Marilyn Monroe

Fina García Marruz

     ¿Dónde la habíamos visto antes? En la portada de todos los magazines, en una vieja película de praderas, en el espejo de un cafetín del Oeste con traje largo de raso ajado amarillo, entre el humo y las botellas del mostrador, cantando una tonada zafia y oro, y luego, con sombrerito de provincias, en cualquier andén nublado, en la ventanilla del tren que iba a arrancar. ¿De dónde venía? De una infancia presumiblemente desdichada, de una historia de tías y hospedajes huérfanos, de un despertar confuso y turbador, de un resplandeciente equívoco. La vimos haciendo un papel de extra borroso cuando no poseía aún el trofeo ganado de su nombre, la socavadura creadora de la fama: la mirada erraba entonces, como el negativo que no acaba de revelarse, la vocecilla pueril y ausente, sin fijación definitiva: nadie registró el ligero temblor de la imagen al fijarse. ¿A dónde iba ahora? Hacia todos los stadiums y todas las muchedumbres, a los flashes cegadores y ruidosos y a la última noticia, a los platillos del desfile y la batuta giratoria, a las arenas de una playa de lujo, con su andar de franjas anaranjadas. Iba, ilusa y radiante, hacia la muerte. Pero un poco antes, la flecha en el mapa se detuvo en la parada de ómnibus donde la aguardaba el amor, para redimirla de los roces ásperos y brutales, para enseñarle que hay una virginidad más honda que la del cuerpo que raras criaturas poseen, para hacerle la declaración desgarradora de que era amada de veras, para decirle que en donde ella estuvo siempre, con su sensualidad fresca y ámbar, en donde ella estuvo siempre cantando y llorando, en donde estará, quizás, ahora, es en la inocencia.
     Tenía una de las caras más absolutamente conmovedoras del cine. No representó nunca sino un solo papel, el suyo propio. El de la joven desenfadada a quien la costumbre de salir con «muchachos» desde la adolescencia o trabajar en lugares dudosos o cabarets de segunda no ha hecho perder cierta frescura inmarchitable, el de la corista que sueña no con liviandades, como cree la honesta señora de su casa, sino con las sensateces imposibles del hogar propio, el de la pobre corista solicitada por un truhán, que al fin es descubierta por un ranchero honrado o por un príncipe. ¿Dónde se podrá ver mejor el príncipe, que no cree ya en sí mismo, el príncipe tal como era, como debió ser acaso, que en sus ojos huérfanos del oro? Y conmueve hasta las lágrimas, la mirada ilusa, radiante, americana, prestándole a lo falso el esplendor de lo verdadero, mirando el desfile junto a las damas aristocráticas inglesas, ligeramente aburridas, como si fuera, con el poeta y el niño, la única que podía asistir de veras a la ceremonia de la Coronación de la Reina y del Rey.
     Con su traje de escamas plateadas actuando a la luz de las candilejas pobres, tenía algo de pez o de sirena recién pescada. Era el raro encuentro de una figura provocadora y turbulenta y un alma de niña radiante. Tenía algo de prostituta y de ángel. La prostituta tiene una sola cosa en común con el santo: no es estimada, y a su otro modo, está también ya fuera del mundo. Ello puede explicar la preferencia evangélica por la redención de la pecadora sobre la imposible redención de la hipócrita. Esta mezcla de inocencia y escándalo también la quiso personalizar la francesa Brigitte Bardot, con su aire de bebé pecador, picante y nada legítimo, pero para ello le faltaba la inocencia de la americana, su ausencia de intelectualismo, su dorado salvaje y melocotón. Una parisina adolescente tiene, naturalmente, varios siglos. Ella tenía de su país empujador y joven el ímpetu, el descaro, la comicidad, la extravagancia, la mayor carga de ilusión, el gusto por lo sensacional y las cosas más grandes del mundo, el modo familiar y campesino de entrar en lo solemne, botas de Franklin en la recepción del Rey. No hay sino diferencias accidentales entre su estilo de ser y de actuar y el modo como se inserta un cuento en un discurso de Lincoln.
     Pertenecía a esa rara estirpe de actrices que más que personificar hábilmente los más disímiles papeles es capaz de crear un solo papel en que se refleja, como un Charlot, a la vez que la propia experiencia en su dimensión más profunda, el rostro de la época en que le tocó vivir. Queden a otros menos hondos la colección de disfraces de Enrique VIII, de Zola o de Pasteur. Actuar no es mentir, no es suplantar, es expresar, en la personificación del otro, un secreto propio en que se refleja toda una posibilidad del alma humana.
     Es lo que sucede en las últimas escenas de Bus stop: en medio de lo cómico, de lo burdo de la situación y de los personajes, el salto a lo más conmovedor y lo más auténtico, el reconoci­miento transido de una prodigiosa delicadeza.
     Henry James, que hizo el Retrato de una dama, hubiera podido, pintarla. ¿Pues no hay una aristocracia de lo espontáneo, llena de posibilidades de futuro, que es superior acaso a la creada por las más ambiciosas decadencias? El europeo culto suele despreciar esto que une a las Américas de Norte y Sur, pese a las otras irreductibles diferencias, en una sola familia conti­nental: esta entrañable ausencia de empaque, este entrar, como el potro joven, en el ruedo, tumbando a tierra al que quiera ensillarlo, esta salvaje inocencia oro de maíz. Es gran pena que los demonios hayan metido la mano y que haya sido el mismo brazo que alzó la tez encendida de la libertad, regalo francés, el que menosprecie, avasalle y muela el oro indígena. Ya quizás sólo puedan raros instantes de belleza reunir lo que desunió el menosprecio y el odio, devolviéndonos a los orígenes del común territorio atlántico: lo prístino, lo virgen.
     Algunos hubieran querido verla en grandes papeles sin comprender que le estaban mejor los muy humildes que per­sonificó y que han bastado para entregárnosla en todo su con­movedor equívoco. Con un tenedor y unos panecitos hizo Chaplin una de las mejores escenas del cine. El arte es sencillo.
     En una de las más banales comedias que personificó Marilyn hay una escena final en que su mirada parece mojarse en toda la ternura humana y descubrir fugazmente el patetismo y la poesía de lo vulgar. Es una mirada sólo comparable a la sonrisa de Chaplin en la última escena de Luces de la ciudad. No hay que añorar otros films mejores si de lo poco saca siempre el verdadero artista sus recursos más hondos. La poesía gusta de lo muy humilde. ¿Y qué podrá serlo más en el mundo que una artista de cine, que una «estrella» cuyo nombre desaparece de las carteleras y lumínicos?
     Yo sé que la poesía guarda ahora su nombre en que se mezclan la banalidad crema del celuloide y el apodo y el rizo de la niña, su nombre al que el apellido falso y superpuesto da el trasfondo americanísimo de lo arraigado y áureo y posesor. Manos ávidas tomaron la escudilla en que temblaba, entre las arenas más pálidas, el oro escurridizo. Claudel nos recuerda que la sangre del puerco fija el oro. Prefiero más que evocar las circunstancias patéticas de su vida y de su muerte evocarla en plena pujanza. Su linaje no era distinto del de aquellos que murieron en la búsqueda del oro. ¿No habrá al fin, para los que equivocaron el camino, el encuentro con la otra Ciudad, la otra Aventura, el otro Oro? ¡California, he aquí que viene!