 
    
¿Agustín Acosta contra Julián del Casal?
 Agustín Acosta nació en la  ciudad de Matanzas el 12 de noviembre de 1886. Estudió leyes y fue encarcelado  por su oposición al dictador Gerardo Machado. Bajo otra dictadura – la de  Batista – fue consagrado en 1955 como poeta  nacional. Como afirma Manuel Díaz Martínez, “[s]u principal aporte a la  renovación de la lírica cubana es la emotiva sencillez que domina sus mejores  versos —temprano antecedente del coloquialismo de los años 50 y 60—, de la que  es ejemplo consumado el soneto “La camisa”; sencillez que le permitió trasmitir  con soltura y transparencia, tanto en décimas de tono popular como en el  extenso poema “Las carretas en la noche”, inquietudes y sentimientos  relacionados con el país. Este poema, el más célebre de los suyos, pertenece al  libro La zafra, que lo vincula a la  Vanguardia y por el que es considerado, junto a Regino Pedroso (1896-1983),  iniciador de la corriente político-social en la poesía cubana de la República.”  Abandonó la Isla en 1972, dejando vacante la silla de «poeta nacional», que fue  ocupada por Nicolás Guillén. Murió en Miami – Acosta, no Guillén – el 12 de  marzo de 1979.
     Agustín Acosta nació en la  ciudad de Matanzas el 12 de noviembre de 1886. Estudió leyes y fue encarcelado  por su oposición al dictador Gerardo Machado. Bajo otra dictadura – la de  Batista – fue consagrado en 1955 como poeta  nacional. Como afirma Manuel Díaz Martínez, “[s]u principal aporte a la  renovación de la lírica cubana es la emotiva sencillez que domina sus mejores  versos —temprano antecedente del coloquialismo de los años 50 y 60—, de la que  es ejemplo consumado el soneto “La camisa”; sencillez que le permitió trasmitir  con soltura y transparencia, tanto en décimas de tono popular como en el  extenso poema “Las carretas en la noche”, inquietudes y sentimientos  relacionados con el país. Este poema, el más célebre de los suyos, pertenece al  libro La zafra, que lo vincula a la  Vanguardia y por el que es considerado, junto a Regino Pedroso (1896-1983),  iniciador de la corriente político-social en la poesía cubana de la República.”  Abandonó la Isla en 1972, dejando vacante la silla de «poeta nacional», que fue  ocupada por Nicolás Guillén. Murió en Miami – Acosta, no Guillén – el 12 de  marzo de 1979.
      Solo dos años después de  que Lezama Lima publicara su ensayo sobre Julián del Casal en el suplemento  dominical de El Mundo, Agustín Acosta  leyó el trabajo que presentamos en la tumba de Casal, durante la peregrinación  llevada a cabo por la Sociedad Nacional de Bellas Artes, el 21 de octubre de  1943, con motivo de cumplirse el cincuentenario de la muerte del poeta. Refiere  Díaz Martínez que vio a Acosta por última vez, cuando este lo visitó en La  Habana. El poeta de las carretas le contó “que en 1910 había visto en el  habanero Hotel Inglaterra a Rubén Darío, pero de espalda, sólo de espalda,  porque no se atrevió a acercársele y saludarlo.” Quizá esa timidez explique  tanto este dudoso homenaje a Casal, como la sensación de carreta extraviada que  nos dejan sus comentarios sobre el modernismo y el poeta nicaragüense.
Evocación de Julián del Casal
Agustín Acosta
     Él ha permanecido solo  demasiado tiempo. Junto a su tumba él no sentía el rumor del mundo, cuando en  las noches deslumbradoras, o en los días ennegrecidos, él vagaba por estos  lugares alegres, tenaz perseguidor del alma amiga, del alma hermana que le sonriera  en su largo silencio.
 hermana que le sonriera  en su largo silencio. 
           Culpables hemos sido  todos, y yo más que ninguno; porque, si bien hiriéndome de sinceridad el  corazón, acaso no supe reconocerle su innata jerarquía, la noche aquélla en que  la Academia de Artes y Letras me abría sus brazos maternales. 
      Culpables hemos sido  todos, por omisión justificada, ya que nuestro egoísmo ama la vida que nos  enardece o nos embriaga; y aunque el recuerdo suele ser la más dulce corona de  flores que dedicamos a los que se fueron, digamos con pesar infinito que el  recuerdo a veces se deshace en cenizas obscuras. 
           Hace años que pasaron los  días aquéllos en que desde la redacción de El  Fígaro — ¡oh inolvidable! — salía la caravana de poetas a dejar azucenas y  rosas sobre esta tumba venerada. Hace muchos años que el olvido nieva sobre  esta losa endurecida de asombros y de espantos. Se han acumulado los días unos  sobre otros, amigos míos, y Julián del Casal no ha sentido  la proximidad de nuestra ternura.(1) 
           Al evocar al poeta  doloroso yo quiero evocar también, en este amable momento en que se hallan  recogidos los corazones, la figura entrañable de Ramón Catalá, alma de las  jornadas aquéllas, héroe de la triste sonrisa, de la palabra enguirnaldada,  gran señor de la delicadeza y del cariño. Sin ser él poeta, tenía con la poesía  los más puros contactos; y cuando se trataba de reverenciar a un alma agobiada  por la estéril incomodidad de una lira, Ramón Catalá mostraba siempre su rostro  risueño, su mano acogedora, su palabra cuajada de gratos estímulos, como si  palabra, mano y rostro pudieran tener transfiguraciones milagrosas, y ser, para  los poetas de todas las latitudes, consolación y alivio, impulso y esperanza. 
           ¡Ah, señores! No es bueno  dar a esta visita un carácter patético que marchite las rosas memorables y  aplome nuestro corazón. No incurramos, como ciertas almas, en el error de  llegar poseídas de negras tribulaciones a los lugares donde reposan los muertos  amados. Sonriamos, si la sonrisa brilla en nuestros ojos y asoma a nuestros  labios; charlemos si el afecto cordial a ello nos invita. Seamos nosotros  mismos, en fin, sin ensombrecernos de tristeza las caras radiantes, porque así  ellos nos verán cómo somos realmente, como ellos recuerdan que éramos, y no sentirán  el dolor de que intentamos engañarlos con generosos disimulos. 
           Aquí estamos, poeta, como  en los primeros años del siglo que ahora media. Yo no tenía sino quince años y  un conmovedor deslumbramiento. Me llegaba tu verso excepcional, como algo que transpiraba  emanaciones de esta misma tumba; me llegaba el eco de tu nombre agudo, en que  la primera vocal del alfabeto se hace afirmación edificante y luminosa. Sabía  que habías muerto muy joven, pero como yo contaba tres lustros apenas, casi  viejo te veía en la añoranza, como hoy te veo eternamente joven en el Parnaso  de nuestra tierra, alternativamente feliz o desgraciada. 
           Llegaban los otros, los  poetas de Arpas Cubanas, románticos  todavía a pesar de su nueva orientación. Y me llegabas tú, oh Federico Uhrbach,  mi grande y amado Federico, poniendo cortinas deslumbradoras frente a paisajes  exóticos, dando a tu corazón un ritmo nuevo y un sendero invisible. 
           Llegaste tú, oh  incomprendido, y en los ya borrosos amaneceres del siglo, Julián del Casal,  para mi entusiasmo y para mi locura, no fue sino una dulce sombra taciturna. 
       Yo me acuso de  indiferencia, ya que también me he acusado de locura. No es plausible que hable  de mí, o que trate de unir mi pobre nombre que anda a tientas, al nombre aquél  que todas las antologías consagran, que todas las banderas saludan, y que todos  los espíritus selectos aman y reverencian. Pero quiero que él oiga estas  palabras como si fueran dichas a su oído; porque oído es una tumba a la cual,  en las noches tranquilas, acude el alma del enterrado para conocer pensamientos  que fueron dejados junto a las flores, o sobre el mármol, o prendidos en los  hierros de las verjas protectoras. Recordad, amigos, que estas palabras llenas  de angustia y de torpeza son una mera evocación del poeta de Nieve, y que evocación no quiere decir  juicio crítico de su obra.(2) Pero es tan presuntuosa el alma humana, — más ávida de aparentar sabiduría, que  de realmente poseerla — que no se sentiría contenta de sí misma, si a la  evocación conmovida no añadiera la opinión enfática, el engolado juicio, el  dictamen magistral, seguramente equivocados.
     Yo me acuso de  indiferencia, ya que también me he acusado de locura. No es plausible que hable  de mí, o que trate de unir mi pobre nombre que anda a tientas, al nombre aquél  que todas las antologías consagran, que todas las banderas saludan, y que todos  los espíritus selectos aman y reverencian. Pero quiero que él oiga estas  palabras como si fueran dichas a su oído; porque oído es una tumba a la cual,  en las noches tranquilas, acude el alma del enterrado para conocer pensamientos  que fueron dejados junto a las flores, o sobre el mármol, o prendidos en los  hierros de las verjas protectoras. Recordad, amigos, que estas palabras llenas  de angustia y de torpeza son una mera evocación del poeta de Nieve, y que evocación no quiere decir  juicio crítico de su obra.(2) Pero es tan presuntuosa el alma humana, — más ávida de aparentar sabiduría, que  de realmente poseerla — que no se sentiría contenta de sí misma, si a la  evocación conmovida no añadiera la opinión enfática, el engolado juicio, el  dictamen magistral, seguramente equivocados. 
           Por eso mi alma, que no es  distinta de las otras almas que todavía se embriagan con el viejo absintio de  la luna; que en nada difiere de aquéllas que tienen el orgullo o la vanidad  incontestable de su juicio; por eso mi alma, humildemente, ante un conclave de  cardenales ilustres de la palabra, y del sentimiento artístico, quiere decir lo  que a su juicio fue Julián del Casal en la Poesía de Cuba, aun conociendo de  antemano que con este juicio no estarán conformes lo que enjuiciaron antes o  critiquen después.(3) 
           Buscarle antecedentes a un  poeta no es difícil tarea(4),  ya que para encontrarlos apenas hay que ir demasiado lejos. En torno suyo se  encuentran, coexistiendo con su vida y con su obra, palpitante entre sus  contemporáneos. Las escuelas literarias no son otra cosa que la acentuada  imitación — sin propósito — entre escritores de una misma generación; la  natural influencia de las conversaciones, de los puntos de vista, de los  propios acontecimientos. Hay escuelas literarias y hay modas literarias. Las  primeras responden a un principio de renovación y de cultura; se asientan sobre  cánones preconcebidos; se van ensanchando y transformando a la vez; crean un  ambiente espiritual propicio a la expresión idéntica, si no a idéntico  sentimiento; anhelan realizar una vitalidad de contenido en el tiempo y de  permanencia en el espacio. Las escuelas son creadoras y constructivas, y  dondequiera que una de ellas aparece, ha surgido antes su complemento  inseparable: el maestro.
 torno suyo se  encuentran, coexistiendo con su vida y con su obra, palpitante entre sus  contemporáneos. Las escuelas literarias no son otra cosa que la acentuada  imitación — sin propósito — entre escritores de una misma generación; la  natural influencia de las conversaciones, de los puntos de vista, de los  propios acontecimientos. Hay escuelas literarias y hay modas literarias. Las  primeras responden a un principio de renovación y de cultura; se asientan sobre  cánones preconcebidos; se van ensanchando y transformando a la vez; crean un  ambiente espiritual propicio a la expresión idéntica, si no a idéntico  sentimiento; anhelan realizar una vitalidad de contenido en el tiempo y de  permanencia en el espacio. Las escuelas son creadoras y constructivas, y  dondequiera que una de ellas aparece, ha surgido antes su complemento  inseparable: el maestro. 
           Las modas literarias son  el ladrido de la ignorancia frente a lo indestructible y eterno, el pregón que  sobre un coche de alquiler lanza a las multitudes regocijadas un charlatán de  feria. 
           La escuela, cuando ya se  ha definido, excluye lo extravagante; la moda no tiene otro principio y otro  fin que la propia extravagancia. La escuela es la cabellera hermosa y fragante  de una mujer. La moda es el peinado ridículo que inventan los peluqueros del  día para humillar la belleza con la prueba de su mal gusto. 
           Cuando un poeta, dentro de  las aulas de una escuela, no ha logrado figurar entre los primeros alumnos, y se  marchitan, antes de ser corona, los laureles; y se le oxidan, antes de  condecorarle el pecho, las medallas; y es el silencio la única resonancia de su  nombre, ese poeta, o crea una moda — si es bastante audaz para realizarlo — o  se adhiere a ella con el ímpetu que suelen demostrar los fracasados de una  actividad cualquiera cuando emprenden una nueva labor.(5) 
           No podríamos afirmar, a  ciencia cierta, de cuáles maestros recibió enseñanzas Julián del Casal. Sería  aventurado atribuirle influencias que no fueran directas y notorias, ya que  muchas veces aquello que llamamos coincidencia no es otra cosa que la captación  simultánea de las mismas ideas emitidas por mentes poderosas, y recogidas por  mentes vigilantes, muy cerca o muy lejos unas de las otras. 
           En torno del año 1885  comenzó Julián del Casal a manifestarse el poeta que fue luego. Ocho años  solamente duró aquella fuente de pesimismo y de neurosis. 
           ¿Quiénes eran los poetas  que en el curso de esos mismos años renovaban en España y en América los  cánones desacreditados del Romanticismo aparatoso? 
           En Cuba, Martí lo  reformaba todo con su palabra. Martí llenaba de santas rebeldías los espíritus;  pero si enjuiciamos seriamente su labor de poeta, sin limitarnos a repetir lo  que alguien dijo por vez primera en virtud de no se sabe cuáles razones, a  Martí no puede considerársele, apropiadamente, como un precursor del  Modernismo. La poesía que advino en los tiempos en que el Apóstol caía en Dos  Ríos, y cobró vigencia y realce en años sucesivos, no era ciertamente la que él  anunciaba o prometía. Si el Modernismo hubiera sido una consecuencia de aquel  magnífico apostolado de belleza y de luz, sin duda sería algo esencialmente  distinto a lo que fue. Martí, excepcional en la vida y en el Arte, rechaza  afiliaciones equívocas. Pero si alguna es necesaria para catalogarlo como a  cosa común, digamos de una vez que Martí fue el clásico más extraordinario de  la Lengua Española, y que su verso fuerte, medular, sincero, sin artificio y  sin rebuscamiento, no puede haber sido la fuente de un modernismo de aguas  turbias y de mármoles rotos, cuyo claro diamante salvador no fue otro que Rubén  Darío.(6) 
           Y si nos internamos un  poco en estas selvas, señores, sin mucha acuciosidad y con ánimo ligero,  llegaríamos a una conclusión sorprendente: Rubén Darío no fue propiamente un  modernista. Y si persistiéramos aún en esta jornada difícil, sin vacilaciones y  sin miedos, acaso podríamos añadir: La Escuela Modernista no ha existido nunca.  El vocablo modernista, aplicado a la renovación literaria de América, carece de  sentido.(7)
       Pero estas palabras no  deben ser sino una evocación del poeta cubano desaparecido prematuramente, y  hace mal el evocador en convertirlas en divagaciones sin substancia y sin  método.
     Pero estas palabras no  deben ser sino una evocación del poeta cubano desaparecido prematuramente, y  hace mal el evocador en convertirlas en divagaciones sin substancia y sin  método. 
           Decíamos que Martí  oficiaba en Cuba, sacerdote de los más blancos altares; Díaz Mirón y Gutiérrez  Nájera en México; González Prada en el Perú; Ricardo Gil y Manuel Reina en  España. Ah, señores, pero en España oficiaba también Salvador Rueda, que fue  amigo de Casal. Si en algunos poemas de Casal hiciéramos abstracción de aquella  modalidad amarga y pesimista de su espíritu, encontraríamos la sonoridad  plástica y recia, el ornamento y la música con que en aquellos años pontificaba  sin ser comprendida, la musa soberbia y fecunda de Salvador Rueda. 
           Y si a algunos de los  versos de Casal añadiéramos lo que hay de alegre despreocupación en algunos  poemas de Gutiérrez Nájera, en aquéllos encontraríamos la garra dulce y suave  del Duque Job acariciando el alma de  nuestro poeta atormentado. 
      ¿Pero es que Julián del  Casal no influyó también sobre Rueda, sobre Reina, sobre Nájera? Contemporáneos  como eran, no sería aventurando afirmar influencias recíprocas entre los  mismos, ya que todos volaban en un cielo igualmente luminoso, y todos ellos conocían  por igual su doloroso oficio. 
           Martí — dijimos — no fue  un precursor del Modernismo, porque era superior a él. No puede ser adelantado  de una escuela quien de toda escuela se desorbita. Los revolucionarios no son  precursores, porque la revolución no traza surcos.(8) 
           El más destacado precursor  del Modernismo en la América Española, fue, por tanto, Julián del Casal.(9) Lo que hay  de simbolismo tímido en su obra, de decandentismo patológico, de modalidad  francesa, de artificioso y de meramente formal, se encuentra años más tarde en  casi todos los poetas que abrazaron el credo modernista. 
         Para  comprobar hasta dónde Casal fue un precursor no hay sino leer con espíritu y  visión de ahora versos escritos por él a fines del siglo pasado: 
Bate la lluvia la vidriera
y las rejas de los balcones,
donde tupida enredadera
cuelga sus floridos festones.Bajo las hojas de los álamos
que estremecen los vientos frescos,
piar se escucha entre sus tálamos
a los gorriones picarescos.Abrillántanse los laureles,
y en la arena de los jardines
sangran corolas de claveles,
nievan pétalos de jazmines.
     Estos versos corresponden  al poema «Tardes de lluvia», uno de los más bellos de Casal, uno de los más  cuidados en su expresión, ya que es fácil advertir que nuestro poeta no fue un  exquisito de la palabra, y que en muchos de sus más famosos poemas se observa  un cansancio expresivo que contradice el refinamiento exótico que ornamentaba  su triste vida de recluso. 
           No puede decirse de él que  fuera un poeta enteramente artificial, pero justo es confesar que le faltaba la  emoción, el grito de vida pujante que desdeña palabras y acentos y giros, y da  al verso un ritmo personal que lo hace inconfundible y lo mantiene siempre vivo  en el recuerdo. 
           Hijo de marino, o de  hombre que había interrogado muchas veces horizontes al mar[sic], sueña con  países lejanos, con tierras absurdas donde un reposo espiritual completo  propicie sus imaginaciones. 
           No puede afirmarse que un  amor humano, que un fecundo amor de mujer embelleciera o atormentara sus horas;  no puede decirse que el amor de la Patria enardeciera de rebeldías su corazón.  No son bastantes una crónica y un soneto para justificar una actitud que, a la  postre, bien justificada se halla en aquel temperamento impasible.(10) 
           No hay acusación alguna en  las palabras dichas. No era Casal, si se le enmarcara en la moderna ciencia del  psicoanálisis, hombre de responsabilidad plena en sus acciones o en sus  inhibiciones. Si le faltaba el ímpetu gozoso que da la salud, y para él era  desaliento la esperanza, ¿por qué reclamarle entusiasmo al gran indiferente? 
           Él mismo lo expresa, él  mismo nos dice cuán efímeros eran en él los más hermosos sentimientos del  hombre: 
Amor, patria, familia, gloria, rango,
sueños de calurosa fantasía,
cual nelumbios abiertos en el fango,
sólo vivisteis en mi alma un día.
     Ese sentimiento así  expresado, ¿es queja o es desdén? Llama fango a su alma el dulce descontento de  sí mismo y del mundo que lo rodeaba. Llama fango a lo que en él había de más  hermoso y de más triste; llama fango, en fin, al lago de aguas muertas en el  cual, merced a un espejismo de desesperada ansiedad, se reflejaban paisajes  exóticos, flores montruosas, y se hundían en los quietos cristales las lunas  que no existen. 
      
           Y, ahora, señores, vamos a  dedicar un recuerdo amoroso a otro gran poeta, cuyos son los versos con que  cerraré esta evocación: a José Manuel Poveda. Para honor mío, nuestros nombres  marchan juntos en cierto movimiento de la Lírica cubana. No importa que tus restos  no descansen aquí, en esta necrópolis suntuosa, grande y querido Poveda. 
      Yo sé que el latido de los  corazones que hoy recuerdan a Julián del Casal, es el mismo que se hace más  rápido al conjuro de tu nombre clarísimo. Y mientas la otra peregrinación al  lugar de tu descanso se hace posible, para que tu espíritu se acerque al  nuestro en este instante de evocaciones infinitas, rezaré tu poema al hermano(11) que duerme  bajo esta losa. 
JULIÁN DEL CASAL
CANTO ÉLEGO**
Grave campanero, nocturno mastín funerario
que atisbas el tránsito al brillo de tu lampadario,
y doblas tus dobles con lento ademán:
dime si le viste, y dime a qué obscura ribera
fue el dulce poeta precito en su marcha postrera,
Cerbero que espías a los que se van.Aquel heresiarca fue todo de pétalo y cantico,
bardo decadente, llevó un dulce nombre romántico;
cantó en loa del bien sonatinas del mal,
loco de tristeza, gimió su pesar taciturno,
flamínea en su frente la lívida luz de Saturno,
rapsoda del propio relato fatal.Niño alucinado, previó que se iría temprano,
e indolentemente, tendió hacia la sombra su mano,
cual vaso vacío al escanciador.
Murió para el gozo, que artero un callado verdugo
le puso en el vaso, tal como los magos de Hugo,
perenne brebaje de angustia y rencor.Le halló la alborada tallando en zafiro el espacio,
lanzando sus hojas marchitas al viento despacio,
puliendo en facetas su desilusión;
fogoso y doliente, con fuego y dolores del trópico,
torvo e intranquilo, debajo de su credo utópico,
y con sed de vicios en el corazón.Mas vino la tarde. Nevaba, y un lírico anhelo
llevóle a otra senda, bajo otro mirífico cielo,
sobre una gran cumbre de serenidad.
Vio egregias visiones; a Saulo en el santo camino,
y al bardo del Lacio, gozando su infausto destino,
con indecible voluptuosidad.Y al fin fue la noche. Satán murmuró su trisagio
y dijo el ritual. Baudelaire en monótono adagio
cantó las antífonas turbias del mal;
Volupta fue diosa, Tristeza fue goce y demencia,
fue cuerda quebrada de orgasmo y de luto Juvencia,
Saturno vertía su lumbre letal.Abrióse una tumba. Cayó como cae una estrella
en el infinito, sin más oblación ni otra huella
que lívida estela de efímera luz.
Divino blasfemo para el que fue odiosa Natura,
no pudo en el vago Moriah donde halló sepultura
crecer una flor ni elevarse una cruz.Grave campanero, nocturno mastín funerario
que atisbas el Tránsito al brillo de tu lampadario,
y doblas tus dobles con lento ademán:
dime si le viste, y dime a qué obscura ribera
fue el dulce poeta precito en su marcha postrera,
Cerbero que espías a los que se van.
He terminado. 
      
  Revista Cubana, vol. XIX, enero-junio,  1945. pp. 5-15. 
Notas
1. Considerando lo que se avecina en esta «evocación», lo mejor que pudo ocurrirle a Casal fue que no se le acercara la ternura de Agustín Acosta.
2. Recordad que eso es justamente lo que se propone: echarle más tierra a la tumba; asegurarse de dejarlo bien enterrado.
3. Convocado el cónclave cardenalicio, Agustín Acosta se dispone a desarrollar el argumento inquisitorial.
4. ¿Inquisidor, policía o alienista?
6. Una muestra de lo que significa adelantarse a su tiempo. El para nada sutil ataque a Casal toma forma en la andanada contra Darío y, por supuesto, en la exaltación de Martí. ¿Y de dónde saca Agustín Acosta que en Cuba Martí «lo reformaba todo con su palabra»?
8. No; los que los trazan son los camellos distantes.
9. Darío no fue modernista; la misma palabra modernismo carece de sentido. Casal fue el más destacado de precursor del modernismo — entiéndase, de un sinsentido: Casal es, por tanto, un absurdo. La mezquindad, la arrogancia y el sinsentido son los bueyes que tiran de la carreta de esta más bien revocación de Casal.
Ya lo había dicho Agustín Acosta al principio: «estas palabras llenas de angustia y de torpeza son una mera evocación del poeta de Nieve, y que evocación no quiere decir juicio crítico de su obra. Pero es tan presuntuosa el alma humana, — más ávida de aparentar sabiduría, que de realmente poseerla — que no se sentiría contenta de sí misma, si a la evocación conmovida no añadiera la opinión enfática, el engolado juicio, el dictamen magistral, seguramente equivocados» (énfasis mío).
Quien habla, por supuesto, es Caín.
 
  