 
    
Inquisitore Oblómov*
Carlos A. Aguilera
 Nací en el Este. Mi padre había sido el resultado de un  cruce entre un general alsaciano y una hemofílica húngara, esos desmayitos que  lo hacían lucir siempre más débil de lo que era. Y mi madre venía de más allá de  la frontera. Precisamente donde Polonia demarca un territorio que a veces ha  sido alemán, a veces ucraniano, a veces ruso.
     Nací en el Este. Mi padre había sido el resultado de un  cruce entre un general alsaciano y una hemofílica húngara, esos desmayitos que  lo hacían lucir siempre más débil de lo que era. Y mi madre venía de más allá de  la frontera. Precisamente donde Polonia demarca un territorio que a veces ha  sido alemán, a veces ucraniano, a veces ruso. 
           Si dijera, el Este es el lugar adecuado para mí, el  espacio donde alguna vez sentí que lo futuro tomaría forma, mentiría. Desde los  primeros años odié este territorio: su historia, la manera en que la gente se  vigila entre ellas, las calles pavimentadas con piedras, la nariz ganchuda del  vendedor de leche, el sauerkraut, el granizo. Recuerdo que en el  Internado no podía aguantar las clases de patriotismo, lengua y civilidad y me  escapaba. La profesora, una gorda de cachetes rojizos y grandes manchones de  caspa sobre su sempiterno mantón de piel de conejo, con tal de evitar  disturbios en el grupo dejaba que algunos de nosotros nos fugásemos por la  esclusa que en verano servía de respiradero (estrecha como un brazo, y redonda,  hosca) o la puerta de madera del fondo; una despintada y con remaches antiguos  que durante mucho tiempo tuvo una crucecita con un Cristo lleno de pústulas  encima hasta que después de unos cuantos tirones (el Cristo, no la puerta) se  cayó y se partió.
           Esta mujer, con una de las caras más redondas que he  visto en mi vida, era en sí misma un demonio de obra de teatro. Llegaba con su  capote roído muy apretado al cuello y un broche inmenso de nácar con el relieve  del águila bicéfala bajo su doble papada y, antes de subir al estrado donde  debía enseñarnos a pronunciar adecuadamente algunas palabras o cantar el himno  de la región, se lo desabrochaba lentamente, nos miraba, estiraba los puños de  su camisa acartonadamente blanca, nos miraba, extendía su mano para que algunos  de los alumnos de primera fila le sirvieran de apoyo, nos miraba, alzaba la  nariz y contenía la respiración, nos miraba, y emitiendo un gritico histérico saltaba  al estrado, intentado remar al unísono con sus dos grandes aletas y sus dos  piernas gigantes de marmota sobre el aire.
 Llegaba con su  capote roído muy apretado al cuello y un broche inmenso de nácar con el relieve  del águila bicéfala bajo su doble papada y, antes de subir al estrado donde  debía enseñarnos a pronunciar adecuadamente algunas palabras o cantar el himno  de la región, se lo desabrochaba lentamente, nos miraba, estiraba los puños de  su camisa acartonadamente blanca, nos miraba, extendía su mano para que algunos  de los alumnos de primera fila le sirvieran de apoyo, nos miraba, alzaba la  nariz y contenía la respiración, nos miraba, y emitiendo un gritico histérico saltaba  al estrado, intentado remar al unísono con sus dos grandes aletas y sus dos  piernas gigantes de marmota sobre el aire. 
           Después de todo aquello, sonreía. 
           El sólo hecho de pensar que un día tendríamos que  aplaudir horas y horas sus progresos como prima ballerina assolutta me llenaba de tal  pavor que a la tercera vez de haber presenciado esta locura empecé a fugarme  hasta el primer cuarto de hora de la tarde o, en invierno, hasta después que  clausurase su función, cuando el sol ya se había inclinado hacia la derecha y  nosotros, proporcionalmente horrorizados ante el cuerpo machacoso y estúpido de  nuestra profesora, hacia abajo de la mesa con los últimos focos de luz. 
           Imaginaba que entrenaba este castigo cada noche frente a  su marido, un hombre bajito y rechoncho igual a ella, con grandes bigotes de  manubrio terminado en grandes puntas engominadas, en lo que éste, al que en los  alrededores apodaban El Maquinista, se perdía en una de sus innumerables jarras  de cerveza, escuchaba algún discursillo político en la radio y fantaseaba con  la idea de descuartizarla antes de la próxima repetición (en mi cabeza, las  repeticiones y los discursitos en la radio formaban parte de la misma lógica) o  el amanecer.
           Fue precisamente en una de aquellas innumerables fugas que  empecé a pensar de nuevo en la idea de la torre. Una torre alta y de hierro.  Una torre donde después de un riguroso examen físicomental pudieran  convivir entre libros y animales disecados un grupo de personas: cojos, enanos,  sonámbulos, epilépticos, imbéciles, sifilíticos... Personas que un grupo de  ayudantes o yo, con mi guante blanco y mi ojo único de cirujano ―un cirujano  con horror al escalpelo―, escogeríamos literalmente con una lupa y con las que  no fuese problema convivir. Santones sin distinción de ningún tipo o lengua.
       La selección, la haríamos de la siguiente manera:
     La selección, la haríamos de la siguiente manera: 
        Tendría ya escrita para el momento una ley que separase  de manera clara lo que deseábamos de lo que no: la ahora muy conocida Ley  Oblómov. Y la idea en esencia sería la de atraer a personas que hubieran vivido  o vivieran aún en franca lucha contra el mal. El mal de poseer alguna  enfermedad o haber heredado alguna malformación congénita: una tuberculosis sin  remedio, una hernia inguinal tamaño huevo de avestruz, una nariz podrida o gangrenosa,  una pata de elefante, una tontera... El mal de querer reventarse la cabeza con  una de esas escopetas que vende cualquier gitano en cualquier mercado. 
           En su defecto, atraer a personas que hubieran traicionado  eso que a veces llamamos aura propia. Bicho indescriptible que siempre  mostramos haciendo un movimiento giratorio alrededor de nuestras orejas y  señalando pedagógicamente hacia algún lugar encima de nuestras cabezas. 
          ¿No era precisamente esto lo que mi gorda profesora de  patriotismo traicionaba día a día con sus arengas sobre “el idioma de nuestra  patria” y sus salticos de diva frustrada, el aura que algo o alguien en algún  lugar había confeccionado para ella: una especie de cerdito con alas color oro  y flecos blancos que estaría dando vueltas sobre su cabeza toda su vida, así  imaginaba yo su aura, y que ella con sus bufidos e incluso podríamos decir todo  su cuerpo había hecho trizas una y otra vez contra el suelo desde que al  amanecer abría el ojo izquierdo y después el derecho y antes mucho antes de  colgarse su mantón y partir hacia el Internado? 
           Pues un lugar para ella y otros, aunque lo más seguro es  que a ella ni siquiera la invitáramos. Bastante había sido ya sufrirla durante  los dos últimos años de estudios y escuchar sus chillidos de rata que salta  agónicamente desde un acantilado como si de fiesta u homenaje se tratase. Un  lugar de donde no habría que huir ya que estaría compuesto de la experiencia de  fuga de cada uno de nosotros. 
           Para esto, sólo tendríamos que esperar un poco, encontrar  el lugar-hueco adecuado y trabajar. Una torre así no había sido edificada  nunca. Y convencer personas o hacer que marchen en la dirección propia no es ni  con mucho tarea fácil. Voluntad y poder pueden ser, como ya veremos, paños muy  delicados.
 sido edificada  nunca. Y convencer personas o hacer que marchen en la dirección propia no es ni  con mucho tarea fácil. Voluntad y poder pueden ser, como ya veremos, paños muy  delicados.
           Entonces: trabajar, trabajar, trabajar, trabajar... hasta  que la torre que a su vez sería biblioteca, cantón, museo, castillo, santuario,  superficie, kanum, estuviera terminada, con sus inmensos ventanones jugendstil y su osario con sarcófagos y ojos y huesos por todos lados. Osario que como  veremos más adelante salvaría simbólicamente a la tropa del desastre (¡diese  heilige Truppe!), y tendría para siempre la puerta abierta, en señal de  bienvenida y a la vez de alerta, contra extraños y curiosos. 
           Es decir, trabajar hasta que noche y cansancio nos  devorasen por completo.
           Ahora, ¿cómo íbamos en verdad a lograr esto? 
           ¿Existe en algún lugar del inmenso muñeco humano la más  ínfima posibilidad de convencer a otros y ponerlos a marchar en la dirección  que nuestra visión desea; una ínfima posibilidad para sacar de adentro de cada  uno de nosotros a ese asesino que por desgracia tiene escondido y el cual una  vez se ha desbloqueado no lo deja pensar, observar, mirar, moverse, sin  construir una guerra contra los otros y así, a su vez, poder avanzar en su  propio camino? ¿Esa intensidad “mala” que, queramos o no, define, estructura,  hace diferente y potencia al animal tramposo que cada uno en esencia es?
           Sí. Y de esa fuerza y esa dirección es que empezaremos a  contar ahora. 
           Fuerza que aprendí ante nuestra colección de escopetas,  refinadas y pulidas como todo lo que merece elogio en este mundo, y la cual  ostentaba por lo menos un ejemplar de los mejores artefactos de caza que se  habían producido en los últimos doscientos años en cualquier región civilizada.  Regiones siempre atentas ante la construcción de lo hermoso y, adquiridas, en  esos remates tan de mal gusto que organiza siempre el Este. Las mejores  compradas simplemente en algún antikvariát, a veces a precios ridículos,  a veces, y esto sólo ocurrió en contadas ocasiones, pagando muy por encima de  su valor-origen. Detalle este que en verdad le daba mayor prestigio a nuestra  colección (ese prestigio que se confunde tanto con la neurosis y resulta sin  dudas el abc de todo coleccionista) y a nuestra familia incluso, para que nadie  se queje. 
           La dirección no. 
       La dirección la aprendí de mis abuelos: ese general  paterno que durante mucho tiempo estuvo colgado en el salón con sus  condecoraciones y su barba de dos puntas, y del que se dice nunca dudó incluso  en ahorcar con su propia mano a algún elemento traidor. General al que no  conocí (en verdad mi padre a la muerte de su padre rompió con toda la rama  celta de su árbol genealógico, otra muestra de su debilidad de sangre supongo) pero  del que se contaban innumerables sucesos. Todos medio extravagantes y medio  bélicos, pero todos, también, sobre cómo sólo bajo una idea y un destino de  hierro era posible encaminar la vida y hacerla triunfar. Empujarla, como aquel  que dice, hacia algún lado.
     La dirección la aprendí de mis abuelos: ese general  paterno que durante mucho tiempo estuvo colgado en el salón con sus  condecoraciones y su barba de dos puntas, y del que se dice nunca dudó incluso  en ahorcar con su propia mano a algún elemento traidor. General al que no  conocí (en verdad mi padre a la muerte de su padre rompió con toda la rama  celta de su árbol genealógico, otra muestra de su debilidad de sangre supongo) pero  del que se contaban innumerables sucesos. Todos medio extravagantes y medio  bélicos, pero todos, también, sobre cómo sólo bajo una idea y un destino de  hierro era posible encaminar la vida y hacerla triunfar. Empujarla, como aquel  que dice, hacia algún lado.
           Y de Gran Oblómov, el materno, de donde venía  precisamente el sobrenombre por el que todos nos conocen y el cual sólo con su  inteligencia llegó a ser el fundador del banco más grande del Este. 
           Hombre que distribuyó crédito bajo para colocar bien en alto  a nuestra familia. Y hombre que hizo caer bajo su sombra, y juro entraban y  salían como si de una procesión de fantasmas se tratase, a innumerables paters de nuestra ciudad o zonas aledañas. Ya que Gran Oblómov no sólo financió,  distribuyó y engordó con sus préstamos la vida de muchos que quisieron abrirse  un espacio en esta vida. Sino, que, de vez en cuando, depuró un destino, quitó  adversarios de en medio y reglamentó desde su sofá las discusiones  interminables y vacías que la gente del Este suelen entablar por cualquier  desavenencia y más de una vez han desembocado en linchamientos nacionales... 
           O en ahorcamientos, estilo preferido de la zona.
           Para esto, Gran Oblómov, no sólo cada vez que hizo falta  estuvo allí, alzando el brazo y apuntándolo hacia el cielo, liando su  cigarrillo, escuchando. Sino que cuando ya estuvo más viejo y producto de una  “humanidad extrema” (así dijo una vez la madre de mi madre ante aquel volumen  de kilos de grasa que se removía de vez en cuando sobre el sofá) le fue imposible  dar dos pasos, lo vi con su pijama de cuadritos ponerle la mano encima a  alguien y decirle con vocecita ronca, no te preocupes, ése ya es hombre muerto.  Y como sabemos, nada alivia más que alguien te diga, poniendo los ojos en  blanco y alzando el huesudo, ése ya es hombre muerto, así, bajito. No sólo hace  que todos tus sentidos se conecten, que mires con aire triunfante a tu  alrededor, que sientas tu propia sangre inundar tu cuerpo, que vivas (de la  misma manera que se viven esas tardes con un astracán sobre las piernas y un  vaso de coñac sobre el regazo, en el jardín, cogiendo sol y masticando  sardinitas del Báltico). Hace, incluso, que sientas existe una armazón de acero  por debajo de todas las cosas. Una armazón tan grande que aunque quisieras no  podrías hundirte.
 su  cigarrillo, escuchando. Sino que cuando ya estuvo más viejo y producto de una  “humanidad extrema” (así dijo una vez la madre de mi madre ante aquel volumen  de kilos de grasa que se removía de vez en cuando sobre el sofá) le fue imposible  dar dos pasos, lo vi con su pijama de cuadritos ponerle la mano encima a  alguien y decirle con vocecita ronca, no te preocupes, ése ya es hombre muerto.  Y como sabemos, nada alivia más que alguien te diga, poniendo los ojos en  blanco y alzando el huesudo, ése ya es hombre muerto, así, bajito. No sólo hace  que todos tus sentidos se conecten, que mires con aire triunfante a tu  alrededor, que sientas tu propia sangre inundar tu cuerpo, que vivas (de la  misma manera que se viven esas tardes con un astracán sobre las piernas y un  vaso de coñac sobre el regazo, en el jardín, cogiendo sol y masticando  sardinitas del Báltico). Hace, incluso, que sientas existe una armazón de acero  por debajo de todas las cosas. Una armazón tan grande que aunque quisieras no  podrías hundirte. 
           Y Gran Oblómov en esto fue siempre el mejor, como es bien  conocido. 
           Si decía a alguien: no te preocupes, ése ya es hombre  muerto, es porque a lo máximo dos horas después el escogido iba a estar  teológica, biológica, geográfica y mamíferamente sin respiración. Y un hombre  sin respiración es uno que no ha entendido las reglas, que ha apostado en  falso, que ha movido su brazo en dirección contraria, que se ha sentado a  esperar. Y nadie que se siente a esperar merece continuar con vida, sabemos todos.  Ya que la vida es desarrollar ese colmillo asesino que cada uno de nosotros  posee y lanzarlo hacia delante, como un lobito, decía entre tos y tos Gran  Oblómov. Nadie que se siente a esperar merece tener un secreto. 
           Y sin secreto no hay ser humano. Ni ser humano ni  tradición ni santones ni nada. Tal y como se ha hecho evidente para mí  levantando esta torre y construyendo el único mundo ideal, decía entre licor y  licor el Inquisitore Oblómov, adelantándose varios capítulos a sus santones.
           Sin secreto, ni siquiera existe la destrucción, decía.
           Así que reacomodemos lentamente la posición, la luz, la  espalda, el silencio, el reuma. El imperio, en verdad, comienza aquí.
* Capítulo 1 de la novela inédita El imperio Oblómov
 
  