Prendida con alfileres

Reina María Rodríguez

“...Qué necesidad de alfileres tenía esa mujer...”
V. Woolf

I

     Desde que era una niña vi a mi madre agacharse para recoger los pedazos cortados a un dobladillo, a una bocamanga, a un doblez. Los alfileres que habían caído al suelo sin sonar (tan ligeros) zafándose del peso, eran recogidos también con un pequeño imán que ella frotaba y frotaba contra el piso, después de entallar los vestidos sobre cuerpos deformes. El sonido y el movimiento de las tijeras cortando una seda, un crepé, una ilusión, no debió ser una visión tan fuerte en su conjunto, como aquella de recoger los restos, las hilachas sobrantes. Allí estaba humildemente mi madre barriendo el suelo con las manos, las pelusas. Esto me dio un sentido de la atracción terrible hacia el fondo de las cosas que yo veía caer como una imagen doble a través del espejo. Al tocar sus dedos siempre había algo herido, un arañazo, una rozadura, cuyo dolor aparecía después marcado con sangre en la tela. Eran dedos ásperos acostumbrados al hilo; ojos acostumbrados a mirar a través de un calado. Ella, mi madre, tenía que embarajar los pechos, la masa contrahecha, la sustancia.
     Si la poesía tiene que ver con alguna experiencia, cada uno de nosotros tendrá seguramente una anécdota origen que contar, pero creo que será una historia amanerada, o deformada también como los cuerpos por múltiples errores que luego llamamos experiencia: el oficio de contener un lenguaje, de merodear a través del sonido frufrú de una tela que se estampa en la carne. ¿Qué hacemos si no ensartar? ¿Volver y volver sobre las puntadas de un largo hilván que mientras más pasa el tiempo se zafa, y se zafa? Queremos apresar un tejido que por los bordes se deshace y poner un vivo de raso allí, para rematar. Pero la palabra insatisfecha se derrama por los bordes, porque la cosa está adentro de la palabra entallada, y el alfiler no puede sujetar los recovecos de un paisaje que se llama memoria. Al virar la tela por su envés, bajo el pisacosturas, está ese país que nos contiene a todos y donde habita mi madre, la Gran Costurera.
     Con el paso del tiempo siento que cada frase está viva en algún lugar de esos retazos cuyos hilos plateados formaban flores, pájaros, zorros que durante la noche se convertían en arabescos terribles con historias y personajes que salían a deambular. Porque, seguir siendo aquella niña o niño cuyo amasijo de vanidades en la tela cobraría forma algún día, es el empeño de cada poeta. “¡Yo soy un poeta! Yo/soy. Yo soy. Yo soy un poeta lo reafirmo avergonzado…,” exclamaba  Williams Carlos Williams.
     Si les digo que sigo creyendo en ese oficio “de culo y mano” como lo llamaba mi madre, entonces, no les miento. El oficio de percibir que ella me enseñó sin querer es el más caro, el más lujoso. La tela que se exprime también muere, el brocado se enrarece, y al final queda un color desvaído, no el firme amarillo de los frailejones.
     Agradezco a las clientas de mi madre servir de modelos con sus vestidos usados en las fiestas que no tuve. Agradezco a los modelos ilustres que nos vigilan desde esa larga, interminable pasarela: a Vallejo, a Pessoa, a Pavese, a Marina, a Ajmatova, a Dujna, a Silvia, a Olson, a Kavafis, a Virginia, a Michaux, a Carrera, a Anne Sexton, a Kózer, a tantos otros, las maneras de un sentir: esa razón de entrar a la locura y, a la vez, de no entrar nunca; esa costura doble de las candelillas cruzándose y descruzándose sobre un tejido muerto, pero vivo. Capas y capas de “tul” de una cultura que no se pueden reprimir, una sobre otra, alternando la simulación de un vuelo para un baile entre todos. Agradezcamos, la doble vida que nos dieron atada a un cojín fucsia donde recostar la cabeza cansada. En el cojín hay un paisaje para cada cual, único.

 

II

Pero hay alfileres sin punta (de eso se trata), de hincar sin tener con qué, sin poder cómo; la cuestión del cómo afilar las puntas para entrar en la sustancia. De hallar ese cómo de su momento en el mundo que tantos han buscado (el cómo de Samuel Beckett). «Los alfileres de Slater no tienen punta, ¿te has dado cuenta?, dijo… volviéndose cuando la rosa se desprendió del vestido…," se puede leer en Los alfileres de Slater de Virginia Woolf.
     Mientras prendemos una tela o una palabra al papel, contra el peligro de la caída del alfiler al suelo y de la vida hacia su final, el mundo se transforma por la imposibilidad de un amor, de una habilidad, de una costura, y casi siempre por imposibilidad ocurre un proceso que no depende del tiempo y cuya distancia nos corresponde por no ser cronológica, sino ontológica, y nuestra. La imagen recobrada será siempre una visión de esa impotencia de la que sacamos cada dosis de potencia, y logro será extender o encoger como un elástico la caída del alfiler superficialmente prendido, si rozó el espacio sin sujetar o herir. La poesía corta, cava, hinca, y revela un presente contaminado de un antes y un después : «… detente a pensar en la imagen, y deja afuera a la mente cuando lo hagas», diría el Dr. Sax, porque según palabras de Wiliams Carlos Wiliams: “Solo la imaginación es real;” "la imaginación es, define Proust, “es el órgano y sirve a lo eterno.” “Cuando me asalta el miedo invento una imagen” – escribía Goethe.
     Hubo un momento en el que sentí, cómo aquellos vestidos cosidos por mi madre tenían dobladillos más simples, costuras lisas y candelillas frágiles, sin torceduras ya. Trazos acelerados por la impaciencia de un fin. Cuando la angustia de un cosido iba hacia su término y ella, cansada, ya no podía desviar la intención hacia el estilo como multiplicidad de jararquías, creación de nuevos artificios y fábulas. «Una vez eliminada la capa de arena que lo cubría se apreció un tono verde – dice Virginia en «Objetos sólidos». Era un trozo de cristal, tan grueso que resultaba casi opaco. El mar lo había pulido por completo, privándolo de toda arista y toda forma, de tal manera que resultaba imposible decir si había sido botella, vaso o cristal de ventana. No era más que un trozo de vidrio, era casi una piedra preciosa. Bastaba con engarzarla en una montura de oro o ensartarlo en un alambre para transfigurarlo en una joya; en un colgante o en un reflejo verde apagado en un dedo…tal vez perteneció a una triste princesa que deslizaba la mano por el agua sentada en la popa de la embarcación…»
     Así, la imagen podía “alisarse,” “transparentarse” casi, extender el tiempo y llevarnos a la probabilidad de otra época, a ser otra vez esa princesa que busca una piedra que no es joya real, pero que lo parece cuando la posee por un golpe de remo, develando capas y capas acumuladas en el mineral, aún sin saber el cómo ni el por qué, algo tan frágil se convierte en prenda, en visión, en poema, en reelaboración de lo real.  Siguiendo el trazado de mi madre en la tela comprendí, que el fin precipita esos desafíos contra lo real. Pero, cada día, quedan menos días, se disfrutan cada vez menos, y se hace imposible la detención del tiempo con la que han soñado los creadores en cualquier época. El deseo de alcanzar la velocidad prometida por las imágenes, de estar en ellas, de participar (entrando por la pantalla al desenfreno de la vida cotidiana) hace que precipitemos nuestras imágenes hacia, “la sincronización de la emoción colectiva,” como llama P. Virilio a este fenómeno que provoca una guerra de larga duración contra lo real y una confusión de nuestra percepción de imágenes y de lenguajes, dejando al arte, a contra pelo de esa gran velocidad contagiosa, inmerso en la destrucción de la imagen del sujeto y del “yo.”
     ¿Qué poética se puede instaurar ante el pánico generalizado, frente al populismo y su inmediatez? ¿Qué se vuelve la palabrita alcanzada, “esa hablilla”? Y, ¿el dolor? ¿otro golpe de remo sordo por la búsqueda de un centro, una religión o un amor imposibles ya?¿Cuándo dejamos de ser princesas o reinas? ¿Con qué lenguaje saltar hacia ese precipicio que se abre cada día delante de nosotros? “Me voy reduciendo – decía Lezama Lima – soy un punto que desaparece y vuelve/ y quepo entero en el tokonoma.”
     La costura y la poesía son enamoramientos caros y frágiles. Golpes de remo o puntada donde ensartar la trama de una pequeña existencia y el artista, aberrojo que cruza de un sitio a otro transportando hilos, costumbres, sentidos y hasta el mismísimo aire que propicia o contamina el espacio que le tocó vivir. Motor  o pisacosturas que amortigua o acelera su visión en la tela. El aberrojo de Julia Kristeva: ese motor-pulsión – pensamiento, logra una fecundación que, ya sea moral o genital necesita al aberrojo (a nosotros) a pesar de que, la sociedad moderna le de un lugar cada vez menos práctico, más simbólico y menos sincero que, con la jerarquía formal impuesta y con la virtualidad vivida, mate su utilidad, su beneficio y hasta su sensibilidad.
     ¿Cómo hacer para que el grifo se abra y salgan palabras que fluyan hacia El Danubio de Claudio Magris? ¿Puede nacer de un grifo su historia, el misterio? ¿Qué es un poema y qué no? ¿La voz, los espacios en blanco, las particiones, los silencios, los argumentos, sus temas? “Algo como sonidos, como golpes tum tum…” decía Robert Creeley; o, como dijo Robert Duncan: “algo que viene de un pozo más profundo que el tiempo…” y “El más peligroso de los bienes,” según Hörderlin. Si son hormonas también las encargadas de abrir o cerrar (el grifo, el pozo, el texto) cuando estas no tienen suficiente fuerza o ventaja para sus intercambios, cuando cesa el enamoramiento, aunque se sustituyan después por el intelecto, la experiencia y la velocidad, ¿qué ocurrirá? (Porque, las pequeñas partículas que nos conducen a esos intercambios, las preposiciones son como las hormonas). Ante un mal uso, ocurrirá lo que vemos cada vez más: que el lenguaje se convierta en instrumento de coerción y engaño, o cuando menos, de construcción de deseos imposibles. Palabras descompuestas sobre un campo minado. Palabras-bestias cargadas de sentido negativo que dan a nuestras pequeñas vidas sensación de hacerse añicos a cada momento.
     Nunca me importaron las palabras cuyo significado real estuviera en los diccionarios, porque ellas no interactúan en la viva-vivida de mis obsesiones; he preferido siempre la arbitrariedad de las palabras, pero, por el contrario, Silvia Platts las buscaba hasta hallar su exacta definición y colocarlas en conjunción con sus sentimientos, más que con sus significados. “La poesía es el intento de preguntarle a las palabras que somos,” dice Guillermo Boido. Los diccionarios dicen que la poesía es: “expresión de un pensamiento o sentimiento en forma métrica….” “Quiero hablar por las cosas,” decía Jack Kerouac que pretendió que las cosas fueran sustituidas por el sujeto que las nombra. ¡Qué pretensión sobrepasar el peso condicionado de las palabras y del tiempo de ellas por el lenguaje! ¡Qué esfuerzo por sacar al lenguaje de la trampa que le tiende cualquier definición! ¡Qué maravilla tener a cargo esa tarea de psique, la distribución de las semillas, de las puntadas y de las palabras! Sé que el poema, vencedor (del ruido, la noche, la fugacidad) es el lugar de una espera, un sitio hacia donde llegar juntos con otros, con alguien. La búsqueda de un tú. Porque, “todos cumplimos cadena perpetua en las mazmorras del yo,” ha dicho Cyril Connolly. Quiéralo o no, el poema presenta una circularidad fuerte y extraña, algo encerrado, húmedo, un “territorio-refugio” que quiere permanecer en el centro a pesar de su imposibilidad de inocencia. Un territorio orinado de antemano como el de los gatos. “El lugar donde todo es posible,” creía la Pizarnik.
     «Es imposible – dice Virginia en El vestido nuevo, que una mujer de carne y hueso, a sus cincuenta y cinco o sesenta años, sea realmente una corona de flores o un zarcillo. Tales comparaciones…incluso crueles… se interponen temblorosamente… entre la mirada y la verdad. Ha de existir la verdad; ha de haber un muro…». Pero, ante la crueldad del tiempo, cuando me enfrento al texto, no he dejado de ser niña o niño que busca en él consuelo, cumplimiento, y la edad se invierte para curiosear. (OJO Poema aquí?). No solo hacer la historia de un río arrastrando por su cauce: casas, palabras, peces, hormonas, vejez, mentiras y verdades que vemos a través del cristal de una pecera, como si desfilaran frente a nosotros restos, encargados de giros, o “énfasis en el pliegue desplegado” como llamaba Charles Olson al trabajo del poeta contra el muro que es lo real. “Puesto que solo hay vida en los pliegues,” completaría esta frase Henri Michaux. Hallazgos, entre un pliegue y otro; entre una costura y otra, remodelando siempre, aunque sepamos, que lo que está oculto seguirá estándolo incluso después del poema, en total misterio y silencio.
     Sabemos, como pronosticó Antonio José Ponte hace años, que con la muerte de las utopías cesa la poesía y viene la prosa en torrente a darle mercado a lo que se perdió: la esperanza. (Ocurre lo mismo cuando compramos artículos para olvidar la muerte). Lo que nos toca, y lo que les tocó a los muertos ilustres que nos observan desde los anaqueles), es ocupar fragmentos de esa larga construcción del muro, con impotencia, con desencanto, pero con la mayor sinceridad, para que los aberrojos crucen y descrucen, fluyan y choquen pensando que es el cielo, un vidrio o la tela. Un cielo de asfalto, una carpa agujereada, ¿qué importancia tiene el campo que no sea la importancia que Olson mismo le dio al considerar al poema como un campo? O, cuando Arturo Carrera lo define como: “ese espacio donde los niños/ confunden la belleza con la felicidad.” El cuerpo y el campo (ese sitio de intimidad restaurada), son el único recorrido que hacemos, y en el campo de la poesía nadie tiene nada porque todo es nuestro y anterior. Ese espacio imaginario sigue siendo lo único que tenemos, nuestra propiedad impagable, donde “se reabastece la singularidad inapelable,” aunque no sepamos nunca bien, hasta dónde llega su extensión o su límite.

 

III

Algunas veces siento, que hubiera querido ser de un país con fronteras; de un país donde se pudieran apreciar las variedades de climas, coger tierra libremente de sus parcelas, y escapar. Porque la Isla está inscrita como un tatuaje y no te permite ser sin ella, ir y volver, partir. Nos contamina con acontecimientos que ya no nos interesan, pero que no puedes olvidar ni rechazar tampoco. Nos marcaron con sal y agua: un bautizo de salitre, a la vez bendito y maldito.
     Cada mañana espero encontrar algo diferente y no lo hallo. Los rostros y sus expresiones se han codificado a zonas bajas del espíritu que se reflejan en las negaciones y “de las negaciones, como dice Rüdiger Safranski en El mal, salen aniquilaciones que aniquilan también la creatividad. El deterioro moral es a la vez, la mayor simulación y creación que hacemos. Hubiera sido preferible disparar todos los resortes del mal que contenerlos estáticos y acumulados: hundirnos antes de ser detritos del tiempo. (Si Roland Barthes habló del grado O de la escritura, nosotros somos el grado O de la vida, al menos, esos centígrados que descienden para la conservación por la mera supervivencia). Ni con la publicación del poema por el recorrido sobre los arabescos de una tela de Lorenzo García Vega; ni con las “Ánimas” de José Kózer publicadas en la antología “No buscan reflejarse,” o “Semovivientes,” que vagan ahora por las calles habaneras, se puede empatar tanta pérdida. Del otro lado, el mismo sufrimiento y la revancha. No logramos infierno o paraíso: no hay zona franca de reencuentro.
     Hace años me pellizqué para saber si era real o solo una imagen, y la imagen que soy me dio la confirmación que necesitaba. Ahora, cuando una imagen está a punto de revelarse en los laboratorios, se superpone otra imagen en ella: “la Isla infinita” o “la isla análoga” o “la isla mental:” ficción de museo o de carne viviente que simula ciudades, calles, plazas, gente, porque de lo que se trata es de aprender a ser una imagen y que esa imagen te viva la vida, no solo que llegue a ser una imagen poética. El mayor instante de claustrofobia que he tenido, fue verme encerrada en la totalidad de una imagen; en el curso de una historia sobreimpuesta a mi necesidad de una historia (pequeña, particular, intrascendente). Ese aborto, de lo que pensé fuera “lo poético,” contra el ritmo conversacional de las pancartas y los panfletos, al decidir mi participación o no, y el peligroso complejo de culpa que emana de una generación tras otra. Complejo de culpa heredado de la generación de los 50, no solo por esas culpas azucaradas, amelcochadas, a las que Wallace Stevens tanto criticó, sino la “gran culpa” de no haber participado del tránsito social hasta el oportunismo; hacia una  “estética del fracaso” como lo llamaría el poeta argentino Daniel Samoilovich. 
     “Al pasar frente a otro derrumbe (un edificio que se limpió de basura recientemente), recuerdo los bares cerrados y repletos de escombros en la playa de Santa Fe a donde me llevaba mi padre cuando era niña. Aquellos escombros (latas vacías, piedras de mar pulidas, restos de algas ocres y pedazos de trusas a rayas) todo con olor salobre al pasar, me llaman la atención por los colores avivados en mi mente, vidrios rotos que ya no harán daño a nadie porque el mar los ha desactivado de su ambición de cortar. Pienso en el texto. Él existe cuando ha perdido como esos vidrios, la ambición de lograr una agresión real. Existen estos escombros frente a mí, y aquellos otros con olor salobre. Estos me son indiferentes (como si aún, no tuvieran fondo) mientras los del pasado, reaparecen. ¿Por qué unos textos sobreviven y otros, no?” (De, “Alfiles.”
Supongo que, sobreviven aquellos que no son automáticos o construidos, los que son actos de “infinita improbabilidad”, como diría Hannah Arendt. Textos que no queremos convertir en Historia, sino en “milagro” y donde confluyen, maneras de pensar: razas, niveles de lenguaje, confesiones y obsesiones frente al tejido. Textos de entrega y de revelación.

 

IV

Quería hablarles del “yo” que se escode detrás del yo, un yo para esconderse y engañar. “Del yo co-presente e idéntico a todas las demás posibilidades de la realidad” al que se refiere Robert Creeley en su libro Lo creativo. Así el autor, que no es un fenómeno histórico, quiere presentar al yo como tal. Entre el yo que uno se inventa y el yo ficcionado, los poetas cubanos por ejemplo, hacen su lugar al yo histórico y culpable que no puede dar el salto, el cambio, a esa cadena retórica. Cuando otros trataron de desembarazarse de una “apreciación histórica” engañosa o de la tradición, nosotros estábamos embaucados por el manto de la Historia, con la aparente protección de ella, y la epicidad sufrida fue más fuerte que la civilidad que requeríamos (escondiendo lo íntimo y los poemas de amor en las gavetas). Tenemos una historia de la literatura desde el siglo XIX como un estudio de deber patriótico, y ese es a mi modo de ver, un modo obsoleto de escribir la historia de la literatura y el deber ser del yo. La literatura ya no puede pensarse como espacio espiritual de la nación, como “Imagen nación,” sino que debe retroactuar con el exilio de aquí y de ahora, en el espacio (nada espiritual) de nuestra cotidianeidad y circunstancias de desperdigamiento y de olvido. Porque el problema es la continuidad del yo, ese milagro del yo, ese yo sin garantías, ávido de experiencias y de  mutaciones.
     Tenemos la mala imitación y la resonancia como destino, dos de los peores males que atacan al poeta. “Si los que escriben tuvieran el valor de declararse existencias utópicas, entonces no haría falta esa dudosa utopía, algo que se suele llamar cultura y en la que se lucha por un sitio” – ha dicho I. Bachaman. Porque la cultura no redime jamás de la no-vida. Y, ¿se puede prescindir de alcanzar una utopía que está condenada de antemano al fracaso? Ya casi no tenemos la vida y tampoco la utopía. En el mundo moderno cada vez se lee menos poesía, se le arrincona y manosea para fines diversos, ya sean comerciales o políticos. Creeley dice que “solo la más absoluta sinceridad bajo el cielo es capaz de producir algún cambio.” Que este encuentro nos sirva para conocernos y dar el pego sería también pedir demasiado a un proceso fracturado, ambiguo, que lo único que puede intentar, como decía Maurice Blanchot en sus escritos políticos, es no ponerse al servicio de otro poder que lo sojuzgue, ya que “escribir es, en última instancia, aquello que no se puede…lo que estará siempre en busca de un no- poder.”
     Nos movemos entre calles por donde caminaba Manuel de Zequeira cuando un soldado español hacía su guardia (la ronda, le llamaban) que dio nombre al poema del mismo nombre. Caminamos por Centro Habana donde vivió también Virgilio Piñera y vemos la ventana abierta por donde entraba sigiloso, alguna que otra noche, un fumigador que él esperaba. Nos sentamos en “La Lluvia de Oro” a donde iba Lezama Lima a conversar con sus amigos; o vamos hacia aquel banco del “Parque de los Enamorados” donde el autor de La cantidad hechizada solía tomar el aire de Cojímar. Ponemos una pequeña placa conmemorativa en la puerta del edificio de Prado convertido en solar donde vivió Julián del Casal, mientras suben y bajan roldanas con cubos de agua. Todo este mapa transita con nosotros cada día, pero las palabras que no se leen, las que no se encuentran comprometidas por un discurso oficial, las que escapan a lo instituido, a lo mal vivido, envueltas por su propio desafío ¿dónde han estado realmente?

 

V

“Joyce reinventó el arte de la lectura.” “El crítico Hugh Kenner ha enseñado cómo leer a Pound, Lewis, Beckett, T.S. Eliot, y al mismo Joyce…” pero, la manera del cómo leen los poetas en Cuba sería una gran aportación a la crítica contemporánea: tendríamos que ser neobarrocos o pepenadores por excelencia, dado que recogimos sobrantes, residuos, libros pasados de mano en mano tardíamente; materiales de deshecho reciclados hasta la saciedad para transportarlos a un contexto oclusivo donde sustituir con refritos, cada falta de vitalidad y de pensamiento impuestos por la ideología como receta única a sus fines utópicos. Juan Carlos Flores, “el último poeta del Este,” vive en Alamar, al Este de la Ciudad de La Habana donde se construyeron viviendas para “el hombre nuevo.” Él se pasa una semana leyendo a distintas horas del día y en diferentes sitios de su apartamento (un edificio de microbrigada, de techo bajo y hormigón), al mismo poeta. En los alrededores hay muy poca vegetación, aridez, y un mar que llega a una costa abandonada con diente de perros. En este contexto, grisáceo por las construcciones y azul oscurecido por el mar rocoso, le da una semana al poeta que escogió y si resiste, pasa la prueba de las próximas semanas. Si no se agota en las primeras horas de lectura, el poeta, que puede ser Borges o Kavafis, tienen que resistir el mediodía con intenso sopor y mosquitos, la monotonía del paisaje, el reguetón de fondo que penetra por las persianas, la bulla de los vecinos en las colas, etc. En estas condiciones, ¡hay hasta excelentes poetas que caen rendidos!
     Contra esta uniformidad de las construcciones, de las comidas y de las vivencias, sin buenas películas ni libros que adquirir en una biblioteca cercana, sin transporte o dinero para salir de allí, su exclusión lo confina a la página como único ejercicio de viaje. Él no trabaja en el cuarto de un hotel como tantos escritores han hecho; tampoco posee muebles que puedan cambiar su espacio funcional (como hacía R. Barthes reproduciendo en el campo el mismo orden de su casa en la ciudad para lograr su espacio habitual de trabajo). En este espacio cerrado, sin ordenador, bajo la luz de un “bombillo ahorrador,” sobre un suelo de mosaicos partidos, JCF halla el único sitio. De ahí que sus poemas sean geométricos, sórdidos y rítmicos: máquinas-mantras que se repiten hasta la saciedad. Me dijo un día: “escribe muchas veces una palabra hasta que la veas, la huelas, la sientas y la puedas olvidar… Obsesiónate hasta que salga de ella el mineral,” dijo, cercano a Ibsen: “golpeado por el martillo, el mineral insensato se ha puesto a cantar.” Un día brincó toda la tarde sobre una goma de carro abandonada en la que se había formado un charco. Oía el sonido de su pie sobre el agua estancada. De este ejercicio salieron compases, adelantando y retrasando el vaivén del pie, eje de su texto y de su cuerpo con repeticiones centrífugas: su desesperación.        
     Cuando en el 80, obtuve por primera vez, el premio “Julián del Casal” con el libro Cuando una mujer no duerme había escrito poemas sinceros y vitales (si es que la sinceridad y la vitalidad fueran en sí mismas, un valor literario). Me llegaban cartas de todas partes del país, y eso lo achaco a la intención de lograr un tono personal, cercano, entre la circunstancia de los alrededores y el maldito “yo.” Me preocupaba mucho, “virar la media,” como llamaba por entonces, al trabajo de editar los poemas; jugar a las posiciones y estructuras, a los niveles de efectos y montajes que crean ilusión de jerarquías en un texto. ¿Cómo lograr el ritmo y el efecto de esas secuencias, principios y cerramientos? Luego, con el paso de los años comprendí, que ya ese mecanismo se había montado interiormente y que la edición exterior era un acto ingenuo como el de movernos entre lo coloquial y lo simbólico, entre esos dos mundos limitados para matar nuestros complejos de poetas y ciudadanos.
     Partida en dos (bicéfala) abortaba a la mujer que grita su miserable vida doméstica, cotidiana, con las necesidades envueltas en el celofán de una metáfora y por fuera, el paisaje de una ciudad oscura, de una ciudad en guerra, de una ciudad muerta (como alguien la nombró). Pretendía cumplir con la metáfora y también con la ideología conversacional de aquella época y trataba a la vez, de invalidar la culpa por el pecado de hablar de la pareja, de las necesidades “del ser,” y de todo aquello que estaba oculto: como la ciudad que se derrumbaba, las texturas, las brumas, el dolor. OJO cita de Witold sobre el dolor en mi libretita.
Cuando se está inmerso en un proceso así, quejarse es un delito de alta traición. Todo debe fluir hacia el optimismo, hacia la confianza. Esto afianzó más, como contrapartida (y también por mi falta de humor y de casi todas las generaciones de poetas cubanos que me preceden), un espíritu trágico, dramático y hasta patético. Los poemas comenzaron a ser quejas; a manifestarse por las grietas que la sociedad tenía; a colarse entre metáforas no en crecimiento ni en verticalidad, sino en ondulaciones y crestas, hasta pretender moverse en el “ser;” moverse en el lenguaje, moverse en el mismísimo centro del “yo” asustado y hueco de una cruz. Temas intocables como el suicidio de Haydee Santamaría, de mi hermano, o de un perro; la oxidación de los objetos, la impotencia; las roturas y las ruinas: el error.

Azotea,  10 de octubre del 2008