El lugar de los restos(1)

Ana Porrúa, UNMdP, CONICET

     La poesía argentina de la década del ’60 y ’70 había encontrado un sitio concreto y a la vez previsible para lo político: siempre la ciudad, la calle o la plaza. Allí se inscribe, antes, “Argentino hasta la muerte” (1954) de César Fernández Moreno; allí está la saga de Leónidas Lamborghini desde sus inicios, y especialmente con Las patas en la fuente (1965). Eso mira Giannuzzi a través de la ventana. En realidad, la poesía de la época no inventa un espacio para lo político sino que más bien hace ingresar lo público al texto: el escenario es uno de los modos y las resoluciones de lo político no están sólo sujetas a esa localización. En los ‘80 hay, a grandes líneas, un repliegue de lo político en la poesía, elidido en algunos casos, ausente en otros. Pero ya sobre fines de la década reaparece. Reaparece y es distinto.
     Me voy a referir en este caso a dos textos que representan líneas antagónicas,(2) la del neobarroco y la del neobjetivismo y responden a esta cuestión del espacio político en la poesía exacerbándolo, como territorio en expansión, si se quiere, indefinida: “Cadáveres” de Néstor Perlongher se publica por primera vez en abril de 1984 en Revista (de poesía); “Tomas para un documental” de Daniel García Helder aparecerá de manera fragmentaria y sólo en revistas (poesia.com, 1996; Punto de vista, 1997),(3) pero los años de escritura van del ‘92 al ‘95.  En uno y otro, el espacio se impone como materia y su presencia es inquietante; corrido el sujeto de la escena, la enumeración y la contigüidad, serán las operaciones de instalación extendida de lo político como registro o proliferación de un territorio. El gesto exasperado y exasperante, parece situarnos en los límites de cada una de estas poéticas.

I

     En el año 1987 apareció un libro que partiría las aguas de la poesía argentina, Alambres, de Néstor Perlongher. En ese libro, un poema especialmente, “Cadáveres”, situaba de manera escandalosa la muerte política (y también, podríamos decir, la del SIDA).(4) Los desaparecidos pasaban por la voz de Perlongher y aparecían en los breteles, en “las canastas de mamá,” en las mucosas, en “la riela de ceniza.”  ¿Qué lugar es este? Es el lugar del desafuero porque va contra una ley, porque supone la expulsión de un territorio. En el principio del poema y en algunos versos posteriores aparece aquello que podría ser considerado como lugar posible (y del que se sale). Los muertos tienen un espacio “real:” “Bajo las matas/ En los pajonales/ Sobre los puentes/ En los canales/ Hay Cadáveres” (p. 51); un lugar que mientras más real más oculto está: “En la provincia donde no se dice la verdad/ En los locales donde no se cuenta una mentira/-Esto no sale de acá-” (p. 57). Pero luego, los lugares se multiplican y comienzan a enrarecerse: “En la trilla de un tren que nunca se detiene/ En la estela de un barco que naufraga/ En una olilla, que se desvanece/ En los muelles los apeaderos los trampolines los malecones/ Hay Cadáveres” (p. 51). Los lugares se van armando como constelaciones, más o menos arbitrarias, siempre móviles, a partir de uno o más tópicos; en este caso dos medios de transporte – o mejor dicho, las marcas que deja su avance – y el agua: el agua engarza con la estela que deja el barco, esta, antes, con la trilla del tren y de allí, se vuelve a un lugar posible, pero nuevamente en relación al agua: los muelles, los malecones, los trampolines. El recorrido como se ve, no es lineal, es al menos serpenteado (pero ya volveré sobre eso) y el movimiento va a contrapelo de toda posibilidad de estabilizar un territorio. Lo multiplica, entonces, a la vez que lo desestabiliza (lo corre del estatuto realista, convierte lo molar en molecular, dirían Deleuze y Guattari). La muerte política (la de la dictadura, la del SIDA) ocupa el lugar de lo mínimo a partir del desplazamiento. Me explico: los Cadáveres que reaparecen en el estribillo repetido 56 veces en este largo poema, están en el cuerpo, pero localizados microscópicamente en una de sus partes, un atributo, o una condición: “Parece remanido: en la manea/ de esos gauchos, en el pelaje de/ esa tropa alzada, en los cañaverales (paja brava), en el botijo/ de ese guacho, el olor a matorra de ese juiz/ Hay Cadáveres” (p. 53). El lugar siempre se sale de centro, se desplaza y a la vez se multiplica de manera exasperante; entonces, se construye un espacio que no es tal pero habla del poder invasivo de esos Cadáveres que llegan a todos (“En su divina presencia/ Comandante, en su raya”; p. 51) y a todo, incluso al sexo: “en la mucosidad que se mamosa, además, en la gárgara; en la también/ glacial amígdala; en el florete que no se succiona con fruición” (p. 54); incluso a los objetos: “en la lingüita de esa zapato que se lía”, “en la correíta de esa hebilla que se corre” (p. 52), “en el estuche de alcanfor” (p. 54).(5)
     No me gusta en este caso la lectura de la metáfora que se traduciría como “los Cadáveres están en todas partes.” Porque lo que importa es ver, a partir de la repetición exacerbada e inquietante de ese en o donde que abre al menos la tercera parte de los versos del poema, qué está haciendo Perlongher con el lenguaje, más que pensar qué está diciendo, qué significa lo que está diciendo (aunque en realidad, es lo mismo, no pueden separarse esas dos instancias, nunca). Entonces ¿cómo se arma en el poema ese lugar que no es un lugar? Dije, a partir de constelaciones que comparten un atributo, también a partir de la contaminación fónica en una rima machacante o a partir del corte de términos que comienzan a hilvanarse: “En las mangas acaloradas de la mujer del pasaporte que se arroja por la ventana del barquillo con un bebito a cuestas/ En el barquillero que se obliga a hacer garrapiñada/ En el garrapiñero que se empana/ En la pana, en la paja, ahí” (p. 51-2). El movimiento es de contigüidad, es metonímico (no metafórico) y supone un despliegue de la frase (el primero de estos versos es, incluso, narrativo) y un pliegue del enunciado sobre sí mismo, una retracción: pana está en empana y paja deriva de ella. Todo es materia plegada –no hay lisura posible– y entonces la multiplicación de versos encabezados por las preposiciones en o donde no hace más que, en el ejercicio de la proliferación, espacializar ese pliegue que, como ya se ha dicho, es la caligrafía de la imagen neobarroca.(6) Incluso, la elección de los objetos habla de esta tarea de cobertura, de ocultamiento (ropas, potiches) que como praxis sobre el lenguaje también se escenifica en el modo de ir de una materia a otra, de focalización y fuga: “En la finura de la modistilla que atara cintas do un buraco hubiere/ En la delicadeza de las manos que la manicura que electriza/ las uñas salitrosas, en las mismas/ cutículas que ella abre, como en un toilette; en el tocador, tan/ …indeciso…, que/ clava preciosamente los alfiles, en las caderas de la Reina y/ en los cuadernillos de la princesa, que en el sonido de una realeza que se derrumba, oui/ Hay Cadáveres” (p. 53). Cuando el movimiento del espacio parece ser el del detalle (de la manicura a las cutículas), se abre otra serie, la de la reina y la princesa a partir del tocador. Un espacio en expansión que no puede suspenderse, no tiene punto final; por eso, después del enunciado de corte, continúa diseminándose: “Ya no se puede enumerar: en la pequeña “riela” de ceniza/ que deja mi caballo al fumar por los campos (…)/ Hay Cadáveres” (p. 55).
     Es cierto, como dice Prieto, que en “Cadáveres” no hay un lugar, sino que este será recubierto por la proliferación que “está a la deriva del mismo lenguaje poético.” Por eso, no se trata, agrega Prieto,  de “una proliferación ‘realista’,” en tanto esta supondría “realizar una cobertura del territorio según un proyecto de minucia detallista” (p. 451). Efectivamente, el lugar del realismo es el que no está, ese proyecto contra el que Perlongher, de hecho, escribió su propia poesía. No hay representación posible e incluso esta cuestión aparece de manera problemática e irónica sobre el final del poema cuando dice: “Decir ‘en’ no es una maravilla?/ Una pretensión de centramiento?/ Un centramiento de lo céntrico cuyo, forward/ muere al amancer, y descompuesto de/ El Túnel/ Hay Cadáveres” (p. 60). Sin embargo, es claro que hay un espacio de bordes, filigranas, huecos en donde están los Cadáveres. La respuesta está en el modo de la escritura. El espacio del Cadáver es el pliegue, es una espacialización estética que parte de un movimiento del lenguaje; podría decirse: en los pliegues de los pliegues hay Cadáveres y tal vez, lo que se está plegando en cada una de las frases adverbiales sean los primeros espacios, los “reales:” las matas, los pajonales, los puentes, los canales. Entonces, el poema trabaja en el borramiento de un afuera tradicional; pero construye otro lugar, el de los flujos, las mucosas, las telas o los tonos que tiene un carácter ominoso, asociado también al uso repetido del verbo impersonal, hay: se trata de una presencia contundente, más que de una constatación, de una presencia que no necesita del sujeto para manifestarse.(7)
     Ni el modo de espacializar la materia (como ya dijimos) ni el en que va armando un espacio plegado pueden ser sometidos a una lectura metafórica: desde la elección del término repetido, Cadáveres, hasta los lugares mencionados, esos modos del margen, lo que prima es la materialidad; la muerte es material, no simbólica, en tanto el lugar de los Cadáveres, lo es. Porque ¿dónde están los muertos, los compañeros en la poesía de Juan Gelman? En Hacia el Sur, un libro publicado en México en 1982, los desaparecidos ya tenían un lugar: “Los límites del cielo cambiaron/ ahora están llenos de cuerpos que se abrazan/ y dan abrigo y consolación y tristeza/ con una estrella de oro y una luna en la boca/” (“otras partes”; Interrupciones I; p. 62). El lugar de los cuerpos (no de los Cadáveres, porque Gelman nunca utilizará ese término) es metafórico. En los libros de esos años, los que luego publicará Mangieri en la Argentina reunidos en dos tomos, Interrupciones I y II (1988 y 1986) los muertos están en el aire, en el sol, en la luz; tienen “naranjos en la boca,” sus huesos brillan fosforescentes, les crece un ombú; están, en todo caso, resucitando y convirtiéndose en mito.

II

     Sobre finales de los ‘80 y principios de los ‘90, los espacios de lo político, de la historia, dejan de ser icónicos o simbólicos. Una gran cantidad de poetas y de poemas se esfuerzan por nombrar calles, negocios, ríos. Taborda escribe 40 watt (1993) y “relata” el desborde del arroyo Ludueña (que también aparece en la poesía de Daniel García Helder); en los libros de Prieto hay una topografía urbana rosarina precisa; muchos de los poemas de Casas se sitúan en Boedo o Chacarita; los de Cucurto en los conventillos de la calle Constitución; algunos de Alejandro Rubio en el oeste, en Burzaco; Mario Ortiz menciona repetidas veces el arroyo Napostá y Sergio Raimondi, directamente, transforma el paisaje del puerto de Bahía Blanca y su central hidroeléctrica en el centro de Poesía civil (2001). En todos estos casos, el espacio tiene que ver con lo político y, por supuesto, con lo poético. El gesto es el de rearmar un territorio.
     El modo de recorrer estos lugares específicos y nominar es un modo de reescribir las postales literarias. Un modo de la determinación que desplaza incluso a las poéticas sesentistas (aquellas que Perlongher asociaba con la lógica realista a combatir). Si volvemos a Prieto, aquí hay un lugar, efectivamente, una necesidad de reconstruir un lugar que tiene las marcas de la época, del capitalismo pos-industrial. Los sitiales de la poesía de los ‘60 serán desmontados, serán despojados de su función alegórica o metafórica; entonces, el poeta mira y recupera señales, marcas, individualiza este nuevo margen a la vez que propone un corrimiento del sujeto omnipresente de los sesenta. De algún modo, este también está afuera, intentando leer y el espacio es el objeto de la mirada, es, ahora, lo omnipresente.
     En “Tomas para un documental,” Daniel García Helder establece una posición que está en esta línea y que vuelve a instalar fuertemente el espacio para hablar de otra muerte.(8) El poema se propone como la notación documental de un recorrido a pie por la zona del Riachuelo de Buenos Aires. Este espacio, que se describirá de manera exhaustiva, se inscribe nuevamente en el momento de ser escrito: “Una luz rielando en las aguas negras del antepuerto/ y entre explosiones de motor un par de remolcadores van haciendo girar/ ciento ochenta grados al Barbican Spirit, de bandera filipina,/ entre cuyos mástiles negros se hamaca tendida la estela/ luminosa del año que pasó, número mil novecientos noventa y uno” (II; p. 1). Un espacio, además, situado temporalmente. El que escribe da todas las coordenadas y el efecto pareciera ser el de la mera mostración objetiva, asociada también al verbo utilizado, ver, que limita la intervención del sujeto al mero registro:

Vi los barcos podridos las quillas de esos barcos también
podridas las gomas los tarros maderas corchos bidones
todo lo que flota por naturaleza o con ayuda del aire
que contuviera en su interior flotando en el agua bofe
en la pura inconciencia con visos de aceite quemado/

2 esculturas sobre una misma cornisa en ruinas y lonjas
de nubes color salmón fletadas desde el partido de Lanús (VI; p. 2)

     El verbo se repite casi rítmicamente (una función que cumplía el hay del estribillo de Perlongher) y abre, en la repetición, series extendidas, enumeraciones. Entonces aparecen “la piedra sucia de smog” e inmediatamente “los ángeles del campanario de Santa Lucía”, un tapial con alambres de púas, un cartel de chapa que dice PELIGRO ELECTRICIDAD, “una fábrica de galletitas,” “un petit hotel estilo túdor” y ahí, en una de sus paredes, una leyenda escrita con birome, y luego “en el friso dos bestias aladas cabeza de león cola de dragón” (VI; p. 3). Repito esta secuencia que se da como enumeración entre una de las apariciones del verbo ver y otra, para dar cuenta de la expansión del espacio que, a la vez, es la de la serie armada con coordinadas o subordinadas que van dividiéndose en versos. Otra vez, como en Perlongher, el movimiento de la frase coincide con el espacio armado a partir de la contigüidad. Esto, y el efecto masivo de la enumeración dejan al descubierto la imposibilidad de decir, de acotar un territorio, a la vez que se lo inscribe obsesivamente, como detalle – las gomas, los corchos, los bidones – y como panorama: en un mismo poema aparece el agua pero también la ochava de Quinquela y Garibaldi, el corralón Descours & Cabaud, una chata arenera en la Vuelta de Berisso, los silos en la costa de Avellaneda, etc. Una enumeración, entonces, que alterna la mirada microscópica y los cuadros de una vista total, pero destaca siempre en la materialidad registrada, la basura, la ruina, los restos.
     El dispositivo de localización crece de manera monstruosa, como en Perlongher, aunque los puntos de partida y las ideas sobre el lenguaje poético sean diametralmente opuestas. Para decirlo banalmente, uno deja fluir el significante a partir de los principios de proliferación (pliegue) y diseminación y el otro propone una poesía “sin heroísmos del lenguaje,”(9) como ya se ha dicho. Se sabe que el significante produce sus propias líneas de fuga, su deriva, en el caso de “Cadáveres” para construir un espacio de presencia ineludible, y que los neobjetivistas proponen un registro seco, controlado. Sin embargo, en estos dos casos, hay desborde: los restos cubren o son márgenes distintos, pero aun bajo la ley de la objetividad abren una secuencia que pareciera indefinida. Por eso, tal vez, estos poemas en particular pueden pensarse como el límite de cada una de sus poéticas. El límite del neobarroso y del neobjetivismo parece ser el del espacio político cuando se corre la centralidad del sujeto de las poéticas sesentistas, o de la poesía social de los años ‘20. O también, lo que importa en estas poéticas es que ese límite se vea, se haga evidente. Entonces, Perlongher elige hablar de la muerte política como un presente cuya contundencia está en el uso impersonal del verbo haber, “Hay Cadáveres”, y situar esos restos en los otros cuerpos, en los objetos, en los gestos (porque el espacio “real” es insuficiente). Entonces, Daniel García Helder elige ver y sólo ver, para que los restos hablen sobre sí mismos como huellas de un pasado (“vestigios de una vida consumida y que no fue enterrada/ como ese almacén EL TRIUNFO”) y cifras de un futuro clausurado:(10)

(….) los muros de ladrillo colorado
entre la vuelta de Berisso y la de Badaracco

donde el cielo se pone del mismo
color de la arena vítrea que ahí se amontona,
o como esa otra ferretería vieja de Barracas cuyo nombre
en la chapa oxidada lleva un buen rato descifrar
pero al final emerge, casi un recuerdo: DEL PORVENIR. (II; p. 2)

     El que ve, registra los desechos de la modernidad, del período de industrialización de la Argentina, como la huella exacta de legibilidad de ese momento, pero a la vez reconoce el carácter contemporáneo del pasado y borra (en el juego con las nomenclaturas utópicas de los almacenes o las ferreterías) los sueños del presente. Es que este paisaje en ruinas es el de un mundo anterior fuertemente marcado por el trabajo. Los barcos, los guinches, e incluso los sujetos perdieron su identidad porque no son parte del mundo obrero. Este es el Cadáver, que también cubre de manera ominosa un espacio, a la vez que se da cuenta de su extensión indefinida.

 

Notas     

1. Este artículo reproduce un fragmento del “Capítulo 2. ‘y vi, con los ojos pero vi’” de Caligrafía tonal. Ensayos sobre poesía, Buenos Aires, Entropía, 2011.

2. Sobre la cuestión del neobjetivismo y el neobarroco como poéticas antagónicas puede leerse el artículo de Edgardo Dobry. Las posiciones y sobre todo el debate instaurado por la revista Diario de Poesía a partir del artículo de Daniel García Helder, “El neobarroco en la Argentina,” se desarrollan en nuestro artículo “Una polémica a media voz…”; asimismo, sobre el objetivismo argentino, su emergencia y sus textos, hemos escrito “Poéticas de la mirada objetiva.”

3. Fragmentos del inédito “Tomas para un documental” aparecieron en el sitio Poesia.com (Buenos Aires, 1996), en las revistas Punto de Vista (Buenos Aires, Nº 57, 1997), La modificación (Madrid, 1998), Matadero  (Santiago de Chile, Nº 103, 2002), en Monstruos la antología a cargo de Carrera (Bs.As.: FCE, 2001) y otras de poesía latinoamericana. La selección que analizo en este caso es la de Punto de vista.

4. Menciono el Sida porque si bien O qué é AIDS es de 1987 (San Pablo, Editorial Brasiliense, Colección “Primeiros pasos,” el mismo Perlongher dirá en una entrevista que su escritura es del año 1983. Ver Carlos Ulanosky (entrevista), “El sida puso en crisis la identidad homosexual” (Buenos Aires, Página/ 12, 19 de septiembre de 1990), recopilada en Néstor Perlongher, Papeles insumisos (Bs. As. Santiago Arcos editor, 2004; pp. 332-337).  Por otra parte, aun cuando se consigne la escritura de “Cadáveres” en el año 1982 (esto aparece en la “Cronología” de Chistian Ferrer y Osvaldo Baigorria (selección y prólogo), Prosas plebeyas, Bs. As. Colihue, Colección “Puñaladas”, 1997), no sabemos si esta fue la definitiva o hubo reescrituras. Las fechas, de todos modos, coinciden en un período de tiempo que hace plausible pensar en la alusión a la muerte por sida en el poema. Martín Prieto entiende, en cambio, que las alusiones sexuales del poema o la ubicación de la muerte  política en imágenes asociadas a lo sexual supone que este último es un sub-texto que recorre el poema, en tanto la sexualidad es otra de las verdades acalladas por la sociedad, otra de las cosas de las que no puede hablarse. En todo caso, si la referencia al SIDA no se piensa en relación inmediata con los textos de Perlongher sobre la enfermedad o con la aparición del SIDA, el texto sería altamente profético en este sentido. La correlación sexualidad/ política es, por otra parte, un hecho en el pensamiento y en la poesía de Perlongher.

5. Este movimiento del lenguaje puede entenderse como una modulación más de la idea de poesía como puro gasto, aquella que Jorge Panesi leyó luego, en relación a Perlongher, como detritus.

6. La idea de caligrafía está asociada a la de forma, en tanto esta última hace referencia a los materiales que ingresan al poema, sus orígenes, los modos de la mediación a los que son sometidos, las relaciones que se establecen entre elementos y, entonces, en la forma puede leerse el conflicto, la tradición, la historia, las distintas temporalidades del lenguaje. Cuando hablo de caligrafía, en cambio, pienso en la disposición de los elementos en el poema y en los movimientos específicos del lenguaje poético que producen el efecto de una escritura de época o una escritura singular a partir del trazo, de la plasticidad, a partir de los modos de la imagen. En “Capítulo 1. Las formas de la crítica” de Caligrafía tonal, desarrollé esta noción alrededor de la imagen de fin de siglo, la de vanguardia, la del neobarroco y el objetivismo.
Por otra parte, la noción de pliegue está tomada de Deleuze y permite abordar tanto un “rasgo operatorio” propio del barroco como un espacio, la zona intermedia que divide dos mundos y en la que, a la vez, esos dos mundos se encuentran imbricados uno en el otro. La idea de pliegue también puede ponerse en relación con los enunciados espiralados de los que habla Nicolás Rosa en “Canon del significante,” aquellos “que se quiebran en sintagmas envolventes que colisionan la sintaxis pero se cohesionan por la rima y sobre todo por el ritmo” (p. 91).

7. En el poema aparece una sola vez el verbo ver: “Se ven, se los despanza divisantes flotando en el pantano” (p. 52), pero otra vez bajo una forma impersonal y, además, con el agregado de un atributo que sería propio de los Cadáveres y no del que mira: divisantes. Los Cadáveres son los que perciben, aunque con dificultad.

8. Retomo en este caso los poemas que aparecieron en Punto de vista y aclaro que esta misma hipótesis no podría ponerse a prueba en la selección de “Tomas para un documental” que aparece en Monstruos, dado que allí los textos no giran sobre lo espacial.

9. Daniel García Helder utiliza esta premisa, asociada a las ideas de Ezra Pound, como modo de identificación de una poética propia, antagónica al neobarroco y que podría denominarse como objetivismo. Ver “El neobarroco en la Argentina”; p. 25.

10. La idea de futuro de “Tomas para un documental” aparece articulada en la aparición de verbos en subjuntivo, que son aquellos que semánticamente indican un porvenir utópico, o como una posibilidad muy remota de concreción. Adrián Gorelik  lee en este poema  “una arqueología del porvenir, un non plus ultra de un tipo de temporalidad detenida en el borde de su destino incumplido:” “no es sólo el tiempo como transcurso lo que se detiene en las viscosidades del Riachuelo, es el futuro –un  futuro al menos- lo que se quedó allí congelado, lo que no reflejan sus barros negros/” (p. 10).

 

Obras Citadas

Gilles Deleuze. El pliegue. Leibniz y el barroco. Barcelona, Paidós, 1989 [1988]. Traducción de José Vázquez y Umbelina Larraceleta.

Gilles Deleuze y Félix Guattari. “10.000 a. J. C. La geología de la moral (¿Por quién se toma la tierra?)”, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pre-textos, 1994 [1980]; pp. 47-80. Traducción de José Vázquez Pérez con la colaboración de Umbelina Larraceleta.

Edgardo Dobry. “Poesía argentina de los 90: del neobarroco al objetivismo (y más allá)”, en Orfeo en el quiosco de diarios, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, colección “La lengua/ ensayo”, 2007; pp. 271-294.

Daniel García Helder. El guadal(1989-1993), Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 1994.
------------------------- “Tomas para un documental” (fragmento), Punto de vista, Nro. 57, abril 1997; pp. 1-5.
------------------------ “El neobarroco en la Argentina”, en Diario de Poesía, Nro. 4, otoño 1987; pp. 24-25.

Adrián Gorelik. “Arqueología del provenir. Arte y ciudad en Buenos Aires fin de siglo”, en Punto de vista, Nro. 57, abril 1997; pp. 6-10.

Frederic Jameson. El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío, Barcelona, Paidós, Colección Studio, 1991 [1984]. Traducción de José Luis Pardo Torío.

Jorge Panesi. “Detritus,” en Adrián Cangi y Paula Siganevich (comp.), Lúmpenes peregrinaciones, Rosario, Beatriz Viterbo editora, 1996; 44-61.

Néstor Perlongher. “Cadáveres”, Alambres, Bs. As., Último Reino, 1987; pp. 51-63.

Ana Porrúa. “Una polémica a media voz: objetivistas y neo-barrocos en el Diario de Poesía”, Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, Facultad de Humanidades y Artes, Univ. Nac. De Rosario, Nro. 11, diciembre de 2003; pp. 59-69.  Disponible en: http://www.lectorcomun.com/descarga/129/una-polemica-a-media-voz-objetivistas-y-neo-barrocos-en-el-diario-de-poesia.pdf. Último ingreso: 12/ 03/ 2013.

------------- “Poéticas de la mirada objetiva”, Crítica cultural, Vol. 2, Nro. 2, julio-dez. 2007. Programa de Pós-Graduaçâo em Ciências da  Linguagem, UNISUL, Ciudade Universitária Pedra Branca, Florianópolis, Brasil. Disponible en: http://www3.unisul.br/paginas/ensino/pos/linguagem/critica/0202/00.htm. Último ingreso: 12/ 03/ 2013.

Martín Prieto. “Capítulo 15”, Breve historia de la literatura argentina, Buenos Aires, Taurus, 2006; pp. 429-455.

Nicolás Rosa. “Canon del significante”, en Artefacto, Rosario, Beatriz Viterbo editora, 1992;  90-97.