 
    
Intertextualidad en Poemas Náufragos
Ileana Álvarez González, Universidad de Ciego de Ávila
     Harold Bloom, asumiendo una postura  más abarcadora sobre la intertextualidad, pero restringiendo el concepto de  texto al literario y específicamente al poético, plantea que todo poema es un  interpoema, y que toda lectura de un poema es una interlectura. De cierta  manera, Bloom está aludiendo al espacio de la tradición en que se inscribe toda  obra literaria y definiendo la intertextualidad como una forma de tradición  fijada en el texto que se dirige, para su decodificación, a un lector múltiple,  portador a su vez de una determinada tradición cultural. Estos postulados  resultan demasiado atrayentes para ser ignorados cuando abordamos el análisis  intertextual de determinada obra literaria, y aunque no ofrecen un alto  potencial heurístico a la hora del análisis y de la interpretación de un texto  individual, sí ayudan a su comprensión y a la valoración definitiva del lugar  que ocupan dentro del universo de lo ya escrito. 
       Al establecer un diálogo crítico, a partir de lo que  Bloom llama “mala lectura,”(1) con algunos poemas de Dulce María Loynaz, proponemos que puede observarse en  ellos la fuerza intertextual que recorre estructural y semánticamente algunos  de sus poemas, fuerza cuya conciencia autoral no se pone en tela de juicio al  determinar claramente las referencias textuales como ya leídas por el lector.  Para un análisis del último libro que Loynaz publicó en vida y que obtuviera el  Premio de la Crítica en 1992, el mismo año en que se le confiriera el Premio  Miguel de Cervantes, Poemas Náufragos (1991) a la hora de completar su  exégesis, no se puede obviar un acercamiento crítico que tenga en cuenta la  intertextualidad como co-factor interpretativo. Compuesto por nueve poemas, todos en prosa, escritos — según declaración  de la propia autora, y que cita Pedro Simón en las palabras “Al lector” que sirven de prólogo al poemario—“al azar, en distintas épocas y sin  ánimo de integrar un libro”(6), constituyó todo un suceso  literario (Dulce María llevaba sin publicar poesía inédita desde 1958, año en  que se editó en forma de libro su poema Últimos  días de una casa), y desde el punto de vista de la recepción, todo un suceso  largamente esperado: ya los poemas eran materia de leyenda, sus fábulas se  repetían de boca en boca, y de poeta en poeta se admiraba, algo que acentuaba  su propia condición de inéditos, pues la invención y la imaginería se tornaban en  especie de ruina circular borgeana que contribuían a alimentar el mito de Dulce  María. En las escasas aperturas al mundo que ella se había permitido después de  la Revolución, alguna que otra tarde nostálgica había accedido a leer estos  poemas para un selecto círculo de intelectuales, quienes luego se daban a la  tarea de transmitir a otros lo insólito del acontecimiento. A no dudarlo,  escuchar estos versos de labios de Dulce, con la voz de honda insularidad que  la caracterizó, constituiría una escena de sueños. Y ese halo onírico, de  misterio sin límites entre lo real y la ficción va envolver y condicionar la  primera y posterior recepción de estos textos en Cuba: en particular de “La  novia de Lázaro,” poema que magistralmente sintetiza su poética, pues  constituye un crisol no sólo de las angustias fecundas del acto creador, sino  también de la cosmovisión de Dulce María Loynaz; de su actitud, para nada  simple, ante la realidad.
     Al establecer un diálogo crítico, a partir de lo que  Bloom llama “mala lectura,”(1) con algunos poemas de Dulce María Loynaz, proponemos que puede observarse en  ellos la fuerza intertextual que recorre estructural y semánticamente algunos  de sus poemas, fuerza cuya conciencia autoral no se pone en tela de juicio al  determinar claramente las referencias textuales como ya leídas por el lector.  Para un análisis del último libro que Loynaz publicó en vida y que obtuviera el  Premio de la Crítica en 1992, el mismo año en que se le confiriera el Premio  Miguel de Cervantes, Poemas Náufragos (1991) a la hora de completar su  exégesis, no se puede obviar un acercamiento crítico que tenga en cuenta la  intertextualidad como co-factor interpretativo. Compuesto por nueve poemas, todos en prosa, escritos — según declaración  de la propia autora, y que cita Pedro Simón en las palabras “Al lector” que sirven de prólogo al poemario—“al azar, en distintas épocas y sin  ánimo de integrar un libro”(6), constituyó todo un suceso  literario (Dulce María llevaba sin publicar poesía inédita desde 1958, año en  que se editó en forma de libro su poema Últimos  días de una casa), y desde el punto de vista de la recepción, todo un suceso  largamente esperado: ya los poemas eran materia de leyenda, sus fábulas se  repetían de boca en boca, y de poeta en poeta se admiraba, algo que acentuaba  su propia condición de inéditos, pues la invención y la imaginería se tornaban en  especie de ruina circular borgeana que contribuían a alimentar el mito de Dulce  María. En las escasas aperturas al mundo que ella se había permitido después de  la Revolución, alguna que otra tarde nostálgica había accedido a leer estos  poemas para un selecto círculo de intelectuales, quienes luego se daban a la  tarea de transmitir a otros lo insólito del acontecimiento. A no dudarlo,  escuchar estos versos de labios de Dulce, con la voz de honda insularidad que  la caracterizó, constituiría una escena de sueños. Y ese halo onírico, de  misterio sin límites entre lo real y la ficción va envolver y condicionar la  primera y posterior recepción de estos textos en Cuba: en particular de “La  novia de Lázaro,” poema que magistralmente sintetiza su poética, pues  constituye un crisol no sólo de las angustias fecundas del acto creador, sino  también de la cosmovisión de Dulce María Loynaz; de su actitud, para nada  simple, ante la realidad.
           La intertextualidad como procedimiento creador  consciente, como instrumento creativo, marcadamente intencional, es uno de los  sellos de la poesía moderna.  En Dulce  María la escritura intertextual es una forma de dialogar, en el sentido  bajtiniano, con diferentes culturas. En Poemas Náufragos hay tal  unidad semántica y estructural que desconcierta la propia aseveración de su  autora de que fueron escritos al azar en diferentes épocas. Uno de los  elementos que con más fuerza coadyuva a esta unidad es precisamente la fuerza  intertextual de los mismos, que supone un diálogo divergente (conflictivo),  enriquecedor o aprobatorio desde el punto de vista semántico-ideológico entre  el texto y el pre-texto. Antes de adentrarnos en la hermenéutica de “La novia  de Lázaro,” resulta imprescindible valorar dentro del contexto otros poemas a  los cuales se integra y con los que también establece “incompatibilidades  intertextuales.”(2) 
           En el primer poema, “El enemigo,” queda establecido  para el lector desde un inicio la referencia pretextual de la cual se parte: el  proverbio árabe utilizado como cita por la autora (“Me sentaré a la puerta de mi tienda para ver pasar el cadáver de mi  enemigo”), es la diana sobre la cual caerán todos los dardos del  nuevo texto. El dar esta primera clave supone en primer término centrar la  atención del lector en los elementos que afirmen y enriquezcan el origen; y, en  un segundo plano mucho más hondo, determinar las divergencias y conflictos con  el mismo. Este texto no solo constituye la invención de la fábula que esa cita  y la propia cultura que encierra le sugieren a la poetisa. Con ese leve  estremecimiento de mamparas que se escucha en toda su poesía, Dulce María, situándose  en un contexto árabe original que transporta con rapidez al lector, y el cual  hace alusión a las pequeñas cosas que constituyen propiedad de todos los  hombres, más allá de la cultura a la que pertenezcan, nos brinda una hermosa  metáfora sobre el destino, el amor y el odio como fuerzas impulsoras de la  vida. Síntesis poética que establece a su vez una negación de la propia imagen  que le da origen. De manera más natural, asume la terneza de una madre que narra  a su hijo un cuento antes de dormir, y nos hace partícipes, sin escolasticismo,  de una verdad  irrefutable: la inutilidad  de la venganza y el odio, por constituir cuando se asumen el verdadero rostro  de nuestro principal enemigo: uno mismo. Sin embargo, el sentido didáctico del  texto no se explicita sino que es aludido a través de la combinación de  imágenes de índole descriptiva, creadoras de una atmósfera donde lo sentencioso  fluye de manera natural.(3)
 parte: el  proverbio árabe utilizado como cita por la autora (“Me sentaré a la puerta de mi tienda para ver pasar el cadáver de mi  enemigo”), es la diana sobre la cual caerán todos los dardos del  nuevo texto. El dar esta primera clave supone en primer término centrar la  atención del lector en los elementos que afirmen y enriquezcan el origen; y, en  un segundo plano mucho más hondo, determinar las divergencias y conflictos con  el mismo. Este texto no solo constituye la invención de la fábula que esa cita  y la propia cultura que encierra le sugieren a la poetisa. Con ese leve  estremecimiento de mamparas que se escucha en toda su poesía, Dulce María, situándose  en un contexto árabe original que transporta con rapidez al lector, y el cual  hace alusión a las pequeñas cosas que constituyen propiedad de todos los  hombres, más allá de la cultura a la que pertenezcan, nos brinda una hermosa  metáfora sobre el destino, el amor y el odio como fuerzas impulsoras de la  vida. Síntesis poética que establece a su vez una negación de la propia imagen  que le da origen. De manera más natural, asume la terneza de una madre que narra  a su hijo un cuento antes de dormir, y nos hace partícipes, sin escolasticismo,  de una verdad  irrefutable: la inutilidad  de la venganza y el odio, por constituir cuando se asumen el verdadero rostro  de nuestro principal enemigo: uno mismo. Sin embargo, el sentido didáctico del  texto no se explicita sino que es aludido a través de la combinación de  imágenes de índole descriptiva, creadoras de una atmósfera donde lo sentencioso  fluye de manera natural.(3) 
           El pretexto, el proverbio árabe, que constituye  punto de partida referencial, de índole poético oral, es asumido de manera  claramente consciente para ser, a través de la invención fabular, transgredido,  al revertir su sentido e inutilizarlo. En el nuevo contexto, la significación es  reconstruida por el receptor en el curso de la lectura. Así estamos en  presencia de un fenómeno de recontextualización del proverbio al adquirir una  dimensión diferente a la original: “Buscó  en vano con su angustia, con sus manos torpes aquel odio suyo, por el que había  podido vivir la llama de aquel odio- calor único de su vida,  aquel odio sagrado; tan grande y tan triste como el Amor mismo… Quería ver las  tropas de demonios que lo habían atormentado y sólo veía los hombres volviendo  del campo claro con sus bueyes y sus gajos de sicomoro” (16). Aquí se sintetiza el sentido último del poema, la  proyección hacia una dimensión antagónica del proverbio que le da origen. Al  ver desde su tienda pasar el cadáver del enemigo, el hombre percibe la  inutilidad de una existencia movida por el odio y la espera de una venganza, y  vislumbra como una profunda verdad la pureza, la naturalidad simple de la vida  y la grandiosidad que se halla en esas mismas cualidades: “y solo veía los hombres volviendo del campo  con sus bueyes y sus gajos de sicomoro…”  (16). Dicha verdad lo desarma, precisamente,  por lo transparente de la sencillez que no había vislumbrado hasta ese momento,  mas ya no hay retorno para rehacer una vida con sentido verdadero. El hombre sólo  puede llorar delante del cadáver de su propia vida inútil, y del cortejo  sufriente de un mundo perdido irremediablemente que ahora, de pronto, han  pasado por su mente abatiéndolo como un relámpago.
           Es sintomático cómo Dulce María ha hecho suya esta  certeza. Hay en ella una búsqueda casi obsesiva del milagro de las cosas  comunes, espontáneas como los elementos de la naturaleza. Buscó siempre el  milagro de la sencillez, también en los procesos formales de su estilo. Sorprende  cómo logra la fuerza poética a través de una austera economía de la palabra, lo  que se explica por su búsqueda obsesiva de desnudez y equilibrio. No cabe duda  que si algo une a los “poemas náufragos,” –    aparentemente escritos de forma  espontánea y aislada –, además de su estructura, con la fina escritura en prosa  despojada de vanos florilegios, es la constante insistencia en la riqueza, en  toda la belleza y magia que se puede encontrar en la cotidianidad, en la  instintiva y esencial existencia. 
           “Carta de Amor al Rey Tut-Ank-Amen” es, junto a “La  novia de Lázaro,” el texto más significativo del libro, y uno de los más  hermosos escritos por la autora: entre ambos se establece un juego de  divergencias muy peculiar. La hermenéutica de ambos textos, a fin de hallar  precisamente en qué reside ese juego dialogal, resulta imprescindible para  redondear el juicio sobre la poética de Dulce María, que he llamado e  interpretado en el ensayo —realizado junto a Francis Sánchez— Dulce María Loynaz: La agonía de un mito (2000) como “poética de la fragilidad” (24). Ambos poemas, situados en el  anverso y reverso de su cosmovisión, se complementan y adquieren una dimensión  significativa mucho más amplia en el análisis comparativo de sus presupuestos  poéticos e ideotemáticos. 
       En 1929, en un peregrinar por el Oriente, visita  Turquía, Siria, Libia, Palestina y Egipto. A raíz de una visita a Luxor y a la  recién descubierta tumba del faraón muerto a los diecinueve años, escribe este  conmovedor poema, que según se ha afirmado “es el único fragmento que quiso  conservar de su extenso Diario de Viajes” (Poemas  Náufragos, 8) escrito por esta época. Cuando leemos este texto, las breves  palabras que Cintio Vitier le dedica en un pie de página de su ya canónico  ensayo Lo cubano en la poesía (1970), resultan certeras. La profunda sugestión, lo absorto de  sus versos, “la esencial femineidad que es su secreto” (378) merecen un  tratamiento especial a la hora de su valoración, pero nunca un aparte,  precisamente por esas cualidades, si estudiamos la poesía cubana en su conjunto.(4)  Lamentablemente, Lo  cubano en la poesía evidencia con notoriedad este vacío. Como dijera  Fina García Marruz, “toda su poesía está penetrada de su amor a la isla”, a “su  azul intenso de litografía” mariana, al misterio vegetal del “manjuarí  dormido” de su mapa, la “fina iguana de oro” (174).  Por ello no había justificación posible para  obviarla en un estudio integral de lo cubano en la poesía.
     En 1929, en un peregrinar por el Oriente, visita  Turquía, Siria, Libia, Palestina y Egipto. A raíz de una visita a Luxor y a la  recién descubierta tumba del faraón muerto a los diecinueve años, escribe este  conmovedor poema, que según se ha afirmado “es el único fragmento que quiso  conservar de su extenso Diario de Viajes” (Poemas  Náufragos, 8) escrito por esta época. Cuando leemos este texto, las breves  palabras que Cintio Vitier le dedica en un pie de página de su ya canónico  ensayo Lo cubano en la poesía (1970), resultan certeras. La profunda sugestión, lo absorto de  sus versos, “la esencial femineidad que es su secreto” (378) merecen un  tratamiento especial a la hora de su valoración, pero nunca un aparte,  precisamente por esas cualidades, si estudiamos la poesía cubana en su conjunto.(4)  Lamentablemente, Lo  cubano en la poesía evidencia con notoriedad este vacío. Como dijera  Fina García Marruz, “toda su poesía está penetrada de su amor a la isla”, a “su  azul intenso de litografía” mariana, al misterio vegetal del “manjuarí  dormido” de su mapa, la “fina iguana de oro” (174).  Por ello no había justificación posible para  obviarla en un estudio integral de lo cubano en la poesía. 
           Esta desolada, tiernamente adolescente carta de  amor, continúa una tradición inaugurada y llevada al límite del desbordamiento  romántico, en el siglo XIX, por dos grandes y raigales voces femeninas cubanas,  Gertrudis Gómez de Avellaneda y Juana Borrero, que encuentran en el género  epistolar la libertad imprescindible para el corcel de la imaginación poética y  la pasión amorosa. La intimidad que brinda la escritura de este poema en forma  de carta, le es necesaria para el logro de una confesión que puede resultar y  que es, de cierta manera, una locura. Confesión que se ve también resguardada  por el hecho de que, como ya afirmábamos, el poema en cuestión constituye un  fragmento de un diario. Dulce María, con ese pudor con que actuaba a la luz  pública, sólo accede a publicarlo casi diez años después, en 1938 en la revista Grafos, y quizás haya influido en ello la propia euforia de la  publicación de su libro Versos (1938). Ese mismo año, a su amiga Berta Arrozarena, periodista  de la época, le revela en una carta las profundas motivaciones que la llevaron  a escribir este poema. Motivaciones que, no sin cierto patetismo, ilustran a su  vez la poética de Dulce María, imbuida del éxtasis cristiano de la fragilidad,  de lo inmanente e inasible:
    
No hay canto mejor que el que no se dice. No hay nota que sea más bella que ese guión negro que es signo de silencio en los pentagramas. El canto del ruiseñor ya lo sabemos: el otro canto, el canto inmanente de todos los silencios… ¿cómo será? Silencio, silencio…Solo el silencio sugiere. Los demás hablamos o cantamos — que es hablar con metro y consonante y algunos ni a eso atienden ya — pero solo el silencio, sólo el silencio da derecho a esperar algo mejor. Quizás por eso me enamoré de Tut-Ank-Amen, amante sin palabras que no podrá contestar nunca mi carta, amante hierático, inmutable, ungido de ese supremo prestigio de la Muerte. Sí, yo amo a Tut-Ank-Amen porque tiene el silencio de la muerte, el prestigio de la Muerte. (¡Oh, este exquisito sentido de la Muerte…!) Si lo viera sentarse sobre el último de sus sarcófagos, desatar sus vendas de momia y salir a limpiarse el polvo de siglos de las sandalias en el sillón del joven limpiabotas del Museo, dejaría en el acto de amarlo (Cartas que no se extraviaron, 43-44).
     El joven rey Tut-Ank-Amen, detenido en la edad donde  todo aún era potencia y promesa, encarna el sentido de la ausencia, es la magia  sugestiva de lo que no se dice, porque su misma presencia anula toda expresión;  es la plenitud de la significación, expresada a través de un silencio pletórico  de imágenes. El joven faraón ha alcanzado la dignidad de lo inmanente, de lo  misterioso, de lo onírico al encontrar en la muerte el justo equilibrio. El  joven faraón representa para la poetisa su concepción de la poesía. Es la  poesía, el misterio que se encierra en sus infinitas posibilidades, su  condición de realeza indestronable, la imposibilidad de atraparla íntegramente,  la libertad de su silencio que siempre da derecho “a esperar algo mejor,” y su  ilimitada humildad.
           De amor y muerte se embriaga Loynaz al contemplarlo,  de amor y vida al expresar la conmoción ardiente que le causa el encuentro con  alguien que representa una cultura diferente y que a la vez se erige en símbolo  de su concepción poética. El faraón, “su amante sin palabras,” desde su muerte, y opinando  contrariamente a lo que algunos críticos consideran, como es el caso de  Salvador Bueno,(5) sí contesta la carta a la poetisa, y lo hace  precisamente desde el silencio pletórico de la imagen que personaliza, desde el  misterio como necesidad, que se encumbra en lo que devela: su propia condición  esotérica. La cultura egipcia emerge ante los ojos de Dulce María,  inmutable, hierática, intacta en sus secretos  y misterios. El descubrimiento de la tumba del faraón no resuelve enigmas sobre  una cultura pasada sino que reafirma los existentes, al fundar otros nuevos. La  poetisa seguirá amando al Rey porque este no desatará sus vendas, no se sentará  sobre sus sarcófagos, seguirá distante y cercano a la vez, comandando ya por  siempre los ritos sagrados del reino poético. Al conservar la pureza de esta  contradicción, como generador de vida solo por su asunción trágica del absoluto  de la muerte, el rey casi niño es admitido en un diálogo de amantes perentorio.  El sabor del sentimiento de imposibilidad, impulsado por la constatación física  de la ausencia espacial y temporal, hace más fuerte la empatía con esta especie  de Santo Grial descubierto rebosante de milagros, de infinitas posibilidades: “Nada tendré de ti, más que este sueño,  porque todo me eres vedado, prohibido, infinitamente imposible. Para siglos de  los siglos tus dioses te guardaron en vigilia, pendiente de la última hebra de  tus cabellos”(35).
 encuentro con  alguien que representa una cultura diferente y que a la vez se erige en símbolo  de su concepción poética. El faraón, “su amante sin palabras,” desde su muerte, y opinando  contrariamente a lo que algunos críticos consideran, como es el caso de  Salvador Bueno,(5) sí contesta la carta a la poetisa, y lo hace  precisamente desde el silencio pletórico de la imagen que personaliza, desde el  misterio como necesidad, que se encumbra en lo que devela: su propia condición  esotérica. La cultura egipcia emerge ante los ojos de Dulce María,  inmutable, hierática, intacta en sus secretos  y misterios. El descubrimiento de la tumba del faraón no resuelve enigmas sobre  una cultura pasada sino que reafirma los existentes, al fundar otros nuevos. La  poetisa seguirá amando al Rey porque este no desatará sus vendas, no se sentará  sobre sus sarcófagos, seguirá distante y cercano a la vez, comandando ya por  siempre los ritos sagrados del reino poético. Al conservar la pureza de esta  contradicción, como generador de vida solo por su asunción trágica del absoluto  de la muerte, el rey casi niño es admitido en un diálogo de amantes perentorio.  El sabor del sentimiento de imposibilidad, impulsado por la constatación física  de la ausencia espacial y temporal, hace más fuerte la empatía con esta especie  de Santo Grial descubierto rebosante de milagros, de infinitas posibilidades: “Nada tendré de ti, más que este sueño,  porque todo me eres vedado, prohibido, infinitamente imposible. Para siglos de  los siglos tus dioses te guardaron en vigilia, pendiente de la última hebra de  tus cabellos”(35).
           Cincuenta años después, cuando la poetisa ya había  alcanzado la serenidad especial que concede una vida larga, intensamente  vivida, le transmite a Pedro Simón, en “Conversación con Dulce María Loynaz,” una  visión de las motivaciones que hicieron posible este poema, menos dramática,  algo más objetiva, pero que no contradice la anterior, sino más bien la  complementa: 
    
La “Carta de amor al Rey Tut-Ank-Amen” es casi un delicado juego poético, un encaje con los más sutiles hilos de la fantasía. Obedeció a una circunstancia especial, al súbito encuentro de una muchacha sensible, imaginativa, con una Edad cuatro veces milenaria y con una exquisita criatura de esa Edad… Aquel fabuloso pasado emergía ante mis ojos, acababa de rescatarse todavía virgen desde el fondo de los tiempos y de pronto se hacía presente, casi tangible, casi íntimo… Es de suponer la fascinación del instante. Pero fue eso mismo, no podía ser más. (56-57).
  Como ella reflexiona, más consciente ahora del  contexto en que escribió el poema, la “carta” constituye “un delicado juego  poético, un encaje con los más sutiles hilos de la fantasía…”. La escritora se  ha situado en una situación comunicativa especial. El azar le da la oportunidad  de establecer un acto de comunicación e intercambio creador con una cultura que  del pasado, ella trae a su presente de forma intacta, “todavía virgen.” Ante la fascinación del momento, queda  ostensiblemente atrapada. Y es entonces que, enriquecida ante tamaña imagen que  se le insinúa íntima, familiar, resuelve tejer con los reales y sólidos hilos  de la fantasía el encaje sutil de un texto poético, que a la larga no es más  que un juego. Un juego que se establece, a partir de una dialogicidad fértil,  con un texto ajeno que se hace imprescindible para el feliz desarrollo del  texto propio. Lotman, en su ensayo “Para la construcción de una teoría de la  interacción de las culturas (el aspecto semiótico),” refiriéndose a la  necesidad de contactos culturales para la emisión de nuevos mensajes (textos) expresa:  “El desarrollo de la cultura no puede realizarse sin la constante afluencia de  textos de afuera (…) El desarrollo de la cultura, al igual que el acto de la  conciencia creadora, es un acto de intercambio y supone constantemente a “otro:”  a un partenaire en la realización de ese acto” (126).  Eso es Tut-Ank-Amen, una especie de  partenaire, que Loynaz llevan a planos más particulares, concretos, estableciendo  así un intercambio semiótico con su conciencia creadora, y tejiendo la urdimbre  de un mensaje plurisemántico, dotado de una cualidad intrínsecamente poética.  De ahí que, y muy a pesar de lo que la propia autora insinúa, su texto es más  que ese asombro ante el contacto cultural con algo inusitado. No “es sólo eso”  porque es un “fragmento de un diario” (Memoria), una “Carta…” (Confesión), un  poema (Exploración de los límites de la expresión) y, en fin, un texto abierto y  expansivo.
     Como ella reflexiona, más consciente ahora del  contexto en que escribió el poema, la “carta” constituye “un delicado juego  poético, un encaje con los más sutiles hilos de la fantasía…”. La escritora se  ha situado en una situación comunicativa especial. El azar le da la oportunidad  de establecer un acto de comunicación e intercambio creador con una cultura que  del pasado, ella trae a su presente de forma intacta, “todavía virgen.” Ante la fascinación del momento, queda  ostensiblemente atrapada. Y es entonces que, enriquecida ante tamaña imagen que  se le insinúa íntima, familiar, resuelve tejer con los reales y sólidos hilos  de la fantasía el encaje sutil de un texto poético, que a la larga no es más  que un juego. Un juego que se establece, a partir de una dialogicidad fértil,  con un texto ajeno que se hace imprescindible para el feliz desarrollo del  texto propio. Lotman, en su ensayo “Para la construcción de una teoría de la  interacción de las culturas (el aspecto semiótico),” refiriéndose a la  necesidad de contactos culturales para la emisión de nuevos mensajes (textos) expresa:  “El desarrollo de la cultura no puede realizarse sin la constante afluencia de  textos de afuera (…) El desarrollo de la cultura, al igual que el acto de la  conciencia creadora, es un acto de intercambio y supone constantemente a “otro:”  a un partenaire en la realización de ese acto” (126).  Eso es Tut-Ank-Amen, una especie de  partenaire, que Loynaz llevan a planos más particulares, concretos, estableciendo  así un intercambio semiótico con su conciencia creadora, y tejiendo la urdimbre  de un mensaje plurisemántico, dotado de una cualidad intrínsecamente poética.  De ahí que, y muy a pesar de lo que la propia autora insinúa, su texto es más  que ese asombro ante el contacto cultural con algo inusitado. No “es sólo eso”  porque es un “fragmento de un diario” (Memoria), una “Carta…” (Confesión), un  poema (Exploración de los límites de la expresión) y, en fin, un texto abierto y  expansivo.
           Con “El primer Milagro,” nos enfrentamos a un texto  de una gran fuerza intertextual. Apoyándonos en los criterios de gradación de  la intertextualidad de Manfred Pfister(6),  podemos decir que estamos en presencia del criterio de estructuralidad, por  cuanto se realiza una integración sintagmática de un pretexto determinado en el  nuevo texto creado. La poetisa toma como fuente intertextual el pasaje bíblico  de las Bodas de Caná, considerado el primer milagro que realiza el Nazareno, y  recogido únicamente en el Evangelio de San Juan. Este pasaje bíblico deviene  fondo estructural y conceptual del poema. La escena de las Bodas de Caná, que  es narrada con sobriedad por El Evangelista, aquí aparece matizada, enriquecida  con nuevos diálogos e imágenes. Loynaz, a pesar de que recurre al texto  sagrado, crea un nuevo texto de vida independiente, reinterpretando así la  palabra bíblica. Al permitirse fabular con el texto sagrado, la escritora  establece el juego de las distancias con lo que ella admite como “palabra de  los padres,” dada su ortodoxa religiosidad; y de hecho, quizás no de forma  totalmente consciente, se distancia de ella al re-escribirla. Cierto es, y  quede claro, que aquí no hablamos de una abierta oposición, pero sí de matices  que contradicen las más convencionales concepciones teológicas: “María no es más que una mujer sencilla. Ha  olvidado las palabras del Ángel o acaso no las entendió nunca” (38).
           Si se leen con detenimiento, estas palabras podrían  constituir materia de escándalo para los exégetas bíblicos católicos, por  cuanto la sencillez de María está muy lejos de hacerla olvidar el mandato del  Padre, entender los designios, comprender y creer en el Hijo. No es el Hijo en este  poema el protagonista. Como en el Evangelio de San Juan, él queda quizá entre  las sombras ante la fuerza delicada de la madre, de su mirada atenta y  profundísima a la que no se le escapa “la  angustia de la novia al levantar la tapa de los cántaros” (37).  Dulce María ha puesto una vez más a la mujer como centro de su fabulación, a  una mujer que ama y es su paradigma porque, como ella, ha sentido “pena por la pena humilde”(37),  y que para brindar alivio y alegría no duda en “trastocar el orden de los cielos.” ¡Con qué  entrañable fineza, con qué femineidad, con qué inusitada armonía nos llega del  verso de esta mujer un pasaje del Evangelio intocado en sus esencias y a la vez  trastocado en ellas por la transparencia espiritual que nos transmite! Tanto  gusta la poetisa de este pasaje bíblico que no teme abordarlo en otro texto  poético, el “Poema CXVI” del libro Poemas sin nombre (1953). Con ello, de alguna  manera, la autora realiza una especie de autointertextualidad al encontrarse en  ambos poemas formas indirectas de autocitas. Sin embrago, este texto es bien  distinto a “El primer milagro,” pues aquí no es María el centro, ni siquiera  esa dimensión la alcanza Cristo. El sujeto lírico hace énfasis en el milagro  mismo, en su trascendencia nacida de un leve y hondo signo, la fiesta de unos  novios humildes:“… Su breve  sombra sobre el mantel de galas es algo que en verdad no salva nada. No  arrebata una presa al sufrimiento, o a la muerte, o al demonio. [...] He aquí  por qué él conmueve más que todos. / He aquí el milagro del milagro"(Poesía 144-145).
           He aquí una vez más puesto en  evidencia ese apego de la escritora por lo mínimo trascendente, las esencias  sutiles. Por los objetos y las anécdotas nacidas de la levedad, de lo que en  apariencia es menos insigne, más volátil, menos seguro. He aquí la fijeza y  trascendencia sentida en la fragilidad. 
           El colofón de los Poemas Náufragos es  uno de los más bellos, sugerentes y complejos poemas escritos por Dulce María.  “La novia de Lázaro” aparece no sólo como muestra de la perfección estilística  a la que arriba nuestra poeta, sino que también puede ser leído como una  especie de poema crisol donde deja signada su concepción de la poesía cuyas  cualidades son las de lo inasible, lo misterioso. 
           ¿Qué tenía de particular este poema que su autora  sólo se atrevió a publicarlo cuando ya se sentía más segura de sí, cuando podía  permitirse la indulgencia de confiar en ella? “Por la única cosa que quisiera  ser vieja es para confiar en mí, para estar —alguna vez— segura de mí” (Cartas que no se extraviaron, 45), le había  dicho en tono confidencial a su amiga Uldarica Mañas. Sin embargo,  estéticamente, este texto no desmerece de ningún otro de los suyos. Hallamos en  él el mismo valor escritural de sus Poemas sin nombre, zurcidos en la  levedad del aire y la luz del alma, signados por la íntima religiosidad que  como un arrullo de paloma le transmitiera desde niña su madre. ¿Cómo explicar,  entonces, ese empecinamiento por no darlo a conocer? ¿Por qué lo desterró y lo  mantuvo en la sombra durante más de cincuenta años? 
    En carta a Aldo Martínez Malo,  fechada el 25 de diciembre de 1984, Dulce María nos da algunas claves para  desentrañar estas interrogantes:      
Poemas sin nombre es mi mejor libro, quiero decir el mejor en conjunto, pero considerado aisladamente, creo que “La novia de Lázaro” es lo mejor que he escrito, y era muy difícil porque aceptando a plenitud el Evangelio he hecho del asunto una tragedia actual que ha podido vivir cualquier mujer en cualquier tiempo, y aún a través de ella podemos vislumbrar al personaje bíblico, el hombre que volvió, que sabe lo que es morir y está lleno, por tanto, de todas las impaciencias y todas las ansiedades por apurar la vida de un trago (62).
     Notemos que Dulce María considera “La novia de  Lázaro” “lo mejor que ha escrito,” o sea, no el mejor de los poemas que haya  escrito, sino la obra más lograda de entre toda su creación, incluyendo los  diferentes géneros en prosa que cultivó. Hubiera podido decir que era su  preferido, el más entrañable, pero subrayó que la prioridad, la relevancia que  le reconocía al poema por encima de cualquier otro texto suyo residía  precisamente en la eficacia lograda por medio de la escritura. El mismo es, por  consiguiente, lo más cercano, o exactamente lo que ella consideró que debía ser  el poema como expresión concreta de la poesía; es decir, cumple con los tres  requisitos a su entender imprescindibles: “la movilidad,” “la meta superior a  su punto de fluencia,” y “la limpieza de expresión” (“Mi poesía autocrítica”,  81-83). Seguidamente añade, connotando la tarea compleja del poeta-artífice: “era muy difícil”. Es importante en  esta última frase el adverbio modificando al adjetivo, no sólo era difícil,  sino que era muy difícil. Esa dificultad  se explica, no por el hecho de que la escritora se hubiese propuesto escribir  su mejor poema, pues nada estaba más lejos de su poética. Como ella misma  afirmaba, no tenía que construir sus poemas, casi ni pensarlos, “más bien los  veía o los olía” (Cartas que no se  extraviaron, 122). La dificultad  debió residir en otro plano, quizá en el ideotemático, y que ella comenta de  esta manera: “porque aceptando a plenitud el evangelio he hecho del asunto una  tragedia actual.” (62). Como voluntad de creación, la elección consciente de un  pasaje del evangelio, como pretexto sobre el cual levantar un nuevo texto, le  hace confesar ciertos escrúpulos religiosos que pudieran constituir la  verdadera causa del porqué durante tantos años mantuvo a este poema en la  oscuridad.(7) La autora comenta que, aceptando a plenitud el  Evangelio, ha hecho del asunto una tragedia actual o, más aún, una tragedia que  ha podido vivir cualquier mujer en cualquier tiempo. ¿Podría haber sido esta  reinterpretación que extrapolaba el pasaje bíblico a la experiencia de las  mujeres, motivo suficiente para semejantes escrúpulos? En su libro Fe  de Vida (1994),  biografía de su esposo Pablo Álvarez de Cañas, Loynaz cuenta cómo poco tiempo  después de haber escrito este poema, citó a su casa a un grupo de obispos y  sacerdotes amigos de la familia, y en la sobremesa de un gran banquete, cuando  todavía nadie había dejado su puesto, pasó a leer su último poema. Cuenta ella  con gran ingenuidad que su lectura estuvo precedida de una clara exposición de  sus dudas sobre lo herético de aquella obra, de la angustia que la consumía por  el temor a haber “pecado,” y que rogó a los señores del clero allí reunidos, que  zanjaran de una vez la polémica que existía en su conciencia, emitiendo su  autorizado voto al respecto. Todos los señores del clero coincidieron en que  aquella obra que clausuró el banquete ameno del grupo de amigos, no debía ser considerada  como piedra de escándalo, según nos cuenta en Fe de Vida (93-94),  para calma y felicidad suya. Al parecer, en aquella lectura de sobremesa, con  todos los apetitos satisfechos, por suerte para nosotros se salvó de la  autocensura el poema “La novia de Lázaro.”
           Pero aún con  la aprobación de los representantes de Cristo en la tierra, su poema se mantuvo  inédito por muchos años. ¿El hecho de desplazar el centro de atención del  personaje bíblico hacia el personaje de invención femenino bastaría para  explicarnos el ocultamiento por décadas de su texto? Quizás la poetisa  escondiera razones de índole más profunda, al comprender que el poema era una  transgresión de ideas que ella tenía como sagradas e incuestionables, que  entraban en el plano teológico y alcanzaban la vertical eticidad de la sociedad  criolla de fuerte identidad hispánica, de su familia y de ella misma. Un  análisis intertextual de este poema quizás devele otras dudas de peso que podrían  haberse ocultado bajo estas meras justificaciones.
           El poema en cuestión desde su título alude a su  doble naturaleza: “lo fabuloso” y “lo real.” La naturaleza “real” es la fuente  que toma como referencia y, para utilizar los criterios de Pfister, es el texto  anterior que se tematiza y se convierte en fondo escritural de la nueva obra.  En otras palabras, es el hipotexto o pretexto, con el cual se va establecer un  diálogo de divergencias altamente provocativo e inusitado en la creación de  Loynaz. La naturaleza real es el pasaje bíblico de la resurrección de Lázaro y  es la simbología que entraña para la escritora este suceso y que el propio  personaje de Lázaro encarna. Lo fabuloso, es la ficción que crea la poetisa a  partir del hecho incuestionable de la resurrección. Esta escritora, de una  catolicidad ancestral, ante la resurrección se permite, se da la libertad de  suponer la reacción de una posible novia que tuviera el personaje bíblico.  Estas libertades no son inéditas en su creación. Poemas sin Nombre está lleno de ejemplos de este tipo. Baste recordar el “Poema CXII”, sobre la  resurrección de la hija de Jairo, donde se atreve a hablar del “pudor de ser  Dios” (Poesía, 140), o el “Poema  CXVI” sobre el primer milagro, que ya comentamos. Lo inédito estriba en que la  poetisa va más allá de la fabulación como medio de enriquecer el texto bíblico  y de expresar poéticamente su propia exégesis de determinados pasajes de los  evangelios. La problemática late en el centro de la verdad que anuncian los  mismos evangelios. Loynaz enjuicia, critica el propio milagro de la  resurrección de Lázaro cuya connotación simbólica ella sabe que va mucho más  allá del milagro en sí, del propio hecho de devolver la vida a un muerto.(8) 
           Como en el caso de “El enemigo,” Lynaz sitúa al  lector en la apelación intertextual desde el mismo principio de su poema al  ubicar explícitamente el fragmento bíblico del Evangelio de Juan como exergo:  “y el que había estado muerto, salió atadas las manos y los pies con vendas y  su rostro estaba envuelto en un sudario” La cita bíblica es la puerta de  entrada hacia la difícil complicidad que se avecina. Luego viene el texto en  cuestión, dividido en seis partes, como seis fueron los días que utilizó Dios  en la Creación; y quien habla es la novia. 
           Ella es el verdadero centro. Y he aquí la primera  transgresión al texto bíblico, el criterio de la dialogicidad se acentúa con el  cambio mismo del personaje protagónico. No es Lázaro, ni siquiera Jesús el  centro de la fabulación. Es la novia, personaje de ficción, y cuyo carácter,  por no estar dispuesto directamente en función del relato sagrado, se convierte  en elemento asociativo y evocativo, hasta cierto punto atemporal, más cercano  al lector, más real y tangible que los propios personajes bíblicos. Es la novia  que no se nombra, porque no es necesario, pues ella se define, adquiere su  identidad en sus propias palabras, como también es a través de sus palabras que  nos imaginamos a este Lázaro que puede vislumbrarse “rezagado, ajeno al  fuego de la espera, olvidado de desintegrase, mientras se hacía polvo, ceniza,  lo demás” (66). Tampoco  escuchamos la voz de Lázaro, porque tampoco se hace explícitamente necesaria.  El diálogo se establece desde la posición de silencio del otro que no tiene  nada que decir porque lo sabe todo, porque al venir desde la muerte conoce el  principal misterio y con él todos los misterios: “Vienes siempre tú mismo, a salvo del tiempo y la distancia, a salvo del  silencio: y me traes como regalo de bodas, el ya paladeado secreto de la muerte”  (66).
           Si la carta al Rey Tut-Ank-Amen es un mensaje de  amor que vence las limitaciones espaciales-temporales, “La novia de Lázaro” es  un diálogo de desamor, donde la impotencia, lo que pudiéramos bautizar como la  erótica de la frustración, se acentúa al vencer Lázaro la muerte. Luego de la  resurrección, Lázaro no es el mismo, claro está, pero tampoco la novia es la  misma. Ha habido una transformación total con la vuelta a la vida de Lázaro.  Con su encuentro, la novia, que, sintiendo la muerte como un hecho natural y a  pesar de su gran dolor, había encontrado un aliciente en su creencia en una  resurrección diferente (la resurrección en la que su religiosidad la había  enseñado a esperar) experimenta también la transformación de sí misma. Ahora es  una “novia vieja” (68), que ha  quedado atrás perdida entre “las  mieses de la mañana aquella, todavía en el beso perdido entre las mieses” (68). El encuentro brusco, inesperado  con esta resurrección hacia una vida efímera y vulgar provoca “la muerte” de la novia, que ahora  necesita para sí otra resurrección. Esta muerte emana de la incomprensión, o  mejor del desacuerdo con la resurrección antes de tiempo que Cristo ha  provocado:
Ah, te estremeces Lázaro, porque hasta ahora tú sólo has querido seguir siendo tú mismo y no te has preguntado si yo sigo siéndolo.
He podido morirme ante tus ojos que me ven viva todavía. He podido morirme hace un instante del encuentro contigo, del choque en esta esquina de mis huesos con tu rostro perdido… Choque de mi presencia y mi recuerdo, de tu realidad y mi sueño, de tu nueva vida efímera y la otra que ya te había dado yo con él y donde tú flotabas perfecto, maravilloso, inmutable, rabiosamente defendido…
Sí, yo soy la que ha muerto y no lo sabe nadie. Ve y dile al que pasó, que vuelva, que también me levante… Me eche a andar. (71-72).
     Al violar Lázaro la muerte, al  vencerla, para la novia, para Dulce María, se provoca una ruptura de la armonía  y el equilibrio; y una negación del misterio y de la función resistente y  cognoscitiva del ser humano y del ser poético, como seres hechos para la  trascendencia, para el tránsito. En  la carta a su amiga Berta Arrozarena, había escrito: “sólo los inconscientes y  los muertos son los seres realmente dignos, son los que pueden mantener la  pesarosa dignidad humana porque están en ese equilibrio, que es ya la  inconsciencia, la muerte.” (Cartas que  no se extraviaron, 43) Tut-Ank-Amen  encarnaba ese equilibrio, tenía “la dignidad de la muerte,” era la plenitud de  la ausencia manifestada en la propia imposibilidad de regresar a esta “vida  efímera.” Por eso Dulce  María lo ama. Lázaro, por el contrario, rompe la armonía, el equilibrio justo  que le ha otorgado la muerte. Rompe, viola el misterio, manipula a su antojo ya  todos los secretos, interrumpe el “tránsito” de lo poético; y en la  prolongación de su vida, del punto de su fluencia, se eleva por encima de la  “meta” esencial. Por esa razón, por esa misma capacidad de conocerlo todo, de  saberlo todo, paradójicamente ya nada puede ofrecerle a la novia, ningún camino  nuevo a través de sus deseos íntimos, eliminando así todo el espacio vacío  entre él y ella, entre ellos y el Todo que los rodea, y no deja lugar a la  mitificación consciente por parte de la novia, con la que Dulce María se  identifica. 
           El regreso de Lázaro desde el más allá a la vida  humana, pudiera acusar cierto paralelismo con el proceso de profundización de  Dulce María en lo carnal de la existencia, en lo más frágil y transitorio: ese  regreso del resucitado al lado de la pobreza, pudiera hallar su equivalente en  la inclinación de Loynaz hacia el centro de lo rebajado, de lo terrenal, en  actitud y acto de franciscanía que es signo visible de su poética. Sin embargo,  hay una radical diferencia entre el “descendimiento” de Dulce María y la  “resurrección” de Lázaro. 
           La línea que traza esa diferencia es la esperanza:  del lado de la caída del género humano, del lado de la “pérdida” que la autora  va asumiendo hasta los fondos más amargos, esa línea se acentúa de manera  vertical y justifica la aventura de la creación artística como búsqueda de soluciones  a través de meta-síntesis, pues acrecienta realmente el instinto de altura, la  necesidad objetiva de liberación. Por el contrario, del lado de la  satisfacción, del lado de la trascendencia efectiva de Lázaro, la misma línea  de la esperanza se diluye en una experiencia de plenitud que, como trayecto ya  cumplido y refractado, nada exige al género humano, no establece diálogo con  “la imagen” de Dios que quiere crear, necesitar o soñar a su Figura: antes le  humilla, la supera y doblega. La elección de Lázaro de la vida humana, y la  compañía del resurrecto significan para la novia —así como para Dulce María lo  es la apropiación doctrinal de un hecho poético—, un absurdo, una derrota y la congelación  del amor, de su avanzar a tientas desde la raíz. Con ese Lázaro “… ajeno al fuego de la espera” (66), ya  no es posible la comunicación profunda, la solidaridad plena, creativa. Esa  presencia, esa compañía del resurrecto es para la que va a morir, para la que  vive en “tránsito,” una crueldad, un acto despótico, que rebaja su propio amor  hacia él, limándole a ese amor los bordes expresivos de apetitos más  transcendentales. Entonces, el novio no tiene nada que decir en el poema: para  él no quedan ausencias que nombrar, gérmenes que calentar. Con su presencia,  Lázaro agrede la verosimilitud de la poesía que es el reino precisamente para  la poetisa de lo enigmático, lo intraducible y lo distante.
           Tut-Ank-Amen y Lázaro se sitúan en dos polos separados por un  abismo  insalvable, puntos que jamás se  han de tocar. Opuestos irreconciliables, si uno es el Héroe, el otro es el Antihéroe.  Los silencios que ambos encarnan – y esto viene a instalarse en el centro mismo  de sus concepciones poéticas – también son diferentes. El silencio del joven  faraón es el “que sólo da derecho a esperar algo mejor,” el de concepción  pascaliana, pletórico de connotaciones, de múltiples sentidos y sugerencias.  Tuk-Tank-Amen es “el canto mejor que no se dice,” pero que contiene por esa  misma ausencia los infinitos circunloquios de la palabra poética. Lázaro, en  cambio, al violar “el silencio de la muerte, el prestigio de la muerte,” al  vencer sus misterios, se convierte por su misma victoria en portavoz de lo que  debía permanecer en secreto, verdugo público de lo que debía permanecer en  estado germinal. Su silencio retarda, es vacío, motivo de pérdida y desajuste  de las fuerzas de su Necesidad y de su Voluntad, expresión directa, palabra  despojada de la capacidad polisémica: su silencio es la negación del hecho poético.  De ahí que este diálogo sea mucho más amargo, mucho más agónico que el de la  “Carta al rey Tuk-Ank-Amen.” La dialogicidad en el sentido bajtiniano,  condición indispensable para el uso de la intertextualidad como procedimiento  creador, se manifiesta aquí como en ningún otro texto de los que integran el  libro Poemas Náufragos. Dulce María, con cierta voz de despecho,  con cierta agresividad escandalosa – baste recordar este mandato final: “Ve y dile al que pasó, que vuelva, que también  me levante… Me eche a andar” (72) –, se  permite la libertad, de una dimensión  inusitada, de divergir de la “palabra autorizada” del texto bíblico. Y esto  explica el
 Opuestos irreconciliables, si uno es el Héroe, el otro es el Antihéroe.  Los silencios que ambos encarnan – y esto viene a instalarse en el centro mismo  de sus concepciones poéticas – también son diferentes. El silencio del joven  faraón es el “que sólo da derecho a esperar algo mejor,” el de concepción  pascaliana, pletórico de connotaciones, de múltiples sentidos y sugerencias.  Tuk-Tank-Amen es “el canto mejor que no se dice,” pero que contiene por esa  misma ausencia los infinitos circunloquios de la palabra poética. Lázaro, en  cambio, al violar “el silencio de la muerte, el prestigio de la muerte,” al  vencer sus misterios, se convierte por su misma victoria en portavoz de lo que  debía permanecer en secreto, verdugo público de lo que debía permanecer en  estado germinal. Su silencio retarda, es vacío, motivo de pérdida y desajuste  de las fuerzas de su Necesidad y de su Voluntad, expresión directa, palabra  despojada de la capacidad polisémica: su silencio es la negación del hecho poético.  De ahí que este diálogo sea mucho más amargo, mucho más agónico que el de la  “Carta al rey Tuk-Ank-Amen.” La dialogicidad en el sentido bajtiniano,  condición indispensable para el uso de la intertextualidad como procedimiento  creador, se manifiesta aquí como en ningún otro texto de los que integran el  libro Poemas Náufragos. Dulce María, con cierta voz de despecho,  con cierta agresividad escandalosa – baste recordar este mandato final: “Ve y dile al que pasó, que vuelva, que también  me levante… Me eche a andar” (72) –, se  permite la libertad, de una dimensión  inusitada, de divergir de la “palabra autorizada” del texto bíblico. Y esto  explica el  conflicto teológico y ético que durante años atormentó la sincera  religiosidad de la escritora. El asunto no queda en la tierna inconformidad con  el texto bíblico del primer milagro, del que gusta mucho y el cual quiere  enriquecer con su propio texto.  Aquí la  divergencia tiene que ver con cuestiones mucho más esenciales. Si se mira bien,  la escritora está socavando un pasaje bíblico que es el milagro más importante  de Jesús, pasaje cuya carga simbólica se erige en centro mismo del mensaje, de  la verdad cristiana de la resurrección. Así el significado de esta relación  intertextual va más allá de su motivo inicial de fabulación, al introducir por  medio de su dialogicidad, una polémica irreverente con el texto referencial,  irreverencia que se manifiesta nada menos que en la actitud firme y  contestataria de una mujer, que como todos sabemos estaba situada al margen de esa  sociedad y aún en la sociedad de la propia autora. Lo ya dicho, ubicado en un  nuevo contexto, en un nuevo marco escritural, resulta algo completamente nuevo,  acabado de decir. Y con el nuevo mensaje que se emite a partir de la  utilización de un discurso tenido como acabado, el texto original, el pasaje  bíblico que es fondo estructural y conceptual adquiere una dimensión semántica,  más personal, con la intervención de la voz poética que lo reescribe como una  defensa de la condición femenina, de sus derechos y valores, algo que para nada  era extraño en Dulce María, que ya había escrito su extraordinario poema “Canto  a la mujer estéril”, incluido como colofón de su libro Versos (1938), pero también como expresión de su propia poética.
conflicto teológico y ético que durante años atormentó la sincera  religiosidad de la escritora. El asunto no queda en la tierna inconformidad con  el texto bíblico del primer milagro, del que gusta mucho y el cual quiere  enriquecer con su propio texto.  Aquí la  divergencia tiene que ver con cuestiones mucho más esenciales. Si se mira bien,  la escritora está socavando un pasaje bíblico que es el milagro más importante  de Jesús, pasaje cuya carga simbólica se erige en centro mismo del mensaje, de  la verdad cristiana de la resurrección. Así el significado de esta relación  intertextual va más allá de su motivo inicial de fabulación, al introducir por  medio de su dialogicidad, una polémica irreverente con el texto referencial,  irreverencia que se manifiesta nada menos que en la actitud firme y  contestataria de una mujer, que como todos sabemos estaba situada al margen de esa  sociedad y aún en la sociedad de la propia autora. Lo ya dicho, ubicado en un  nuevo contexto, en un nuevo marco escritural, resulta algo completamente nuevo,  acabado de decir. Y con el nuevo mensaje que se emite a partir de la  utilización de un discurso tenido como acabado, el texto original, el pasaje  bíblico que es fondo estructural y conceptual adquiere una dimensión semántica,  más personal, con la intervención de la voz poética que lo reescribe como una  defensa de la condición femenina, de sus derechos y valores, algo que para nada  era extraño en Dulce María, que ya había escrito su extraordinario poema “Canto  a la mujer estéril”, incluido como colofón de su libro Versos (1938), pero también como expresión de su propia poética.
           Los complejos desarrollos intertextuales de Poemas  Náufragos no son una excepción en el contexto de la obra poética de Loynaz.  En ella se abren y despliegan un sinnúmero de vasos comunicantes, la mayoría de  ellos abiertos con la plena determinación de fundar. A partir de la  intencionalidad que pone de manifiesto su característica apertura a la cultura  universal, se revela cómo la voluntad electiva es fundamento esencial de su  proyección expresiva, que viene a reforzar la idea de que el conjunto de su  poesía reclama ser la atención aguda que la perciba como “cámara de ecos”, y  como un “volumen de sentidos” antes que hacha de fragmentos aislados.
           Ojalá que mi  lectura de sus pozos y arroyos, por otra parte, haya sido lo suficientemente  “mala,” como para no haber lastimado ninguno de los trillos interminables que  se adentran en la espesura de su agonía. A esta contingencia me impele una  naturaleza tan sagrada como interior y salvaje. 
           Del Jardín tapiado de su  misterio aspiro a retornar siempre, como el argonauta de H. G. Wells desde el  insospechado porvenir, con una rosa fresca. 
Notas
1. Cf. Harold Bloom, Mapa de la mala lectura y La cábala y la crítica, donde explica que los textos con un alto potencial artístico imposibilitan una lectura correcta, pues su valor semántico es inagotable, y también que “la lectura es imposible porque el texto recibido es ya una interpretación recibida, es ya un valor interpretado en un poema” (La cábala y la crítica, 108).2. Término de Michael Rifaterre que coincide con la definición de Mijaíl Bajtín de la dialogicidad como conflicto de puntos de vista.
3. Raimundo Lazo al respecto argumenta que “en su poesía no se predica, pero de ella emana una ética individual y social de fraternidad humana que adquiere dominante poder persuasivo y memorable relieve artístico.” (Lazo, 1991: 131).
4. Las palabras exactas que Cintio Vitier les dedicó en esa nota al pie de Lo cubano en la poesía son las que sigue: “Dulce María Loynaz merece un estudio aparte. Su poesía en verso y prosa, y sobre todo su importante novela Jardín, donde el tema de la naturaleza (no abierta y telúrica, como en María, sino alucinante y encerrada entre los muros de la criolla quinta) alcanza una dimensión romántica y religiosa de primera magnitud, tendrán que ser cuidadosamente valoradas. Aquí sólo podría repetir, con otras o parecidas palabras, la nota que le dediqué en Cincuenta años de poesía cubana. Prefiero indicar, nada más, la sugestión de su aislada y absorta obra, precisamente en relación con lo cubano y la esencial femineidad que es su secreto” (1970: 378).
5. Salvador Bueno alega: “… la Carta de amor resulta testimonio del más puro desprendimiento, intenta establecer un puente como el Libro de los muertos que legaron a la posteridad aquellos hombres tan lejanos en el tiempo. Sin embrago, esta comunicación de la escritora contemporánea con el bello faraón adolescente no ofrece resquicios a la esperanza, ni puede aspirar a una respuesta. Por eso el lacerante temblor que acogen estas breves páginas” (Bueno, 1991: 155-156).
6. Según Pfister estos criterios son: Criterio de referencialidad, Criterio de comunicatividad, Criterio de autorreflexividad, Criterio de la estructuralidad, Criterio de selectividad, Criterio de Dialogicidad. Cf: Manfred Pfister: “Concepciones de la intertextualidad” (Criterios, 1994: 104-108).
7. “Hoy resulta difícil precisar con exactitud la fecha de creación de cada uno de estos Poemas Náufragos (publicados en 1991) pero queremos enfatizar que salvo los “Poemas del insomnio” —últimos que afirma la Loynaz haber escrito y que están fechados en 1960—, los demás fueron creados dentro de un periodo que se inicia en la década del veinte y culmina a mediado de los años cincuenta. Ninguno es de fecha posterior, particular que la autora insiste en establecer, por sus criterios sobre la oportunidad que corresponde al tema amoroso, el cual está presente directa o indirectamente en algunos de estos textos” (Pedro Simón, 1991: 7).
8. “Este es el séptimo y último milagro de Jesús en el evangelio de Juan. (…)Lázaro personifica al hombre herido por el pecado, que camina a la muerte, a no ser que Cristo lo llame a la vida. (…) Este milagro es solamente el anuncio de la verdadera resurrección, la cual no consiste en una prolongación de la vida, sino en la transformación de nuestra persona” (Notas a La Biblia Latinoamericana, 1986: 210).
Obras Citadas
Álvarez, Ileana y Sánchez, Francis. Dulce María Loynaz: la agonía de un mito. La Habana: Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura “Juan Marinello”, 2000.
Bajtín, Mijaíl M.Problemas literarios y estéticos. La Habana: Arte y Literatura, 1986.
Bloom, Harold. Mapa de la mala lectura. Caracas: Monte Ávila Editores, 1990.
____________. La cábala y la crítica. Caracas: Monte Ávila Editores, 1992.
Bueno, Salvador. “Con la poetisa en los años cincuenta”. En Pedro  Simón (comp.). 
      Valoración Múltiple. Dulce María Loynaz. La Habana: Casa de las Américas / Letras Cubanas,  1991: 137-157.
García Marruz, Fina. “Aquel girón de luz…”. En Pedro Simón (comp.). Valoración Múltiple. Dulce María Loynaz. La Habana: Casa de las Américas / Letras Cubanas, 1991: 163-175.
La Biblia Latinoamericana. Madrid: Ediciones Paulinas, Verbo Divino, 1986.
Lazo, Raimundo. “Un milagro estético de sencillez”. En Pedro Simón (comp.). Valoración Múltiple. Dulce María Loynaz. La Habana: Casa de las Américas / Letras Cubanas, 1991: 127-136.
Lotman, Iuri. “Para la construcción de una teoría de la interacción de las culturas (el aspecto semiótico)”. Criterios, No 32, Núm. 7/12, 1994.
Loynaz, Dulce María. Poesía. La Habana: Letras Cubanas, 2011.
----. Poemas Náufragos. La Habana: Letras Cubanas, 1991. 
----. Cartas que no se extraviaron. Valladolid / Pinar del Río: Fundación Jorge Guillén / Fundación Hermanos Loynaz, 1997.
----. Fe de vida. La Habana: Letras Cubanas, 2000.
----. “Mi poesía autocrítica”. En Pedro Simón (comp.). Valoración Múltiple. Dulce María Loynaz. La Habana: Casa de las Américas / Letras Cubanas, 1991: 79-97.
Pfister, Manfred. “Concepciones de la intertextualidad”. Criterios, Núm.. 31, 1-6/, 1994: 85-108.
Simón, Pedro. “Al Lector”. En Dulce María Loynaz. Poemas Náufragos. La Habana: Letras Cubanas, 1991: 6-10.
Vitier, Cintio. Lo cubano en la poesía. La Habana: Letras Cubanas, 1970.
 
  