Mariposeo Sarduyano

Rafael Rojas, Centro de Investigación y Docencia Económicas

     En su introducción a la edición crítica de la Obra completa (1999) de Severo Sarduy, editada por la Colección Archivo del Fondo de Cultura Económica y la Unesco, Gustavo Guerrero rescataba el pasaje de una conversación, en 1967, entre Tomás Segovia, Emir Rodríguez Monegal y Severo Sarduy en la que este último da su opinión sobre Rubén Darío. Afirmaba entonces Sarduy que Darío, “después de haberse paseado por toda la cultura francesa, reenviaba el español a su esencia.”1 Según Sarduy, cuando Darío, después de haberse familiarizado con la cultura francesa, relee el Quijote de Cervantes o el Cantar del Mío Cid y reescribe Las moradasde Santa Teresa de Jesús, “por un movimiento de boomerang curiosísimo, resitúa el idioma en el espacio fundamental de su creación.”(2)
     El comentario sobre Darío es leído por Guerrero como una declaración personal, en la que Sarduy expone su propio proyecto literario. Tomar distancia de su país y de su entorno latinoamericano, por medio de la inmersión en otros ámbitos, formaba parte del método de aproximación a lo propio inaugurado por los modernistas. El modernismo, que Sarduy interpretaba en la clave paciana de Los hijos del limo, no sólo era el equivalente hispanoamericano del romanticismo europeo – con todo el sentido fundacional de las poéticas literarias que implicaba aquella equivalencia – sino la mayor plataforma referencial de las vanguardias de los 60, en las que intentaba colocarse el autor de De donde son los cantantes. Guerrero resume así la gravitación de Darío sobre el proyecto de Sarduy:

Dejar Cuba, instalarse en Francia, estudiar la escultura romana y la semántica estructural, participar en algunas de las principales aventuras intelectuales de su tiempo, viajar a Oriente y recorrer la India, releer con fervor a Góngora, a San Juan de la Cruz y a Cervantes, apasionarse por el Big Bang y escuchar el rumor de los molinos de la plegaria, éstos y otros muchos actos que signan su vida y su obra parecen inscribirse, desde un comienzo, en el paradójico plan que él descubre en Darío. Fiel a su modelo, Sarduy se aleja para estar más cerca, busca en los márgenes para encontrar el centro y, una vez allí, dice la verdad del artificio.(3)

     No deja de ser curioso que más de medio siglo después de su muerte, la referencia de Darío siga siendo tan sólida entre las vanguardias literarias hispanoamericanas. Entre la muerte de Darío, en 1916, y el mayo francés de 1968, en torno al cual se configura buena parte de la poética de Sarduy, han sucedido las vanguardias de los 20, Neruda y Vallejo, Borges y Reyes, Lezama y Paz. La razón de ese arraigo referencial de Darío, según Guerrero, no sólo tenía que ver con su marca sobre el castellano escrito en Hispanoamérica sino también con el tipo de exiliado que fue Sarduy. Este último, apunta con razón Guerrero, fue un “hijo del limo hispanoamericano,” que aprendió a “distinguir entre geografía y nación” y que “siempre vio a Cuba más allá de Cuba, como una isla que se reproduce en las más distintas latitudes.”(4) Como Julián del Casal, Sarduy era capaz de ver caer nieve en la Habana e imaginar sus campos como plantaciones de té.
     Hay en esos apuntes de Guerrero una valiosa intuición que permitiría asociar el exilio de escritores vanguardistas de los 60, como Severo Sarduy, Nivaria Tejera, Calvert Casey o Guillermo Cabrera Infante, con el viaje modernista de fines del XIX. Como sus antepasados decimonónicos, los escritores del boom latinoamericano también fueron viajeros, aunque para muchos de ellos el viaje constituyera un exilio de las dictaduras de derecha que se propagaron en la región entre los años 50 y 70. Los escritores cubanos, al igual que sus contemporáneos latinoamericanos, también fueron exiliados, pero de una dictadura de izquierda, entonces llamada Revolución Cubana, y percibida, naturalmente, como alternativa de aquellos autoritarismos de la Guerra Fría, respaldados por Estados Unidos.
     La instalación de la Revolución Cubana como referente de las izquierdas occidentales en los años 60 y sus múltiples conexiones con las vanguardias literarias y artísticas generaban una comprensible extrañeza en torno a la localización ideológica y estética de aquellos vanguardistas exiliados. Severo Sarduy enfrentó esa extrañeza por medio de una inserción en el universo filosófico de las letras parisinas, que le permitió, a su vez, una reubicación en la literatura latinoamericana que no pasaba, como en el caso de la mayoría de los escritores cubanos de su generación, por el respaldo del Estado insular. A diferencia de Cabrera Infante, que sí alcanzó a ser un escritor “revolucionario,” Sarduy salió muy joven de Cuba y su reconocimiento en América Latina provino, fundamentalmente, de aquella conexión francesa.
     Sin embargo, Sarduy, desde el exilio, debió establecer una relación estética con el fenómeno revolucionario. El ambiente parisino en el que se movió el escritor camagüeyano, ligado a las revistas Mundo Nuevo y Tel Quel, demandaban esa complejísima operación intelectual, por la cual un escritor crítico del socialismo cubano construía una poética literaria desde los referentes de la izquierda y la vanguardia francesas. La procedencia de Sarduy del círculo de Ciclón y, en menor medida, de Lunes de Revolución, pudo haberle facilitado la tarea, pero, aún así, aquella construcción paralela de una estética vanguardista y una política exiliada debió ser sumamente conflictiva.

De Ciclón a Tel Quel

     En algunos textos autobiográficos, Severo Sarduy se refirió al giro radical que dio su vida, entre 1956 y 1960 (traslado de Camagüey a la Habana y de La Habana a París) como un viaje entre Ciclón y Tel Quel. La primera fue la revista en la que Sarduy publicó algunos de sus primeros poemas y la segunda, el círculo intelectual parisino donde produciría sus cuatro novelas iniciales: Gestos (1964), De donde son los cantantes (1967), Cobra (1972) y Maitreya (1978), más dos de sus importantes ensayos: Escrito sobre un cuerpo (1968) y Barroco (1974). “Llegaron, como los tiempos de Ciclón, los tiempos de Tel Quel,” escribió Sarduy, aludiendo a ciclos temporales, determinantes de su vida y su obra, asociados a dos revistas.(5)
     Gracias a las pesquisas de la estudiosa Cira Romero, sabemos que los primeros textos publicados por Sarduy, en Cuba, aparecieron en el periódico El Camagüeyano, editado en la capital de una de las provincias orientales de la isla, donde nació y vivió el escritor hasta su juventud. Bajo el influjo de su amiga y mentora, la poeta camagüeyana Clara Niggemann, algunas de las primeras composiciones poéticas de Sarduy eran piezas líricas breves, autodenominadas “baladas krishnamurtianas,” que articulaban, en primera o segunda persona, la búsqueda de un diálogo íntimo con el otro.(6) Tan reveladora de aquella temprana búsqueda de una dislocación territorial era la apelación al teósofo hindú, Jiddu Krishnamurti (1895-1986), como la mezcla de mesianismo y orientalismo que, desde entonces, acusaba la poética de Sarduy.
     En uno de aquellos poemas de adolescencia, el titulado “Tres,” se leían estos versos: “Cielo, / Abandonado al último acento, / Al último silencio, / Detrás, / Tierra, / Metido en la tierra y formando parte de ella, / Fósil, Esperando un mensaje, un mesías, / Un Cristo con doce discípulos…,.”(7) A diferencia de otros escritores de su generación, Sarduy no parecía compartir entonces el horizonte de las vanguardias, y el misticismo de su poesía temprana era algo ajeno al universo literario de Virgilio Piñera, José Rodríguez Feo y Ciclón. Sin embargo, al igual que estos y buena parte del campo intelectual prerrevolucionario, experimentaba una ansiedad de mitos históricos que, en enero de 1959, justificaría su entusiasmo por la caída de la dictadura de Fulgencio Batista.(8)
     Un poema de 1955, publicado en El Camagüeyano y titulado “A la memoria de Ignacio Agramonte,” capta muy bien esa generalizada contraposición entre la gloria del pasado libertario de la isla y el presente batistiano. Así como muchos de sus contemporáneos contraponían la figura heroica de José Martí al autoritarismo del dictador, Fulgencio Batista, Sarduy invocaba la memoria del mártir anticolonial camagüeyano: “El tiempo enterró tu anhelo, / y a la patria ahora toca / ceñir de laurel la poca / vergüenza que hay en tu suelo.”(9) El primer 28 de enero, día del natalicio de José Martí, luego del triunfo de la Revolución, Sarduy publicó un artículo en la página Nueva Generación, del periódico Revolución, titulado “En su centro,” que defendía el momento revolucionario como una coyuntura propicia para releer a Martí, eludiendo las apropiaciones del héroe producidas durante el periodo republicano.
     Sin embargo, al considerar al Martí “poeta” como una “realización aún mayor” que la del Martí “hombre” y al admitir que lo “martiano” se había convertido en una subcultura demagógica y de mal gusto, por obra de la legitimación política, Sarduy se colocaba en una perspectiva cercana a Virgilio Piñera, Antón Arrufat, Calvert Casey y otros escritores de Ciclón, quienes hicieron lecturas críticas o no reverenciales del legado martiano. El inicio de aquel texto de Sarduy recuerda un poco el tono de la nota de Virgilio Piñera sobre la novela Amistad funesta de Martí, en la que “lo martiano” aparece asociado a la cursilería burguesa de la República, no sólo por los usos legitimantes del “apóstol,” sino por algunas dimensiones estéticas de la escritura de este último:

No abandone tan pronto, señor lector, la lectura de este artículo cuando le advierta que voy a hablar de Martí. No mueva las manos nerviosamente. Yo lo comprendo: también he padecido por interminables las arengas de los políticos. Las clases de los profesores de Historia de segunda mano, la columna del articulista de moda, los juegos florales, los horribles niños memorizadores de pensamientos y versos sencillos… Todo esto para convertir en monstruosa la figura de Martí.(10)

     Como varios de sus contemporáneos, Sarduy perteneció al círculo intelectual que se desplazó de Ciclón a Lunes de Revolución. Pero a diferencia de la mayoría de ellos no compartió una visión tan peyorativa de Orígenes y de las poéticas católicas que promovieron los proyectos editoriales de José Lezama Lima. Los poemas que Sarduy publicó en Ciclón se mantuvieron dentro de aquel repertorio íntimo, que él llamaba “krishnamurtiano,” con un curioso acento religioso que raras veces aparecía en los poetas laicos o ateos de Ciclón. Sólo en “Islas,” un poema publicado en Ciclón, que la crítica ha relacionado con La isla en peso de Piñera, podría encontrarse un acercamiento a la reacción antiorigenista de la vanguardia literaria cubana:

El hombre está solo frente a la luz soñada por Dios.
Los gritos de las bestias del cielo, las extrañas voces de los ángeles,
las aguas de la tierra por él han sido nombradas.
He aquí que él descubre soñado y acepta su señal:
La furia de los ángeles, la nada, el olvido de Dios.(11)

     No es difícil leer, en ese poema, la idea piñeriana del Caribe como una región “furiosa,” abandonada por Dios y reencontrada por otros ángeles, placenteros. Otro poema de Sarduy aparecido en Ciclón, titulado precisamente “Ángeles,” habla del poeta como “proyección” de un ángel y de “otro dios creado.”(12) Un poema más, titulado “Historia,” igualmente en Ciclón, habla de un ángel que “en el cielo se aventura” y “asciende lentamente,” hechizado por la luz. Se trata de un ángel con “alas de hierro,” que “desanda paso a paso el reino conquistado.”(13) Si el joven Sarduy imaginó ese reino como la Historia pudo haber tenido un atisbo del Angelus Novus, la imagen de Paul Klee que Walter Benjamin incorporó a su filosofía histórica. Ese ángel arrastrado por la tempestad del progreso que, sin embargo, mira atónitamente el pasado que deja atrás.(14)
     Hay en esa fase angélica y krishnamurtiana del primer Sarduy una tensión de religiosidades que habría que ubicar en el choque entre poéticas católicas y laicas que vivió la literatura cubana en los años previos y posteriores al triunfo de la Revolución. Es evidente que Sarduy, a pesar de su proximidad con Ciclón y Lunes de Revolución, no comulgaba con las voces más ateas y antiorigenistas de estas revistas. En su ya citada “biografía pulverizada” para la revista Quimera, Sarduy se arrepentía de haber compartido algo de aquel antilezamismo, que lo llevó a “cometer una nota en un periódico un tanto objetiva sobre uno de los libros de Lezama, creo que La expresión americana.” Y agregaba: “sus devotos de entonces me abominaron. Que Dios me perdone.”(15)
     En los textos juveniles editados por Cira Romero no aparece nota alguna sobre La expresión americana (1957), pero sí una reseña de Tratados en La Habana (1958), que Sarduy escribió para El Mundo Ilustrado, suplemento literario del periódico El Mundo. No hay ahí reparos a Lezama, aunque sí una valoración de la literatura de Orígenes más favorable a Eliseo Diego que a cualquier otro poeta de aquel grupo. Sarduy habla de la “profundidad de contenido,” del “estilo sustancioso,” de la “certera investigación de las frases típicas del lenguaje popular cubano” que encuentra en “Verba criolla,” uno de los ensayos de aquel libro.(16) Sarduy, sin embargo, termina la nota sobre el libro de Lezama reproduciendo un juicio de éste sobre Divertimentos de Eliseo Diego –“su fragancia y pureza han creado una fauna bruñida por el rocío. No conozco, en la historia de la prosa cubana de los últimos veinte años, un libro de tanta claridad hechizada” – que  concuerda con la entusiasta lectura que hizo el joven Sarduy del mismo.(17)
     La preferencia por esa “claridad hechizada” de Diego fue expresada varias veces por Sarduy en aquellos años. Por ejemplo, en una entrevista que le hiciera Graziella Pogolotti a él y a Roberto Branly, también para El Mundo Ilustrado, en 1958, Sarduy rechaza el juicio de Branly, según el cual la poesía de los origenistas “carecía de fuerza vital,” con esta frase: “no estoy de acuerdo. Lo que dices es cierto en el caso de Lezama. No así en la obra de Fina García Marruz, de Eliseo Diego – el más interesante del grupo en mi opinión.”(18) En un par de entrevistas más, en la de Rafael Casalins para Excelsior y en la de Luis Peraza para Diario de la Marina, también de 1958, Sarduy aseguraba que Eliseo Diego era el mejor poeta cubano – aún cuando confesaba no conocerlo: “he llegado a pensar que es una ficción” – y no sin chovinismo decía que el cuaderno Por los extraños pueblos “demostraba definitivamente la existencia de una literatura cubana contemporánea superior a toda otra expresión hispanoamericana.”(19).
     Ya en febrero de 1959, cuando muchos de sus contemporáneos arremetían contra los poetas de Orígenes por su literatura ensimismada o poco comprometida con la Revolución, Sarduy admitía públicamente, en Diario Libre, aquella fascinación juvenil por Diego. No es difícil encontrar en aquellos juicios una idea de la poética de Diego como un aligeramiento del barroco lezamiano que a Sarduy le parecía corresponderse mejor con el tipo de expresión que demandaba el momento revolucionario. Esa “sencillez” de Diego, no obstante, adquiría su plena significación como lengua de la nación e, incluso, de una religión literaria nacional con la que el joven Sarduy se relacionaba como un feligrés:

Nos fuera fácil decir que Eliseo Diego es el poeta más genuino y más cubano de su grupo; pero nos limitaremos a aseverar que si exceptuamos, quizás, algunos momentos de la obra de Fina García Marruz, en Orígenes, no hay otra preocupación más legítima por lo nacional ni otra poesía más sencilla en su logrado egoísmo vital. Los interiores, los patios provincianos, las calzadas que ilumina la espesa luz de los atardeceres cubanos, y las costumbres de nuestros pequeños pueblos, hallan en la obra de este poeta su más cabal expresión. Su lenguaje, sencillo, directo aún en los momentos más herméticos, llena la vista sedienta de su poesía, manantial renovado de la Belleza.(20)

     En esta fase angélica de la literatura de Sarduy vemos un atisbo de catolicismo menor que explicará tanto el interés por Krishnamurti o la admiración por Eliseo Diego como la celebración del fenómeno revolucionario, en Cuba, como portador de una nueva religión política. Sarduy comparte con otros escritores de su generación, como Calvert Casey, esa mezcla de laicismo y religiosidad que caracteriza a la ideología revolucionaria. El relato de Calvert Casey, “El centinela en el Cristo” (1960), apunta hacia la religiosidad por medio de un vislumbre del “hombre nuevo,” varios años antes de su formulación propiamente guevarista. Casey y un amigo extranjero turistean por La Habana, pocos días después del triunfo de la Revolución, y deciden escalar el Cristo que se levanta en Casa Blanca, al otro lado del puerto. Ambos se percatan que cerca de ese Cristo está la fortaleza de la Cabaña, cuyo comandante es el Che Guevara. Se les acerca, entonces, un soldado que cuida la fortaleza y conversa con Casey y el turista, quienes descubren que el joven soldado, es una nueva criatura, que profesa el evangelio revolucionario:

La verdadera revelación vino lentamente, al calor de la conversación sencilla y amistosa, que giraba como jugando sobre el sol de la sierra, el calor de la llanura y los episodios de la guerra en que había intervenido, a los que restaba toda importancia, y que después se hizo seria hasta llegar a los objetivos de la Revolución, de los que tenía un concepto clarísimo, y a la distribución de la tierra, patrimonio de todos los que la trabajen, de la que hablaba con gran intensidad. Este hombre utilizaba una lengua desconocida, se expresaba en términos inusitados de la vida y la muerte, pero sobre todo, de la vida y del derecho al disfrute de sus bienes inagotables; de una nueva justicia, de un concepto más humano y menos abstracto del bien… Estábamos – estaba yo, hombre de la misma tierra – ante un nuevo tipo humano, un ser absolutamente revolucionario en el sentido total de la palabra, con el que nacía una sensibilidad desconocida hasta ahora, un producto telúrico, un ser dulcísimo producido por la violencia, mitad criatura de los riscos, mitad apóstol justiciero y juguetón.(21)

     El similar entusiasmo con que Severo Sarduy vivió el triunfo de la Revolución Cubana, en enero de 1959, es constatable en sus colaboraciones en periódicos y revistas insulares de aquel mes y los siguientes. En un texto publicado en Combate, el periódico del Directorio Revolucionario, impulsado por Julio García Oliveras, Guillermo Jiménez y René Anillo, Sarduy sostenía que uno de los principales déficits del campo intelectual cubano era la falta de profesionalidad de los escritores, generada, a su vez, por la ausencia de un mercado literario. El hecho de que los escritores no pudieran dedicarse profesionalmente a la literatura – y  tuvieran que dedicarse al periodismo y a la televisión, por ejemplo, para ganarse la vida – provocaba que no pudiera constituirse una comunidad de lectores no literaria. De ahí que los “escritores se volvieran sus propios lectores” y que muchos de ellos prefirieran “formarse en Buenos Aires o en París.”(22).
     El texto de Sarduy formaba parte de una intervención en un programa televisivo de la CMQ, titulado “Posición del escritor cubano” y conducido por el periodista Luis Gómez Wangüemert, en el que también intervinieron Virgilio Piñera, José Rodríguez Feo y Nivaria Tejera. Con aquella compañía, no es raro que Sarduy se refiriera a Orígenes y Ciclón como publicaciones “excepcionales” de la República, que alentaban la profesionalización de los escritores, ni que aludiera a Buenos Aires como una de las ciudades en las que se “formaban” los escritores cubanos, insinuando el caso de Piñera y también el de Carpentier, en relación con París. Lo curioso es que la idea de la Revolución que entonces Sarduy defendía, a pesar de demandar de los escritores una “conciencia de clase,” no estaba reñida con la autonomía profesional del escritor, constitutiva del campo intelectual moderno o “burgués,” estudiado por Pierre Bourdieu.(23)
     La mejor manera de comprobar aquella noción de autonomía no es por medio de la búsqueda de explícitos distanciamientos ideológicos con la Revolución, que Sarduy no tuvo mientras vivió en Cuba, sino a través de una mirada más atenta al ejercicio de una escritura que narraba la epopeya revolucionaria sin subordinar la ficción a la ideología. Lo primero que llama la atención en los textos juveniles de Sarduy es la sintonía con una narrativa (Guillermo Cabrera Infante, Calvert Casey, Edmundo Desnoes, Lisandro Otero, Antón Arrufat…) que, por su formación estilística en las vanguardias europeas y norteamericanas (Joyce, Kafka, Hemingway, Dos Passos, Sartre, Camus…), intentaba una suerte de canto llano de la epopeya. A diferencia de quienes, en esa misma generación o la anterior, pensaban que la Revolución debía ser cantada en los tonos mayores del realismo socialista, estos escritores buscaban una estética fría en medio del entusiasmo.
     Sarduy formó parte, sin duda, de esa sensibilidad, ligada, sobre todo, al periódico Revolución,  dirigido por Carlos Franqui, y a Lunes de Revolución, el suplemento literario encabezado por Guillermo Cabrera Infante. En la página “Nueva Generación,” del periódico Revolución, aparecieron unas décimas y tres relatos, “Las bombas,” “El general” y “El torturador,” donde es legible esa suerte de épica congelada. Las “décimas revolucionarias,” por ejemplo, producían una indistinción entre los muertos del bando revolucionario y el bando batistiano, que se acerca a la noción de guerra civil, literariamente incorporada por Desnoes, Arrufat y otros escritores de aquella generación. La caracterización del espectáculo revolucionario como una “fiesta del duelo” fijaba aquel rol de Sarduy como espectador de un drama histórico:

Muera quien tiñe el asfalto
de sangre tibia y espesa,
muera el chacal que de un salto
se apodera de su presa,
muera quien humilde besa
la mano que lo castiga.
Muera la voz enemiga
que transita por el cielo.
Siga el festival del Duelo
El Festín del Duelo siga!(24)

La sangre es un elemento central en aquellos poemas revolucionarios que Sarduy llamó, alguna vez, “baladas frías:”

Árboles de sangre estallan,
en medio de las praderas,
doradas enredaderas,
de arterias los ametrallan.
Por donde quiera batallan
la sangre helada y la muerte,
me puse de pronto a verte
por tu propia sangre ahogada
y se iluminó la Nada:
me decidí a defenderte.(25)

     La sangre, que en un temprano soneto dedicado a la memoria de Ignacio Agramonte, el prócer independentista de Camagüey, la patria chica de Sarduy, era una petición “loca de la tierra y el cielo,” por la “poca vergüenza” que había en el suelo del héroe bajo la dictadura de Fulgencio Batista, se ha convertido, en los primeros días de la Revolución, en una emanación de la Nada.(26) El poeta entiende, entonces, la experiencia revolucionaria como un gesto nihilista y, a la vez, fundacional, en una intelección filosófica muy parecida a la del existencialismo francés. Sartre y Camus, cada uno a su manera, rearticularon el nihilismo y dotaron de un sentido político a la nada, por medio de la interpretación de la anomia como efecto de la sociedad de masas contemporánea. Sarduy no estaba lejos de aquella intelección en 1959.
     En el relato “El general,” por ejemplo, también aparecido en la página “Nueva Generación” de Revolución, Sarduy se metía en la piel de un reportero de la prensa del antiguo régimen que entrevistaba a un jefe militar de la dictadura. Mientras tomaba su baño vespertino, el anciano general rememoraba sus batallas terrestres, admitía no haber intervenido en ninguna batalla aérea y cuando se disponía a recordar sus batallas navales, resbalaba con un jabón en el fondo de la bañadera, que “lanzaría su cuerpo venerable, superviviente de tantas batallas, a la más ridícula de las muertes.”(27). El relato con desenlace farsesco o chusco, que recuerda algunos poemas y ficciones de Virgilio Piñera, introducía una neutralización del discurso ideológico, en medio de la compulsiva demanda de compromiso de enero de 1959, que veremos, más desarrollada aún, en piezas como “Las bombas” o “El torturador” y en Gestos (1963), la primera novela de Sarduy.
     En “Las bombas,” Sarduy hace otro ejercicio de desdoblamiento, adoptando la identidad de ociosos burgueses habaneros, que entre el bridge y la canasta, comentan los sucesos de la Revolución. Los eventos de la misma se reducen a la fobia del terror que se sentía en las salas de clase alta, donde, de oídas, se contaban los muertos y se inventariaban los estallidos que estremecían la ciudad. Si Sarduy no fuera también el autor de “El torturador,” en el que la misma operación de desdoblamiento se pone en función de una caricatura mordaz del pensamiento del verdugo, “Las bombas” podría ser leído como una crítica de la violencia revolucionaria. Entre el personaje narrador de “Las bombas” y el de “El torturador” hay una semejanza: ambos son sujetos frívolos, que viven la Revolución como un drama ajeno.
     El primero, luego de inventariar con hastío las bombas de los “terroristas,” concluye: “pero toda esta tragedia, toda esta angustia cotidiana, toda esta masacre –lo confieso con valentía – comienza a fatigarnos. El aburrimiento amenaza de nuevo. Volveremos a la canasta.”(28) El segundo, Felipe Aguilar, es un estudiante de medicina, contratado por el Servicio de Inteligencia Militar de la dictadura de Batista para torturar revolucionarios. El retrato de Sarduy prescinde, sin embargo, de todo rasgo moral o ideológico y presenta al torturador como técnico del sufrimiento corporal, orgulloso de ser “el mejor verdugo del régimen,” no tanto por lealtad política al mismo sino por profesionalismo represivo. El “concepto de la Historia” del torturador no es más que un artefacto: “una silla sobre la cual se ajusta una especie de recámara con un hueco en el centro para la cabeza del occiso.”(29)
     Es inevitable asociar las condiciones de posibilidad de estas distancias literarias, que narraban la Revolución al margen de cualquier épica, con el breve periodo, tal vez de 1959 a 1968, en que la ideología revolucionaria estuvo formulada con la suficiente flexibilidad como para tolerar poéticas vanguardistas, que se apartaban de las grandes demandas de compromiso político. Sarduy, igual que otros escritores de la generación anterior, como Virgilio Piñera o José Lezama Lima, o de su propia generación, como Guillermo Cabrera Infante, Calvert Casey, Edmundo Desnoes o Antón Arrufat, entendió que el carácter “revolucionario” de una literatura estaba más determinado por valores estéticos renovadores que por la suscripción de cualquier ideología, por muy emancipatoria que fuera.
     Es esa noción de la vanguardia literaria la que le permitió a Sarduy transitar con naturalidad del mundo habanero de Ciclón y Lunes de Revolución al París de Tel Quel. Gestos (1963), la primera novela dedicada a Francois Wahl, revela tanto la aproximación estética al fenómeno revolucionario como la codificación semiótica de la cultura habanera de los años 50, un mecanismo que Sarduy explotará de manera diferente a Guillermo Cabrera Infante. La Habana de la charada, de los negros rumberos que “nunca cesan,” del bolero y el beisbol: el puerto colonizado por la lengua inglesa y el flaneurie turístico que es, al fin y al cabo, el antiguo régimen semióticamente codificado por el azar y la música, por la sensualidad y la violencia. Esa Habana tebana, donde Dolores Rondón, la mulata camagüeyana, alcanzó la grandeza, donde estallaban bombas y petardos y donde la demagogia de los políticos sonaba en los altoparlantes, fue el producto cultural que Sarduy ofreció a los filósofos de Tel Quel.(30)
     Aunque las colaboraciones del cubano en la revista fueron frecuentes y el pensamiento de algunos editores fue una importante referencia en su obra, Sarduy no puede ser considerado una figura central de Tel Quel. Su condición de cubano exiliado pesó, probablemente, en la localización lateral que mantuvo dentro de aquella mítica publicación. Como es sabido, en 1974, cuando la plana mayor de Tel Quel  (Sollers, Kristeva, Barthes, Wahl y Pleynet) viajó a China, invitados por Mao Tse Tung, Sarduy se quedó en París. De haber ido, sin embargo, su visión hubiera sido, probablemente, muy similar a la de Barthes, quien rechazó el protocolo ideológico, la insistente burocracia y el dogmatismo intelectual de los comunistas chinos.(31) El orientalismo de Sarduy, como ha recordado Rubén Gallo, incluía a China – junto con la India y Japón – dentro de su itinerario, pero operaba de acuerdo con otros tiempos políticos.(32)

Fuera del curriculum cubense

     Es conocida la frase sobre el “mariposeo neobarthesiano de Severo Sarduy,” que, en 1971, Roberto Fernández Retamar dedicó a su compatriota exiliado, como parte de los ataques de la oficialidad intelectual de la isla a la revista Mundo Nuevo. Ya para entonces Sarduy había publicado, además de Gestos (1963), otra novela, De donde son los cantantes (1967), el libro de ensayos Escrito sobre un cuerpo (1968) y dos cuadernos de poesía, Flamenco (1970) y Mood Indigo (1970). En 1971, de hecho, hacía ya tres años que Sarduy no escribía en Mundo Nuevo, donde había publicado varios adelantos de Escrito sobre un cuerpo, incluido el célebre texto “Dispersión / Falsas notas (homenaje a Lezama).” La frase de Fernández Retamar, escrita en tono despectivo, es tan reveladora de la disonancia entre la ideología revolucionaria cubana y la izquierda francesa de los 60 como de la inserción de Sarduy en esta última.
     Donde sí publicaba Sarduy en 1971 era, precisamente, en Tel Quel, revista en la que aparecieron un par de adelantos de Cobra (1972), tal vez, su novela más barthesiana, además de algunos fragmentos de Escrito sobre un cuerpo (1968), especialmente el texto “Sur Góngora,” en el número 25 de 1966, que desarrollará más tarde en “Góngora le baroque” (1968), en el número 49 de La Quinzaine Littéraire. También en La Quinzaine Littéraire, Sarduy había publicado dos ensayos que, como los anteriores, captaban muy bien el giro que por entonces daba su poética literaria: “L’écriture autonome” (1968) y “Un Proust cubain” (1971), otro texto más dedicado a su admirado Lezama Lima. El “mariposeo neobarthesiano” al que se refería Fernández Retamar era, en efecto, un síntoma de esos textos y un componente fundamental de la estrategia neobarroca elaborada por Sarduy entre fines de los 60 y principios de los 70.(33)
     Podríamos definir la transformación de la poética sarduyana, en aquellos años, por medio de un rebasamiento del proyecto de codificación semiótica iniciado en Gestos y continuado en su segunda novela, De donde son los cantantes. En esta última, lo codificado no era ya la esfera pública habanera de los 50, sino la cultura cubana, aunque asumida ésta como un sujeto determinado por diferencias y no como un ente ontologizable. Sarduy, como es sabido, hace actuar y hablar a sus personajes, Auxilio, Socorro, Clemencia, Mortal y, de nuevo Dolores Rondón, sobre un tejido simbólico compuesto por cuatro elementos: el español, el africano, el chino y la Muerte, la Pelona Innombrable. Cuatro elementos que Sarduy estiliza en forma de travestis o personajes de cabaret, sin dejar de remitir la identidad cubana a una dimensión metafísica, aludida por “el lechosito de la Selva Negra,” que nos coloca, vía la differénce, en plena filosofía postestructuralista.(34)
     Habría que reconstruir el campo referencial que acompañó aquella evolución poética, que va de Gestos a De donde son los cantantes, a través de un repaso de las fuentes de Escrito sobre un cuerpo (1968), el libro de ensayos que Sarduy escribió luego de su segunda novela. Dedicado a Octavio Paz y con exergo de André Breton, aquel libro arrancaba con una brillante obertura analógica y, a la vez, genealógica, sobre los erotismos, que exponía las coordenadas estéticas de Sarduy en 1968: el Marqués de Sade, George Bataille, Giancarlo Marmori, Julio Cortázar y Salvador Elizondo.(35) La ubicación de Sarduy en la órbita de neovanguardia, impulsada por la revista Tel Quel era evidente, no sólo por el lenguaje o los temas que trataba sino además por las constantes notas al pie de artículos de esa revista, escritos por Denis Hollier, Jean-Louis Baudry, Maurice Roche, Julia Kristeva y Phillippe Sollers.
     Ya en Escrito sobre un cuerpo, Sarduy exponía su familiaridad con las obras de algunos de los fundadores del postestructuralismo francés, como Jacques Lacan, Michel Foucault, Jacques Derrida y, sobre todo, Roland Barthes. De este último tomaba ideas de Mythologies (1957) y Le Systeme de la Mode (1967), que trasladaban al estudio de la cultura popular y comercial de la sociedad de consumo enfoques de la economía política y la teoría semiótica, para pensar una novela de Carlos Fuentes o para describir la “retórica visual” de la plástica vanguardista de los 60.(36) El horizonte referencial de Sarduy no sólo remitía a Tel Quel sino también a la construcción del canon crítico del boom de la novela latinoamericana, en el que intervino fuertemente el París de los 60 y, específicamente, la revista Mundo Nuevo, dirigida desde esa ciudad por el importante crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal.
     La frase sobre el “mariposeo neobarthesiano” de Roberto Fernández Retamar, anotada al inicio, era, desde luego, ofensiva, ya que la misma condensaba el rechazo marxista-leninista al estilo y a la homosexualidad de Sarduy y al pensamiento postestructuralista que comenzaba a personificar Barthes. Pero la frase, publicada en 1971, respondía a la crispación retórica de la guerra fría cultural y, específicamente, al debate entre las revistas Casa de las Américas y Mundo Nuevo, que zanjaba las adhesiones y disidencias al socialismo cubano en América Latina.  Cuando en 1966 estalló aquel debate, luego de la revelación por The New York Times de que la CIA había financiado al Congreso por la Libertad de la Cultura, entre 1953 y 1963, y que este último, y más tarde la Fundación Ford, se encargarían de impulsar la edición de Mundo Nuevo, se precipitó la fractura ideológica de los escritores latinoamericanos.
     Los estudios contemporáneos sobre aquel debate permanecen divididos y algunos estudiosos, más que colocarse en la subjetividad, las ideas o los textos de los involucrados, continúan el conflicto por medio de una memoria cómodamente ideologizada, que reduce la cultura a “máscara” o “fachada” de intereses políticos, a partir de una descontextualización de la crítica de Ángel Rama a Emir Rodríguez Monegal y Mundo Nuevo en la revista uruguaya Marcha.(37) Pero en las aproximaciones más serias a ese debate (las de Idalia Morejón, María Eugenia Mudvovcic o Marta Ruiz Galveta, por ejemplo) comienza a aparecer una mirada menos rígida, más atenta al pensamiento y la escritura plasmados en aquellas revistas, que ayuda a conocer mejor el mundo de la vanguardia latinoamericana de los 60.(38) Un simple repaso de los ensayos de Sarduy aparecidos en Mundo Nuevo, entre 1966 y 1968,sobre Darío, Sábato, Góngora, Lezama, el ying y el yang, arte urbano, travestismo o el fetiche de Cachemira, nos convencen de lo alejados que estaban esos temas de las prioridades de la CIA y los hermanos Dulles, y de la inscripción de la poética sarduyana en el ambiente de la izquierda intelectual francesa de fines de los 60.
     Muchos de aquellos ensayos serían rescatados por Sarduy en Escrito sobre un cuerpo, pero otros comenzaban a dialogar con la escritura de Cobra (1972), su siguiente novela que traducirá Sollers, y con la teoría del neobarroco expuesta en su segundo libro de ensayos, Barroco (1974). De hecho, los primeros adelantos de Cobra y Barroco aparecerían en Tel Quel entre 1970 y 1971 y en La Quinzaine Littérarieentre 1968 y 1971, respectivamente. Habría que volver a leer Barroco, dedicado precisamente a Roland Barthes, para aquilatar el verdadero mariposeo barthesiano, esto es, la creación de un artefacto literario, como los textos de Sarduy, capaces de encontrar el origen del barroco en la cosmología de Kepler, Galileo y Copérnico, luego detenerse en el Greco, Borromini y Góngora, y desembocar, finalmente, en José Lezama Lima, como cristalización del neobarroco latinoamericano.(39)
     Despojada de su descalificación, el “mariposeo neobarteshiano” sería una buena fórmula para captar el método de escritura que se inicia en Cobra y Barroco y que colocó la obra de Sarduy fuera, literalmente, del curriculum cubense. La aventura vanguardista y cosmopolita de Sarduy no sólo no tiene equivalente en cualquiera de sus contemporáneos en la isla sino que, de manera resuelta, se ubica en una dimensión astronómica o cósmica, que le permitió desplazarse con libertad en el tiempo y en el espacio de la cultura universal, haciendo, por momentos, de Cuba una breve estación de tránsito. Esa movilidad y esa agitación tienen que ver, en efecto, con el mariposeo y con Barthes. En Barthes por Barthes (1975), este último proponía, de hecho, una definición del “mariposeo,” como derivación conceptual de la “alternancia” o la “variante” de su admirado, el utopista francés decimonónico Charles Fourier:

Es increíble la capacidad de distracción de un hombre a quien su trabajo aburre, intimida o estorba: cuando estoy en el campo y trabajo (¿en qué?, me releo, ¡desafortunadamente!), las distracciones que me suscito cada cinco minutos son las siguientes: vaporizar una mosca, cortarme las uñas, comerme una ciruela, ir a mear, comprobar si el agua del grifo sigue saliendo turbia (hoy han cortado el agua), ir a la farmacia, bajar al jardín a ver cuántos melocotones maduros hay en el árbol, hojear el periódico, construir un artefacto para sostener mis papeles.(40)  

     Al final, Barthes se percata de que una buena palabra para significar dicha flotación laboral es rastreo. Luego comprende que ese rastreo, al que dedica sus horas de ocio, es la mejor metáfora de la pasión intelectual que caracteriza su propia escritura. Algo similar podría encontrarse en el Sarduy de fines de los 60 y principios de los 70, justo en el momento en que emprende la redacción de Cobra y Barroco. Hay una capacidad de flotación representativa en los textos de Sarduy de esa época – de México a la India, de Kepler al Alejaidinho, del Big Bang al Steady State, de la aritmética de Frege a las películas de Warhol – que lo asocia con el rastreo en su máxima expresión: el rastreo entendido como peregrinaje y suspensión.
     Pero a pesar de la naturalización que el concepto de “mariposeo” alcanzó en Barthes, Sarduy recibió la frase de Fernández Retamar como ofensa homófoba. En su ensayo “El heredero” (1988), incluido en la edición crítica de Paradiso que Cintio Vitier coordinó para la Colección Archivos de la UNESCO – Vitier, en su disputa por la herencia de Lezama, cambió el artículo del título de ese ensayo, que apareció como “Un heredero” – Sarduy argumentaba que la posición del “heredero” y el “descifrador” (él mismo) era siempre más frágil que la del “heredado” o “fundador” (Lezama). Mientras éste último adquiría inmunidad simbólica, el primero “estaba condenado a la indiferencia o algo que es peor que la franca agresión y el ataque frontal: la sorna.”(41) Y concluía con esta respuesta a la  acusación de Fernández Retamar: “cualquier detalle puede servir de enseña ensangrentada a los detractores – su sexualidad, por ejemplo –; cualquiera de sus textos, fruto de noches sin noche, de años de retiro y silencio, puede ser asimilado a un “mariposeo,” cualquiera de sus evasiones a una intriga.”(42)
     No deja de ser curioso y, a la vez, comprensible, que Barthes, en su propio mariposeo, remitiera a Sarduy a una condición cubana o centrara su lectura de Cobra en el efecto heterológico, de utopía de la lengua o “paraíso de las palabras,” que lograba el barroco sarduyano. En algún momento de su conocido comentario sobre Sarduy, en El placer del texto (1974), hablaba de “una especie de franciscanismo que convoca a todas las palabras a hacerse presentes, darse prisa y volver a irse inmediatamente.”(43). La analogía con la disciplina monástica y el impulso de peregrinación es suficiente para concluir que Barthes leyó Cobra y Barroco en perfecto diálogo entre ficción y ensayo. Un diálogo que el propio Sarduy inicia en la novela, al migrar velozmente del teatro de muñecas a la música sevillana y, de ahí, a la elipsis vertiginosa de “A Dios dedico este mambo,” en la que los personajes adoptan identidades de monjes mercedarios, drug dealers holandeses, curtidores de Marrakech o travestis de Pigalle.(44)
     A pesar de la familiaridad con la poética de Sarduy que desarrolló Barthes, en estos comentarios reaparecía, como decíamos, un impulso de cubanizar o tropicalizar sutilmente a Sarduy, a contrapelo del resuelto cosmopolitismo que planteaba la estrategia neobarroca. Dicho impulso provenía de la entusiasta lectura que Barthes hizo de De donde son los cantantes, publicada en La Quinzaine littéraire, en 1967, bajo el título de “La face baroque.”(45). Allí Barthes documentaba, de un plumazo, una “opresión del significante” en la tradición literaria francesa, asegurada por el peso de los legados aristotélico, jesuítico y cartesiano, que generaba un culto al “fondo,” con no pocos dispositivos de represión de la sensualidad del texto. Barthes veía en Mallarme y en el barroco dos estrategias de resistencia a ese logocentrismo francés.
     El barroco español, el gongorino por más señas, permitía descubrir un barroco francés con el que Sarduy dialogaba indirectamente. De ahí que, para Barthes, la nacional o lo cubano de Sarduy no proviniera de los tópicos geográficos o políticos –“el folklore o el castrismo”, dice – sino de la lengua, el texto y el hablar cubanos: “sus ciudades, palabras, bebidas, vestimentas, cuerpos, pestilencias…, una inscripción de culturas en varios tiempos. Sin embargo, sucede algo que nos concierne a los franceses: el transporte del lenguaje; la lengua cubana invierte su paisaje.”(46). Aunque Barthes, persuadido de la estrategia neobarroca sarduyana, asegura que De donde son los cantantes “no nos viene de Cuba,” hay en su texto un permanente contrapunteo entre lo “cubano” y lo “francés,” en buena medida como proyección caribeña del contrapunto franco-hispano, que revela alguna tensión migratoria.
     La inscripción del “cubano” Sarduy en el barroco hispánico hace emerger, al decir de Barthes, la “cara” del barroco francés. Luego de esa amistosa naturalización del exiliado, Barthes vuelve a remitir la escritura de Sarduy a una condición cubana cuando identifica el mariposeo sarduyano con el “placer del texto.” Por momentos, cuando Barthes adjetiva a Sarduy como “brillante,” “alegre,” “afectivo,” sensitivo,” “divertido,” “gracioso,” “inesperado”…, se tiene la impresión de que la trampa de los estereotipos caribeños ha vuelto a hacer de las suyas. Pero en una lectura cuidadosa se advierte que esa localización caribeña o, específicamente, cubana, del neobarroco de Sarduy, tiene implicaciones estéticas e ideológicas más sugerentes.
     Barthes, que siempre se acercó con cautela a la mirada sociológica de Roger Caillois y George Bataille, encontraba en el mapa de subjetividades dibujado en la narrativa de Sarduy – “lo cubano, lo chino, lo español, lo católico, los dopados, los teatrales, los que circulan en caravanas hacia el autoservicio sexual del otro…” – un diseño sofisticado de criaturas artificiales que se convertían en arquetipos o en “significantes.”47 Con esa comunidad de sujetos artificiales, Sarduy lograba que el significante confiara en sí mismo y se emancipara de la represión logocéntrica. Esa certidumbre de que no existe un más allá del lenguaje o de que la cultura e, incluso, la política, no pueden desentenderse ya de su codificación simbólica hacía de la escritura la búsqueda un “texto totalmente hedonista.” Y ese texto, agrega Barthes, era “revolucionario.”(48)
     El hecho de que la noción de “placer del texto” de Barthes aparezca en aquella nota sobre De donde son los cantantes, de 1967, y que la misma llegara a convertirse el leit motiv del ensayo del mismo título, de 1973, que arrancaba con un comentario sobre Cobra, es más que suficiente para leer la marca de Sarduy en la obra del autor de El grado cero de la escritura. Como ha recordado Gerardo Fernández Fe, otras pruebas de la  intensa relación afectiva e intelectual que hubo entre ambos serían la ubicación de Sarduy, junto a Francois Wahl, Antoine Compagnon y Phillippe Sollers, en el primer rango de la “tábula gratulatoria” de Fragmentos de un discurso amoroso (1977) o la glosa “S.S.” en el pasaje sobre Werther, la pasión, el sueño y la vigilia en este mismo libro, además del uso de textos de Sarduy, como La simulación (1982), o de frases del cubano, como “un país puede equivocarse de libro” – a propósito de que era “una pena” que el “libro-clave” de España fuera Don Quijote y no La celestina – en sus notas para los cursos y seminarios de Barthes en el Collège de France, entre 1978 y 1980.(49)
     Pero regresemos a aquella idea de Barthes sobre el “texto revolucionario” en Sarduy. ¿Qué entendía Barthes por revolución en De dónde son los cantantes y en el París de 1967? La idea barthesiana de lo revolucionario como liberación del significante de la hegemonía del fondo, del significado o del campo semántico previamente ideologizado, tenía claras conexiones con la ideología de la nueva izquierda francesa, que protagonizaría el mayo del 68. Barthes, como muchos de sus contemporáneos, pensaba entonces que la economía política de los símbolos, correspondiente a la nueva fase capitalista, demandaba una revolución del concepto de revolución, entendido a la clásica manera leninista, maoísta o fidelista. Los nuevos sujetos revolucionarios no soportaban ya la vieja fórmula de definición totalizante u homogeneizadora del “proletariado” o el “pueblo” y exigían una pluralización civil y moral, donde cupiera esa tribu de enanos, boleristas y Drag Queens, que retrataban Fellini y Sarduy.
     En aquel mismo texto sobre De donde son los cantantes, Barthes relacionaba la eficacia del verbalismo de Sarduy con ciertos giros de “comunicación transitiva y moral” que se daban en el habla coloquial o política como “alcánzame el queso” o “deseamos sinceramente la paz en Vietnam.”(50) La estrategia neobarroca o el mariposeo sarduyano compartían esa apuesta por una rebelión contra la ideología del lenguaje, que impedía el contacto con las políticas corporales de los sujetos. Esa erótica no era, como asumieron sus críticos insulares, un ejercicio frívolo o mera combinatoria de artificios, sino una práctica liberadora del significante, no desprovista de ciertos rasgos épicos y, por tanto, no desconectada del horizonte de la nueva izquierda. A propósito de la “paz en Vietnam,” como significante liberado, no habría que olvidar que Mundo Nuevo, la revista acusada por Casa de las Américas y Marcha, de ser instrumento de la CIA, dedicó uno de sus primeros números a la denuncia de esa guerra y otros a la crítica del golpe militar argentino, al atraso rural y al hambre en América Latina y la política de Washington hacia la región.
     El propio Sarduy se acercó a esa proyección de su poética literaria en el horizonte de las vanguardias artísticas y las nuevas izquierdas, en un par de pasajes poco comentados de Barroco (1974). Dichos pasajes habían sido incorporados, dos años antes, al ensayo “Barroco y neobarroco,” que Sarduy ofreció a la antología América Latina en su literatura (Siglo XXI, 1972), coordinada por César Fernández Moreno, donde también aparecieron textos, curiosamente, de José Antonio Portuondo, José Lezama Lima y Roberto Fernández Retamar. El primero de aquellos pasajes, se coloca en una perspectiva de marxismo cultural crítico, muy similar a la que predominaba en Tel Quel:

¿Qué significa hoy en día una práctica del barroco? ¿Cuál es su sentido profundo? ¿Se trata de un deseo de oscuridad, de una exquisitez? Me arriesgo a sostener lo contrario: ser barroco hoy significa amenazar, juzgar y parodiar la economía burguesa, basada en la administración tacaña de los bienes en su centro y fundamento mismo: el espacio de los signos, el lenguaje, soporte simbólico de la sociedad, garantía de su funcionamiento, de su comunicación. Malgastar, dilapidar, derrochar lenguaje únicamente en función del placer –y no, como en el uso doméstico, en función de información es un atentado al buen sentido, moralista y “natural –como el círculo de Galileo- en que se basa toda la ideología del consumo y la acumulación. El barroco subvierte el orden supuestamente normal de las cosas, como la elipse –ese suplemento del valor- subvierte y deforma el trazo, que la tradición idealista supone perfecto entre todos, del círculo.(51)

     El segundo definía, claramente, el barroco o, más específicamente el neobarroco que, a juicio de Sarduy, comenzaba con Lezama, como la “Revolución,” con mayúscula:

Barroco que en su acción de bascular, en su caída, en su lenguaje pinturero, a veces estridente, abigarrado y caótico, metaforiza la impugnación de la entidad logocéntrica que hasta entonces lo estructuraba desde su lejanía y su autoridad; barroco que recusa toda instauración, que metaforiza al orden discutido, al dios juzgado, a la ley transgredida. Barroco de la Revolución.(52)

     Quien esto escribía era, desde luego, un exiliado y un crítico del socialismo cubano que, precisamente por ese entonces, consumaba el avance acelerado hacia la sovietización totalitaria. En su magnífico ensayo “Plumas, sí: De donde son los cantantes y Cuba,” Roberto González Echevarría reprodujo fragmentos de varias cartas intercambiadas con Sarduy, entre principios de los 70 y principios de los 80, en las que el escritor cubano hacía críticas frontales al sistema político y a las élites intelectuales de la isla.(53) Pero las opiniones políticas de Sarduy sobre Cuba, mayormente expresadas en el ámbito privado, no eran incompatibles con su localización en la izquierda vanguardista francesa entre los años 60 y 80. En un brevísimo momento de Cobra, el desencanto con la deriva totalitaria de la Revolución Cubana parece asomar sutilmente: “como a toda revolución, sucedió a ésta un régimen de sinapismos draconianos.”(54)
     Perfecta confirmación del lugar de Sarduy en el entorno intelectual de la nueva izquierda francesa es el hecho de que en la América Latina de los años 80 y 90, un escritor del exilio cubano, como él, fuera leído como fuente de búsqueda de una modernidad alternativa, articulada en torno a la estética e, incluso, el ethos del barroco. Cuando el marxista mexicano, de origen ecuatoriano, Bolívar Echeverría se sumó al debate modernidad/postmodernidad de aquellas décadas lo hizo utilizando a Sarduy como referente de una teorización del barroco como opción de gasto, despilfarro y abundancia poéticas, que cuestionaba la racionalidad del capitalismo moderno.(55) En su libro La modernidad de lo barroco (1998), Echeverría, intelectual marxista latinoamericano, no aprovechaba la teoría del barroco latinoamericano de Alejo Carpentier sino las tesis neobarrocas de Nueva inestabilidad (1987), el ensayo de Sarduy editado en la editorial de la revista Vuelta.
     En aquel libro, Echeverría continuaba el proyecto teórico, iniciado con El discurso crítico de Marx (1986) y Las ilusiones de la modernidad (1995), de aprovechar desde el marxismo latinoamericano algunas ideas postestructuralistas y postmodernas. Encontraba, por ejemplo, en Le pli (1988), el famoso estudio de Gilles Deleuze sobre Leibniz una propuesta del barroco como rechazo al “alisamiento de la consistencia del mundo,” similar a la que por entonces sostenía Marshal Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire (1988). Deleuze iniciaba el acápite “¿Qué es el barroco”?, en el que relacionaba el sistema de los mónadas de Leibniz, que al carecer de “ventanas, agujeros y puertas” deben plegarse sobre sí mismas, precisamente, con una cita de Sarduy.(56) A partir de esas referencias contemporáneas, Echeverría se daba a la tarea de rastrear en el barroco hispánico y americano del siglo XVII y en la tradición jesuítico-criolla asociada al mismo, ya no una estética sino un ethos cultural de resistencia a la modernidad capitalista y de experiencia de una modernidad otra.(57)
     No es este el lugar para dirimir los alcances del proyecto de Echeverría, pero sí para destacar lo mucho que el mismo debió a la obra del exiliado cubano Severo Sarduy. En la Introducción de su libro, Echeverría reproducía el primer pasaje citado más arriba, del ensayo “Barroco y neobarroco” de Sarduy, y afirmaba que a pesar de constituir una “estrategia de resistencia radical,” el ethos barroco “no era revolucionario.”(58) La utopía del ethos barroco, concluía Echeverría, “no estaba en el más allá de una transformación económica y social, en un futuro posible, sino en el más allá imaginario de un hic et nunc insoportable, transfigurado por su teatralización.”(59) Sin dejar de ser sarduyana, dada su acento en la “teatralización,” esta idea de Echeverría se distanciaba de la noción “revolucionaria” del neobarroco defendida por Sarduy.
     La paradoja de que el marxista crítico latinoamericano sostuviera un ethos barroco no revolucionario, mientras el exiliado cubano defendiera un “barroco de la Revolución” se deshace en cuanto recorremos las críticas del propio Echeverría al experimento soviético y a la idea comunista de la revolución, que él identifica con la tradición romántica.(60) El marxista crítico latinoamericano y el exiliado cubano convergen, entonces, en el punto en que la revolución, para no ser entendida de manera totalitaria, debe ser asumida como una práctica cultural barroca y no como un hecho romántico, tal y como la había entendido José Lezama Lima en La expresión americana. El neobarroco y el mariposeo sarduyanos serían, en este sentido, estrategias estéticas que sintonizaban más con las políticas libertarias de la izquierda europea y latinoamericana en el contexto del 68 que con la ideología de la Revolución Cubana.
     Anotábamos al inicio que el interés de Severo Sarduy por Rubén Darío estaba relacionado con la percepción del modernismo como romanticismo hispanoamericano, defendida, entre otros, por Octavio Paz. Sin embargo, con la idea de la revolución como fenómeno cultural barroco, antes que como evento romántico, Sarduy proponía una reescritura de la historia literaria latinoamericana en la que la que el punto de partida de la expresión propia no era Rubén Darío, sino José Lezama Lima. Con este último se iniciaba una nueva era, la de la lengua neobarroca, de la cual el autor de De donde son los cantantes se consideraba hablante y defensor. El propio Sarduy entendió su obra como el testimonio de un heredero, que deja huellas de su paso por ese tiempo lezamiano. Una era que no comenzaba en 1959, con la entrada de Fidel en La Habana, sino en 1966, con la edición de Paradiso, o en 1968, con la revuelta estudiantil de París.

Notas

1. Severo Sarduy, Obra completa I, p. XIX.

2. Ibid.

3. Ibid.

4. Ibid.

5. Ibid, 13.

6. Cira Romero, ed., Severo Sarduy en Cuba. 1953-1961, pp. 19-41.

7. Ibid, 19.

8. Sobre la “ansiedad del mito” en el campo intelectual republicano ver Rafael Rojas, Tumbas sin sosiego, pp. 51-68.

9. Cira Romero, Op. Cit., p. 42.

10. Ibid, 135.

11. Ibid, 45.

12. Ibid, 47.

13. Ibid, 51.

14. Walter Benjamin, La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia, 54.

15.  Severo Sarduy, Obra completa I, p. 13.

16. Cira Romero, Op. Cit., pág. 106.

17. Ibid, 107.

18. Ibid, 246.

19. Ibid, 249 y 254.

20. Ibid, 121-122.

21. Calvert Casey, Cuentos (casi) completos, 286-287.

22. Combate, 6/ 5/ 1959, p. 2. Ver también Ana Cairo Ballester, Viaje a los frutos (2007).

23. Ver, por ejemplo, Pierre Bourdieu, Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario (1995).

24. Cira Romero, Op. Cit., p. 59.

25. Ibid, 59.

26. Ibid, 42.

27. Ibid, 93.

28. Ibid, 90.

29. Ibid, 96.

30. Severo Sarduy, Obra completa I, 316-317.

31. Roland Barthes, Diario de mi viaje a China, 9-12.

32. Rubén Gallo, El Oriente de Severo Sarduy (2008).

33. Sigo aquí ideas de las mejores monografías de Sarduy, publicadas todas fuera de la isla: Roberto González Echevarría, La ruta de Severo Sarduy (1987); Gustavo Guerrero, La estrategia neobarroca (1987); Marie Anne Mace, Severo Sarduy (1992); Adriana Méndez Rodenas, Severo Sarduy: el neobarroco de la transgresión (1993); Rolando Pérez, Severo Sarduy and the Religion of the Text (1988); Julián Ríos, Severo Sarduy (1976); Andrés Sánchez Robayna, La victoria de la representación: lectura de Severo Sarduy (1996).

34. Severo Sarduy, Op. Cit., 422-423.

35. Severo Sarduy, Obra completa II, 1121-1137.

36. Ibid, 1139 y 1193.

37. Una de las versiones menos agresivas de este enfoque se encuentra en Ernesto Sierra, “Mundo Nuevo y las máscaras de la cultura”, Hipertexto (2006).

38. Idalia Morejón, Política y polémica en América Latina: Casa de las Américas y Mundo Nuevo, Tesis de Doctorado (2004);  María Eugenia Mudvovcic, Mundo Nuevo. Cultura y Guerra Fría en la década del 60, pp. 46-54; 55-80 y 81-114 (1997); Marta Ruiz Galveta, “Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura: anticomunismo y guerra fría en América Latina”, El Argonauta Español, No. 3 (2006).

39. Severo Sarduy, Op. Cit., 1197-1261.

40. Roland Barthes, Roland Barthes por Roland Barthes, p. 98.

41. Severo Sarduy, Op. Cit., 1413.

42. Ibid.

43. Roland Barthes, El placer del texto y Lección inaugural, 17-18.

44. Severo Sarduy, Obra completa I, 473-485.

45. Severo Sarduy. Obra completa II, 1729-1730. Ver también la traducción al castellano de C. Fernández Medrano en Roland Barthes, El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura, 281-283.

46. Ibid.

47. Ibid.

48. Ibid.

49. Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso, 96 y 253; Roland Barthes, La preparación de la novela, 196-197 y 247.

50. Roland Barthes, El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura, 282.

51. Severo Sarduy, Obra completa II, 1250.

52. Ibid., 1253.

53. Severo Sarduy, Op.Cit., 1588-1590.

54. Severo Sarduy, Obra completa I, 445.

55.  Bolívar Echeverría, La modernidad de lo barroco, 14-16.

56. Gilles Deleuze, El pliegue. Leibniz y el barroco, 41.

57. Bolívar Echeverría, Op. Cit., 207-224.

58. Ibid, 16.

59. Ibid.

60. Ibid., 35.

 

Obras Citadas

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