad financiera limitada y con temas de  mayor impacto político y social.(4) Soderbergh es un autor cuyo objeto central es la americana y los dos filmes en  los que toca la cuestión latinoamericana (Traffic y la extensa Che [2008], también protagonizada por Guillermo del Toro y completamente hablada en  español), se fundan en los dos retos perceptibles que la región plantea en la  nueva configuración imperial post-Guerra Fría: las drogas y el irresoluto  conflicto con Cuba.
      
     Si bien Soderbergh representa  una cara visible de este fenómeno, resulta interesante explorar la persistencia  de este mito en el middlebrow hollywoodense,  no sólo en las películas que ganan reconocimiento crítico o de audiencias, sino  también en aquellas de mediano éxito, que pasan sin pena ni gloria en la  historia del cine. Un ejemplo icónico en este sentido es The Mexican (Gore Verbinski, 2001). La película es una farsa que  narra las desventuras de Jerry Welbach (Brad Pitt), un hombre obligado a servir  al mafioso Arnold Margolese (Gene Hackman) debido a un accidente. Como parte de  esta obligación, Jerry debe llevar a cabo una última misión: recuperar una  antigua arma de fuego llamada “The Mexican”, que parece acarrear una maldición  que la ata a suicidios y matrimonios. La situación se complica debido a que  esto tensiona su relación con su novia Samantha (Julia Roberts), quien a su vez  es secuestrada por Leroy/Winston (James Gandolfini) para asegurar que Jerry  cumpla con su misión. El filme en principio tiene los elementos de una película  de éxito. El casting incluía a Pitt en un momento alto de popularidad, a Julia  Roberts tras la refundación de su carrera gracias al éxito de Erin Brockovich, por el que obtendría  un premio Óscar, y a James Gandolfini en medio de su aclamada participación en  la serie televisiva The Sopranos. Para el director, Gore Verbinski, el  filme marca su ingreso a Hollywood y precedería sus grandes éxitos comerciales  (entre ellos la película de terror The  Ring[2002] y la saga Pirates of the Caribbean [2003-2007]).  Pese a esto, el filme fue objeto de una tibia recepción crítica (sostiene a la  fecha un ranking de 56% en la página web Rotten  Tomatoes, lo que marca opiniones mixtas de la crítica) y recibió una poco  notable recaudación doméstica de taquilla de 66.8 millones de dólares, apenas  por encima de su presupuesto original de 57 millones. A la fecha, el filme no  ha sido lanzado en formato Blu-Ray, lo cual indica el poco interés del estudio  en promoverla como parte del catálogo. 
           El que esta película sea tan  mediocre y tan poco notable la hace un caso de estudio interesante de la naturalización  de ese México ficticio a principios de la década pasada. Liberada de los  imperativos geopolíticos de Traffic, The Mexican retoma los mismos elementos básicos de  México (el desierto, las balas, los mexicanos interiores) y los utiliza sin  reserva alguna como un escenario para tensiones en las que sólo los personajes  norteamericanos tienen algún tipo de agencia emocional. En una breve  nota en el New Yorker, el crítico  David Denby expresa bien la política de representación del filme: “A  shaggy-taco story—one of those south-of-the-border romps in which many people  die in odd ways and the Mexicans are either gap-toothed cretins or unspeakably  dignified grandees” (Web). Si  bien el carácter fársico de la película genera situaciones basadas en la  incompetencia cultural de Jerry (como el momento en que, al buscar que unos  mexicanos lo lleven en su vehículo, pide que lo lleven en su “trucko”), en  última instancia supera tanto a los mexicanos como a los norteamericanos para  la resolución de la película. Si algo destaca de la película es cuán  increíblemente racista es: los mexicanos son personajes caricaturescos sin  límite, e incluso la agencia que Soderbergh concede a los policías mexicanos  está completamente ausente. En un momento de la película, cuando Jerry llega a  México, un agente de renta de autos le pregunta
 si habla español y cuando se da  cuenta de que no es el caso, le dice en castellano “sólo lo que viste en Speedy  González”. Pese a esta pretendida autoconsciencia, en realidad esa frase  predice la estética de lo mexicano que sustenta la película: un México que sólo  es creíble para aquellos cuyo referente es el cine y la televisión de la década  de los cincuenta.
       The Mexican es un filme que carece de cualquier interés  ideológico o estético, lo cual lo hace un ejemplo ideal para mostrar el proceso  de naturalización de esa otredad mexicana en el periodo que comienza en 1989 y  que estaba por terminar en septiembre del 2001. Por un lado, la elección de  locación mexicana central es sintomática: el pueblo de Real de Catorce, un pueblo minero viejo,  casi completamente abandonado, quizá de interés turístico. Real de Catorce  tiene un historial como locación para cine internacional, desde los filmes de  Orson Welles hasta el presente y suele ser un lugar ideal para recrear el  estereotipo de México. El uso de Real de Catorce, un pueblo que no representa  en lo más mínimo la contemporaneidad mexicana, permite a cineastas como  Verbinski utilizar a México como un significante vacío que se puede llenar a  voluntad con los imaginarios necesarios para funcionalizarlo a sus propias  estética. Cabe notar, por ejemplo, que la terminal de entrada y salida de  México es en el filme el aeropuerto de Toluca, en ese momento una terminal  menor, y no aeropuertos más comúnmente usados como el de la Ciudad de México o  el de Guadalajara. Esto hubiese implicado reconocer en México una realidad  urbana y moderna que no corresponde a las expectativas del espectador  hollywoodense promedio. En cambio, el filme se conforma, como observa Wood, con  un “Old Mexico”. De hecho, en su representación, el filme enfatiza el carácter  desértico de Toluca, una ciudad menos conocida y por ende más sujeta a la  reinvención semántica, al mostrar las carreteras circundantes (o una nube de  polvo rodeando a la terminal aérea) ignorando el hecho de que se trata también  de una ciudad moderna. Incluso, desde el vehículo El Camino que Jerry obtiene  de la agencia, llama la atención que buena cantidad de los autos son modelos  viejos, de los años setenta y ochenta, algo que enfatiza el retraso en el  proceso de modernización. Otra elección interesante es que The Mexican no se refiera a una persona sino al arma misma. Lo único  mexicano que tiene subjetividad y sentido propio es el arma, un objeto. Más  aún, se trata de un objeto lleno de mitologías, cubierto por una maldición, lo  cual crea una obvia imagen de México como espacio para la superstición, que  sólo puede ser enfrentada con la racionalidad de norteamericanos como Jerry.
      
     Como en Traffic, el éxito simbólico de un filme como The Mexican radica en su capacidad de presentar el México  estereotípico como natural y realista, o, incluso, como un asunto que ni  siquiera amerita ser discutido. En dos de las reseñas más prominentes del filme  se observa el triunfo de esto. El crítico del New York Times Stephen Holden describe con entusiasmo los flashbacks donde se narra la historia  del arma, donde un suicidio en una boda genera la maldición: “The movie deftly  folds in three different versions of the myth of the antique gun, which has a  curse surrounding it, so that by the end of the film it has become a facetious,  comic symbol of fulfillment, a sort of Maltese Falcon manqué with a lovey-dovey  mystique. Each of these flashbacks, filmed in sepia, is a different caricatured  variation of a classic western showdown in a town square” (Web). A contrapelo de esta lectura,  podría aseverarse el hecho de que lo que caricaturiza el filme es precisamente  “a classic western shutdown”, es decir, un esquema narrativo natural a la  mitologización norteamericana de expansión fronteriza más que de la cultura  norteamericana. La presencia de este referente, junto con la comparación con The Maltese Falcon, un clásico del cine noir, muestra que el México de Verbinski no es más que una  aplicación del repertorio clásico de narrativas hollywoodenses familiares. Este  punto se ve claramente en la reseña de Roger Ebert, quien describe la torpeza  de Jerry con el español, como una de las cosas que disfruta en el filme y lo  caracteriza favorablemente como “more like a 1940s Warner Bros. picture where  the stars get a breather while the supporting actors entertain us” (Web). Ebert,  de manera aún más prominente que Holden, ignora por completo a México como tema  o espacio del filme, algo que sustenta de manera clara su identificación del  filme con las películas de los años cuarenta. Se trata, en otras palabras, de  una vuelta a México como una función narrativa para un proceso de  autorreflexión cultural dirigida a un público exclusivamente norteamericano (o  por lo menos a una audiencia implícita altamente norteamericanizada). El humor  se funda precisamente en el uso paródico de las formas naturales de la  narración cinematográfica norteamericana. México no es más que un recurso  formal que pertenece a la
 autorreferencialidad de la cultura estadounidense.
           Los eventos del 11 de septiembre  de 2001 suscitaron una serie de desplazamientos en el imaginario imperial  norteamericano que, a su vez, impactaron la función de México como otredad  cultural. Esto vino aunado con un creciente papel de México en las ideologías  de seguridad nacional, debido al crecimiento del crimen organizado, tanto en  conexión a los secuestros como al narcotráfico. El cambio se registra de manera  pronunciada en Man on Fire (Tony  Scott, 2004). El filme narra la historia de Creasy (Denzel Washington), un  ex-agente de la CIA quien es contratado por la familia de Samuel Ramos (Marc Anthony) como  guardaespaldas de su hija Pita (Dakota Fanning), en respuesta a la epidemia de  secuestros que asuela a la ciudad de México, donde viven, y como requisito para  obtener un seguro anti-secuestros. En una narrativa larga y de ritmo lento,  vemos a Creasy y Pita  entablar gradualmente una amistad, que se interrumpe a media película  cuando Pita es secuestrada. Tras sobrevivir las heridas recibidas durante el  secuestro, Creasy comienza  a investigar, perseguir, torturar y matar a cada uno de los involucrados,  hasta que se da cuenta de la trama: Samuel participó en el secuestro de Pita  para obtener dinero del seguro a consejo de su abogado (Mickey Rourke), pero el  plan se arruina cuando Fuentes (Jesús Ochoa), un comandante de la policía,  busca robar el dinero de la recompensa. Eso lleva al líder de la banda de  secuestradores, “La Voz” (Roberto Sosa), a retener a Pita hasta el final de la  película, donde exige a Creasy entregarse a cambio de ella. 
           La ubicación de la trama del  filme en la Ciudad de México fue un acto deliberado de adaptación de la  película, dado que la novela en la que se basa (la novela homónima de A.J.  Quinell) y la primera versión cinematográfica, de 1987, tienen lugar en Italia.  La adaptación de la trama hacia México tiene que ver, por supuesto, con la  emergencia del país en el imaginario transnacional del crimen, tomando el lugar  que la Mafia italiana tuvo en los filmes de directores como Francis Ford  Coppola y Martin Scorcese en los años ochenta. La elección, además, es  particularmente significativa si consideramos que la trayectoria de Tony Scott  en el cine de acción tiene lazos profundos con los cambios geopolíticos de  distintas épocas. Vienen a la mente Top Gun (1986), una  idealización del militarismo que contrarrestaba eventos como el escándalo  Irán-Contras durante la presidencia de Ronald Reagan, Crimson Tide (1995), cuya acción en un submarino se fundaba en la  ansiedad respecto a los arsenales nucleares tras el fin de la Guerra Fría, Enemy of the State (1998), donde se  dirime la emergencia del Estado de vigilancia a fines de los años noventa y Spy Game (2001), uno de los últimos  filmes en reflexionar sobre el rol de la CIA antes del 11 de septiembre. Man on Fire es una de las respuestas de Scott al cambio geopolítico  representado por el 2001 fuera del mundo árabe, tema por el que nunca se  interesó. La preocupación de Scott tiene que ver con el efecto en que el orden  político neoliberal tiene tanto en el discurso norteamericano de seguridad como  en las redes amplias del imperio norteamericano.
      
     El México representado por Scott  ya no es el paraje desértico, anacrónico y sin modernidad de Soderbergh y  Verbinski. Se trata más bien de una urbe caótica, representada por puentes  viales, en los que suceden varias escenas clave del filme, donde se denota la  existencia del tráfico y el desarrollo capitalista. Sin embargo, esta  modernidad urbana es representada visualmente a través de un amplio espectro de  recursos que generan una sensación de miedo e incertidumbre: el tono  amarillento de la paleta de Soderbergh aparece aquí con un uso neblinoso de la  luz, donde las imágenes de lo  urbano suelen verse borrosas. La perspectiva de Creasy contribuye a la  sensación de incertidumbre, ya que su lectura de la ciudad está mediada tanto  por su condición de alcohólico, como por la paranoia de su pasado en la CIA.  Esto hace que la película muestre una buena parte de los sucesos, y del espacio  mismo de la Ciudad de México, en escenas confusas, con rápida sucesión de cuadros y una visualidad  fuertemente fragmentada. Por estos motivos, la modernidad mexicana de Man on Fireno es una marca de civilización, sino una continuidad de la  barbarie “Old West” del Hollywood previo al 11 de septiembre, donde el reino de  la criminalidad sigue siendo la norma.(5) 
           El punto fundamental de la  película se evidencia muy al principio cuando comprendemos tanto a la familia  Ramos como a Creasy. Es de notar que Samuel es dueño de compañías maquiladoras.  Sin duda, esto tiene conexiones obvias con la relación económica entre Estados  Unidos y México en la sociedad post-NAFTA. El objeto a proteger es precisamente  el privilegio de las plutocracias beneficiadas por el reacomodo de la relación  México-Estados Unidos en los años noventa. En una conversación al inicio de la  película, Jared convence a Ramos de obtener el seguro contra secuestros y de  contratar a Creasy, puesto que es el único personaje vulnerable “en su  vecindario”, presumiblemente el barrio de clase alta donde habitan los  ganadores de la apuesta neoliberal mexicana. Cuando descubrimos que el  secuestro de Pita fue motivado por el rescate financiero de las empresas de  Ramos, vemos el punto desarrollado hasta sus últimas consecuencias. Por un  lado, el seguro contratado por Ramos no sólo tiene la función de proteger a los  privilegiados de la violencia criminal, sino también de
 la incertidumbre  económica que una modernidad caótica genera.
           El rol de Creasy aquí es  importante. Su estatuto como ex-agente de la CIA lo muestra como parte de un  paradigma agotado de geopolítica que, sin embargo, no se reconfigura a las  circunstancias contemporáneas de seguridad nacional. Por ello, Creasy se reinventa tras el  secuestro de Pita en un vengador cuyo trabajo es crear un orden a la modernidad  mexicana para que la niña, quien representa el futuro de esa clase plutocrática  transnacionalizada pueda estar segura. En una escena clave de la  película, Paul (Christopher Walken) plantea al comandante de la policía Miguel  Manzano (Giancarlo Giannini), el único agente honesto en el filme, que permita  a Creasy hacer su trabajo, diciéndole que Creasy puede traer más justicia en un  fin de semana que las instituciones policiacas en diez años. México es aquí de  nuevo objeto de la ideología del Old West, en la que un agente de la  excepcionalidad norteamericana pone orden en el caos construido por los otros  bárbaros. El compromiso de  Creasy por el futuro de Pita en esta sociedad es tal que al final accede a  entregarse a La Voz a cambio de la niña, y se deja matar. El sacrificio  del agente de la justicia es posible cuando ha cumplido su función. La  superviviencia de Pita es casi una ficción fundacional donde la niña (cuyo  nombre en realidad es Guadalupe, Lupita), nacida de un matrimonio entre un  mexicano y una norteamericana (su madre Lisa interpretada por Radha Mitchell),  representa la posibilidad de una alianza bilateral una vez que se erradique la  barbarie. Por ello, la amistad de Pita con Creasy no es sino una alegoría de  las posibilidades planteadas por la amistad entre el Estado neoliberal y el  aparato de seguridad norteamericano. Como ha mostrado Paul Davies, Man on Fire construye una lucha posteológica  entre el bien y el mal.
           Lo que Davies no menciona del  todo es que el bien y el mal tienen ubicaciones culturales y nacionales  precisas en el filme. Es de notar también que el reparto construye una economía  visual de la moralidad en la que los mexicanos no salen bien parados. Los policías corruptos son todos  representados por actores mexicanos, desde el policía judicial Jorge  González (Mario Zaragoza) hasta Fuentes, interpretado por icónico Jesús Ochoa.  En cambio, el único policía modesto es interpretado por Giancarlo Giannini,  quizá en un guiño a los orígenes italianos de la historia, mientras que la  periodista que busca desenmascarar a la red criminal, Mariana (Rachel Ticotin),  es interpretada por una actriz mitad puertorriqueña, con trayectoria  identificable en la televisión y el cine. Incluso en la selección de actores  opera un claro intento de naturalizar lo mexicano como bárbaro. 
      
     El filme no obtuvo una respuesta  crítica favorable y el exceso representativo del filme fue una razón para esto.  Sin embargo, incluso en algunas de las lecturas más críticas, la representación  de México no parece ser problemática. Pero es cierto que los límites de la  estrategia de representación de Scott fueron más criticados. El uso del español  no es muy distinto al de Traffic – basta  ver a Marc Anthony  imitar un acento mexicano. Pero la estilización que busca esconder las  ideologías del filme es claramente más torpe. A. O. Scott, en su reseña  para el New York Times, lo pone así:  “This time, like an art student discovering, a decade too late, that it's cool  to incorporate text into images, he flashes subtitles across the middle of the  screen, in a variety of sizes and type faces, not only translating the Spanish  dialogue but also spelling out some choice lines of English as well” (Web). Al usar subtítulos tanto para el  inglés como para el español, el filme busca naturalizar al español como parte  del continuum narrativo del filme, pero la estilización innecesaria del texto  en la pantalla no se lo permite. Por esta torpeza estilística, algunos lectores  vieron en el filme los límites de la tradición representativa de México en el  cine hollywoodense. En su reseña para Salon.com, Stephanie Zacharek observa que  para Scott, la Ciudad de México es “a seedy hotbed of ruthless crime and  corruption” y apunta lo absurdo que resulta el hecho de que, al final del  filme, se muestra un mensaje que sin ironía alguna expresa: “A
 special thanks  to Mexico City, a very special place”. Ante el absurdo contraste entre la  representación insultante de la ciudad en el filme y este agradecimiento,  Zacharek ironiza diciendo que “Mexico City is just not the kind of city you  want to piss off” y se burla de la forma en que el mensaje de agradecimiento  contradice toda la estética de la película: “Book that honeymoon now!”. Zacharek  concluye revirtiendo el estereotipo mexicano a la película misma: “ “Man  on Fire” is a Mexican jumping bean, animated by lots of visual noise including  grainy processing, senseless jump cuts and, whenever a character is speaking  Spanish, wriggly subtitles in a variety of typefaces, lest we get bored with a  good, basic sans-serif” (Web). El “Mexican jumping bean” es el estilo mismo de Scott. 
           Yo llevaría este punto más lejos  para afirmar que los límites de Man on  Fire acusan los límites  ideológicos y estéticos de la representación de México que he discutido hasta  aquí. Han emergido ya formas claras de reductio  ad absurdum de esta estética (como la hecha por Robert Rodríguez en la  trilogía del mariachi o el filme Casa de mi padre [Matt Piedmont, 2012], basado en la  ridiculización del Western de tema mexicano), así como nuevas formas de  representación de la relación bilateral mexicana que se enfocan, sin liberarse  del todo de los estereotipos, en una representación menos asimétrica de México.  La serie The Bridge representa un  ejemplo reciente de esto. El modo de representación no ha muerto del todo y  sigue teniendo manifestaciones significativas: hay que ver los episodios del  serial televisivo NCIS dedicados a un  cártel de las drogas o el filme Savages[Oliver Stone, 2012] donde las  organizaciones criminales rompen el espacio paradisiaco construido por tres  jóvenes traficantes en el Sur de California, concediendo superioridad moral al  traficante norteamericano sobre el mexicano. Sin embargo, el fracaso estético  de Man on Fire, en contraste con el  éxito de Traffic, dejan ver una  maquinaria ideológica, simbólica y visual en proceso de desmantelamiento, y un  México que es cada vez más difícil de subsumir a la geopolítica hollywoodense.
    
 
Notas
1. La entrevista referida por Baker puede encontrarse en Kaufman 150.
2. Para un estudio más a fondo de esta genealogía, con énfasis en la influencia de esta tradición en las políticas estadounidenses sobre la frontera, véase Beckham III.
3. De hecho, en el análisis ético de la película propuesto por Shai Biderman y William Devlin, el estudio de las cuestiones morales relevantes a los protagonistas no distingue este claro imbalance, lo cual muestra el hecho de que quizá la diferencia entre mexicanos y norteamericanos no sea legible como tal para algunos espectadores estadounidenses.
4. Para dos desarrollos distintos de este argumento, véase Baker, Steven Soderbergh y Gallager, Another Steven Soderbergh Experience.
5. Un antecedente interesante de esta construcción es Romeo+Juliet (Baz Luhrmann, 1996) que construye su violenta Verona Beach no en Los Ángeles, sino en la Ciudad de México, que aparece aquí como una ciudad semifuturista regida por el caos y las fuerzas primigenias de las familias reinantes.
Obras citadas
Baker,  Aaron. Steven Soderbergh. Urbana: U of Illinois P, 2011.
      
Beckham  III, Jack M. “Placing Touch of Evil, The  Border and Traffic in the  American Imagination.” Journal of Popular  Film and Television 33.3 (2005): 130-41.
      
Biderman,  Shai y William J. Devlin. “An Ethical Analysis of Traffic.” En The Philosophy  of Steven Soderbergh. Eds. R Barton Palmer y Steven M. Sanders. Lexington:  UP of Kentucky, 2011. 247-64.
      
Casa de mi padre. Dir. Matt Piedmont. Perfs. Will Ferrell, Diego Luna, Gael García  Bernal. 2012. Blu-Ray. Pantelion  Films, 2012.
      
Che. Dir. Steven Soderbergh. Perfs. Benicio del Toro, Demián Bichir. 2008. DVD. The Criterion  Collection. 2009.
      
Davies,  Paul. “‘Be Not Overcome with Evil, but Overcome Evil with Good’. The Theology  of Evil in Man on Fire”. En Promoting and Producing Evil. Ed. Nancy Billias. Amsterdam: Rodopi,  2010. 219-34.
      
Denby,  David. “The Mexican.” The New Yorker.  Marzo 19, 2001. http://www.newyorker.com/arts/reviews/film/the_mexican_verbinski
      
Ebert,  Roger. “The Mexican.” Roger Ebert.com. Marzo  2, 2001. http://www.rogerebert.com/reviews/the-mexican-2001.
      
Gallagher,  Mark. Another Steven Soderbergh  Experience. Austin: U of Texas P, 2013.
      
Holden,  Stephen. “The Mexican. Film Review.  Sounds like Tony Soprano, Just a Tad Weepier”. The New York Times. Marzo 2, 2001.  http://www.nytimes.com/movie/review?res=9C04EEDE163BF931A35750C0A9679C8B63
      
Machete. Dir. Robert Rodríguez. Perfs. Danny  Trejo, Steven Seagal, Robert De Niro. 2010. Blu-Ray. 20th Century Fox. 2011.
      
Man on Fire. Dir. Tony Scott. Perfs. Denzel Washington, Dakota Fanning. 2004.  Blu-Ray. 20th Century Fox,  2008.
      
Robert Rodríguez Mexico Trilogy. El Mariachi. Desperado. Once Upon a Time in Mexico. Dir. Robert Rodríguez. Perfs Antonio Banderas, Salma Hayek. 1995-2003.  DVD. 
      
Romeo+Juliet. Dir. Baz Luhrmann. Perfs. Leonardo DiCaprio, Claire Danes. 1996.  Blu-Ray. 20th Century Fox. 2010. 
      
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The Mexican. Dir. Gore Verbitsky. Perfs. Brad Pitt, Julia Roberts. 2001.  DVD. Dreamworks, 2007.
      
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