 
    
Moleskine Sergio Pitol (fragmentos)
Gerardo Fernández Fe, Universidad San Francisco de Quito
 30 ene 2009 (viernes)
30 ene 2009 (viernes)
      Esta tarde he visto a Sergio Pitol. Esperaba a  una amiga frente a una de las postas de las residencias del CIREN, en una de  esas calles sin nombre por donde casi nadie transita, en el barrio más  tranquilo y vigilado de la ciudad, y al acto lo reconocí. Ya me impacientaba  cuando de golpe escuché un diálogo incongruente como salido de esa rara  película de Polanski titulada What? Sergio Pitol acababa de bajarse de un triciclo, un bicitaxi, ese rickshaw nuestro, con música y pedales. Impecablemente vestido, el escritor intentaba  conversar con quien –visto el sudor de su frente y de su torso de padre de  familia—seguramente había pedaleado durante una buena hora bajo el sol, también  intenso, de este final de enero; se las arreglaba para fijar una nueva cita,  tal vez un par de horas más tarde, pero el incrédulo bicitaxero no comprendía aquella variante maniatada del castellano,  observaba con ojos de salamandra el rostro y los labios del señor que emitía  sonidos, sonreía con un rictus críptico, como queriendo exorcizar el ridículo  ante los tres o cuatro gatos que escuchábamos a unos metros de la posta.
      Por un momento pensé acercármeles, intentar  mediar en aquel diálogo de locos, extenderle mi mano derecha al escritor,  confesarle mis lecturas, hablarle de un par de amigos comunes, de la fruición  con que había leído apenas un mes atrás la edición nacional de su Nocturno de Bujara.
      Pero al final nunca me decidí –generalmente  siempre he preferido el perfil bajo. Imaginé el enfado del abnegado cuentapropista ante la aparición de un  intruso que podría haberle frustrado el deal,  su nueva carrera, su regreso contentón a Marianao. Opté por el silencio, por esperar a mi amiga enfermera, que ya  salía con su sonrisa, ajena a mi estupefacción, al sudoroso obrero del pedal,  al extravagante personajillo vestido a la inglesa que tartamudeaba en aquel  pedazo aséptico de una calle al oeste de La Habana.
  What? –escuché de repente, como una pedrada, de los labios exaltados del  conductor, pero ya mi amiga me saludaba, me apartaba del guardia suspicaz, de  esas cuatro esquinas que tan habituales le eran; entrábamos en nuestra  conversación.
Dos días después.
      He vuelto a pensar en Pitol tras esa escena en  que, como su personaje Carlos Ibarra en Kotor, en la costa de Montenegro, tanto  se pareciera a “un personaje de Beckett caído en medio de un abigarrado  carnaval mediterráneo”. También he empezado a leerlo con ímpetu de monja  compulsiva gracias a varios libros que Zurbano me ha facilitado.
      Leer a Pitol es leerlo a contracorriente, como  si se arara sobre esa hermosa combinación de palabras, el diente de perro; leerlo con ruidos de la voz salidos quién sabe  de dónde. O quizás sea que no puedo dejar de vincular lo que leo con la imagen  del hombre mayor siempre sonriente que pierde las herramientas del habla de  semana en semana, como se deshilacha un valioso tapiz, el sari lila que nos  dejó de regalo una mujer que ya no está.
    Decir que lo leo con dolor es ser altamente  veraz; para qué callarlo.
Febrero.
      Sergio Pitol es un escritor que te obliga a  regresar atrás en el mismo texto, e incluso hacia otros en los que de repente  has encontrado insondables resonancias; te fuerza a permanecer atento, a tomar  notas, mentales o textuales; de lo contrario el texto se pierde, se te va de  las manos, como cierta arena.
      No hay un escrito puramente lineal (¿acaso La vida conyugal?, ¿el único entre  tanta obra?, ni siquiera este) que te proponga él mismo que lo lleves contigo a  la playa o que sea leído mientras en casa los niños chillan y tu mujer no cesa  de pelear. El mexicano no es un escritor de marinade,  como llamaba Flaubert al diván en el que se dejaba caer cuando las ideas se le  evaporaban. Todos sus escritos me han obligado a la relectura.
      Un cuento como “La pareja,” por ejemplo, es  una obligación a la revisita, al regreso alerta, cuidadoso, hacia ciertos  detalles que de no insistir se nos desvanecerían, allí donde la anécdota  pareciera sencilla: un hombre, el narrador, permanece en la cama tras  despertar, los ojos cerrados, escuchando el correr del agua en el baño  contiguo. Ha extendido el brazo y su mano tantea sobre la superficie de la  cama, cata la textura de la sábana, el roce no previsto con algo que parece  cercano a la carne, ¿la piel rugosa de una iguana?, ¿grumos de sangre en una  toalla? (y aquí el lector impaciente, el más propenso a los desbocamientos, se  arriesga a predecir un asesinato); sí, manchas de la sangre real y de la sangre  imaginada de un hombre, Pawel, que se ha duchado y ya se marcha, un desconocido  con el que apenas puede el narrador comunicarse por una insalvable diferencia  de idiomas, y con quien ha pasado una noche de sexo y –ahora el justo toque de  gravedad, eso que no llega, o que no se sugiere sino al final, cuando otro tipo  de lector ya habría abandonado el relato, aturdido por una atmósfera y un  entramado inapresables en una primera lectura—la certidumbre de la vacuidad de  su existencia.
      Sergio Pitol es un narrador para las  madrugadas; escribe cuentos y novelas para leer en la mesa, bajo la luz precisa  de la lámpara de trabajo, y en ristre un mocho de lápiz con que morder el  texto, fijar puntos de atención como con tachuelas sobre el mapa de una guerra. 
Febrero 24.
      Si bien todo está en todas partes, axioma de  los alquimistas que el mexicano no se cansa de sostener, hay un primer Pitol muy  marcado por la memoria y por el México castizo. “Lo que después he sido  –confiesa en Autobiografía precoz,  de 1966--, lo que estoy siendo ahora, tiene sus raíces más profundas en  aquellos mundos, en el ingenio, el de la colonia de italianos perdida en el  corazón de Veracruz, en los paisajes siempre desbordantes, en el contacto de la  naturaleza y sus misterios, en el continuo asombro ante las complicadas  relaciones humanas…”
 muy  marcado por la memoria y por el México castizo. “Lo que después he sido  –confiesa en Autobiografía precoz,  de 1966--, lo que estoy siendo ahora, tiene sus raíces más profundas en  aquellos mundos, en el ingenio, el de la colonia de italianos perdida en el  corazón de Veracruz, en los paisajes siempre desbordantes, en el contacto de la  naturaleza y sus misterios, en el continuo asombro ante las complicadas  relaciones humanas…”
      Los cuentos de esta primera etapa, luego  reunidos en los libros Tiempo cercado e Infierno de todos, arrastran ese  hervor de carne deseada, de violación impune, de pueblo de campo adentro y de  guirigay político, que poco tiempo antes había universalizado un texto breve y  enorme como Pedro Páramo: el padre  tiránico que ahoga a su hermano Jacobo en el río; los amores de Lorenza con su  sobrino Leopoldo; el espeluznante efecto del fanatismo religioso, la delación  entre familiares en un relato como “Semejante a los dioses”; la caída de los  símbolos provincianos, de cierta heráldica decimonónica; el fin del esplendor  aristocrático de antaño y el desvanecimiento de lo que en otro de estos cuentos  Sergio Pitol nombra “la atmósfera de romería” que destilaba la Revolución.
      Como Faulkner con Yoknapathawpa, Rulfo con  Comala o Juan Carlos Onetti con Santa María, unos reales y otros no, Sergio  Pitol erigió su propio pueblo del trópico, San Rafael, a imagen del Potrero de  su infancia: un sitio plagado de contrastes, de retratos variopintos, dentro  del cual movió las fichas a su antojo, según ciertos tics y ciertas obsesiones  de entonces que no han dudado en reaparecer en libros posteriores.
      Pero cuando la mayoría de estos relatos vio la  luz y el escritor empezó a ser leído al menos en la capital mexicana, ya el  hombre Pitol había empezado a huir. Treinta años más tarde, en un texto  titulado “El narrador”, rememoraba aquellos cuentos como el inicio de “la  expulsión de toxinas acumuladas desde la niñez”.
26  marzo 2009
    Correo  de Reina María: “Querido Gerardo, tengo un libro que Pitol te dejó dedicado,  hay Torre a las 11 am, Juan Carlos y Liz sobre Octavio Armand, lo llevaré por  si puedes ir, […] t fiel, RMR”
Otro viernes, 12am.
      Lo ha dicho él mismo y varios comentaristas lo  han secundado: que el relato “La cena,” escrito en 1912 por Alfonso Reyes, y el  contacto del joven Sergio Pitol con el polígrafo mexicano, le valieron de  primer impulso, no tanto como influencia en sus trabajos iniciales, sino como  un espíritu, entre hierático e inasible, como cierta aura definitivamente  huidiza, una de las marcas de agua de la biblioteca Pitol.
      En el cuento de Reyes, que pudiéramos tildar  de pre-borgiano, el narrador recibe una invitación de parte de dos señoras que  no conoce a una cena en la morada de estas. Tras una alternancia de planos no  muy definidos y víctima de una percepción difusa del tiempo, el narrador se  descubre a sí mismo en una casa de raros muebles, con dos máscaras japonesas  que gesticulan en un muro tapizado de verde claro, y más adelante una piel de  oso en el suelo, el omnipresente espejo, “el piano de candeleros lleno de  fotografías y estatuillas”… Luego vendrá la esperada cena, la ingesta de varias  copas de Chablis, la visión poco precisa de las dos mujeres, lo inevitable del  sueño y, al despertar, la historia de un oficial de artillería que pierde la  vista en una explosión, y en cuyo cuadro se produce el descubrimiento de su  propio rostro, “me vi yo mismo en el espejo; verifiqué la semejanza: yo era  como una caricatura de aquel retrato”. A lo que sucede su estrepitosa huida.  “Esa cena –admitirá Pitol hacia 1998-- debe de haberme herido en el flanco  preciso”.
      Sergio Pitol, como Alfonso Reyes en este  relato, y como unos años atrás su predilecto Henry James en Los papeles de Aspern, gusta obrar con  lo que Reyes precisamente llama “las experiencias de lo imprevisto”. Muy  curiosamente, en Los papeles de Aspern hay un narrador en busca de lo  desconocido, hay dos mujeres de dudosa raigambre aristocrática, en cuyo palazzo veneciano medio deshabitado se  aloja el protagonista, hay un ambiente de arrogancia soberana y de descuido a  la vez y hay una casa-personaje de la que nadie puede desligarse.
      Esto nos regresa a Sergio Pitol, y muy  puntualmente a su cuento “Asimetría,” escrito en Moscú en 1979. Ricardo  Rebolledo, músico fracasado y ya entrado en años, rememora en una cena familiar  sus años en París durante una beca para estudios musicales. En el inicio de su  relato, se esboza su afán por obtener información sobre la temprana muerte de  su padre diplomático, su entrevista en “un edificio morisco, absurdo,  abandonado al parecer desde hacía veinte años” con quien fuera el gran amor  oculto de su progenitor, quien le asegura que tiene en su poder papeles  comprometedores (como siempre en Pitol, hay una historia velada, una realidad otra, sugerida, de la que el lector y el  protagonista son ajenos), a lo que seguirá su abandono de esta particular  búsqueda de identidad. 
      En segundo término, el protagonista recuerda  su llegada a una vieja casa de la rue Ranelagh, en donde dos señoras mexicanas  le permiten alojarse durante un año con la única condición de acompañarlas en  sus enormes monólogos nostálgicos, en el recuento de sus “irrealizables  proyectos de victoria”, además de interpretar al piano alguna que otra pieza  musical ante Lorenza, la hermana que –como tantos de los personajes fracasados  de la órbita Pitol-- nunca llegara a convertirse en diva de ópera. De ahí, por  último, la historia de una cena a partir de la cual, tras despropósitos y  malentendidos, el joven Ricardo Rebolledo se ve expulsado de la mansión.
      Fiel a esta tradición de ambientes nubosos a  los que Sergio Pitol se inclina, el joven sufre un desmayo en las escaleras del  metro y en medio de su delirio observa un mapa, “un tejido sinuoso y áspero”, y  comprende que se trata nada menos que del dibujo de su vida.
      Historia de varias obsesiones, retrato de una  casa y de sus energías retorcidas, muestrario de uno de los tantos personajes  excéntricos de los que gusta el mexicano, elogio pitoliano de lo  inidentificable, de lo inasible…, “Asimetría” iría de la mano de “La cena” de  Reyes, de la novelita medular de Henry James, en ese juego “macabro” de vasos  comunicantes que el paseante medio, el lector poco advertido, felizmente no puede  atrapar.
 Abril.
Abril.
      El recorrido por la idea de La Casa en la obra  de Sergio Pitol será arduo. Fue Nathaniel Hawthorne en su prefacio de 1851 a La casa de los siete tejados, quien  apostó por la idea de que las culpas de una generación se perpetúan en las siguientes,  sobre todo a través de la casa que se ha ido transfiriendo de generación en  generación. Con la casa, ahí van, pues, las culpas y los pecadillos menores, la  traición y el dolor... Todo un concepto bíblico, como cuando en Éxodo Dios cuantifica en tres, cuatro  generaciones el mal sobre “los que [le] aborrecen.”
      Si hay un retrato del primer Pitol, ese se  define en la casa de San Rafael. En este álbum familiar que vamos componiendo  como lectores, estaría el ambiente de ocultamiento, de conflicto enconado que  se respira en “La casa del abuelo” o la de “Los Ferri”, convertida en leonera,  de habitantes de casta totalmente diluida, según la agonizante sirvienta que lo  narra; o la casona de “Pequeña crónica de 1943”, en la que el adolescente  experimenta miedo por su futuro tras la muerte del abuelo, el “dolor de tener  que desprenderse de los candiles, de los muebles de cedro y de nogal, de los  espesos muros y la pesada techumbre…”
      Y es que este último texto, relato bisagra  escrito por Pitol en julio de 1961 a bordo del Marburg, de camino a Europa,  marca con furia la ruptura vital y escritural del escritor con la idea de la  Casa; gesto radical, como el de Holgrave, aquel personaje de Hawthorne que se  opone a la casa como blasón de hidalguías y que aboga por que las  construcciones tengan su tiempo puntual de vida, su levedad, dejen de ser un  banco de horrores y de rutinas en vías de incubación. Sergio Pitol rompe con el  misterio del espejo donde han permanecido alojadas las imágenes amargas de la  familia; ese efecto de relato gótico que pasa de Hawthorne a Henry James (Los papeles de Aspern, Otra vuelta de tuerca), y de ahí a la  casa pitoliana: donde se cuecen todas las cuitas, los resquemores.
      Al final de “Pequeña crónica de 1943”, uno de  los visitantes al velatorio sostiene: “Estas casas no tienen ya sentido.”  Ismael Lazo Rebolledo, el adolescente huérfano que acaba de perder el último  vínculo con un pasado edénico, y Sergio Pitol, el joven que sin miedos emprende  la ruta de nuevos mundos, miran atrás, hacia esa Córdoba de calles mal  pavimentadas, primera escala de la territorialidad pitoliana.
      Años más tarde, trastrocada en hormiguero de  manías y furias políticas, la Casa-personaje reaparecerá en el edificio  Minerva.
Veinte de mayo. 
      Definitivamente, Sergio Pitol escribe desde la  catarsis, enfebrecido y afiebrado. Si hay un cuento que resume esa aura  afiebrada que rodea al escritor y a ciertos personajes suyos es “El regreso”,  escrito en Varsovia en 1966. Un funcionario de embajada permanece encerrado en  su habitación, metido en la cama, con fiebres, con un decaimiento total. Allí  recibe la visita de un amigo, Marek, quien le anuncia su viaje a la nieve, al  esquí, a la posible caza de jabalíes. Y al escuchar “jabalí” el hombre recuerda  un sueño reciente en el que unos niños, entre los que se encuentra, obviamente  en el México natal, ajustician a una tlacuacha; lo que empeora su estado de  salud y provoca un horrible sentimiento de culpa. Luego sale a la calle,  insiste en el absurdo de su existencia, desea desaparecer en un bosque de la  frontera alemana, en una especie de suicidio por abandono en la nieve. Pero  regresa al hotel, donde una amiga lo conduce al hospital. Es entonces que  pierde toda noción de la realidad.
      En una entrevista de 1990 con Jesús  Salas-Elorza, Sergio Pitol hace referencia a “los estados en que generalmente  [ha] escrito estos cuentos: con fiebre real y con fiebre intelectual, o en una  situación un poco delirante”. De ahí que, siempre egótico a la hora de modelar  sus criaturas, Pitol inocule este furor a su personaje, y lo arroje a una  especie de estado catatónico, no por ello menos introspectivo. A tres líneas  para el final, escuchamos su reclamo de volver a su país, a su infancia; ese  regreso a un centro vital (patria, terruño, hogar), a una zona de confort,  pulsión del exiliado, de quien asume el viaje más allá de los reclamos  turísticos.
      Pero hay otras fiebres. El protagonista de la  novela Juegos florales relata la  manera en que en 1960 una fiebre posterior a una operación en la parótida le  hizo obsesionarse con la idea de su fallecimiento, a la que siguió su decisión  de embarcarse rumbo a Europa, y al llegar, con el cargo de conciencia de no  haber acompañado a su madre en las exequias a su padre, de escribir un cuento,  también “entre fiebres”. Tal vez por ello, veinte años después regresa a Roma,  eufórico, con el propósito de continuar aquella labor de escritura que había  dejado a medias.
      Habría que estudiar la fiebre en Sergio Pitol  como detonante de un cambio, como catalizador de pulsiones y de inestimables  miserias. O como cuando deviene medular en su propia biografía: ese “agobio de  la fiebre” de su infancia enclaustrada, en paralelo a la feliz posibilidad de  emplear su tiempo en la lectura. O como cuando en el texto “El tríptico”, del  libro El mago de Viena, relata el  día en que en un restaurante fue víctima de “un ajuste de cuentas entre  tenebrosas mafias sicilianas”, y luego su convalecencia, la persistencia  nocturna de la fiebre, las rozaduras de bala sobre su cuerpo, los libros en  italiano (Calvino,  Lampedusa, Leopardi) regalados por el cónsul en Palermo, la frecuente  visita de un sacerdote filofranquista que le hace preguntas sobre su presencia  en el país y le desliza comentarios sobre el reciente golpe de estado en Chile.
    Angelo María Ripellino separa el lenguaje  “desnudo, monódico”, de Kafka, “de lo flameante y lo febril de otros escritores  judíos de Praga”. De entre los escritores centroeuropeos más notables, Kafka  será el que menos traza deje en la ficción de Sergio Pitol. La fiebre le vendrá  de otros, de un acelerado Gombrowicz, y más al este, ya en frías tierras  eslavas, de Gogol.
Sábado.
      Son varios los sitios en donde Sergio Pitol  confiesa que su relato preferido resulta “Hacia Varsovia”, muy posiblemente  porque este texto de 1963 representa el final de un forcejeo con la tradición  de la ficción mexicana e hispanoamericana, a menos de dos años de su  instalación en Europa y mientras sus “parientes mayores” persistían en el canon  nacionalista habitual: Carlos Fuentes con Aura y La muerte de Artemio Cruz, García  Márquez con La mala hora o Los funerales de Mamá Grande, José  María Arguedas con Todas las sangres o Roa Bastos con Hijo del hombre,  entre otros. Quizás, además, porque con él coge cuerpo ese desprendimiento  hacia otro linaje, hacia otros modos de hacer y de sentir que representaron las  obras distintas de Manuel Puig, Juan José Saer o Ricardo Piglia.
      Atento a la prosa de Henry James, de donde  pudiera venirle, de entre otras lecturas, el aura de lo ilusorio, Pitol cala  ese momento en el que la lucidez permuta con la alucinación, en este caso en la  persona de un mexicano que regresa en tren de un viaje a Lodz, con una fiebre  galopante que lo lleva al delirio ante una anciana polaca que adquiere “los  contornos grotescos de una pesadilla”. Es entonces que brota una mano, lo  conduce por callejas cubiertas de nieve, al tiempo que le habla en varias  lenguas, que lo introduce en una vieja casa y con la luz de un candelabro le  muestra el retrato de un hombre (¿el mismo, acaso, por el cual aquel personaje  de Alfonso Reyes corriera espantado sin que el tiempo hubiera transcurrido?),  un pariente de ella, ¡y de él!, sí, porque al final todos pertenecen a la misma  familia, ella es la supuesta hermana de su abuela, ambas fallecidas mucho  tiempo atrás, y el del retrato es nada menos que su abuelo, desaparecido en el  lejano 1913; todo un cortejo de imágenes salidas de la fiebre y del delirio a  las que Pitol ha recurrido, en“La  pantera”, en “La pareja”, en “Nocturno de Bujara”, adscrito a la saga de los  textos más alucinados de Filisberto Hernández o de Jorge Luis Borges.
      Pues es este el inicio de una trama centroeuropea  en la literatura de Sergio Pitol, el trasvase de esta hacia visiones y usos  menos “realistas”, su confluencia con las letras eslavas, con autores como  Andrzejewski, Gombrowicz, Iwaszkiewicz o Brandys, a quienes leyó con fruición y  tradujo en su momento para editoriales mexicanas y españolas.
julio 2009 
      He estado trabajando en las primeras páginas  de mi nueva novela. Detenido por unos días en uno de sus bloques, he querido  retomar algunos libros de autores del entorno ex yugoslavo que compré en  Barcelona hace un tiempo: el bosnio Dzevad Karahasan, los serbios Danilo Kiš y  Milorad Pavic. En este último precisamente me he detenido. Pavic es un escritor  lleno de sueños y espejismos. Nuevamente mi novela ha quedado a un lado,  tranquilas sus páginas dentro de un sobre, pues Pavic ha despertado en mí los  fulgores de una de esas lecturas/obsesiones que marcan uno, tres años de  nuestras vidas de lectores: la de Sergio Pitol.
      En el relato de Pavic “Cazadores de sueños”,  de su libro Siete pecados capitales,  el protagonista recibe una invitación misteriosa para una cita y al llegar a  una casa es recibido por tres mujeres que de inicio no reconoce pero que  resultan ser personajes que él mismo creó para novelas anteriores.
      « -- ¿Tampoco te acuerdas de las palabras  que has citado?
      -- No –dije.
      -- Pues son tuyas, tú las compusiste y yo las  aprendí de ti. Soy la princesa Ateh, heroína de tu libro Diccionario Jázaro».
      No se trata aquí de un mismo personaje, un  Nathan Zuckerman por ejemplo, protagonista de varias novelas de Philip Roth, o  de tantos otros similares, sino de un cuento en el que el personaje principal  es el propio autor, al que le salen al paso, en un ambiente de delirio  espectral, personajes que él mismo creó para novelas anteriores. A partir de aquí  se suscita un curioso diálogo entre el escritor y sus viejos personajes: unos  que pretenden cazarlo a través de sus sueños, otros, a los que el escritor les  dio muerte, que reaparecen con fin de venganza.
      En busca de este espíritu entre hipnótico e  ilusorio tan propio de las literaturas del calidoscopio centroeuropeo, a la  caza de ese regusto por los espejismos, por la simultaneidad, por el peso  amargo de la fatalidad y del destino o por la resistencia a la realidad pura y  dura, pudiera ser sugerida una lectura de la obra de Pitol. 
      El ambiente impreciso que sugieren “El relato  veneciano de Billie Upward”, cuento independiente y fragmento a la vez de la  novela Juegos florales, o dos  cuentos como “La pareja” y “Hacia Varsovia”, pudiera remitirnos a aquel personaje,  ¡también escritor!, aturdido por los ruidos, en el relato “Semejante a un  bosque”, del polaco Jerzy Andrzejewski, que juzga quimérica toda presunción de  considerarse “plenamente consciente”, según la traducción que realizara Pitol  en 1966. De igual forma, la visión mordaz hacia las buenas maneras de cierta  sociedad mexicana en El desfile del amor entroncaría con el espíritu altamente sarcástico de Witold Gombrowicz, de quien  Pitol ha sido un afanoso traductor; como mismo Ricardo Rebolledo, el verborreico  Dante C. de la Estrella o Jacqueline Cascorro, funcionarían como una secuela  pertinente en el álbum de personajes retorcidos, decadentes, propios de la  literatura de la Mitteleuropa, a la manera del Emil R de El rey de las dos Sicilias, novela de Andrezj  Kusniewicz, a quien Sergio Pitol dedicara uno de los ensayos de Pasión por la trama.
Domingo 1am
      Justamente al referirse a lo que llama “cierta  poética centroeuropea”, el serbio Danilo Kiš se preguntaba “¿cuál es ese  sonido, esa vibración que coloca a una obra en el campo magnético de esta  poética?” Pero la pregunta es meramente retórica. En ese mismo ensayo titulado  “Variaciones sobre temas de Europa central”, publicado en 1987 en la revista Le Messager européen, Kiš había  prefigurado el malditismo de unas letras diversas, sin una historia sólida  constatable que les sirva como referente, contrariamente a los dos grandes  polos letrados que las rodean, por un lado Occidente, y por el otro el imperio  ruso. Intentemos, pues, repensar la obra de Sergio Pitol, sobre todo la que  empezó a escribirse sobre un barco que atravesaba el Atlántico, a través de  ciertas lecturas centroeuropeas que suponemos hayan sido también las suyas; en  una especie de peine militar sobre el campo al rescate de un niño que se ha perdido.
 esa vibración que coloca a una obra en el campo magnético de esta  poética?” Pero la pregunta es meramente retórica. En ese mismo ensayo titulado  “Variaciones sobre temas de Europa central”, publicado en 1987 en la revista Le Messager européen, Kiš había  prefigurado el malditismo de unas letras diversas, sin una historia sólida  constatable que les sirva como referente, contrariamente a los dos grandes  polos letrados que las rodean, por un lado Occidente, y por el otro el imperio  ruso. Intentemos, pues, repensar la obra de Sergio Pitol, sobre todo la que  empezó a escribirse sobre un barco que atravesaba el Atlántico, a través de  ciertas lecturas centroeuropeas que suponemos hayan sido también las suyas; en  una especie de peine militar sobre el campo al rescate de un niño que se ha perdido.
  Una frase de la señora  Amelia, la tía enfermiza de Carlos Ibarra en la  novela El tañido de una flauta,  bastaría para comenzar nuestro trasiego por sobre el tejido de sueños que  recorre la obra de Pitol: “El dolor con el que despierto es una prolongación  del mismo con el que me adormezco. No es la existencia del mundo lo que uno  debería reprochar sino su monotonía. Sólo en sueños, al quebrarse la recta,  podemos presenciar esa otra realidad ilusoriamente más próxima a nosotros”. El  mismo Ibarra, desde un pueblo perdido de la costa montenegrina, relata en sus  cartas su recurrencia a ciertos sueños escabrosos. Y justo al final, todavía  agobiado por las imágenes del filme que tanta zozobra ha provocado en su mala  conciencia, el protagonista regresa a ese personaje que cree que ha sido  construido a imagen de su amigo Carlos, a sus últimos días de vida,  neurasténico, como “un animal enfermo” –otro de los dibujos usuales en el  teatro pitoliano--; después de lo cual ingiere un luminal, se adormece, pero es  perturbado por una pesadilla en la que góndolas y vapores flotan en una Venecia  presta a la catástrofe; especie de remedo de la enfermedad que acecha a Von  Aschenbach tras su búsqueda de la belleza en la novelita de Thomas Mann. Aquí,  en esta pesadilla final, el protagonista verá su destino concretarse en una  Venecia decadente y leprosa; sueño con el que concluye la historia. 
      Como su admirado Gombrowicz y su pertinaz  acudimiento a los relatos oníricos, como el personaje de Hero, de Milorad Pavic,  quien decide inventariar sus sueños en un cuaderno, Pitol siempre ha creído en  el sueño como ejecutor de esa ruptura, de ese quiebre de “la línea recta” que  puso en boca de uno de sus personajes, como descongestionante de los mecanismos  de la creación en el protagonista de Juegos  florales, como biopsia de “lo irracional que cabalga en nuestro ser”, en el  cuento “La pantera”, como el despertar de viejos temores, en “El regreso”, e  incluso como paliativo para exculpar todo intento de raciocinio, tras un sueño  en el que aparece una ciudad, varios ancianos “de aspecto vagamente  centroeuropeo” y una especie de mini pogromo del cual el narrador es testigo,  en el relato “Cuatro horas perdidas”, escrito en Bristol, en 1971.
      Habrá un constante concubinato de Sergio Pitol  con la arenosa mercancía de  lo ilusorio;  realidad y delirio, difuminación de lo temporal, entronque entre lo  fantasmagórico y lo que sólo en apariencia, según los más racionalistas, pudo  haber tenido lugar.
Viernes con lluvia.
      “Necesito crear una realidad permeada por la  niebla”, ha confesado Sergio Pitol en “Las novelas del carnaval”. Y tal vez sea  pertinente aproximarnos a esta filiación a lo inasible a partir del  encantamiento que le produjo a Pitol no solo su estancia en ciudades  centroeuropeas o sus lecturas (Bruno Schultz, Jaroslaw Iwaszkiewicz, Musil,  Conrad), sino el descubrimiento que durante sus años en Checoslovaquia hizo del  libro Praga mágica, del eslavista  siciliano Angelo María Ripellino: summa,  crónica de viaje y de permanencia, prontuario exquisito, libro de firma de  personajes excéntricos, enciclopedia de una ciudad en pleno.
      Dejemos a los especialistas el estudio de Praga mágica, que Pitol considera el  mejor de los libros de Ripellino, a la hora de examinar un libro conclusivo  como El viaje. Lo cierto es que  ambos integran ese grupo de textos atípicos, heterodoxos, que se mueven con  felicidad entre la crónica de viaje, el ensayo y la biografía, un terreno donde  Sergio Pitol ha demostrado sentirse a sus anchas. Ambos dan cuenta del afán  exploratorio de sus autores: el italiano que se inserta en la multitud en esa  ciudad que es “sobre todo, vivero de fantasmas, ruedo de sortilegios”; y el  mexicano recorriendo “callejuelas escuálidas, pasajes ramplones,  sin forma ni sentido”. Ambos libros están plagados de alusiones a  personajes excéntricos y a seres fantasmagóricos, desde la diablesa desdentada  que Ripellino extrae de un cuento de Bohumil Hrabal, hasta el bulto que en un  inicio Pitol no logra distinguir en un callejón de la ciudad y que termina  siendo un anciano borracho que se revuelca como escarabajo sobre sus propios  excrementos.
      Pero acá no es el tema “Praga” el que cobra  peso. Ripellino le ha consagrado mucho, pero Pitol ha empezado su libro  lamentándose de no haberle dedicado en su vida unas buenas líneas a esa ciudad,  y en el próximo folio se desvía hacia Moscú, hacia la cuna de la cultura eslava  y hacia un viaje más sensorial que físico en un momento crucial de la historia  del siglo XX. Lo que sí deviene foco de atención, como síntoma de una ciudad  fantasmagórica, arcana, y de una cultura, la centroeuropea, es la ratificación  de la importancia de los sueños.
    En una entrevista publicada en 2001 en El País, Sergio Pitol describe la sesión  de hipnosis a que se dejó someter como la experiencia más importante de su  vida. “Llegué a un momento siniestro de mi niñez y  comprendí que el sentido de mi vida dependía de esos momentos de la infancia.  Fue cuando salió la muerte de mi madre”. Algo sabíamos de esta experiencia  única a partir de “Vindicación de la hipnosis”, firmado en 1994, un texto  curioso que tiene de testimonio, de recuento de su infancia, pero también de  toma de partido por un hacer creativo, acta de ratificación de una estética muy  particular. Lo cierto es que tras la inducción de aquel sueño, lo que  sobreviene es una revelación: “Se fue abriendo paso en mí la noción de que  había vivido todos esos años solo para evitar que aquel dolor bestial volviera a  repetirse, para impedir las circunstancias que lo pudieran provocar. El sentido  de mi vida había consistido en protegerme, en huir, en acorazarme”.
En octubre.
      Después de aquella sesión  de hipnosis que terminó en brote revelador, Pitol regresó a su hotel y se quedó  profundamente dormido. A la mañana siguiente se descubrió diferente, llegó a la  certeza de que todo en su vida habido sido “una perpetua fuga”. Viajante  empedernido, furibundo diarista, Sergio Pitol, el único  novelista centroeuropeo nacido en el sur de México, ha persistido en la idea de  acercarse “a una franja de misterio que nunca queda aclarada del todo”, como  dedujo en su momento tras sus lecturas de Henry James. Su  obra será una provocación de la memoria, de todos los rejuegos del  inconsciente. Y su actitud la de un coleccionista de historias las más de las  veces nocturnas. Por ello, en 1996 escribió  “Sueños, nada más”, la lista de relatos oníricos, pero también la constatación  de nuestra labor de narradores cuando, al despertar, tratamos de reconstruir lo  soñado. Ahí y en muchos otros recodos de su obra estarán concentradas “las  peripecias de un personaje que somos nosotros mismos”, como apuntara en su  ensayo “Patricia Highsmith sueña un sueño”. Y definitivamente esta angustia de  la bipolaridad del ser humano será uno de los pilares de su imaginario, de  donde se desgaja ese juego entre lo irreal y lo tangible, entre las miserias de  un intento de escritor, sus notas de escritura y sus pulsiones nocturnas:  personaje que suele repetirse en su obra narrativa.
      Pero es nuevamente en El viaje donde se revela su afán de no  dejar pasar –“en el tope de la extravagancia”— las escenas que nuestro  inconsciente produce cuando dormimos. “En ningún lugar he soñado tanto como en  Rusia”, confiesa. Dormir, soñar, despertar y tomar nota se convierte en un acto  reflejo, en un hábito de observador de aves migratorias. Conversar con  personajes reales que ya han fallecido, participar de escenas incongruentes; o  la revelación de su cercanía a la muerte, la imagen de su rostro putrefacto  ante un espejo, y luego las fases eufórica y deprimente de la relectura de este  sueño, son solo una muestra de la insistencia de Pitol en la combinación de  sueño, memoria y creación.
Otro viernes. 
      El viaje como síntoma y como recurrencia en  Sergio Pitol será la constatación de aquel arte de la fuga que comenzó el día  en que descubrió el cuerpo sin vida de su madre en el borde del río Atoyac, su  afán de huida perpetua, su rechazo a “esas rancias ideas de hogar y chimenea”  que Hawthorne puso en boca de uno de sus personajes. Mientras, El viaje, eso que pudiera parecer una  crónica de viaje, se transforma en un ensayo espléndido sobre la nación rusa,  sobre sus esencias y sus escritores vitales.
      Entonces, después de sueños contabilizados,  viajes físicos y mentales, regreso a aquella pregunta formulada por Danilo Kiš  sobre una supuesta “poética centroeuropea”, que el serbio mismo se ocuparía de  contestar y que confluye con la noción de escritura del mexicano: “un balance  de equilibrista entre el pathos irónico y el vuelo del imaginario”.
Noviembre, 12
      Al final nunca estuve en la Torre de Letras. A  la cordialidad de Reina María y luego a la mediación de mi amiga Adriana  Normand debo al fin El mago de Viena,  firmado por el propio Pitol, a quien nunca he estrechado mi mano derecha.
      En su segunda página logro leer: Para Edgardo, un abrazo, Sergio Pitol, La  Habana, febrero 2009.
      Y sobre la flagrante errata, un tachón. Y  justo al lado mi verdadero nombre, también tartamudeante. Imagino, pues, la  escena. Veo que he demorado algunos meses entre la dedicatoria y el día de hoy.  Me gustan los escritores imperfectos, los que huyen de la pose. Los del  desparpajo.
      Y me gustó Sergio Pitol mucho más cuando hace  cerca de un año lo escuché imponerse y tartamudear un relato: ¡un escritor con  problemas en el habla! –me dije. Desde entonces lo persigo.
En Navidad.
      Todo parece indicar que Sergio Pitol nunca ha  escrito sobre Mary Flannery O´Connor, una norteamericana de Savannah, una  escritora del sur que murió bastante joven. No sé siquiera si la habrá leído.  Habría que esperar a que algún día se conozcan sus diarios, sus molesquines,  sus notas de lectura. Leo a esta señorita y, a pesar de las enormes diferencias  con mi obsesión mexicana (nada tan fértil como dos lecturas bien dispares), me  veo en la obligación de reabrir un libro de Pitol, el de sus cuentos. 
      Leo “El lince”, un cuento que Flannery  O´Connor escribiera hacia 1947 y que gira alrededor de un viejo negro del sur  que lleva toda su vida a la espera de un lince salvaje. El cuento se desarrolla  en dos tiempos, el de la infancia del protagonista, cuando ya el lince solía  atacar a los habitantes del pueblo, y el actual, en el que, por ciego y por  anciano, el hombre se ve impedido de internarse en el monte con sus nietos a la  caza de la bestia. Lo peor es que el viejo Gabriel siempre ha olido al animal;  esto explica su zozobra, la espera eterna, uno de los grandes temas de las  letras de todos los tiempos. 
      Curiosamente en “La pantera”, cuento escrito  por Pitol en 1960, también hay una aparición, y  habrá también mucho de espera. Todo parte de un sueño infantil en el que al  narrador se le aparece una pantera: “Aquel bello, enorme animal cuya negrura  brillante desafiaba la noche trazó un elegante rodeo en torno a la alcoba,  caminó hacia mí, abrió las fauces, y, al observar el terror que tal movimiento  me inspiraba, las volvió a cerrar agraviado. Salió de la misma nebulosa manera  en que había aparecido”. Lo peor es que veinte años después reaparece la  bestia, a lo que el narrador intenta oponer su capacidad para el raciocinio. La  pantera ha vuelto a estar al pie de su cama, “con expresión de gozo”, y esta  vez ha proferido unas pocas palabras que el atónito hombre decide anotar en un  pedazo de papel. Al acto el narrador despierta, constata que su visión ha  desaparecido, regresa a esas “doce palabras esclarecedoras” que al final no son  más que algunos “sustantivos triviales y anodinos”, lo que no significa que  merme la importancia del suceso, su carácter de epifanía. De ahí esa exultación  que el narrador no puede ocultar. Su confesión será categórica: “Mi destino se  develaba de manera clarísima en las palabras de esa oscura divinidad”. 
      Sueño, aparición,  toma de nota de unas palabras   insignificantes…; más de treinta años después, en su relato “El oscuro  hermano gemelo”, Sergio Pitol daba cuenta de esa especia de actitud  esquizofrénica del novelista que escucha voces “a través de las voces”, que se  levanta de la cama, escribe un par de adjetivos o el nombre de una planta, en  un estado de casi demencia que define su razón de ser, eso que llama “el mapa  de su vida”. 
      En 1990 Pitol declaraba en una entrevista su  necesidad de escribir “porque tengo estas visiones de las que necesito  deshacerme”. “La pantera”, “Hacia Varsovia”, “La pareja”, son cuentos donde hay  visiones, aparecimientos de algún tipo, ese reflejo de lo innombrable con el  que Sergio Pitol ha hecho literatura. Por ello la espera, sentimiento que  sobrevuela en muchos de sus personajes –escritores a medias, directores de cine  fracasados, amantes fracturados--, pero por ello también la ansiedad de muchas  de sus voces narrativas, un dolor por la palabra misma que al final será el de  todo creador: rogándole a su propio destino no dejar de ser visitado por  aquella bestia nocturna.
      Ya es tarde (y en Navidad la doxa indica que deberíamos estar en otro  tipo de fiestas), cierro el tomo de Flannery O´Connor, guardo en un fólder una  fotocopia del relato de Pitol que ha terminado llena de palabras inconexas, de  círculos y de flechas que se desbocan. También incluyo un pedazo de papel en el  que he anotado algo: “para Moleskine SP: lince, pantera, revelación, epifanía  secular”. Y al acto me voy a la cama.
2010, enero-febrero:
      Como mismo, según Pitol, el tema de la  búsqueda del padre se extiende por toda la obra de Conrad, en el mexicano el  retrato de la familia canónica muta en obsesión por el fracaso del individuo,  con acento en la mediocridad profesional y en el descalabro de la institución  del matrimonio. Si de algo pudiera presumir este escritor es de ser un álgido  observador de la condición humana.
      En “Del encuentro nupcial”, cuento escrito en  1970, un escritor que se empeña en regresar a un proyecto de relato, cavila  sobre lo necesario de aceptar su destino y de “conformarse con el modesto papel  de comentarista literario” que ha ejercido en los últimos años. Mientras, el  protagonista de El tañido de una flauta,  un director de cine frustrado, devenido productor, especula a partir de una  película japonesa que ha visto, cuya trama le resulta muy cercana; consciente  además de que nunca fue lo que muchos esperaban de él. Si bien el éxito del  filme lo ha sacado de su rutina de hombre exitoso y ha removido su mala  conciencia, se empeña en no pensar en la derrota. “Nadie quiso ser un empleado  de correos y pasar treinta años de su vida tras una sórdida ventanilla, pero  nada concreto lo obligó a permanecer así; simplemente dejó que las  circunstancias decidieran por él”.
      Hay un momento en la obra de Pitol en que el  perdedor se posesiona de todas las líneas. Contrariamente  a los cinco vitelloni de Fellini –otro cazador de losers--, que vegetan  mientras ven pasar el tiempo, los personajes de Pitol abocados a la mediocridad  en la madurez sí fueron jóvenes prometedores, en su mayoría embriones de  escritor, de cineasta o de músico. Será aquí, a través de su cohorte de  fracasados, que Pitol deslizará su alegato contra la mediocridad e  introducirá lo que más tarde será el apogeo del excéntrico. Claro que aunque  por momentos reflexivo e intempestivo, retorcido y festinado, se imbriquen,  devengan quizás la misma persona, el mediocre es un personaje que rumia su mala  historia emocional, que no su historia visible, mientras que el excéntrico  --llámese Marieta Karapetiz o la Falsa  Tortuga--, arrasa vehementemente con todo aquel que se le pare enfrente, sin  miramientos, sin reflexión posible.
 17 de marzo de 2010. De la impiedad de S.P.
17 de marzo de 2010. De la impiedad de S.P.
      En Juegos florales, novela terminada en  1982, el protagonista, también escritor fracasado cuyos humores han desembocado  en el magisterio, viaja con su esposa a Roma, donde había vivido veinte años  atrás, al reencuentro de zonas de su existencia que ya sabía entre patéticas y  medulares. Allí, en una trattoria romana, experimenta “una tristeza por la juventud perdida, por los años que  median entre el profesor que es ahora y el joven que llegó a Roma”. En esto,  pues, se le van sus vacaciones. Lo que pensó que sería un acto de reposo y de  recuperación de la memoria, termina siendo la suposición de que a partir de  aquel viaje de 1960, al regresar a Papantla, no habría conocido sino “un  apagado simulacro de vida”. Por ello –esta es además una novela sobre los  entresijos de la creación--, su obsesión por reescribir un relato que esbozara  en su periplo italiano. Entonces especula sobre todas sus suertes, “Será  escritor. Volverá a ser un escritor”.
      Pero no nos ilusionemos. De haber sido  cineasta, el cine de Pitol sería el de la impiedad. No hay triunfadores en sus  relatos. Su taxonomía está cargada de seres que no cesan de cavilar sobre su  mediocridad, que viven en vilo aunque no lo aparenten. El profesor terminará  cansado de Roma, hostigado por ella, por su esposa, por la memoria de todos. En  ese punto su mayor anhelo estará en regresar a México, a sus clases, a sus  papeles.
      Marcados por estos procesos neuróticos estarán  algunos personajes de otros cuentos de Sergio Pitol. En “Cuerpo presente”,  Daniel Guarneros, deambula por la Ciudad Eterna huyendo de su mujer  quejumbrosa, se refugia en un bar, de donde sale completamente ebrio tras una  catarsis en la que combina las miserias de su primer matrimonio, su aceptación  de un puesto de funcionario en el gobierno, el soliloquio de las mezquindades  de la política doméstica, las trampas del oficio, la corrupción, la miseria de  su existencia. Este es un Pitol también político, que hurga en esos “terrenos  de la conciencia convertidos en una pura llaga” a los que su personaje se  refiere bajo el efecto del alcohol.  
      Hábil en el arte del  retorno pertinaz, Pitol retomará este tema en uno de los más excitantes cuentos  que haya llegado a producir, “Vals de Mefisto”, escrito en Moscú en 1979. En  el trayecto entre Veracruz y México DF, una mujer abre su bolso y encuentra un  ejemplar de una revista donde aparece un cuento escrito por su esposo, con  quien pena en un matrimonio fatigado. Se trata de un cuento decadente, que le  irrita. Al final, cansada, cierra la revista e intenta dormir, pero la visión  de un esposo afásico que balbucea dos o tres ideas en un relato se lo impide;  es más fuerte su idea de la imposibilidad de su cónyuge para construirse “el  tinglado necesario para vivir creativamente”. Piensa en una realidad muy suya  de rutinas y fantasías, y siente vértigo. Pero para entonces el somnífero  ingerido ya ha empezado a reaccionar, y la señora se queda poco a poco dormida. 
26 de abril.
      He sabido esta mañana que tras siglos de carne y de poesía, el Vaticano  acaba de dictaminar que todos pecamos. Según un artículo de L´Osservatore Romano, el jesuita Roberto  Busa, después de unas cuantas décadas del lado húmedo del confesionario, ha  concluido que el orden de flaquezas según el sexo empieza en la lujuria, la  gula y la pereza para los hombres, mientras que en las mujeres este ranking universal de faltas comenzaría  con la soberbia, la envidia, la ira y la lujuria.
      Parecería que Flaubert y Henry James, Faulkner y Rulfo no se empeñaron  lo suficiente en retratar algo tan obvio como la lluvia. Por esto he querido  regresar a Sergio Pitol, a la contundencia de las palabras introductorias a su  libro El viaje: “El mal es el gran  personaje, aunque por lo general resulte derrotado, no lo está del todo. La  perfección extrema en la novela es fruto de la imperfección de nuestra  especie”.
      Resulta que a pesar de las cartas y los diarios que nos han legado los  escritores que amamos, no siempre sabemos qué lecturas les fueron afines en  determinado momento; y nos toca husmear en las entrelíneas de sus propios  escritos, intuir ciertos nombres o ciertos tics que tamizaron o que simplemente  ni siquiera supusieron. En su novela La  vida conyugal, Pitol coloca un libro en las manos de Jacqueline Cascorro,  una mujer obsesionada por las traiciones de su marido: cuando quien había sido  su primer amante le regala un ejemplar de Fisiología  del matrimonio, de Balzac. Un recuento exhaustivo de la obra de Pitol  arrojaría que el mexicano nunca ha sido un buen lector de autores franceses.  Sus intereses han estado ailleurs, lo  sabemos, en otras letras, pero de lo que no cabe duda es que el citado tomo de La Comédie Humaine revolotea sobre la  última novela de Sergio Pitol.
      Contrariamente a tantos otros de sus personajes, Jacqueline Cascorro no  es escritora, aunque sí tuvo en una época la costumbre de llevar un cuaderno en  el que consignaba “las citas literarias que le aclaraban su fracaso  matrimonial”. Muchas de esas transcripciones venían del libro de Balzac; a modo  de alivio, como voz que insta a la resignación, pues el francés, en su afán por  “recoger las cosas que todo el mundo piensa y que nadie expresa”, bien lo había  advertido: “¿Cómo es posible chancearse cuando se habla de matrimonio? ¿No  adivináis que le consideramos como una enfermedad a que estamos todos  expuestos, y que este libro es una monografía?”.
    Si la de Balzac pretende ser una monografía en un tono que hoy nos  resulta maniqueo, la novela de Pitol se empeña en una etología del matrimonio,  sin afeites, sin adornos. Con este libro el mexicano se ensaña contra la  institución del matrimonio que ha venido diseccionando desde sus primeros  relatos de San Rafael. Y por supuesto que hay escarnio: todos los proyectos de  asesinato de Jacqueline Cascorro terminan en la nada; su cuerpo al final es el  de un espantapájaros grotesco plagado de cicatrices. El escritor no pretende  esconder su carcajada: durante treinta años –en el momento de concluir esta  novela—de construcción de situaciones y de personajes, nada le ha sido tan  repulsivo como los dogmas, el adocenamiento y las falencias de una institución  como el matrimonio. Su afán de etólogo es más agudo a la hora del dibujo  descarnado de la rutina, de ciertos rituales establecidos por la normay la religión.
Quito, octubre 2010. Me he traído a S.P.  conmigo.
      A través del edificio Minerva regresa la Casa  a la obra de ficción de Sergio Pitol. Se trata de una construcción de ladrillo  rojo, “una extravagancia arquitectónica en ese barrio de apacibles residencias  de otro estilo”. Miguel del Solar es un historiador mexicano que retorna a su  país con la idea de empezar a rehacer su vida en una investigación sobre  ciertos sucesos de sangre ocurridos en el Minerva en 1942, en plena Segunda  Guerra Mundial.
      La acción de El desfile del amor se desarrolla a mediados de enero de 1973,  aunque el libro en realidad es escrito en Praga y en el Levante almeriense,  entre 1983 y 1984. Han pasado más de veinte años de que el escritor emprendiera  su viaje por Europa; veintitantos años si partimos de aquellos cuentos en los  que la Casa se convertía en el raído botón de muestra del fin de una era.
      A Miguel del Solar esta “construcción al borde  de la ruina” le regresa a su infancia, a los meses en que allí vivió, en la  época del asesinato del joven austriaco Erich María Pistauer, baleado a la  salida de una fiesta. Es entonces que el historiador acomete una trama de  entrevistas a vecinos y ex vecinos, en aras de esclarecer lo que tras treinta  años de silencios y malentendidos no ha sido aún revelado. Aquí el imaginario  pitoliano se desboca. Alrededor del falso gótico de la fachada del Minerva, de  las ventanas en ojo de buey, de los cuatro torreones, se desatan toda la  falsedad y el ocultamiento posibles, a partir de los testimonios de los implicados  en aquel suceso. Y es aquí que cobran vida, para engrosar una copiosa lista,  los personajes más excéntricos que Sergio Pitol haya podido imaginar: Pedro  Balmorán, periodista fracasado; Eduviges Briones, depositaria de un espíritu  más que rancio; o Ida Werfel, una hispanista alemana de origen judío, ya  fallecida, cuyo único compromiso, al decir de su hija y hagiógrafa de aberrados  fueros, era con la palabra, y cuya tesis sobre la misoginia en Tirso de Molina  fuera la que aparentemente provocara –pues en esta novela todo se mueve en las  gelatinosas tierras de la apariencia y la falta de certeza-- un airado debate,  aquel noviembre de 1942; trifulca que, nadie sabe por qué, concluyó en la calle  con la muerte de un joven austriaco.
      A partir de la alternancia de relatos que se  mueven en paralelo --empleada en el cuento “En familia”, de 1959, y de cierta  manera en “Asimetría”--, Pitol inserta líneas de duda, in-define el texto, anticipando una de las claves de su ars poetica, esa que luego, en  “Vindicación de la hipnosis”, al referirse al actuar del narrador, resumiera de  esta manera: “Llegará a saber que no existen absolutos, que no hay verdad que  no sea conjetural, relativa y, por ello, vulnerable. Pero buscarla, por  efímera, parcial e inconstante que sea, será siempre su objetivo”. No hay  verdad total en Sergio Pitol; él sabe bien que los dogmas al final develan su  propia vulnerabilidad, que la Casa se resquebraja, que la Ciudad se torna  irrespirable, que los nacionalismos serán siempre perniciosos. De ahí la incesante  búsqueda vital del hombre Pitol durante casi ochenta años.
      Concebida como una especie de trama entre  policíaca e histórica, retrato paródico también de muchas de las taras del ser  nacional, con el mismo aire levísimo del filme de Ernst  Lubitsch titulado El desfile del  amor, y con una estructura que el escritor confesara haber tomado de Las almas muertas de Gogol, esta novela  deviene el texto más político de los que Sergio Pitol haya llegado a escribir  hasta el momento. No sólo porque en una suerte de instinto arqueológico se  ocupe de la colaboración de elementos de la vida mexicana con espías alemanes,  no solo porque alrededor del Minerva revolotee la idea moderna de la Ruina,  sino por haber retomado la asimilación misma de ideas fascistas, excluyentes,  dentro de la sociedad mexicana del momento, un tema que en 1974, año del  regreso de Miguel del Solar a su país, y en 1984, fecha de la escritura de la  novela, todavía seguía siendo objeto de veladuras, de sugestiones y de  silenciamientos. Lo fascistoide como un fantasma que nos recorre a todos.
      Tal vez en 2010 el tema de la colaboración no  sea siquiera objeto de charlas de café en la capital mexicana. Tal vez en el  edificio Minerva, la Casa-Grande, la Casa-de-Todos, con su sólido interior Art  Déco, o en algún otro que lo inspirara, todavía crujan los  goznes de la inquina, de los peores fueros de la nación.
Afuera llovizna.
      Hay notas biográficas en Pitol que no dejan de  llamarme la atención, de activar mi imaginario: un niño altamente enfermizo,  recluido en una habitación, a una cama durante años, que le lee novelas rosa a  una amiga casi ciega de su abuela, un escritor que presta atención a sus  profusos sueños, que los lleva a sus diarios; una tía que se llama Querubina;  un Pitol adulto que consume sedantes para dormir, incluso ansiolíticos (Lexotan), que escribe “como entre  fiebres”, que fabrica personajes muy neuróticos, fracturados, que lee libros  exquisitos, ninguno de moda; que huye del protocolo, a pesar de su amplia  carrera diplomática; que se debate a diario entre la vida y la escritura…; un  escritor tartamudo con los años, al que se le escapan las palabras, torpe de  labios para afuera, solamente para afuera.
 
  