Hollywood, los intelectuales y el imaginario de “Mexico in Revolution”
Adela Pineda Franco, Boston University
Preámbulo
 
     La obra de teatro El gesticulador de Rodolfo Usigli (escrita en 1938 y estrenada en 1947) se ha leído bajo los  presupuestos de la filosofía de la mexicanidad. César Rubio, el maestro de  historia que usurpa la identidad de su homónimo, un insurgente desaparecido de  la Revolución mexicana,  y llega a las altas esferas del poder político para morir preso en el callejón  sin salida de sus máscaras, se suma a un buen número de personajes literarios que,  inspirados en las reflexiones sobre la mexicanidad,  definieron la cultura hegemónica de buena parte del siglo veinte.(1) Desde esa perspectiva, el destino de Rubio estaría determinado  por el tiempo del mito (y no de la historia), y su identidad, por una oposición  esencial, la del mexicano frente al norteamericano de la trama. Sin embargo, mi  interés por releer El gesticulador como  preámbulo de esta reflexión en torno a las relaciones culturales entre México y  Estados Unidos, radica precisamente en desvincular esta obra de los  procedimientos tendientes a naturalizar la identidad y la historia, al observar  la intención polémica de Usigli respecto a la relación entre el poder, el estatuto  de verdad de la historia,
 el nacionalismo y los intelectuales.
           En El  gesticulador la relación entre Bolton y Rubio se desarrolla en torno a la  incógnita sobre el paradero de un combatiente de la Revolución mexicana, homónimo  de Rubio. A través de las falsas pistas que Rubio le proporciona a Bolton, y  que llevan a este último a despejar dicha incógnita (de manera errónea), Usigli  articula una reflexión mayor sobre el papel de la historia como instrumento de  legitimidad de la nación-estado y sobre la agencia del intelectual  norteamericano respecto a este instrumento de legitimidad.
           En la figura del revolucionario desaparecido, Bolton  desea materializar una interpretación utópica de la Revolución mexicana:
      
Él es el hombre que explica la revolución mexicana, que tiene un concepto total de la revolución y que no la hace por cuestión del gobierno, como unos, ni para el Sur, como otros, ni para satisfacer una pasión destructiva. Es el único caudillo que no es político, ni un simple militarista, ni una fuerza ciega de la naturaleza…, y sin embargo manda a los políticos, somete a los bandidos, es un gran militar… Pacifista si puedo decir así. (21)
Para Bolton, despejar la incógnita sobre Rubio, implica encarnar en la  historia el fundamento idealista de la Revolución, es decir, aglutinar las  complejidades irreducibles de este evento histórico en el emblema del héroe, anulando  así todas sus posibles contradicciones. La incógnita sobre Rubio solucionaría  la docta ignorancia del intelectual frente a un supuesto sentido ulterior de la  Revolución; tal sentido se convertiría en la escena fundacional del Estado  mexicano durante gran parte del siglo veinte. Sin embargo, la obra también es  sugerente respecto a los intereses de ambos personajes. Detrás del idealismo de  Bolton, está la fama y el dinero; detrás de la impostura de Rubio, el arribismo  político del periodo postrevolucionario. Con la usurpación de la identidad de César Rubio (el insurgente) por  César Rubio (el profesor) auspiciada por los intereses de Bolton, Usigli  presenta de manera irónica la operación mediante la cual el intelectual  norteamericano posibilita la legitimidad transnacional de la cultura  nacionalista mexicana como fundamento del Estado post-revolucionario. Con ello,  alude a las complicidades entre el nacionalismo mexicano y los intereses  culturales, económicos y políticos norteamericanos, explorando así el potencial  semántico de la Revolución en el accidentado terreno de las relaciones  México-Estados Unidos.
      
     De la obra de Usigli también se deduce que la transnacionalización  del nacionalismo no sólo fue posible gracias a la agencia de intelectuales como  Bolton, sino a los medios de diseminación masiva. A pesar de que el personaje  norteamericano de la obra sea un profesor de Harvard, los vehículos que  promueven y autorizan sus estudios sobre la Revolución, tanto en México como en  Estados Unidos, no provienen del sector académico sino del periodismo. Pese a  su idealismo, Bolton busca la consagración en una arena pública mucho más  amplia cuando decide publicar sus hallazgos sobre la aparición del  revolucionario César Rubio en el New York  Times, lo cual inducirá la movilización de la maquinaria del poder en  México, acelerando la conversión de Rubio (el maestro) en el gesticulador del  nacionalismo. Si todo valor de acontecimiento desaparece al ser filtrado por el  código de un dispositivo mediático (en este caso el periódico), entonces el estatuto  de verdad de la historia de Bolton, responde principalmente a la coherencia  narrativa interna, determinada por el sistema de lectura que propicia el medio  masivo. De hecho, Bolton equipara el criterio de verdad de su hallazgo con una  noción de lo verosímil vinculada a las expectativas de un público lector norteamericano  ya masivo, ese que, al leer la noticia en el New York Times, se identifica con la historia de Rubio y de la Revolución  mexicana porque puede vincularla a las convenciones de géneros narrativos y/o  cinematográficos, como el western o el policial, sin necesariamente traicionar  el estatuto de verdad aludido por el historiador. Por los años en que Usigli  escribió la obra de teatro, estos géneros gozaban de gran popularidad en el  cine hollywoodense y eran explotados en películas históricas que se jactaban de  ser verídicas, como Viva Villa!, producida por la Metro Goldwyn Meyer en 1934. Las elucubraciones  de Bolton respecto a la historia mexicana tienen su referente inmediato en el  imaginario del Oeste y también en la frontera como el límite de acción del  hombre de ley.(2) En la frontera, confín de dos entidades diferenciadas, la literatura y  el cine encontraron un espacio de sobresaturación narrativa. Si se cruza una  frontera, se llega al lugar de la aventura, del encuentro misterioso, de la persecución,  de la fuga o de la traición. (3) Usigli aborda el más allá que marca la frontera de  Estados Unidos con México de manera irónica, al convertirlo en el espacio de  los deseos insatisfechos frente a las verdades ulteriores de la historia.
           Esta breve lectura de El gesticulador preludia las reflexiones que a continuación se  presentan respecto a la relación de ciertos intelectuales europeos y  norteamericanos con el cine de Hollywood y con el imaginario de la Revolución mexicana.  A través de ese imaginario, estos intelectuales dialogaron con la cultura del  nacionalismo mexicano bajo el influjo de la geopolítica estadounidense en  diversos periodos del siglo veinte, en busca del sentido de la historia  mexicana, pero también de otras realidades políticas ajenas a México, como el  fascismo, el macartismo y la guerra de Vietnam.
      
1. Juárez (1939): las ideas frente a las emociones
    
         De El  gesticulador también se infiere la importancia de las emociones en la  transmisión de ideas políticas y hechos
 históricos a través de los medios de  comunicación. Cuando el personaje Bolton decide publicar sus hallazgos  históricos en el New York Times con  convenciones narrativas afines a géneros populares, sabe que está interpelando  una recepción emotiva y no sólo racional de la historia. De hecho, fue  precisamente durante los años treinta (época de la escritura de El gesticulador), bajo la sombra del  nazismo y la creciente cultura de masas, cuando muchos intelectuales europeos,  emigrados a Estados Unidos y refugiados en Hollywood, discutieron el potencial  del cine para combinar emociones e ideas en pro de mensajes políticos  liberadores. ¿Era acaso la industria cultural (que tenía al cine como su mejor  emblema) la muerte de las posibilidades emancipadoras del arte y la cultura, como  pensaban Max Horkheimer y Teodoro Adorno, o era posible repensar el potencial  político del arte evitando su mistificación a través de la experiencia del  shock cinematográfico, como proponía Walter Bejamin?(4) La pregunta es sumamente relevante en el contexto en  que se produjo la película Juárez,  dirigida por el judío alemán William Dieterle y producida por los hermanos  Warner en 1939.
           Dieterle empezó a colaborar con los hermanos Warner  durante los años treinta, época en la que Hollywood se convirtió en el lugar de  encuentro de innumerables europeos exiliados que venían huyendo del nazismo, y  de actores y dramaturgos norteamericanos radicales (comunistas y anarquistas) provenientes  de Nueva York.(5) Estos intelectuales y artistas intentaron  democratizar y politizar el cine y el arte a través de la cultura popular. En  este sentido, dialogaron, no sin contradicciones, con el estilo clásico de  Hollywood(6) para proponer nuevos planteamientos cinematográficos  encaminados a incidir no sólo en el ámbito de la cultura, sino también en el de  la política. Con Juárez, Dieterle y su equipo(7) apostaron por las estrategias de producción afectiva  del cine de masas para transmitir ideas políticas, porque era precisamente a  partir del ámbito afectivo que el cine interpelaba a las masas para  politizarlas. Con el apoyo de los hermanos Warner, se propusieron hacer una  película melodramática sobre la lucha de la democracia en contra del fascismo  en Europa, pero a partir de un capítulo de historia mexicana: el de Juárez y el  Segundo Imperio.
           Además de esta intención de geopolítica mundial, la  película fue concebida como un gesto de buena vecindad entre Estados Unidos y  México, después de la crisis diplomática generada por la expropiación petrolera  y bajo la creciente hegemonía norteamericana sobre México como consecuencia de la  Segunda Guerra Mundial. Con el respaldo de F. D. Roosevelt, los hermanos Warner  produjeron ésta, la película más cara de su historia hasta entonces (1.74  millones de dólares).(8) La iniciativa fue acogida con gran entusiasmo por  parte de Lázaro Cárdenas al convocar el estreno mexicano en Bellas Artes,  siendo esta la primera vez que el gran Palacio fungía de escenario a una  película comercial que, además, no era mexicana. Para rememorar en la gran  pantalla el Segundo Imperio, se habían dado cita en Bellas Artes tanto las elites  del país como un contingente de indígenas que contribuían a la semiótica del  espectáculo fuera de la pantalla, con su involuntaria actuación nacionalista en  el papel protagónico de “pueblo”. Una reseña del estreno mexicano (2 de julio  de 1939), escrita por el corresponsal Emanuel Eisenberg en el New York Times, es digna de citar para  tener una idea de la espectacularidad del evento:
      
El solo haber visto a esos impávidos indígenas, descalzos, con su clásico atuendo de manta blanca, mirar a la gente de sociedad descendiendo de sus vehículos, engalanada con atuendos de lujo, y brillando a la luz errante de los faros, es justificante suficiente para haber hecho el viaje a esta metrópolis mexicana. En el vestíbulo del teatro, el espectáculo no era menos sorprendente. Desde las monárquicas escaleras bilaterales, frente a muros de mármol, ónix y bronce… una multitud de cuatro o cinco mil espectadores se movía lentamente, desfilando frente a los boquiabiertos indígenas que se hallaban sentados en lujosos asientos de terciopelo rojo. (X4)(9)
Ahora bien, ¿por qué llevar a la pantalla un episodio de la historia  mexicana de poca visibilidad durante los años treinta, época de auge de la  cultura nacionalista de la Revolución mexicana, como mensaje antifascista y  gesto de política bilateral? La respuesta radica en el carácter alegórico de la  película.(10) Los creadores de Juárez hicieron del Segundo Imperio mexicano el comentario de otro sistema de  significados, en el cual se aludía al nacionalismo mexicano, al fascismo y al  papel hemisférico de Estados Unidos frente a la crisis europea. No obstante,  dado que en las alegorías, la relación entre lo particular y lo plural está  articulada bajo el presupuesto de la imposibilidad de tal equivalencia, la  coherencia alegórica nunca es absoluta. Me gustaría aproximar las posibles  incongruencias de la alegoría Juárez,  pensando en las ideas políticas propuestas por los creadores y las emociones  suscitadas por el argumento y el registro visual de la película. Después del  estreno,
 varias reseñas norteamericanas sostuvieron que el héroe de la historia  era Juárez, pero el de la película, Maximiliano. ¿A qué se debió esta respuesta  imprevista?
           Para Dieterle y su equipo de exiliados europeos, el  personaje de Juárez (como Rubio para Bolton) constituyó un tropo aglutinante de  diversas ideas, principalmente la del ideal democrático. Para encarnar esta  idea en un referente familiar al público norteamericano, Dieterle vinculó la  imagen de Juárez con la de Lincoln, al usar un retrato de este último como trasfondo  significativo en muchas de las apariciones de Juárez. De esta vinculación el  público podría además inferir el pacto diplomático entre los presidentes  Roosevelt y Cárdenas en un registro visual familiar, proveniente del archivo  gráfico de la Revolución mexicana, ya transnacionalizado por esos años y  utilizado (anacrónicamente) en esta película. Las tomas de plano medio y largo  que capturan al pueblo con el índice de los sombreros, son evocativas de otros  filmes relativos a la Revolución mexicana, como es el caso de la antes  mencionada Viva Villa! o de sus  antecedentes inmediatos, Redes (1936)  de Fred Zinnemann y Paul Strand, y de Thunder  over Mexico (1933) De Sergei Eisenstein.
      
     La condición racial de Juárez también fue abordada en  esta película de manera alegórica a partir de la confluencia de dos referentes,  el judío y el indígena, en la persona del actor austriaco- judío Paul Muni,  quien había adquirido gran visibilidad con su protagonismo en películas  anteriores, como The Life of Emile Zola (1937), alusivas a la lucha del pueblo judío. Para representar a Juárez de manera fidedigna, Muni  se sometió a innumerables horas de maquillaje. Pese a este explícito afán de  verosimilitud, la personificación de Juárez por Muni no se concretaba a su  circunstancia histórica al proponerse como emblema de liberación de los pueblos  oprimidos. En la película, los guionistas hicieron uso de frases extraídas de  periódicos de su propia época para elaborar los diálogos en que Juárez transmite,  en su afrenta a los diplomáticos partidarios de Maximiliano, una visión acorde  a los países débiles frente a las potencias europeas en los albores de la  Segunda Guerra Mundial: 
      
Sus excelencias usan una jerga que esconde el principio que rige su civilización europea; una civilización que permite la opresión de los fuertes a los débiles... ¿Con qué derecho, señores, las potencias europeas invaden la tierra de naciones débiles, asesinando a todos aquellos que se oponen, destruyendo sus campos de cultivo y robando los frutos de sus hijos?” (Vanderwood 241).
Kristine Ibsen ha notado la confluencia entre estas palabras de Juárez y  las del emperador etíope Haile Selassie ante la Liga de naciones en 1936  (113-14).  
           Sin embargo, esta personificación edificante de Juárez  no evitó la presencia de sentimientos idiosincráticamente racistas
 por parte de  los creadores europeos frente a la otredad del indio en Juárez, sentimientos no  explicables bajo la luz de su razón ilustrada. En sus notas, el guionista escocés  Eneas MacKenzie caracterizó a Juárez de la siguiente manera: “su pesada cabeza  se asienta en unos toscos hombros que nos recuerdan al Pitecántropos –de esa  materia emerge una mentalidad” (Vanderwood 22). Según MacKenzie, Juárez tenía que competir  con la resplandeciente figura de un emperador Habsburgo, cuyo rostro barbado evocaba la re-encarnación  del Dios 
Quetzalcoatl (Vanderwood 22-23). Consciente del efecto de dicha  caracterización en un público acostumbrado a los estándares de belleza  construidos por la propia industria cinematográfica, Mackenzie recurrió a un  argumento platónico que enjuiciara las reacciones afectivas suscitadas por la  figura de Maximiliano en beneficio de las ideas promulgadas por Juárez. En un  diálogo significativo, Juárez trata de convencer a uno de sus generales (el  traidor Uradi) y con él al público, de que “las apariencias engañan” a los  sentidos y, por ende, trastocan la verdad histórica, a la cual se llega  solamente a través de la razón. En palabras de Juárez: “Los tiranos siempre se  presentan disfrazados, porque para poder existir, ellos deben, como los dioses,  ser objetos de fe ciega… Es nuestro deber quitarle a Maximiliano el disfraz de  dios y mostrarlo al pueblo mexicano tal cual es: un tirano” (Vanderwood 96).
           A pesar de que varias escenas de la película insisten  en reiterar este argumento platónico en torno a la impostura de Maximiliano, el  tratamiento melodramático generó expectativas contrarias en el público. ¿Qué  sentimientos podía inspirar Juárez frente a Maximiliano, por quien los  intelectuales europeos exiliados en Hollywood no dejaron de sentir involuntaria  nostalgia después  de la caída del Imperio  Austro-húngaro? En su nota introductoria a Juarez and Maximilian (1926), la obra de teatro del dramaturgo  austriaco-judío Franz Werfel y una de las fuentes del guión de Juarez, Gilbert W. Gabriel, acertó a definir esa irónica nostalgia con  las siguientes palabras: “… ellos (los dramaturgos norteamericanos) dejaron que  un austriaco (Werfel) transmitiera el embrujo del colorido pero también la  necesaria ironía respecto a esa postrera y desconcertante manifestación de realeza  en el continente americano” (v).  
           Si se piensa en las convenciones narrativas a las que  apelaron los creadores de Juarez para  contar la historia del
 Segundo Imperio, es difícil no considerar a Maximilano como  el verdadero protagonista de la anécdota, puesto que es él quien posee la  historia de vida, la historia de amor y la función esencial del héroe trágico  al cometer un error de juicio que lo lleva a la desdicha. Además, la muerte de  Maximiliano es representada de manera poética, con cuidadosa atención a la  composición visual. Ibsen ha notado que la secuencia relativa al fusilamiento  de Maximiliano en la película es reminiscente de La ejecución de Maximiliano, una serie de pinturas que hiciera  Edward Manet entre  1867 y 1869. La ambivalencia afectiva alcanzó su máxima expresión en el  desenlace de la trama, cuando Juárez se acerca al féretro de su rival y, en una  de las pocas escenas en que manifiesta emoción, le pide perdón a Maximiliano. 
           Las reseñas norteamericanas dieron cuenta de la ambivalencia  ideológica que la película generó: por un lado el obligado civismo hacia Juárez,  por el otro, un afecto involuntario hacia Maximiliano. En cambio, las reseñas  mexicanas indicaron un escepticismo por parte del público respecto a la  veracidad histórica y a la buena voluntad política por parte de Estados Unidos.  La explícita vinculación de Juárez con Lincoln no fue bien recibida, dado que  en los años treinta aún se tenía presente las consecuencias de la doctrina  Monroe en el México del siglo XIX. Sobre la esforzada caracterización de Juárez  por Muni, se dijo que Muni, más que a Juárez, se parecía a Frankenstein.  También se especulaba que la versión mexicana difería de la americana respecto  a la última secuencia de la película.(11) En este último punto, la prensa mexicana no se  equivocaba, cuando se toma en cuenta el recuento del citado Eisenberg, quien  asistió al espectacular estreno mexicano en Bellas Artes. He aquí sus palabras  publicadas en el New York Times:
      
El último momento de tensión fue solamente mío, porque sabía lo que se venía con el final de la película. El acto de contrición de Juárez frente a Maximiliano iba a enfurecer al público mexicano. No obstante, en el momento en que Muni iba a abrir la boca para expresar su perdón, un ruido mecánico opacó sus palabras. El final había sido censurado y los mexicanos salieron del espectáculo muy satisfechos por los aciertos de Juárez (X4).
El acto de censura corrobora que, pese a los  desencuentros entre las intenciones de los creadores y la recepción en ambos  países, Juárez constituyó un cuidadoso acto de política exterior  norteamericana en el que el nacionalismo mexicano también jugó un papel  preponderante. 
      
2). El eterno retorno del  poder
      
    
     Por el tiempo en que se estrenaba El gesticulador (1947), cuando el cine de Emilio Fernández y  Gabriel Figueroa acababa de obtener su efímera consagración internacional en  los festivales de Cannes y Venecia,(12) el escritor John Steinbeck llevó a cabo la  investigación de archivo más importante en la historia del cine de Hollywood  sobre la Revolución mexicana y el zapatismo.(13) Fuentes secundarias imprescindibles, como las Jesús  Sotelo Inclán y Gildardo Magaña, documentos oficiales relativos al asesinato de  Zapata, historia oral sobre las voces olvidadas del movimiento, entrevistas a supervivientes  y a los intelectuales cercanos a Zapata, como Porfirio Palacios y Antonio Soto  y Gama, llevaron al novelista norteamericano a un gran dilema durante la  escritura del guión para Viva Zapata!,  película dirigida por Elia Kazan y producida por Darryl F. Zanuck en 1952: cómo  salvar la distancia entre la historia local de Morelos y Zapata, y el discurso  nacional en torno a la Revolución mexicana como totalidad y, sobre todo, con  qué fin. El punto neurálgico de este dilema era que las fuentes le indicaban  una profunda discontinuidad entre las narrativas zapatistas y los relatos  maestros del nacionalismo de Estado, entre la rebelión zapatista y la  institucionalización de la Revolución. Steinbeck hubiera querido salvar esta  distancia, dado que pertenecía aún a la generación de intelectuales  norteamericanos que, como el ficticio personaje de Usigli, Bolton, había
 creído  en el progreso social del Estado mexicano revolucionario. No hacía mucho, había  compartido la estructura de sentimiento de los forjadores del nacionalismo  cultural en México, inicialmente durante la producción de The Forgotten  Village (1941) y, más tarde, durante la filmación de La Perla (1947).(14) 
           La intención inicial de Steinbeck fue la de compaginar  su investigación con los códigos del nacionalismo mexicano. Evidencia de ello fueron  sus insistentes negociaciones para hacer de Viva Zapata! un proyecto de colaboración entre 
Hollywood y el cine  mexicano, con la participación de Gabriel Figueroa como camarógrafo, de Pedro Armendáriz  como protagonista y de un equipo de investigación de expertos mexicanos.(15) A nivel narrativo, Steinbeck tal vez hubiera buscado  la fórmula para salvar las contradicciones entre la dimensión regional de la  revolución zapatista y la cultural nacional del Estado mexicano. Esto ocurría  en filmes nacionalistas prototípicos de la época, como Río Escondido (1948) de Emilio Fernández y Gabriel Figueroa, donde el Estado acababa con los  excesos de la revolución campesina (neutralizados como bandidaje) a través de  un sistema educativo vertical. No obstante, Steinbeck decidió mantener la  escisión entre la revolución de Zapata y el Estado postrevolucionario, pero  dentro de un registro eminentemente alegórico y con fines muy ajenos a las expectativas  de la política cultural alemanista, fines ligados al contexto político norteamericano,  el cual incidió directamente en la figura pública del director de la película Elia  Kazan.  
           Dos secuencias simétricas dan cuenta del tratamiento  alegórico de la historia mexicana en Viva  Zapata! Al principio de la película, Porfirio Díaz aparece en el Palacio Nacional  escuchando con condescendencia las demandas de los campesinos de Morelos. La  cámara termina por encuadrar la figura de Zapata, quien se distingue dentro del  grupo de campesinos para exigirle a Díaz respuestas más concretas a sus  demandas. En un gesto de extremo autoritarismo Díaz toma la lista de los  campesinos visitantes y, en una toma de acercamiento extremo, marca el nombre  de Zapata como sujeto sospechoso. Hacia el final de la película aparece una  secuencia similar, sólo que en esta Zapata ha tomado el lugar de Díaz como  Presidente de la Republica. Frente al grupo de campesinos de Morelos que  vuelven al Palacio con sus denuncias, ahora en contra de las arbitrariedades del  gobierno de Zapata, Zapata procede a repetir el mismo gesto autoritario de Díaz.  Sin embargo, al momento de marcar el nombre del nuevo líder de los campesinos,
 Zapata  tiene una revelación que lo incita a abandonar la Presidencia y regresar a  Morelos. Sin lugar a dudas, el comportamiento político de Zapata en esta  secuencia evoca una visión escéptica de la revolución, porque de ese  comportamiento se deduce que el revolucionario hecho Estado es una aporía y que  la historia del poder siempre se repite. 
           Toda narrativa histórica, nos dice Hayden White, es  alegórica en la medida en que figura y transforma los datos en patrones significantes;  sin embargo, el criterio a partir del cual se promocionó Viva Zapata! en la esfera pública fue precisamente el de la  fidelidad histórica, por lo que el gesto alegórico de la trama era una  explícita ruptura con este criterio de valor y, por lo tanto, un intencionado  comentario político sobre otro sistema de significados: el del macartismo.  
           Sólo unos días antes de su delación de antiguos  colegas afiliados al partido comunista, ante El Comité de Actividades  Antiestadounidenses  (House Committee on  Un-American Activities (HCUA), Elia Kazan publicó en Saturday Review una explicación de la intención alegórica de Viva Zapata!:
      
Lo que nos fascinó de Zapata fue que, en el momento de la victoria, le dio la espalda al poder. En ese momento, ya en la capital… Zapata pudo hacerse presidente, dictador, caudillo. En lugar de ello, abruptamente y sin explicación alguna, se regresó a su pueblo… Sentimos que este acto de renuncia debía ser el clímax de nuestra historia y la imagen que explicara a Zapata mismo. Si no podíamos dar una explicación a este hecho, entonces no conocíamos al hombre. Y, sin embargo, ninguna de las fuentes consultadas nos brindó explicación satisfactoria. (“Elia Kazan on ‘Zapata’” 22)
Kazan encontró una respuesta satisfactoria en el ámbito de la Guerra  Fría y no en el de la Revolución mexicana. En su testimonio frente a la  comisión declaró que Viva Zapata! era una película anti-comunista, y remitió a sus interrogadores al artículo del Saturday Review como evidencia de tal  declaración.(16) Era claro que, con este gesto, Kazan no despejaba la  incógnita del significado de la película (su potencial de evocación es mucho  mayor), pero sí asentaba su relevancia política en el espacio público, generando  una polémica recepción entre los intelectuales norteamericanos de izquierda, aquellos  que, aduciendo a su conocimiento del tema (caso de Carleton Beals) refutaron el  estatuto de verdad histórica de la película, y otros más que, respondiendo a la  represión política del macartismo vivida en carne propia (caso de Lester Cole y  John Howard Lawson),(17) expusieron las contradicciones del doble discurso de  Hollywood que exhortaba a la democracia sobre el fundamento del imperialismo  norteamericano. Esta polémica recepción también impactó el campo intelectual  del nacionalismo mexicano. Gabriel Figueroa enjuició la película con argumentos  parecidos (refutando el error histórico y la postura ideológica de los  creadores), posicionándose, además en el espacio de una intelectualidad de izquierda  transnacional, pero afirmando aún la continuidad del proyecto revolucionario, el  Estado alemanista y sus intelectuales. 
           Si Steinbeck y Kazan comprometieron la continuidad  entre el zapatismo y el Estado alemanista no fue necesariamente porque hubieran  querido atacar la disfuncionalidad del mito nacionalista mexicano bajo las  condiciones económicas que el capitalismo había acarreado durante el alemanismo,  como lo había hecho Luis Buñuel un año atrás en Los olvidados, sino por un error de cálculo que respondía a la  paranoia anti-comunista desatada por la Guerra Fría entre los intelectuales. Tal  paranoia determinó la visión de Steinbeck y Kazan respecto a sus papeles de  guerreros intelectuales en defensa de la política anticomunista de su propio  país.
      
3.  La muerte orgiástica de la revolución en la frontera México-Estados Unidos
      
         Para fines de los sesenta, cuando el revisionismo historiográfico  de la Revolución mexicana empezaba a cuestionar los
 enfoques totalizantes de la  Revolución con libros como Emiliano  Zapata and the Mexican Revolution de John Womack, el  cine de Hollywood también abandonó las narrativas con pretensiones épicas y de  veracidad histórica en torno a la Revolución mexicana. En el espacio de la  representación cinematográfica, los Boltons caían en descrédito debido a la  virulencia de las revoluciones postcoloniales.  La Batalla de Argel, dirigida  por Gillo Pontecorvo y escrita por Franco Solinas abstrae la mirada y la  presencia de los intelectuales europeos en el conflicto argelino, cuestionando  su función: “¿Por qué los Sartres siempre nacen al otro lado?”, le pregunta el  coronel Mathieu a un reportero en uno de los diálogos de la película. La crisis  de conciencia del intelectual civilizado frente a la realidad política  postcolonial fue proyectada en el espacio mítico del Oeste y la frontera  México-Estados Unidos, con los guiones de Franco Solinas, en los paródicos  Spaghetti Westerns. En el cine norteamericano, ninguna otra película tuvo mayor  impacto en su crítica a la representación de este espacio mítico (el Oeste y la  frontera) tan explotado en los años cincuenta, como La pandilla salvaje de  Sam Peckinpah. Las respuestas del pre-estreno en Kansas City evidencian el shock  que la película causó en el público a causa de su gráfica violencia y sobre  todo del desajuste en la escala de valoración ideológica al que Peckinpah  sometía al público. Ante el  violentísimo suicidio colectivo de los fuera-de-la-ley en el espacio alegórico  de la Revolución mexicana, emerge subliminalmente la imagen del fracaso de  Vietnam, convocando reacciones como las siguientes: “¿Quiénes son los malos?”,  “¿Por qué tanta violencia a ton ni son?” “Me salí de la sala con ganas de  vomitar después de ver su película”.(18) Y, sin embargo, a pesar de que Peckinpah contamina la imagen  candorosa del México profundo al hacerla aparecer atípicamente en el escenario  carnicero y orgiástico de la tortura de Ángel, el personaje Mexicano-americano  de la historia, hubo quienes se negaron a abandonar la insuperable frontera de  la identidad: “Lo que más  disfruté fue su habilidad de fluctuar entre la cultura americana del periodo y  el pueblo paradójicamente estoico y sanguinario de México…. Para nosotros,  familia mexicana establecida en California desde hace tres generaciones, su  cine es el mejor”.
      
     La pandilla salvaje había abandonado la pretensión de veracidad histórica  respecto a los hechos narrados de la Revolución mexicana (en el archivo de  Peckinpah no hay nada que indique que este director se haya interesado por  llevar a cabo una investigación como las que hicieran Steinbeck o el equipo  de Dieterle). Sin embargo la película aún  generaba respuestas emotivas (ya fuera de rechazo o de celebración) respecto al  imaginario mexicano de la Revolución. Este no es el caso hoy día. En uno de los  cortometrajes conmemorativos del 2010 titulado “Revolución” Rodrigo García hace un montaje de la imagen espectral de  la Revolución mexicana en el espacio urbano de Los Ángeles, California, una  ciudad norteamericana que ha devenido enclave paradigmático de grandes flujos  migratorios y de la transnacionalización de la cultura mexicana. El  montaje superpone los combatientes de 1914 al movimiento indiferente de los  citadinos, quienes, absortos en la virtualidad de sus celulares, siguen un  ritmo ajeno al de los fantasmas de la Revolución. Tal secuencia no despertó  furor alguno en los millones de espectadores que, por televisión, a la hora de  mayor audiencia, vieron la película conmemorativa. No más que una relativa  extrañeza ante la imagen de una revolución sin memoria, pudo haber sido la  impresión que este cortometraje generó. A cien años de la Revolución, el papel  político de los intelectuales paradigmáticos, a la Bolton, y su incursión en el  imaginario cinematográfico de México y la Revolución mexicana parece ser ya improcedente.
Notas
1. El perfil del hombre y la cultura en México (1934) de Samuel Ramos; Ensayo de una ontología del mexicano(1949) de Emilio Uranga; El laberinto de la soledad (1949) de Octavio Paz;Mito y magia del mexicano (1952) de Jorge Carrión; El mexicano, psicología de sus motivaciones (1959) de Santiago Ramírez, entre otros.
2. Sobre el mito del Oeste en el imaginario norteamericano, consultar Kitses. En la trama de El gesticulador, Bolton especula sobre el posible paradero de Rubio en relación a la desaparición del norteamericano Ambrose Bierce. En su reconstrucción de los hechos Bolton supone que Bierce fue muerto a manos de Villa, a quien caracteriza con rasgos de justiciero vaquero.
3. Esta hipótesis la desarrolla Franco Moretti, para el caso del género novelístico, en Atlas of the European Novel, capítulo 1.
4. Sobre las posturas de estos filósofos, consultar Dialéctica del iluminismo y La obra de arte en la época de su reproductiblidad técnica.
5. Sobre el tema, consultar Saverio Giovacchini.
6. Según Robert Ray, el estilo clásico de Hollywood consiste en la subordinación de todos los elementos cinematográficos a la narrativa, y en la preeminencia de ángulos normales, con lo cual se establece una especie de contrato implícito con el público (el cine como copia fidedigna de la realidad) que le garantiza un punto de vista privilegiado (33-34).
7. Principalmente sus guionistas John Huston, Eneas MacKenzie y Wolfgang Reinhardt, así como el actor protagonista, Paul Muni,
8. Sobre los datos en torno a la producción de la película, consultar el prólogo de Vanderwood al guión de Juarez.
9. La traducción de ésta y de todas las demás citas originalmente escritas en inglés son mías.
10. Sobre la película como alegoría en relación a la resistencia judía durante esos años, consultar Ibsen.
11. Sobre la recepción en la prensa mexicana, consultar Vanderwood 37-42.
12. María Candelaria ganó la Palma de Oro del Festival de Cannes en 1943 y fue la primera película latinoamericana en obtener este premio. La Perla (1947) fue galardonada en el Festival de Venecia.
13. Esta documentación se encuentra en el archivo de Steinbeck en la Morgan Library de Nueva York. Robert E. Morsberger publicó asimismo dos extensas narrativas de Steinbeck que antecedieron la escritura final del guión en un compendio titulado Zapata.
14. Steinbeck pasó seis meses en Cuernavaca en 1946, con su esposa Gwen. En sus cartas a Bo Beskow y a Jack Wagner, Steinbeck habla de su relación con los muralistas mexicanos (en especial Orozco) y del impacto de México en su vida personal (Steinbeck: Life in Letters 286, 291, 313).
15. Documentos en el archivo de Steinbeck confirman estas aseveraciones.
16. Victor Navasky reproduce las declaraciones de Kazan en Naming Names.
17. Cole, 351-52 y Lawson, 42-49.
18. Todas las citas provienen del archivo de Peckinpah en la biblioteca de La Academia, en Los Ángeles.
Obras citadas
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