 
    
Marilyn Monroe
Fina García Marruz
  ¿Dónde la habíamos visto antes? En la portada de todos  los magazines, en una vieja película de praderas, en el espejo de un cafetín  del Oeste con traje largo de raso ajado amarillo, entre el humo y las botellas  del mostrador, cantando una tonada zafia y oro, y luego, con sombrerito de  provincias, en cualquier andén nublado, en la ventanilla del tren que iba a  arrancar. ¿De dónde venía? De una infancia presumiblemente desdichada, de una  historia de tías y hospedajes huérfanos, de un despertar confuso y turbador, de  un resplandeciente equívoco. La vimos haciendo un papel de extra borroso cuando  no poseía aún el trofeo ganado de su nombre, la socavadura creadora de la fama:  la mirada erraba entonces, como el negativo que no acaba de revelarse, la  vocecilla pueril y ausente, sin fijación definitiva: nadie registró el ligero  temblor de la imagen al fijarse. ¿A dónde iba ahora? Hacia todos los stadiums  y todas las muchedumbres, a los flashes cegadores y ruidosos y a la última  noticia, a los platillos del desfile y la batuta giratoria, a las arenas de una  playa de lujo, con su andar de franjas anaranjadas. Iba, ilusa y radiante,  hacia la muerte. Pero un poco antes, la flecha en el mapa se detuvo en la  parada de ómnibus donde la aguardaba el amor, para redimirla de los roces  ásperos y brutales, para enseñarle que hay una virginidad más honda que la del  cuerpo que raras criaturas poseen, para hacerle la declaración desgarradora de  que era amada de veras, para decirle que en donde ella estuvo siempre, con su  sensualidad fresca y ámbar, en donde ella estuvo siempre cantando y llorando,  en donde estará, quizás, ahora, es en la inocencia.
     ¿Dónde la habíamos visto antes? En la portada de todos  los magazines, en una vieja película de praderas, en el espejo de un cafetín  del Oeste con traje largo de raso ajado amarillo, entre el humo y las botellas  del mostrador, cantando una tonada zafia y oro, y luego, con sombrerito de  provincias, en cualquier andén nublado, en la ventanilla del tren que iba a  arrancar. ¿De dónde venía? De una infancia presumiblemente desdichada, de una  historia de tías y hospedajes huérfanos, de un despertar confuso y turbador, de  un resplandeciente equívoco. La vimos haciendo un papel de extra borroso cuando  no poseía aún el trofeo ganado de su nombre, la socavadura creadora de la fama:  la mirada erraba entonces, como el negativo que no acaba de revelarse, la  vocecilla pueril y ausente, sin fijación definitiva: nadie registró el ligero  temblor de la imagen al fijarse. ¿A dónde iba ahora? Hacia todos los stadiums  y todas las muchedumbres, a los flashes cegadores y ruidosos y a la última  noticia, a los platillos del desfile y la batuta giratoria, a las arenas de una  playa de lujo, con su andar de franjas anaranjadas. Iba, ilusa y radiante,  hacia la muerte. Pero un poco antes, la flecha en el mapa se detuvo en la  parada de ómnibus donde la aguardaba el amor, para redimirla de los roces  ásperos y brutales, para enseñarle que hay una virginidad más honda que la del  cuerpo que raras criaturas poseen, para hacerle la declaración desgarradora de  que era amada de veras, para decirle que en donde ella estuvo siempre, con su  sensualidad fresca y ámbar, en donde ella estuvo siempre cantando y llorando,  en donde estará, quizás, ahora, es en la inocencia.
           Tenía una de las caras más absolutamente  conmovedoras del cine. No representó nunca sino un solo papel, el suyo propio.  El de la joven desenfadada a quien la costumbre de salir con «muchachos» desde  la adolescencia o trabajar en lugares dudosos o cabarets de segunda no ha  hecho perder cierta frescura inmarchitable, el de la corista que sueña no con  liviandades, como cree la honesta señora de su casa, sino con las sensateces  imposibles del hogar propio, el de la pobre corista solicitada por un truhán,  que al fin es descubierta por un ranchero honrado o por un príncipe. ¿Dónde se  podrá ver mejor el príncipe, que no cree ya en sí mismo, el príncipe tal como  era, como debió ser acaso, que en sus ojos huérfanos del oro? Y conmueve hasta  las lágrimas, la mirada ilusa, radiante, americana, prestándole a lo falso el  esplendor de lo verdadero, mirando el desfile junto a las damas aristocráticas  inglesas, ligeramente aburridas, como si fuera, con el poeta y el niño, la  única que podía asistir de veras a la ceremonia de la Coronación de la Reina y  del Rey.
 la corista que sueña no con  liviandades, como cree la honesta señora de su casa, sino con las sensateces  imposibles del hogar propio, el de la pobre corista solicitada por un truhán,  que al fin es descubierta por un ranchero honrado o por un príncipe. ¿Dónde se  podrá ver mejor el príncipe, que no cree ya en sí mismo, el príncipe tal como  era, como debió ser acaso, que en sus ojos huérfanos del oro? Y conmueve hasta  las lágrimas, la mirada ilusa, radiante, americana, prestándole a lo falso el  esplendor de lo verdadero, mirando el desfile junto a las damas aristocráticas  inglesas, ligeramente aburridas, como si fuera, con el poeta y el niño, la  única que podía asistir de veras a la ceremonia de la Coronación de la Reina y  del Rey.
           Con su traje de escamas plateadas actuando a la luz de  las candilejas pobres, tenía algo de pez o de sirena recién pescada. Era el  raro encuentro de una figura provocadora y turbulenta y un alma de niña  radiante. Tenía algo de prostituta y de ángel. La prostituta tiene una sola  cosa en común con el santo: no es estimada, y a su otro modo, está también ya  fuera del mundo. Ello puede explicar la preferencia evangélica por la redención  de la pecadora sobre la imposible redención de la hipócrita. Esta mezcla de  inocencia y escándalo también la quiso personalizar la francesa Brigitte  Bardot, con su aire de bebé pecador, picante y nada legítimo, pero para ello le  faltaba la inocencia de la americana, su ausencia de intelectualismo, su dorado  salvaje y melocotón. Una parisina adolescente tiene, naturalmente, varios  siglos. Ella tenía de su país empujador y joven el ímpetu, el descaro, la  comicidad, la extravagancia, la mayor carga de ilusión, el gusto por lo  sensacional y las cosas más grandes del mundo, el modo familiar y campesino de  entrar en lo solemne, botas de Franklin en la recepción del Rey. No hay sino  diferencias accidentales entre su estilo de ser y de actuar y el modo como se  inserta un cuento en un discurso de Lincoln.
           Pertenecía a esa rara estirpe de actrices  que más que personificar hábilmente los más disímiles papeles es capaz de  crear un solo papel en que se refleja, como un Charlot, a la vez que la propia  experiencia en su dimensión más profunda, el rostro de la época en que le tocó  vivir. Queden a otros menos hondos la colección de disfraces de Enrique VIII,  de Zola o de  Pasteur. Actuar no es mentir, no es suplantar, es expresar, en la  personificación del otro, un secreto propio en que se refleja toda una  posibilidad del alma humana.
Pasteur. Actuar no es mentir, no es suplantar, es expresar, en la  personificación del otro, un secreto propio en que se refleja toda una  posibilidad del alma humana.
           Es lo que sucede en las últimas escenas de Bus stop: en medio de  lo cómico, de lo burdo de la situación y de los personajes, el salto a lo más  conmovedor y lo más auténtico, el reconocimiento transido de una prodigiosa  delicadeza.
           Henry  James, que hizo el Retrato de una dama,  hubiera podido, pintarla. ¿Pues no hay una aristocracia de lo espontáneo,  llena de posibilidades de futuro, que es superior acaso a la creada por las  más ambiciosas decadencias? El europeo culto suele despreciar esto que une a  las Américas de Norte y Sur, pese a las otras irreductibles diferencias, en una  sola familia continental: esta entrañable ausencia de empaque, este entrar,  como el potro joven, en el ruedo, tumbando a tierra al que quiera ensillarlo,  esta salvaje inocencia oro de maíz. Es gran pena que los demonios hayan metido  la mano y que haya sido el mismo brazo que alzó la tez encendida de la  libertad, regalo francés, el que menosprecie, avasalle y muela el oro indígena.  Ya quizás sólo puedan raros instantes de belleza reunir lo que desunió el  menosprecio y el odio, devolviéndonos a los orígenes del común territorio  atlántico: lo prístino, lo virgen. 
           Algunos hubieran querido verla en grandes  papeles sin comprender que le estaban mejor los muy humildes que personificó y  que han bastado para entregárnosla en todo su conmovedor equívoco. Con un  tenedor y unos panecitos hizo Chaplin una de las mejores escenas del cine. El  arte es sencillo.
 hizo Chaplin una de las mejores escenas del cine. El  arte es sencillo.
           En una de las más banales comedias que  personificó Marilyn hay una escena final en que su mirada parece mojarse en  toda la ternura humana y descubrir fugazmente el patetismo y la poesía de lo  vulgar. Es una mirada sólo  comparable a la sonrisa de Chaplin en la última escena de Luces de la ciudad. No hay que añorar otros films mejores si de lo poco saca siempre el  verdadero artista sus recursos más hondos. La poesía gusta de lo muy humilde.  ¿Y qué podrá serlo más en el mundo que una artista de cine, que una «estrella»  cuyo nombre desaparece de las carteleras y lumínicos? 
           Yo sé que la poesía guarda ahora su nombre  en que se mezclan la banalidad crema del celuloide y el apodo y el rizo de la  niña, su nombre al que el apellido falso y superpuesto da el trasfondo  americanísimo de lo arraigado y áureo y posesor. Manos ávidas tomaron la  escudilla en que temblaba, entre las arenas más pálidas, el oro escurridizo.  Claudel nos recuerda que la sangre del puerco fija el oro. Prefiero más que  evocar las circunstancias patéticas de su vida y de su muerte evocarla en plena  pujanza. Su linaje no era distinto del de aquellos que murieron en la búsqueda del oro. ¿No  habrá al fin, para los que equivocaron el camino, el encuentro con la otra  Ciudad, la otra Aventura, el otro Oro? ¡California,  he aquí que viene!
 
  