He aquí dos comentarios sobre el libro Hojas al viento (1890), de Julián del Casal, así como una prosa (en este caso dedicada a Casal) de Wenceslao Gálvez, el autor de la primera historia del beisbol en Cuba, publicada en 1889. El libro de Gálvez – El base-ball en Cuba – apareció, pues, un año antes que el poemario de Casal. Ese mismo año, el 28 de noviembre, Casal publicó en La Discusión una reseña sobre el libro de Gálvez. Curiosamente, la reseña concluía con un pedido de perdón, en el libro “futuro” del autor, por las “incorrectas líneas,” de la reseña, y con Casal mismo preguntándose: “¿Me lo perdonará?”

     Una breve digresión sobre La Discusión

     Como dato curioso, diremos que según lo que leemos en Cuba por fuera (apuntes del natural) (1890), de Tesifonte Gallego, el primer número de La Discusión salió el 14 de junio de 1889, y Casal perteneció a su redacción desde sus inicios. Gallego comenta que “[a]trevido en su lenguaje,” La Discusión “no repara cuando se trata de pegar. Creyó encontrar en los muñecos, y cada día sorprende con un grabado a sus lectores.” El autor de Cuba por fuera observa que su redacción “es joven, y por eso, en sus escritos, hay pasión y viveza. Nadie pasa en ella de 32 años” (62). Por cierto, otro de los miembros de la redacción era Manuel Morán, uno de mis antepasados, que tiene que haber estrechado la mano de Casal, haberle mirado los ojos verdes, azules, cambiantes siempre. Según Tesifonte Gallego, La Discusión estaba sañudizada: “Por ella se conoce la casa del célebre crimen, a palmos, y con tenacidad de hierro, se ha propuesto poner en claro el horrible misterio que envuelve el asesinato de aquellos viejos pobres entre sus inmensos tesoros” (63).
     Allí debió sentirse a sus anchas el Casal de La Caricatura: los bronces, las lunas venecianas, toda la cacharrería del modernismo, sus tesoros, engolfados por la sangre.

 

     De vuelta a Gálvez y a Casal    

     Menos de dos meses más tarde de que se publicara la reseña de Casal, Gálvez le dedica una breve narración humorística que publica en La Habana Elegante el 20 de enero de 1890. La misma lleva por título: “La lotería.” Más tarde, tanto este relato como las reseñas sobre Hojas al viento, fueron incluidas por Gálvez en su libro Esto, lo otro y lo de más allá (mosaico literario), y que tuvo dos ediciones (1891 y 1892).
     La lectura del relato me dejó perplejo: parece cortado, entallado en no pocos de los detalles de la biografía de Casal, y de la imagen que sus amigos se habían hecho de él. Comienza cuando el protagonista, “alegre como pocas veces,” llega intempestivamente y excitado al cuarto del narrador para contarle de una pieza de teatro que estaba escribiendo y que llevaría por título: “La lotería.” Los personajes de la obra son dos conocidos de ambos – y por tanto personajes y personas reales: Manuel, estudiante de medicina, y su novia Carmela. Manuel trabajaba para el Estado, y estaba ahorrando hasta el último céntimo para la boda, hasta el punto de vestir muy pobremente. Con esos ahorros empieza a amueblar, pero lo que es más importante aún, a decorar la casa. Al hacer el inventario de los objetos, pareciera que Gálvez estuviera haciendo una parodia del soneto “Mis amores,” de Casal: “dos lunas venecianas,” “estatuas de yeso,” “ángeles de biscuit,” “relojeras.” Añade – en lo que parece ser una alusión a otro de los poemas de Hojas al viento: “Amor en el claustro” – que Manuel colgado también un retrato de Carmela “de monja, porque había tenido el capricho de retratarla así.” En este punto, me permito recomendarle al lector que considere como dice Gálvez que a Casal le gustaría vivir. Por supuesto, aún si Gálvez, como dice, visitó el cuarto de Casal, también es obvio que si lo está mirando, también lo está leyendo, de modo que una vez más el personaje Casal se vuelve inseparable de la persona (y sé que hablar de persona y de personaje es, claro, una tautología).
     Lo significativo, sin embargo, es como se acumulan los rasgos o las historias de llegaron a conformar el «retrato hablado» de Casal: Manuel es huérfano de padre y madre, y tenía una fijación especial con la madre. “Le faltaban las caricias de su madre y quería sustituirlas con las de la esposa,” comenta el narrador. Quiero esto decir que Manuel solo usa la relación heterosexual con una mujer como sucedáneo del amor de la madre. Como Casal, que tenía un modesto empleo en Hacienda (por lo tanto estatal), Manuel queda cesante. Al llegar a su “cuarto de soltero” rompía a llorar porque, como es de suponer, con la cesantía, cesó el noviazgo. Al final de la narración, Carmela lo llama a su casa porque tiene una buena noticia que darle: el billete de lotería – regalo del que había sido su novio – resultó ganador. Manuel, entonces – y aquí está lo siniestro del relato – cae muerto… de un aneurisma. Su muerte, pues, prefigura la del propio Casal. La dedicatoria del cuento, y el hecho mismo de que se publicara en La Habana Elegante apenas unos meses antes de la aparición del primer libro de Casal, le confieren, a mi juicio, un inquietante carácter siniestro.

     La reseña de Hojas al viento tiene más o menos el mismo corte de las otras críticas a la obra de Casal, y por tanto lo que leemos no nos sorprende lo que leemos. Se destaca, desde el principio el apego a la muerte de Casal (la tristeza incurable), la fascinación con Baudelaire. Mas si hay algo que quizá distinga la reseña de Gálvez es la explícita asociación de Casal con la morfina. Llega incluso a afirmar, para demostrar que la vida “no es tan mala,” que “si el mismo Casal no viviera, no tendría los goces que tiene inyectándose morfina a pasto ó leyendo a Baudelaire, uno de sus favoritos. Como puede verse, Gálvez da por hecho, como cierto, que Casal goza inyectándose morfina. No obstante, cuando menciona la visita que le hizo a “su cuarto de célibe recalcitrante” – sugerencia, o guiño tal vez al deseo que «no podía decir su nombre», pero que existía, y ya era ampliamente conocido en todas partes – en lugar de describirla, no lo hace por no estar autorizado a ello, añade – espoleando la curiosidad voyeurista del lector – que “hay que saber” [como él sabe] “como vive Casal.” En este punto, Gálvez comienza a decirnos – en marcado contraste con la afirmación que había hecho antes – no que Casal gozaba, sino que le gustaría “un colchón y de una pipa llena de opio, gustaría adormecerse viendo en su imaginación vestales, porcelanas de la India, pebeteros del Japón, arabescos, jarrones, ámbar, objetos de arte de la Arabia; recorrer el desierto caballero en camello......” Todo este le gustaría, evidencia lo que decíamos antes, Gálvez – tal como les sucedió a muchos otros críticos – imaginaron, leyeron, vieron un Casal que ellos mismos extrapolaron de sus poemas, cuentos, crónicas. En lo que imagina Gálvez hay alusiones a “A mis amores,” “Quimera” y, por supuesto, “La canción de la morfina” (todos, de Hojas al viento).

     La sorpresa nos la da Gávez en “Sobre lo mismo,” donde más que extender su reseña de Hojas al viento, arremete sorpresivamente contra uno de las más insistententes objeciones, y hasta ataques que los críticos cubanos le hicieron al poemario de Casal: el considerar que no era suficientemente cubano, o patriótico, es decir, la percepción bastante general, de un proceso de desnacionalización que se habría revelado, escandalosamente, en la poesía casaliana. En este sentido “Sobre lo mismo,” su estilo paródico, la ironía con que comenta el asunto, contrasta con esas críticas.      

Francisco Morán        

 

Wenceslao Gálvez

     Casal es un dejado de la mano de Dios. No he visto quien le tenga más apego á la muerte que Casal. A cada rato nos habla del cañón de la pistola yde la morfina y de qué se yo. El caso es que quiere morirse. Así es que desde hace algunos meses leo con recelo los periódicos temiendo encontrarme de un momento a otro con la noticia de su muerte.
La vida no es muy buena pero no es tan mala tampoco. La prueba es que si el mismo Casal no viviera, no tendría los goces que tiene inyectándose morfina a pasto ó leyendo a Baudelaire, uno de sus favoritos.
     En sus «Hojas al viento,» colección de sus primeras poesías tiene una, «La canción de la morfina» – de las más aplaudidas – que es lo que hay que ver:

«Amantes de la quimera
Yo calmaré vuestro mal:
Soy la dicha artificial,
Que es la dicha verdadera.»

     Y como lo lice lo cree, porque, él no es pesimista con la pluma tan sólo sino que lo es también en su vida privada.
Y es una lástima que sea así y que quiera suicidarse sí Dios no lo remedia, porque Casal es un joven de mérito, que hace unos versos muy bonitos cuanda está de vena, que es cuando más se dedica a la poesía.
     Yo fui una vez a su cuarto de célibe recalcitrante y si estuviera autorizado por él describiría su habitación; porque hay que saber como vive Casal, hay que ver los palitos chinos que humean cerca de su lecho, yentonces es cuando se puede comprender por que Casal no vive a gusto. Él cambiaría de modo de ser si tuviera facilidad de irse a vivir al Oriente, no de Cuba, porque entre orientales estaría a sus anchas. Aunque no lo confiesa, le fastidia la América con sus costumbres europeas. El gustaría de un colchón y de una pipa llena de opio, gustaría adormecerse viendo en su imaginación vestales, porcelanas de la India, pebeteros del Japón, arabescos, jarrones, ámbar, objetos de arte de la Arabia; recorrer el desierto caballero en camello......
     Algo de esto da a entender en su auto-biografía:

«Libre de abrumadoras ambiciones;
Soporto de la vida el rudo fardo,
Porque me alienta el formidable orgullo
De vivir, ni envidioso ni envidiado,
Persiguiendo fantásticas visiones......»

     Y así es, en efecto. Así vive él, persiguiendo fantásticas visiones,

                             corriendo tras un rayo de la luna

o cosa por el estilo.

     Cuando Casal quiere hacer cosas bellísimas, como El Idilio Realista sin ir más lejos, las hace. Véase la muestra:

«Jamás figura de contornos tales
Cogiendo flores o segando mieses,
Resplandeció en los lienzos inmortales
De los viejos pintores holandeses.»

«Hasta que al fin, con ansias voluptuosas,
Diríjense los dos enamorados
Hacia las soledades misteriosas
De los sombríos bosques perfumados.»

     Casal es partidario del adjetivo, y hay que confesar que, en ese sentido, pocas veces yerra.
     Leyendo a Casal se recuerda mucho a Gutierrez Nájera, uno de los poetas americanos contemporáneos más celebrados.
Concluyo, como empiezo, lamentando que Casal sea pesimista y tenga tantas ganas de morirse.
     La poesía de Casal no es la corriente en este fin de siglo en que todo se va humanizando. Son muy pocos los que, como él, se inspiran en «El anhelo de una rosa» y cosas así. Esas poesías ya no tienen razón de ser, y vienen siendo, por lo tardías que se producen, como las frutas sin sazón del árbol seco.
     (Y perdóneme el endecasílabo).
     Tenga un poco de fé en la vida, Casal, yganaremos todos, pues hasta es probable que modificando sus ideas tétricas nos dé sus poesías más jugosas y menos pesimistas.
     Recuerdese a Campoamor o al que dijo esto:

«Todo se alcanza
si con la fé se alienta la esperanza.»

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Wenceslao Gálvez

     Julián del Casal se decidió al fin y echó a volar sus Hojas al viento, en un tomito que ha circulado, si no lo que era de esperarse, lo suficiente, por lo menos, para ser conocido por la gente que gusta de los pensamientos escritos en renglones cortos. Y apenas se han ocupado del libro los críticos – esa gente que lo crítica todo – han traído a cuento el medio ambiente y a Leopardi, Baudelaire y otros poetas por ese estilo.
     Yo no voy tan allá. Yo dejo a cada uno que estudie al poeta que quiera con tal de que, al rimar éste sus pensamientos, sentimientos y voliciones, lo haga de manera que se entienda y que impresione, y a veces hasta prefiero el estilo imitado de Campoamor a los sonetos tersos, limpios y estirados como los mantos de mármol que cincelan los escultores en las estatuas, y que una vez rotos nos encontramos con que no hay tales carneros.
     No es que me parezca mal, pero me admira que un joven como Casal se apasione por objetos de arte que nada dicen ni nada significan, como las bandejas de plata, las talladas copas de cristal cuajado ytodas esas baratijas, cuando en la naturaleza existen, si no la mujer que ha nacido para ser amada, la hoja del geranio, por lo menos, que perfuma la mano que la hiere. (Lo mismo que hace el sándalo con el hacha).
     Pero aquí todo se vuelve críticas ymás críticas, y yo, siendo Casal, diría a todos los que le han llamado rapsodista: «háganlo ustedes mejor».
     Otros censuran al poeta – generalizando – que no cante a la libertad, entendiendo que los bardos de Cuba deben ser todos rimadores de proclamas revolucionarias yluego maldecir al gobierno que no proteje al poeta que le hace oposición. Muy bueno es que el trovador cubano ame la libertad de su país, pero se necesita ser muy patriota para leer un tomo de versos cuyo índice, poco más o menos, fuera como sigue:

   Dedicatoria.– A Cuba.
I.– Protesta contra el voto de los voluntarios.
II.– Idem contra el de los socios de ocasión.
III.– Las Guásimas.
IV.– Palo seco.
V.– ¡Viva Cuba libre!
Etcétera, etcétera.

     Y que, concluido ese tomo, viniera otro poeta con versos por el mismo estilo.
     ¡No, hombre, por Dios!
     Ya se sabe que no puede bendecirse la dominación española, que al fin la pobre Espafia no sabe de la colonia la media, pero acaso la patria ¿es el único asunto de poesía que hay en Cuba?
     Suponiendo que yo fuera poeta, (que no lo soy; ¡palabra de honor!) ypudiera escribir el Idilio de Núñez de Arce o Los grandes problemas de Campoamor, no los haría porque en esas composiciones no vibra la nota patriótica. Eso está bueno para Núñez de Arce – que ha sido ministro de Ultramar por puro lirismo – y para Campoamor – que es conservador por pura humorada.
     Aquí, para ser poeta, según ciertos críticos, no hay más remedio que tocar la trompa épica:

          «¡A la guerra valientes muchachos,
suenen trompas, cornetas ycachos......»

O a la inversa:

          «El que diga que Cuba se pierde......»

     Y cuando los extranjeros quieran conocer los poetas de Cuba, pensarán que no pulsan la lira, sino la dinamita y el machete.
     Después de todo, para la guerra, ¡maldita la falta que hace la poesía!......

Junio de 1890.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Wenceslao Gálvez

     Yo na sé lo que tenía aquella tarde. Subió a mi cuarto, alegre como pocas veces, se sentó a mi lato y empezó a hablarme sin permitir ni la interrupción más ligera.
     Había encontrado el asunto para un drama. Lo escribiría en un acto. Una cosa original, y real, chico, real, te aseguro que conozco a los personajes. A mí me parece interesante y tengo la seguridad de que ha de gustar. Verás. Tú sabes que hace tiempo estoy escribiendo «La venganza secreta de un Rey de Egipto,» cuyos dos primeros actos te he leído y me has celebrado, pues bien, he roto los dos actos, lo he abandonado todo por «La Lotería.» Hay asunto para tres actos, pero lo reduzco a uno solo. Quiero tener al espectador excitado desde la primera hasta la última escena.
     ¿Conoces a Manuel, verdad? Sí, hombre, el estudiante de Medicina que llevaba relaciones con Carmela, aquella rubia que hizo tan buena máscara el año ante-pasado.
Pues bien, Manuel y Carmela son los protagonistas de mi drama. Yo creo que el éxito depende de la sencillez.
Manuel cobraba del Estado diez onzas mensuales y había empezado a habilitarse. No gastaba un real en nada que no le sirviera para la boda. Al medio día tomaba agua sola en vez de lonchar. A la oficina llevaba un saquito de holanda muy zurcido, pues a cada momento se trababa la faltriquera en la llave de la gaveta. La familia de la novia estaba loca de contento. Pasaba el día marcando sábanas y fundas de almohadas. Había bordados primorosos. Cuando él llegaba era un enseñar continuo de labores y de regalos. Las docenas de pañuelos de batista abundaban. Uno sólo, puesto a la venta, valdría tres onzas de oro.
     Ya no faltaban más que dos meses para la boda. La casita recibía las últimas caricias de la brocha que la rejuvenecía. Era monísima. Un nido, un verdadero nido, que Manuel había formado poco a poco. Llevó primero una cama ancha que ocupaba casi todo el cuarto, frente a ella había colocado exprofeso un escaparate con dos lunas venecianas. Un capricho de enamorado. Después los demás muebles y una infinidad de juguetes: estátuas de yeso, ángeles de biscuit, relojeras, álbumes y en todas partes el retrato de Cartnela. Uno al óleo, casi de tamaño natural, en la sala, frente al espejo ovalado; otro, imperial, en la consola haciendo pendant con el suyo; otro de monja, porque había tenido el capricho de retratarla así, en su cuarto, sobre la cómoda, y cuatro o seis más en la alcoba nupcial, sin contar con uno en prueba, que había clavado en la hoja del escaparate, de manera, que al abrirlo recibía la grata impresión de ver el rostro risueño de su amada.
     Él, cómo sabes, era huérfano. Perdió a sus padres casi simultáneamente, antes que él hubiese terminado su carrera, y desde entónces pensó en crearse una familia. Le faltaban las caricias de su madre y quería sustituirlas con las de la esposa. Conoció a Carmela. No podía verla sino dos horas por las noches, siempre con testigos que no le quitaban ojo. Sobre todo la hermana mayor que iba siendo solterona, vigilaba como un centinela en campaña, y cuando los novios, embebidos en su adoración se miraban uno al otro en un éxtasis voluptuoso, la hermana tosía, con esa tos repugnante de la envidia. La madre era más complaciente...... y más experimentada. Cuando ella sola se quedaba con los novios, tenían estos más libertad. Se comprimían las manos dulcemente y espiaban el momento en que la madre se rindiese, lo que había de suceder, porque estaba condenada a silencio continuo, para darse un beso que no se dieron nunca, porque en esos momentos le zumbaba de cerca un mosquito, o daba una cabezada, o pasaba un cmrretón por el adoquinado haciéndole abrir los ojos.
Pero lo dejaron cesante y se desbarató la boda.
     Nadie más que él sabía las lágrimas que le costaba su cesantía cuando al llegar a su cuarto de soltero pensaba en la felicidad que se le escapaba por una válvula que no había previsto. Lloraba su desventura y pensaba al propio tiempo en su madre que en aquellos momentos echaba tanto de menos.
     Decididamente la orfandad era cosa horrible. También le desesperaba la situación de Carmela, que por él veía desvanecidos sus ensueños.
     Entonces se decidió a buscar trabajo, mendigándoselo a los que fueron amigos de su padre, y que no le hacían caso ninguno.
     Una tarde recibió una esquelita de Carmela. Parecía un telegrama.
     «Ven al momento. Buena noticia.»
     Besó las letras como veinte veces, caminando como un desesperado.
     Carmela estaba radiante de hermosura, tarareando maquinalmente un motivo de ópera.
     Y cuando Manuel entró en la casa, con los zapatos enlodados, ella se contuvo para no colmarlo de besos y le presentó el billete – regalo de Manuel – cuyo número era igual al marcado en la lista con el premio mayor.
     El aneurisma del novio lo hizo caer pesadamente sobre el suelo.
     Y cae el telón. – («LA HABANA ELEGANTE»).

Enero 20, 1890.

En: Esto, lo otro y lo de más allá (mosaico literario). Segunda edición. Con un prólogo de Rafael Fernández de Castro. Habana: Imp. de A. Álvarez y Comp., Ricla 40, 1892.