Una vindicación del color local

Gabriel Wolfson

1. ¿Qué es Teoría del alma china? Digamos: un libro de viajes. Con la salvedad de que, para escribirlo, su autor no viajó a China sino a las montañas austriacas, algunas capitales latinoamericanas y algunos pueblos-campus de Estados Unidos. Entonces, una novela. Con el inconveniente de que su trama se limita a lo siguiente: llegamos a China, vimos China, salimos de China. ¿Un libro de cuentos? Quizá, a condición de que se acepten, por ejemplo, Ferdydurke o Tres tristes tigres como libros de cuentos. Digamos entonces: un ensayo, un pequeño tratado. El problema es que su objeto, mientras más nos invita a la reflexión, más se revela como el disparate de un ocioso. ¿Qué hacer? Ya puestos con la agradable trampa de la clasificación, y mientras no podamos establecer un acuerdo sobre géneros emergentes tales como ‘tapiz político-alegórico’ o ‘música periodística,’ proponemos provisionalmente Teoría del alma china como un poema filosófico en prosa. Lo cual todavía no sirve de mucho.

2. Habrá que precisar un poco más. Cuando Kafka escribió América no viajó a América sino que se inspiró, hasta donde sé, en el David Copperfield de Dickens y en otras novelas de formación. Últimamente, gracias a la traducción de Octavio Moreno, conocí Una americana, de Nathalie Quintane, fantástico librito sobre América o el descubrimiento de América escrito por una escritora francesa que, según creo que me dijeron, ni viajó a América ni leyó mayor cosa sobre la historia de América. Pienso que de esa forma ha de trabajar también Mario Bellatín en algunos de sus libros, y ahora Carlos A. Aguilera en el que nos ocupa. En principio, se trata de un gesto de rebeldía y autoafirmación: no voy a conocer el mundo para después hablar de él, es decir, no me voy a sujetar al orden de acción probado y legitimado, me niego a ofrecer las garantías supuestamente garantizadas por la institución. Pero el gesto pronto pasará a segundo plano o de plano se olvidará, porque a lo que lleva es al hallazgo de un espacio abierto, sin límites predeterminados, en donde ya no puede haber autoafirmación sino puesta en juego del propio lenguaje. No viajar a China para escribir un libro sobre China puede suponer, por una parte, una desconfianza visceral de que nuestra mirada sobre China sea efectivamente nuestra, o más bien de que tenga caso pensar en tal cosa como una mirada propia; por otro, que la imagen de China, al no sujetarla al referente de la visita o de la investigación, es una imagen móvil, latente, que existe porque al mismo tiempo no existe, que construimos al mismo tiempo que se nos impone. ¿No es ésta otra forma –como en Una temporada en el Mictlán de Luis Felipe Fabre –, más angustiada, más descarada si se quiere, de hablar con los muertos, y no sólo de actuar la pantomima de un diálogo muerto?

3. El sujeto enunciador de Teoría del alma china es anómalo: una pareja, tal vez un matrimonio, pero del que queda excluida toda posibilidad de novelización porque, para empezar, de un tajo rápido la esposa es puesta a un lado: en una nota al pie se aclara que ella sí fue al viaje, sí hubo peleas y sí hubo momentos inolvidables, pero que casi no aparece en el libro debido a una “mala-ideación-del-relato.” La anomalía no se reduce a esto: en las primeras páginas, rastreando algunas pocas pistas debidas más bien a los modos de la voz, empezamos por creer que la tal pareja quizá forma parte de un grupo de turistas cubanos, invitados oficiales del régimen chino; después nos enteraremos de que el suyo representa otra forma de turismo oficial, el más extendido y prestigiado de nuestra época: el turismo académico. Pero el que podríamos llamar problema argumental sobre la identidad del sujeto se diluye porque la gran China, esta China milenaria y secular, sueño-pesadilla palpitante de nuestra mirada, se presenta como una entidad monolítica, intocable: no se puede decir nada de ella (asumirse como sujeto frente a ella), sino sólo decirla, aceptar ‘inocentemente’ su grandeza y su totalidad. Así es que se nos ofrecen frases como las siguientes: “En China, el contorsionismo es tradición. Se aprende de familia en familia y se practica en circos improvisados a orillas de carreteras. A veces una mujer, a veces una mujer y un hombre, a veces dos hombres,” o bien: “El idioma de la colonia es una especie de jerigonza extraña: mitad japonés mitad chino mitad otra cosa.” ¿No contienen estas frases una insensatez evidente? Desde luego: por qué no dos mujeres, nos preguntamos, o cómo es que alguna entidad pueda estar constituida por tres mitades. Pero no se trata de simples alardes de ingenio verbal, como podría sospecharse en las primeras páginas, sino de mantener la coherencia enunciativa de este pseudosujeto, ante cuya inestabilidad o momentánea inexistencia China se erige como monumento inexpugnable. (Tal vez aquí se encuentre la necesidad de que el sujeto sea, casi con desgana, una pareja de académicos: los profesores de primer mundo que buscan ya no sólo el exotismo de lo ancestral sino el que puede ofrecer un simpático y ritualizado estado totalitario moderno, frente al cual su relativismo progresista parece una refinada forma de la ingenuidad).

4. El lenguaje de Teoría del alma china, arbitrario e intuitivo como sugiere Gabriel Bernal en la contraportada, representa la mayor apuesta del libro, la virtud por la cual resulta más imperioso señalar su apartamiento de la gran corriente de la literatura en nuestros días. Para empezar, una enunciación casi naif: verbos simples, de quien constata lo elemental (ser, haber, estar, hacer). O bien nada de verbos, una pura sucesión de sintagmas nominales. Pero además, también desaparecen muchos artículos y muchos pronombres reflexivos (hablando de animales enfermos, se dice que puede dejárselos “semimuertos hasta que hinchan y pudren”, por ejemplo). Junto a eso, un uso extendido de palabras-dobles, asociadas-con-guión o concursivas (se habla de un “soloúnico espacio”), y más aún, frases raras (“Las carreteras son tuberías de impulso. Por ellas se conduce a alta velocidad y sólo se frena si hambre o aburrimiento aparecen”) o de plano ‘erróneas’ (“Estos paneles con imágenes de hombres muertos, sin ojos o torturados son conocidos en la región como hijos del pueblo:” son los hombres, no los paneles, los conocidos como hijos del pueblo). ¿Hacia dónde apuntamos? Empieza a latir la sospecha de una traducción: véase esta frase: “Sin embargo, [los fumaderos de opio] se llenan tiempo completo y sólo se vacían cuando el opio termina o el tiempo por una razón u otra impide el viaje hasta esos lugares.” Yo diría: es como si estuviéramos frente a la traducción hecha a prisa por un cubano de algo escrito mitad en inglés, mitad en alemán, mitad en otra cosa. Aquí habría que subrayar algo: este lenguaje decididamente insensato, cuyos caprichos y arbitrariedades dejan de ser tales al no aparecer como ornamento esporádico sino como único y permanente modo enunciativo, se erige como réplica a mucha de la literatura actual que se escribe como traducción universal, el esperanto del mercado editorial. No indico nada nuevo: varios han señalado que mucha de la reciente prosa en español parece estar en español sólo por accidente, y que el ‘meridiano editorial’ de Madrid y Barcelona determina un español estándar, descremado, dócil a cualquier lectura y a cualquier adaptación cinematográfica. De ahí el valor de Teoría del alma china: parece una traducción disparatada, enfermiza, por momentos chocante o delirante, quizá la traducción de una traducción de un texto de por sí inseguro, cruzado por varias voces y apetencias y cuyo origen es ya imposible de precisar, traducción que sin embargo se muestra resistente a la traducción, esto es, a la rápida conversión de la escritura en producto, en regalo de bodas, en cifra de aceptación de un código confiable: en ruido de fondo.

5. Una de las lecturas posibles de Teoría del alma china consiste en pensar que el primero y el último capítulo son eso, capítulos, que funcionan como marco general, mientras que los dos textos intermedios operan como relatos libres, narraciones que se infiltrarían como un virus en el cuerpo estable de la teoría. A partir de Kafka y Borges en primera instancia, China representa en los capítulos ‘teóricos’ la imagen de la proliferación, de la desmesura jerarquizada: el infinito es aquello cuyos elementos constituyentes son también infinitos. Sin embargo, hay que notar que el libro abre y cierra con el tema de las carreteras de China, y que de hecho sus asuntos principales son las carreteras, las prisiones, los guetos, los archivos, es decir: el país no como un ámbito que encierra un puñado de puntos luminosos sino como una red densa y opresiva, y cuyos núcleos o nudos no son el top ten de monumentos turísticos sino los lugares más oscuros y más decisivos del Estado. Aquí asoma la potente carga política de aquella enunciación naif, que en su búsqueda de una permanente ritualización convencional, muestra sin decir que esta China, ese más-allá-de-occidente, no es sino una parodia de ese mismo occidente, el bufonesco “Gran Corazón de Occidente,” y que la estetización de la violencia no es sino el reflejo de la estetización de la violencia propia, ante el que usualmente se cierra los ojos. De acuerdo con Julio Ramos, el Facundo de Sarmiento, libro tradicionalmente concebido como el mero dibujo marginalizador de la alteridad, puede leerse más bien como un poderoso mediador para ambas partes, como un discurso que intenta con estrategias seductoras la traducción recíproca; creo que Teoría del alma china puede verse de modo análogo, porque cuando la voz habla de forma candorosa, cuando en apariencia se limita a constatar los hechos con su corrección occidental, con su mala conciencia de progresista, en ese momento dice China, y decir China aquí significa decir, bajo la imagen de un chiste o una curiosidad etnológica, la razón totalitaria del Estado moderno. Es entonces cuando aparece la risa frente a las retractaciones y los mea culpa que pertenecen a nuestra historia, frente a los intelectuales que terminan convertidos en agentes, en perros de presa del Estado, frente al vigilar que acaba vigilándose a sí mismo. No es tan gratuita mi referencia al Facundo: el capítulo dos de Teoría del alma china se llama “Matadero”, y si en el relato de Echeverría el matadero era metáfora de la violencia real, física, del régimen de Rosas (el joven unitario asesinado como Cristo por los matarifes), en la narración de Aguilera el mismo lugar se convierte, merced a una vigilancia con métodos anacrónicos, anticuados, como si de una simpática cárcel de papel y bambú se tratara, en metáfora de la violencia ritualizada y totalitaria hasta el paroxismo: la risa nerviosa o el bucle infinito. Es así que se presenta entonces una escena como esta: en el techo del matadero que está frente a la casa del escritor (un parapléjico enemigoaliado del régimen) surgen los “hombrecitos de cartón. Aparecieron un día en el techo del matadero […] y se corrían solos de lugar formando varios diseños. A veces una cruz, a veces una espiral, a veces una fila horizontal. Estaban pintados como los sheriff de las películas del oeste, con pistola/chaleco, y en vez de ojos tenían huecos, dos huecos por donde suponíamos alguien iba a mirar.”

6. En la penúltima página de Teoría del alma china se hace una breve reflexión sobre el particular museo del torreón Yu Hoo, un museo “donde lo expuesto no responde a la reproducción de espacios de vida: ese simulacro inútil que por lo general archivan los museos en Occidente, sino al amontonamiento y al ajuste de cuentas que hizo la historia con este hombre, al orden precario con que había sido amontonado todo, al desprecio,” descripción que podríamos extender al propio libro: no se trata de narrar verazmente China, de representar con fidelidad al objeto China, sino de construir una imagen que permita rastrear la historia de esa curiosa práctica consistente en pensar que se define al Otro cuando en verdad se está definiendo al Uno como tenaz oposición, que confía en ubicar el Mal y la Pureza en posiciones fijas. El alma china es un modo de nombrar el alma por fin sustraída, chupada, ocupada en su plenitud: “Si alguna vez habíamos tenido alma [dice el narrador cuando se da cuenta de que es imposible, o inútil, zafarse del sistema de carreteras de China], en ese instante la habíamos perdido.”

7. En la contraportada, Gabriel Bernal apunta que en Teoría del alma china hay “cero color local.” Entiendo que ese mensaje veloz va dirigido a captar posibles lectores para el libro, pero después de lo anterior, me parece casi innecesario señalar que en el texto de Carlos A. Aguilera lo que más abunda es color local, que de hecho se construye a partir de tópicos chinos o cuentos chinos (la sabiduría milenaria y aforística, el kitsch de los restaurantes y los karaokes, el refinamiento de las torturas, los nombres de cosas que siempre significan algo como “cola de dragón” o “vasija redonda de esmalte”, etcétera), lugares comunes que, en su exposición desnuda, descarnada, muestran no tanto al objeto como al sujeto que los concibe (en este sentido, me gustaría escribir un lugar común: Aguilera pertenece al ‘lado Piñera’ de la literatura cubana). A menudo se piensa que, digamos, un escritor mexicano se libra del color local por el mero expediente de construir personajes lapones o armenios. ¿Pero es que el color local depende del acta de nacimiento? ¿No habría que pensar más bien en que todos escribimos con nuestros pequeños, humildes, vergonzosos colores locales, y que entonces más valdría hacerlos explícitos o, como Aguilera, trabajar a partir de ellos, tornarlos corrosivos?

8. No quiero terminar sin escribir algo sobre el magnífico capítulo o apartado tres, “El gran corazón de Occidente.” En él se intensifica una práctica común a todo el libro: continuas alusiones culturales, o más bien, usos extraños de esas alusiones. Aquí, entre otras cosas, una reescritura de También los enanos comenzaron de pequeños de Herzog, Trastorno de Bernhard y quizá La montaña mágica. Si en la película de Herzog se mata a una cerda, en el texto de Aguilera un director alemán (el Alemán) decide que en su película muera apaleada una vaca; si Herzog dispone una espantosa cancioncita en español con voz de niño, el Alemán propone una “mezcla de risas-gruñidos con musiquita religiosa húngara;” Herzog crucifica un chango, los enanos del Alemán una “puerca recién parida.” Pero más que eso: Herzog elige las Canarias como insólito escenario para su filmación (por cierto, un paréntesis: he intentado averiguar, sin éxito, si el pueblo Dolores Hidalgo que aparece en la película realmente existe en Canarias o es una risotada del director) y el Alemán de Aguilera escoge China, ese otro confín de Occidente. En fin. Lo que quiero decir es que en “El gran corazón de Occidente,” enriquecida con fantásticas viñetas pornográficas, con discursos a lo Bernhard, con una inquietante ficción sobre Karl Kraus, la obra de Herzog, ya de por sí una historia delirante, es en verdad recreada, al grado tal de hacer que nos preguntemos si su película no fue más que un ‘detrás de cámaras’ de otra película, esa sí la real, la añorada, aún más extremosa, que ya nunca vimos.