Prólogo a Sangre de Primavera, de Tulio M. Cestero

Enrique Gómez Carrillo

     Una tarde de otoño, después de apurar nuestras glaucas copas, nos dijimos:
     — ¡Si fuéramos a Versalles!
     Y fuimos. Durante el trayecto, cada uno cantó su himno a las ninfas que se mueren de frío y de nostalgia entre el melancólico volar de las hojas secas. Los versos de Albert Samain y de Henri de Regnier, acudieron a las memorias con sus ritmos de aguas que salen de los surtidores para iriarse en el espacio y caer luego en las fuentes de mármol entre suaves murmullos de rimas. Unos decían «Trianón», y con solo esa palabra, evocaban la pastoral florida de la última reina. Otros murmuraban suntuosas oraciones en honor de las grandes damas y cuyos recuerdos perfuman aún la leyenda de la Francia amorosa. Algunos recordaban al Rey Sol. Y uno dijo «Watteau», lo que hizo revivir en nuestras mentes las languideces de las fiestas galantes y los embarques hacia Citérea en áureas galeras.
     Pero nuestro lirismo verbal consumió nuestro entusiasmo poético, y así cuando nos apeamos del tren, pensamos más en buscar un restaurant que en ir a contemplar el vuelo de las hojas secas en las riberas de los estanques, al pie de las blancas ninfas.
     — Supongo que no hay nadie que quiera quedarse sin cenar por ir a evocar sombras coquetas — exclamó uno de nosotros.
     — Hay, por lo menos, uno — dijo alguien —, y ese uno, soy yo. Comed vosotros mientras yo me paseo. Ya os buscaré a los postres.
     Todos le vimos alejarse por las inmensas avenidas desiertas, con un poco de envidia, y otro poco de ironía.
     — ¿Cómo se llama ese chico? — le pregunté a Rufino Blanco Fombona, que se sentó a mi lado en el restaurant.
     — Se llama Tulio, como un personaje de novela italiana — díjome.
     — Y se llama además Cestero — agregó.

     ¡Tulio Cestero! Yo había oído ya su nombre. Lo había leído también al pie de algunas prosas de corte nuevo. Pero no me lo había soñado nunca como un hombre romántico, ni siquiera como un hombre sentimental. Al contrario; por Rubén Darío, que lo quiere y lo admira y no pierde ocasión de decirlo, sabía yo su historia, historia tropical, historia de revoluciones, de emigraciones, de luchas políticas, de pendencias nocturnas bajo las rejas eróticas y de entusiasmos modernistas. Si alguien me hubiera preguntado por él, le habría dicho:
     — Es un luchador.
     Pero aquella tarde de Versalles, cuando lo vi irse hacia el parque, pensé:
     — Es un soñador.

     ¿Un soñador o un luchador? Tal vez, las dos cosas. Tal vez, ni lo uno ni lo otro. Pero en todo caso — y esto lo digo ahora que lo conozco y que lo quiero, ahora que lo he visto vivir a mi lado, ahora que he sondeado su alma —, en todo caso un sensitivo, una naturaleza que vibra como el cristal al menor choque, un temperamento de una fineza infinita. Y esto lo explica todo. Esto explica sus ardores de soldado adolescente, allá en nuestras tierras locas, que a través de las edades hacen revivir las aventuras florentinas del siglo XV. Esto explica también sus correrías por otras patrias, sus errabundos paseos por todos los pueblos, su curiosidad, que lo mismo se exalta en el Norte, en nuestro frío Hamburgo, donde tantas tardes pasamos juntos contemplando en silencio las aguas del lago, como en España, en la morena España de los toros y de los claveles, de las navajas y del vino de fuego. Esto, en fin, explica que se quede sin cenar por ir a ver cómo vuelan las hojas secas a los pies de las ninfas.
     Pero no vayáis a exclamar, pensando en aquella noche versallesa en que se acostó sin comer: ¡Pobre Poeta!
     Los pobres, al contrario, fuimos nosotros. Él no. Él, contemplando el oro de las hojas secas que hacen las alfombras de los senderos, logró, como los personajes de Las mil y una noches, llenarse el alma de riquezas. En sus pupilas se grabaron historias maravillosas de marquesitas empolvadas y de pajes galanteadores. Su imaginación se llenó de imágenes tiernas. En sus oídos se anidaron los más suaves aires de pavanas. Y por eso, ahora, mientras nosotros nos acordamos ya apenas de la cena suculenta con su espuma de champagne, él, pagándonos la ironía de nuestros saludos, desenvuelve ante nosotros los finos encajes que con las sensaciones de aquella tarde ha bordado.

     No es él quien me ha dicho que sus nuevas páginas le fueron sugeridas por aquel paseo vespertino a orillas de la Pieza de los Suizos entre arbolillos recortados. Soy yo quien lo pienso. Porque en verdad, hay en todas esas fantasías tan ligeras y tan penetrantes una tan melancólica frivoliad y una tan intensa poesía interior, que es imposible creer que las hubiera podido componer antes de ver cómo mueren las hojas en Versalles.
     Y si Rufino Blanco Fombona, siempre diabólico, me dijera:
     — Pero, por Dios, ¿no ve usted, que esa literatura es, entre todas, libresca, d’annunziana si quiere, y que cada uno de estos diálogos, cada una de estas fantasías, es reflejo de muchos libros?
     Si tal me dijese, contestaríale:
     — Es cierto, Rufino; en estas páginas hay muchas lecturas; pero son lecturas hechas en los bancos del parque agonizante, en una de esas tardes otoñales en que la Naturaleza enseña más que el libro que se tiene entre las manos.

     Al mismo Barrés, Cestero lo ha leído en Versalles. Y cito al autor de El Jardín de Berenice, porque me parece ser, con Verlaine, el que más influencia ha tenido en mi amigo. De Verlaine, en efecto, ha sacado, como una abaja saca miel, el sentimiento de la sonrisa que se empapa en lágrimas, o sea, su poesía. De Barrés ha sacado su método, su seriedad y su razón. Ayer, nada menos, hablándome del modernismo, me decía en una carta:
     «Si algún escritor del país de Francia merece ser leído con atención en América Latina, es Barrés. Él nos enseñaría con la gracia viril de su estilo, el culto de los muertos, del paisaje patrio y del yo. Si urge abrir los puertos americanos al concurso de sangre y de ideas que la marea de la civilización arrastra hacia sus costas, en cuanto a letras, debemos y necesitamos ser nacionalistas. Me explicaré: para que exista una literatura, un arte absolutamente americano, en las dieciocho Repúblicas — que si ante el Derecho Internacional son tantos otros estados, constituyen una nacionalidad única, real — preciso es fundar una base, una tradición; aunque se cree, como me dijo un día en Salamanca el maestro Unamuno, con los ladrillos de la biblioteca Alcán. Para edificarla, tenemos un idioma que el uso constante de cuatro siglos ha hecho nuestro, y que el número de habitantes actuales y la civilización que granjean, dan derecho a modificar, sin matar su espíritu glorioso: en el vino nuevo está contenido el zumo de la viña vieja. Poseemos la historia de muchas guerras, conquista, independencia y civiles, ricas en caracteres de eminente relieve, con los cuales la vida, gran poeta, ha compuesto epopeyas, tragedias, dramas, comedias, novelas, y sobre todo, intensa poesía lírica. La Naturaleza, pintor, escultor, músico prodigioso, nos ofrece: el paisaje colorido y elocuente; las majestuosas montañas; ingentes florestas perfumadas; el trueno de las aguas impetuosas; la fiera que mata; el pájaro cantor; el árbol floreciendo y fructificando bajo el Sol que fecunda e incendia, y el hombre, cuya gallarda figura, llena todo el espacio de la tierra al cielo azul, lecciones objetivas de energía, fuerza y belleza. La lectura de los libros que circulan de Buenos Aires a México, fortalecen mi fe en la definitiva orientación artística hacia el horizonte que iluminará un nuevo renacimiento latino, el Sol que Vasco Núñez de Balboa miró asombrado surgir del Mar Pacífico y coronar las cimas nevadas de los Andes. «La savia asciende sana y poderosa».
     La visión es bella, n’est ce pas? Pero yo la creo algo exótica en su nacionalismo. Ese Sol, no lo dudéis, Cestero lo vio una tarde, después de leer una página vibrante de Barrés, desde la terraza del Palacio de Versalles, mientras las hojas secas volaban con su vuelo lento a los pies de la ninfa de mármol.

Sangre de Primavera. Madrid: Librería de Pueyo Mesonero Romanos, 10, 1908