Desarticulaciones

Sylvia Molloy, Eterna Cadencia, 2010, 76 págs.

Desarticulaciones de Sylvia Molloy: tácticas del olvido

Oscar Montero, CUNY

     Casi todas las culturas han creado rituales para sobrellevar el duelo y consolar a los que sobreviven: el teatro de las lloronas, el chocolate caliente del velorio, las flores y en años recientes el “memorial,” que celebra la vida de quien  la ha perdido. Pero cuando alguien sigue viviendo, mientras que se va transformando su intelecto para producir conexiones insólitas, casi divertidas en un principio y luego desconcertantes, no hay “memorial” posible. Por otra parte, “perder la razón” se asocia a la locura,  que al menos en su mitología es capaz de creatividad, de producción. En cambio, las pérdidas descritas en Desarticulaciones de Sylvia Molloy no se organizan en una historia, ni de pasión ni de locura ni de muerte. El libro se compone de fragmentos y reflexiones fugaces sobre la enfermedad de ML, apuntes que no fundan un relato, ni producen una imagen completa, sino que se detienen en gestos, hábitos, gustos, palabras, compartidos en el tiempo de un modo errático, impredecible, al parecer inconsecuente, como en la amistad, que es también el amor, alejado de la cocina de las emociones.
     Abundan en la cultura popular en los Estados Unidos los testimonios y los manuales sobre la enfermedad, la muerte y el duelo, parte del género de libros llamados “how-to books”: manuales para hacer tal cosa, literalmente, manuales de “cómo hacer,” cómo comportarse, cómo vestirse para triunfar en los negocios, cómo “clausurar” el duelo, etc.  También se divulgan los testimonios de quien ha sobrevivido una enfermedad o de quien ha superado cualquier impedimento, la parálisis, por ejemplo, o la amputación de una extremidad. Abundan los tratados que reparten consejos para triunfar en “la batalla” contra el cáncer u otra enfermedad: el uso de metáforas bélicas es notorio y ha sido comentado. Sin embargo, la pérdida del intelecto, lenta y letal como la gotita de agua que a la larga horada el cráneo, característica del mal de Alzheimer, no se se presta al tono casi marcial de quien escribe sobre la victoria  contra la enfermedad, contra la depresión, contra el duelo, etc. Desarticulaciones no imparte consejos, no porque ese gesto no sea útil, sino porque registra una experiencia única, tanteando entre el sentimiento y la distancia. Desarticulaciones no es solo un libro sobre la enfermedad ni sobre la pérdida del intelecto que corroe la amistad y el amor hasta eclipsarlos, aunque esos sean sus temas. Es más bien la búsqueda de ese equilibrio que permite decir lo indecible, o mejor dicho, que permite decir algo frente a lo indecible, decir algo  frente a lo que carece de sentido.
     Varios de los apartados breves de Desarticulaciones se refieren a la escritura y sus labores: Cuestionario, Traducción, Listas. Se trata con frecuencia de un quehacer con las letras cotidiano, idiosincrásico, incomprensible para los otros porque sólo quien la escribe entiende el sentido de una lista: “si falta el sujeto que la arma no hay quien le dé sentido” (34). ML está presente, sentada en el sofá, “muy compuesta,” pero hace tiempo que algo de ella “falta;” quedan recuerdos, apenas conservados en lo que se ha escrito, en algunos objetos queridos, en las fotos o en algún dibujo, destinados al común olvido.  Es conocida la obra de Molloy en las letras, en el sentido de producción crítica y literaria en una tradición prestigiosa. Aquí, sin embargo, se fija en los detalles de la letra, en su hechura, en lo material de su producción, en los papeles sueltos donde alguien ha escrito algo, sueltos incapaces de alcanzar el prestigio del volumen, perdidos en gavetas y bolsillos. El texto parece armarse en torno a la sensación de desconcierto más que de melancolía de quién abre una cajita y descubre un papel escrito que debe tirar a la basura pero que conserva, sin duda para repetir el ritual meses o años después:  cosas muy usadas que sin embargo seducen. Desarticulaciones se arma de esos papeles y esas cosas usadas. Se construye con ellos, pero también se arma con ellos, para protegerse y para rescatar algo de ML: “no escribo para remedar huecos y hacerle creer a alguien (a mí misma) que aquí no ha pasado nada sino para atestiguar incoherencias, hiatos, silencios” (38).
     Otros apartados se titulan “Voz,” “Gustos del cuerpo,” para evocar otro registro corroido por el olvido, que incluye el tono de la voz matinal, distorsionada por la resaca, o el gusto por un dulce de la infancia. Habría que añadir que la consabida oposición entre la escritura y la voz no tiene un lugar central en Desarticulaciones; al contrario, las transiciones entre los apartados son borrosas, imprecisas, incluso insólitas.  A “Libertad narrativa” sigue “Despedida.” El deseo del texto parece ser mantener un contrapunteo, más que una tensión ontológica, entre los papeles y las cosas del cuerpo.   Cuando ML inventa una palabra de cuatro sílabas y las cuenta rítmicamente con los dedos, falta una. Cuando se añade otra, “esta vez hay un dedo para cada sílaba. Qué suerte, dice, y sonríe satisfecha” (40).
     En Desarticulaciones, hay momentos, pasajeros pero impactantes, donde se insinúan rasgos de los personajes maternales de las novelas de Molloy en ML. En El común olvido (2002) el narrador, un joven gay, organiza su vida en New York, se fabrica una identidad nueva después de la muerte de la madre en Buenos Aires. El relato parte “de los muchos papelitos de mi madre” (14). En esa novela la madre describe su enfermedad, por única vez, como querer pintar un cuadro “y todo la llevaba a hacerlo fuera de la tela,” asincronía, asíntota más bien, que podría describir la situación de ML. Sin embargo, no se trata de la madre con toda la carga emocional que cobró en el psicoanálisis del siglo pasado, la madre como fuente de la lengua, de la identidad, de la neurosis, del vacío espiritual. En En breve cárcel (1981), la madre y el padre de la narradora se distancian  y con ellos se retira, como si perteneciera a otro relato, el drama de la pareja heterosexual. La figura tutelar de esa primera novela es la tía Sara, en papel aparantemente subalterno, pero maestra de las labores domésticas que a la larga se emparentan con la escritura: juntar retazos para hacer otra pieza, componer lo que se ha roto, cuidar de las sobrinas, de los animales y de las plantas, hacer el hogar. ML también había organizado su mundo a través de rituales semejantes y perdura algo suyo en la estructura profunda de esa organización. Incluso cuando se borra su intelecto, cuando se apaga la chispa de su ironía exquisita, ML sigue “estando” en esos rituales,  regidos no sólo por el hábito sino por una especie de cortesía, que tal vez sea lo último que se olvida: preguntar por la compañera de la narradora, aunque la tiene delante y no la reconoce;  reciprocar el saludo imaginado de un amigo que ha muerto hace años; sonreir, y con un leve gesto de la cabeza, aprobar cualquier comentario, cuyo sentido sin duda no ha captado. El valor de los  gestos se realza, de manera casi teatral, porque no revelan nada, porque se han vaciado de sentido y  no se prestan a una interpretación.
     Para quien reconozca las personas reales detrás del simulacro de las iniciales, Desarticulaciones parece un texto autobiográfico; para otra lectora, podría tratarse de una ficción. De más está decir que la zona entre la biografía y la ficción es un territorio peligroso; quien lo transite corre el riesgo de que se diga, por ejemplo, que ha transformado a la amiga y los horrores de su enfermedad en un relato más. El uso de las iniciales protege la privacidad de las personas reales, que a lo mejor así lo han exigido, pero también acerca el relato a la zona de la ficción. Sólo la voz del oráculo está libre de ese dilema, de esa culpa. ML no es solo el relato de Molloy, pero escribir un texto ha sido la única forma en que ha podido “dar fe.” Después de todo, si ML se va convirtiendo en la ficción de la narradora, también el “yo” que la representa es provisorio y más inestable que las iniciales de un nombre. A estas alturas, biografía y ficción, la letra y la voz, sugieren las casillas de  maniqueísmos del siglo pasado. Desarticulaciones no las evita, pero las desborda: archiva mal, deshilvana, olvida. Si no ha mentido, a lo mejor ha distorsionado lo real, y así lo admite cuando confiesa: “Acaso esté inventando esto que escribo. Nadie, después de todo, me podría corregir” (22), solo ML, que ya no puede hacerlo.   
     Al final de Desarticulaciones, de manera sutil pero evidente, ML parece casi confundirse con la narradora. Vacila un instante la identidad del pronombre ausente: “Anoche soñé que estaba como antes, lúcida, la memoria intacta” (75). En “Voz” se superponen las dos voces, como en una “cámara de ecos,” dice en el apartado que sigue, titulado “Lengua y patria” (73). En “Premonición,” la narradora dice que tuvo “un episodio raro,” tal vez un pequeño derrame cerebral. El episodio sugiere que la disolución del mundo de ML podría repetirse en sí misma, como se repetirá en tantos otros. Las religiones han propuesto el consuelo del más allá; las mitologías laicas, los paliativos del recuerdo y la conmiseración. Sin embargo, en la locuacidad placera de nuestras culturas contemporáneas poco o nada nos prepara para las pequeñas renuncias, el desgaste cotidiano, el desconcierto que deja la fuga de una palabra o la imposibilidad de realizar una maniobra acostumbrada. Desarticulaciones,fragmentos de una elegía prosaica, no ofrece ni la complicidad de la conmiseración ni las simpatías de la nostalgia; más bien el texto parece resistir  los relatos que generan esas emociones. En cambio, en su recorrido por “esos pedacitos de pasado compartido,” Desarticulaciones sí ofrece el lenitivo de una meditación hondamente grabada. 

NY NY, 31 de enero, 2011