Con esta entrega buscamos hacer una más que modesta contribución a la recuperación y reevaluación del modernismo en el Caribe. En este el presente número de La Habana Elegante está dedicado mayormente al escritor dominicano Tulio M. Cestero. La sección «Biblioteca de La Habana Elegante» recuerda a La cuna del Caribe, periódico modernista de Santo Domingo. Los materiales gráficos, (incluyendo los anuncios publicitarios que aquí se incluyen), al igual, por supuesto que los textos, los hemos tomado de la revista.

Francisco Morán

 

Las selvas, José Santos Chocano (La cuna de América 58, 7 de agosto de 1904)

 

Sanguina

Tulio M. Cestero

     Un cielo del Tiziano.
     En el crisol solar se funden metales de rojas entrañas: hierros y mercurios: el cinabrio, padre del bermellón; el antimonio de tonos de jacinto, anaranjado y carmesí; el minio, cuya es la púrpura que visten los cristales; los tintes fuertes del rejalgar; los ocres: tierras de Nuremberg, rojos de Prusia, de Viena, de Amberes; y la sangre vertida en las nupcias del Otoño y Venecia. La onda trasvierte el crisol y llueven sobre la ciudad flores de fuego; en un muro blanco un rayo pone una ancha pincelada bermeja.
     Asomada a un balcón, convertido por el crepúsculo en parterre, una pareja de amantes admira la física celeste. Ella, gentil y magra, semeja una figura de Botticelli. Su sonrisa casta y voluptuosa, alegre y triste, ingenua y sabia, refleja con un halo de luz en el palor de la mejilla la línea de la gracia. Es una de esas vírgenes míseras, criaturas nacidas para la esclavitud, que en el silencio encendido de sus vidas esperan un alma en la cual anular la suya; y en su timidez anhelan ser poseídas raptadas por un dios; y si perfume, aspiradas; si licor, sorbidas; si rosa, deshojadas. Las manos cautivas de una invisible cadena, los labios sellados por la angustia de las palabras que su lengua no pronunciará jamas, y los dulces ojos, revelan las penas atávicas que en su ánima perduran.
     Él, de perfil heráldico, ojo de halcón, la boca irónica, tiene un aire de familia con los nobles de Velásquez. El conquistador castellano le legó con la sangre de león, el orgulJo de su espíritu fiero y rebelde, y su melancolía el cacique indio, que al morir heroicamente se llevara en las pupilas extáticas la visión alucinante de sus montañas de oro.
     Es un poeta. La ciudad se agita bajo el manto de flamas que el sol descoje; por las calles van y vienen las gentes impulsadas de las fiebres interiores que consumen a mercachifles, políticos y soldados; sórdidos, implacables en la lucha por la vida. Para el poeta son una famélica trahilla que lucha por un hueso: parvada de cuervos que revolotean en derredor de en cadáver; enjambre de avispas que vuelan con las ponzoñas derramadas; piara que vive en el fango infecto, de él se nutre y con él edifica las sus obras bellas e inmortales. Cada puerta es el marco de un rostro donde lee el poema del Oro, que algún día próximo será cantado por los poetas de la Economía Política: el martirio del oro en sus peregrinaciones a través de las edades: esclavo, brujo, héroe, rey al fin; del Oro divino.
     De la ciudad ascienden basta él una marea de odio y lo queman sus llamas. Recuerda como en un día de fiestas populares, vagando entre la multitud, sugestionado por la hostilidad ambiente, se miró lapidado: rota la frente, sin razón casi, vino a tierra; frontera del vencimiento, sintió que una mirada de mujer llena de piedad le ofrecía los blancos cendales de la Verónica é irguiendo la cabeza indignado, la apostrofó: «qué derecho tienes de compadecerme, oh! hermana, si en el esplendor de mi apoteosis me hieres con una humillación intolerable.»
     La luz del crepúsculo ilumina su campo: extraño a su pueblo no será jamás comprendido y entre esos sombríos mineros no realizará nunca la acción de su ensueño ni el barro miserable animado del fuego de sus manos se transformará en blanca estatua; ni la grandeza de su esfuerzo y la virtud de su vida son admirables para quienes estiman única fuerza útil la que extrae de tierras y almas el oro. Y sin embargo, ama a su pueblo, condenado acaso por la cólera de un dios, a perpetuarse, en la ignominia, sin ideales, sin gloria; cuando bajo el palio azul de su cielo, en las costas de líneas armoniosas, en las campiñas siempre en flor, en las aromosas florestas seculares, arrullado del azur mar cantor, podría vivir feliz una raza de artistas, capaces de hallar el perdido secreto de la gracia helénica. Para redimirlo diera él su sangre, rocío de amor, si ese gesto heroico iluminando la oscura noche de sus espíritus los convirtiera al culto de la Belleza.

     Angustiado se vuelve a la que espera: sus dudas interrogan: «será esta, un alma gemela de la mía? Podría darme ella lo que la repulsa de todos me niega? Será una musa, vivirá cual una flor entre mis libros o con el filtro de sus besos injertará en mí las ideas burguesas que la herencia y el medio han arraigado en su espíritu? Y no será ella, esclava de la Voluptuosidad, la enemiga del Sueño, o el egoísmo de su posesión no desencadenará en mi hermético huerto interior la tempestad de los celos?» Extiende las manos para enlazarla, los labios enarcados van a decir la palabra de la felicidad, cuando flecha inflamada, le tortura este pensamiento de un doloroso poeta inglés: «la mujer es el triunfo de la Carne sobre el Espíritu.»
     Y quebrantadas las fuerzas del Orgullo, se le acerca el Tentador: a su sed y a su hambre muestra las harturas del Éxito: olvida ese sueño que enhebras; mata tu personalidad libre y original; piensa y siente como la multitud; arrodíllate ante el Buey de Oro. Vacila un instante, el Demonio crea el prodigio: escucha las aclamaciones delirantes, en alas de las lenguas su nombre sube al cielo; la luz del sol troquelada en monedas colma sus arcas y es el dueño del amor de todas las mujeres. Deslumbrados los ojos, se inclina para proaunciar la palabra irremediable, y entonces, desde el fondo de su espíritu, el demiurgo florentino le grita: si estás solo, serás el absoluto dueño de tis mismo.

     Del campanario de una capilla vuelan las notas del Angelus: la plegaria cubre con sus alas las dos cabeazs abatidas, y el sol que muere corónalas de rosas.

La Cuna de América 60. Año II, 21 de agosto de 1904.

 

Retrato de Juana Borrero

 

Tulio M. Cestero

Ramiro Hernández Portela

     Muchos literatos americanos han ocupado con sus firmas las columnas de nuestras publicaciones literarias de poco tiempo a la fecha. Precedidos de rimbombantes elogios en la prensa diaria, o reclamos personales cuyo valor ya todos conocemos, en seguida, sin someterlos a prueba alguna, sin aquilatar sus facultades literarias y aun sin conocer la más insignificante de sus obras, se le han conferido los títulos de «ilustres», «eminentes,» etc.
     En esto nuestro público no ha hecho otra cosa que continuar su inveterada costumbre en otras esferas de la actividad social, es decir, aceptarlo todo tal como se le presenta por no tomarse el trabajo de juzgar.
     Es muy fácil convencerse de este fenómeno: no cuesta más  esfuerzo que preguntar a cualquiera su opinión sobre tal o cual personalidad poética, intelectual o científica, y se le verá en el acto balbucear frases incoherentes, vagas, como persoaa a q quien se le ha cogido de sorpresa, y luego, al serenarse, repetirá integro el cliché de elogios que cada periódico guarda en su departamento tipográfico, o recitará de memoria las palabras que a cierto amigo le ha escuchado, sin perjuicio de que tales palabras sean ya de segunda mano.
     Es un caso de influencia climatérica, que provoca tan sólo estados emocionales intensísimos, los cuales a su vez producen un aplanamiento fisiológico tal, que trasciende hasta entorpecer o dificultar el uso y desenvolvimiento de las facultades mentales.
     Tulio M. Cestero es un literato de verdad. Hombre muy erudito, de sensibilidad notablemente sutil, gusto refinado y, sobre todo, un talento claro; opulento, sin desequilibrios ni extravíos.
     El voluminoso bagaje de sus conocimientos, su amplio caudal de lecturas provechosas le permiten dilatar la esfera de su facultad ideacional, y robustecer su espíritu creador.
     No es una de tantas reputaciones hechas porque sí que nos han venido sorprendienrlo. Sus obras hablan por él.
Pertenece a esa pléyade de escritores brillantes donde figuran Zumeta, Blanco Fombona y tantos otros, que pasean en triunfo el estandarte de las letras americanas, cuyas péñolas, valientes y audaces, son a manera de burriles maravillosos, a cuyos golpes se forja lentamente la filigrana milagrosa y sublime que asombrará a las futuras generaciones como símbolo del arte nuevo, redentor y magnífico.
     Cestero, en algunos casos, a fuerza de ser erudito, deja deser original.
     Es uno de los inconvenientes a que puede dar lugar la excesiva lectura.
     Uno de sus libros, «Notas y escorzos,» tomito de corte elegante y bellísimo aspecto, es un cofre exquisito modelado como a manos de un artista milagroso, que contiene valiosas joyas de un arte elevado, desde la miniatura delicadísima, prodigio de orfebrería, hasta el medallón soberbio, de relieves portentosos, como troquelado por el buril radioso de Bembenuto Cellini.
     Las medallas en que graba Cestero los perfiles de Pierre Louys, Blanco Fombona, Vargas Vila, Pedro Emilio Coll… son evocaciones sorprendentes de admirable exactitud, imágenes brillantísimas en que se descubre al psicólogo sutil, observador divinizado en la expresión, por el aspecto estético del cincelador refinado de frases bellas que exornan y engrandecen.
Un bello poemita, premiado en unos Juegos Florales, primero de una extensa serie que Cestero proyecta y que intitula «Del Amor,» es un trabajo de verdadero valor artístico, exponente de la vasta erudición humanista del autor.
     Y el brillante escritor dominicano, joven justador, paladín de la cultura universal, soñador incurable de la corte de los Luises, y anhelador de Duquesitas románticas, pasa entre nosotros una corta temporada. En los grillés de Albisu y Tacón vislúmbrase a las veces su silueta elegante, trajeada de smoking, inquieta y simpática, sus ojillos pequeños y vivos, uno de ellos brillando tras el cristal de su monóculo.
     En breve Cestero partirá rumbo a su patria, llevando de seguro su gran alma llena de recuerdos gratos y dejando entre nosotros, sus amigos sinceros, una perdurable estela de afecto y simpatía.
     La bruma densa del olvido no envolverá en su manto de sombras nuestros espíritus hermanos, ni extinguirá con su frío glacial y destructor el fuego de nuestro mutuo cariño.

Habana: 1903

La Cuna de América 72. Año II, Noviembre 13 de 1904.

 

 

Oriental, Julio Flores (La cuna de América 73, 20 de noviembre de 1904)

 

 

A Cuba, Manuel Serafín Pichardo (La cuna de América 74, 27 de noviembre de 1904)

 

La pesca maravillosa, Catulo Mendes (La cuna de América 76, 11 de diciembre de 1904

 

América Modernista

A traves de las obras de Tulio M. Cestero

Federico Henríquez y Carvajal

I

     Fui yo el primero, hace dos lustros, que supo del precoz talento y del temperamento artístico de aquel joven imberbe, salido apenas de la adolescencia, que hacía ya audaces escursiones en el campo de las bellas letras. Fui yo el primero, creo, en alentarle. Acaso no lo haya olvidado, aunque no falten indicios de que el Leteo a veces corre en tierra quisqueyana. Acaso recuerde que, como yo solía hacerle razonada crítica a su irreflexiva tendencia decadentista,– fugaz meteoro en el cielo del arte – escribíame luego, desde una ciudad emporio, para participarme, con finas frases de consideración y afecto, que «él se alejaba del decadentismo exótico y se iba con el modernismo».
     Era como asilarse en el hogar nativo; era como entrar en el magnífico alcázar del arte nuevo, recien erigido por los cuatro maestros, artífices magnos, de le literatura rnodernista americana: José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal y Rubén Darío. Diríase que, a la sola vista del opulento alcázar modernista, se dio cuenta de sus excelentes condiciones para dar albergue al pensamiento y al ideal de América.
     Y entró, con pie discreto, como quien se desliza sobre el blando césped, sabedor de que iba hollando rica alfombra de flores de fragancia exquisita: las desprendidas, cual lluvia de pétalos, de la floresta convertida en augusto templo de imágenes y de armonías por aquellos líricos geniales.

*

     Escribía a poco páginas de estudio, a la luz de sus impresiones; mientras hacía buena lectura en sus horas de ocio. Éranlo todas las suyas en esos días precursores de nueva era de florecimiento en diversas actividades del espíritu. Con algunas de esas páginas hizo un cuaderno, de cincuenta hojas impresas, y lo echó a rodar por esos mundos de la crítica, esencial o formal, justa o injusta, docta o sandia, bajo el modesto título de Notas y Escorzos. «Es mi libro»; «ya tengo mi primer libros»; – solía exclamar, con alborozo, acentuando con énfasis ortológico el egoísta posesivo. Era, ciertamente, su libro. Para escribirlo le vino de perlas su estancia de varios meses en la gentil Caracas. De allí trajo consigo las vagas impresiones, sujestivas y estéticas, redivivas en las notas de sus lecturas y en los escorzos de los jóvenes poetas y prosistas por él admirados.
Cuatro son venezolanos: Díaz Rodríguez, Pedro Emilio Coll, Pedro Cesar Dominici y Blanco Fombona.
     Confluencias de Psiquis,del primero, muévele a discurrir al trote sobre el naturalismo y el psicologismo en la novela, y osa unir su voto al fallo de los que dieron por inevitable la bancarrota del uno, dejando a salvo al coloso, a Zola, y por segura la victoria del otro con Bourget y con D’Annunzio. Con juvenil optimismo afirma que «la novela psicológica, pintura real de la vida, reivindica la rica herencia de Balzac y Flaubert»; para concluir: En esa fuente abrevó M. Díaz Rodriguez, el autor de Sensaciones de viajes y de Confluencias de Psiquis». Si hay yerros en la nota, no los hay en el escorzo. Este raago es sintético: «Su temperamento es armonioso, flexible, como el de un ateniense del buen tiempo de Pericles y el de un italiano del Renacimiento».
     Pedro E. Coll, su contertulio del saloncito azul de Cosmópolis, la amena revista caraqueña, le da objeto para algunas notas fieles y sujeto para un escorzo que parece la vera efigie de ese moralista en ciernes. De ese joven escritor, que para entonces solo contaba veintidos primaveras, afirma Cestero que «puesto a elegir ente la Moral y la Estética, optaría por la Ética». Tiénele, sin embargo, por «temperamento nervioso y sensitivo». Palabras, obra suya, «es una revista<de estados de alma». Tres almas, «de exacto parecido», evoca en sendas siluetas P. E. Coll.– la de Renan, la de Bourget y la de Leconte de Lisle. Cestero se complace en la fidelidad del parecido.
     Dominici le da ocasión para un breve sumario del proceso histórico de la crítica y para hacer esta afirmación: «La crítica modernista es una mezcla de las teorías científicas de Taine, los ensayos psicológicos de Bourget y el impresionismo de Lemaitre y de France». Hasta cierto punto, digo yo. Pero él, el mismo Tulio M. Cestero, se apresura a modificar o rectificar ese juicio suyo. «En realidad, no es crítica», agrega, «pues no juzga ni corrige las obras de arte; las explica, comenta, hace amarlas y descubre las bellezas ocultas». Ideas e impresiones es de este género». Eso dice del libro. Del autor, esto: «En les letras americanas es un evangelista». Supone un evangelio de las modernas teorías estéticas. La frase es ambiciosa; pero el novel escritor no podía, a los veinte años, detenarse ante la hipérbole que el entusiasmo artístico puso en los picos de su ardorosa péñola.
     A Rufino Blanco Fombona lo ve, con cariño, «admirablemente dotado de un armonioso temperamento artístico», diestro y elegante en el manejo de su «bello estilo bizantino», como prosista; y, como poeta, «magnífico por el ritmo noble y heroico encerrado en el escudo de oro del verso». Lo ve a la luz de la ofrenda, votiva y emotiva, que el poeta américo-florentino desflora – al «cumplir un rito romántico» – sobre el ara de la tumba del inmortal poeta del amor, que fue el melancólico Alfred de Musset.
     Uno es dominicano: J. R. López. Con motivo de aquel opúsculo, revelador del hambre que desmedra a la familia dominicana – el cual diríase inspirado por el Doctor J. F. Alfonseca, el notable clínico fenecido – escribe unas cuantas líneas Cestero para decir del mórbido ambiente de las ciudades y zonas urbanas, de alimentación restricta, y de la plenitud de vida que palpita en las zonas agrarias, donde quiera que exista la riqueza agrícola. «El medio y la raza se proyectan en el arte». De ello dan testimonio la Grecia antigua y la moderna Francia. El escorzo se completa con estas líneas generales: «EI folleto es obra serenamente pensada y escrita». «El estilo es sobrio y elegante». «En J. R. López el ritmo del pensamiento se dsenvuelve natural y bellamente». Es la opinión de un artista...
     Otro es uruguayo: el pensador artista de Ariel. Sobre dos estudios  de José Enrique Rodó – El que vendrá y La novela nueva – traza ahora un viril escorzo del «teorizante del modernismo americano», como atinadamente lo reputa. Enseguida añade: «Es el filósofo del grupo».  Habla con amor de su «estilo poderosamente bello y sintético» y de su «prosa emocional, plástica, impecable y noble como el verso», y concluye con este augurio de adepto fervoroso: «La vida nueva obra del pensador rioplatense – será una como guía de la gloriosa Arteópolis».
     La escultural novela heleno-alejandrina de Piere Louys, Aphrodita, «la diosa enemiga de lus virginidades», es el sugestivo tema de un especial escorzo. Logra Cestero reproducir, en unas pocas líneas reveladoras, la emoción que le produjo la obra de voluptuosa sensualidad y de amor a la suprema belleza creada por aquel sibarita del arte y de la estética.
Colombia figura en el pequeño volumen con dos escorzos.
     A Ismael E. Arciniegas lo estudia en su tomo de versos. «A tres familias de flores», según él, «parnasianas, románticas y modernistas», pertenecen las que perfuman el amable libro del poeta. «La rima es rica, musical, millonaria». «El ritmo del verso ondula suavemente». Tropical y En Colonia – opuestos crepúsculos en el cielo de la inspiracion de Arciniegas – son para Cestero las flores predilectas del volumen de Poesías.
     Vargas Vila, el rebelde, el irreductible, de flageladora pluma y verbo apocalíptico, radical en Colombia y... en todas partes, surje de cuerpo entero en los rasgos característicos que de ese magno escritor de la protesta y del arte traza, en Notas y Escorzos, su admirador entusiasta. «Es un formidable»... dice de él. Y luego: «Su espíritu hugoniano tiene deslumbramientos y esplendores». «Pinta, emociona, inflama». Es una de sus faces: la del artista helénico,  idealista y sensual; la del poeta, sensitivo y colorista, de Copos de Espumas y de Rosas de la Tarde. La otra es de ira justa, de humana ira: «Blandea la frase como una lanza; dardea la ironía»… «Flagela, sangra, mata». Ahora es el forzudo lapidador de los diabólicos Providenciales; ahora el forjador del rayo de Némesis. Ambas forman, a veces, una sola faz olímpica, de pensador y poeta, y la obra resulta, a la par, realidad artística y símbolo social. Tal sucede con Flor del Fango. Cestero lo vió así, y así lo ha hecho ver en Notas y Escorzos, a quienes hagan leído ese su feliz estudio del novelador y de su novela. De obra maestra la califica, y la juzga, absorto ante «la belleza sensual y heroica» de la mártir heroína, como «un libro de piedad, de cólera y de dolor!»

     Tal es Tulio M. Certero en su primera obra. En vano ligeros descuidos, o ambiciosas hipérboles, o frágiles conceptos, lunares del breve volumen, se interpondrían para negarle mérito artístico a ese ensayo literario. El novel escritor, aun imberbe, permanece de pie en los lindes del campo modernista que va a recorrer, y alza en la diestra, a modo de trofeo, el primero de sus libros...
     Es la credencial del artista.

La cuna de América 77. Año II. Diciembre 18 de 1904

 

 

América modernista

A través de las obras de Tulio M. Cestero

Federico Henríquez y Carvajal

II

     Por el Cibao se intitula su segundo libro. No es un libro de arte ni de política; «es una suerte de album comercial» del departamento norte de la República. No de todo, sino del centro. Falta la extensa zona que constituye el distrito noroeste de las comarcas cibaeñas. Tampoco, aunque hay acopio de ciertos datos estadísticos, es cabal la faena realizada. Se ve que está hecha al trote. Se ve que es un transeúnte quien observa y anota y escribe. Verdad es que Cestero no estuvo en, sino por el Cibao. Ni se le oculta al joven escritor, ni él lo oculta, que su libro es incompleto. Ya lo dice, explícitamente, en esta frase del prólogo: «Este folleto indica un camino, es un precursor»; para entrever que detrás vendrá el Directorio de la República. El último, gracias al esfuerzo meritísimo de Enrique Deschamps, está ya en camino.
     Empero hay por ahí dos volúmenes, anteriores al opúsculo de Cestero, escritos por una misma pluma idónea, los cuales contienen una reseña general del país en varios de sus más interesantes aspectos. Ambos, redactados por el señor J. R. Abad, fueron en sendas Exposiciones europeas útiles exponentes de lo que ha sido y es y podría ser la República Domincana.
     Denota el pequeño volumen, sin embargo, un noble esfuerzo de voluntad y aporta noticias y datos de valor en más de un concepto. Suministráronlos, principalmente, La Vega, Sánchez, Macorís, Moca, Santiago y Pto Plata.
Jarabacoa y el Santo Cerro, dos eminencias diéronle al artista lo que no podían dar de sí al viajero escursionista. La una y la otra alta sierra ofreciéronle admirables perspectivas, fresco y puro ambiente, y plácidas fruiciones a su optimismo. De ahí el que, sin ser obra de arte el folleto, sea una hermosa página literaria esa del histórico Santo Cerro. Es algo mejor: es un cuadro de vivísimos colores, de atmósfera fúlgida, detropical belleza, del natural, que produce el encanto de los ojos y el dulce arrobo del espíritu. El artista, el soñador, reaparece aún al final del pequeño volumen. Hay una lux vaga que dora las enhiestas cumbres. «¿Es un sol que nace o un sol que muere?»
     Para el joven escursionista de la Vega Real, que ha sentido «el hálito de vida que emerje de todas las cosas vivas y de todas las cosas muertas que se transforman», no ha lugar a duda. El mismo se contesta: «Es la luz de una aurora, de un sol que nace!» Habla el anhelo, el ensueño, a la caricia de esa luz de alba, y «renace la fé en la próxima realidad», entrevista con los ojos del alma: «la Patria rica, sabia, feliz y libre...libre!»

*

     Una campaña, opúsculo de gran formato, es la tercera obra producida por Tulio M. Cestero.
     Tampoco ése es un libro de arte. Es una página de historia, según él, relativa a las varias jornadas bélicas que marcan el principio, el promedio i el fin del Gobierno dictatorial que subsiguió al Gobierno constitucional del Sr. Jiménez. Ignoro hasta donde serán fidedignos los datos y las afirmaciones del autor – quien vió de cerca cosas y hombres; – pero algunos hechos referidos en el opúsculo se hallan categóricamente documentados. Ello no obsta, claro es, para que en la parta narrativa de los mismos se deje sentir, en ocasiones, la influencia de la adhesión partidarista. Sería pedir peras al olmo el pretender que otra cosa fuese. La crítica imparcial, cuando de esclarecer y fijar la verdad histórica llegue el caso, seleccionará sin duda y sin duda aprovechará algunos datos de los contenidos en el bien escrito folleto. Bien escrito, he dicho; porque, éso sí, la fácil pluma del opuscalista luce ahora, como antes, las gallardías que realzan su donoso estilo.
     Tres perfiles y un homenaje avaloran las últimas páginas del volumen. Son rasgos ardorosos, pasionales, del sectario y del artista. Domina en ellos la nota efusiva del sentimiento. Perfil de un vivo es el primero. Para trazarlo puso el autor buena dosis de sinceridad, y aún de piedad, en su diáfano estilo. De Horacio Vázquez, vencedor y vencido, es el esbozo. Paréceme que existe sufciente parecido entre el original y la efigie. «La Naturaleza le enseñó a ser sincero; el Agua, a ser ingenuo». «Es un espíritu débil y noble». «No es justo negar la rectitud de sus intenciones»... Con efecto las tuvo. Su más elocuente testimonio queda unido, sobre todo, al edificante período de su ejercicio del poder provisional con el cual se inició de nuevo el régimen jurídico y de pacificación de los espíritus. Lástima grande que tales nobilísimas intenciones del prestigioso dominicano no se utilizaran, en esos y otros días de civismo, para empedrar con ellas el camino de la ley y de las libertades públicas tantas veces abandonado por la desorientada familia dominicana!
     De bravos luchadores y de jóvenes bizarros son los demás perfiles. Son algunas de las víctimas de la guerra fratricida: de la imbecil lucha armada de los bandos y montoneras. Los miserandos! Siempre tuvieron brillo las esperanzas truncas y la juventud malograda. Toda promesa, deshojada en flor, pudo dar de sí otro Germánico Arrojo, intrepidez, valor indómito, suelen rayar en heroísmo. El gesto trágico transfigura: el rasgo épico es de alto relieve. Lo que pone asombro en la pupila t dolor en el alma, ¿qué mucho que ponga hipérboles en la dócil alabanza? Ah! La muerte, pía, purifica y a veces consagra. Bienaventurados los que mueren, a deshora, en la primavera de la vida y de las ilusiones, si soñarono o creyeron morir en aras del deber cumplido!

*

     El Jardín de los Sueños, primor de floración estética, es el verdadero libro de Tulio M. Cestero.
     Es uno como rosario de páginas erótkas, de rica fantasía, reveladoras de un alma de artista que tiene sed de amor y ansias de belleza. Son páginas sueltas, florecidas en tres primaveras, ahora reunidas en un haz de dos rosales de exquisita fragancia. Prosas  galantes es un rosal de rosas de púrpura; Turris eburnea es un rosal de rosas de oro.
     Son once pequeños poemas en prosa. Perlas del alma, unos, que el soñador artista desgrana, en suave prosa de galantería, al paso fugitivo de la noche, de la bella, de la pálida, realidad o visión o ensueño; lirios de cambiante luz, otros, gala del Jardín de los Sueños, que el amable trovador enciende con su numen heleno-latino, a modo de constelación de estrellas, en lo alto de la torre de marfil que es el modernismo americano.
     Figuran entre esos lirios – mejor sería decir que fulguran – sus dos poemas laureados en gallardas justas de la gaya ciencia: Del Amor y Sanguina. Ambos exultan y cantan el triunfo del amor, el triunfo de la vida, sobre el vago e inasible ideal sordo. En ambos canta la alondra anunciadora del alba.
     Ni el uno ni el otro es, por fortuna, el último canto del cisne.
     Esos lirios luminosos, que brillan en lo alto de la torre de marfil como astros del arte nuevo, marcan la vía por donde va segando flores, al viento las albas plumas del penacho artístico, el andante caballero de la ya nutrida falanje del modernismo.
Azul como la ilusión, azul como el cielo de arreboles del arte griego, es el lirio raro que luce a la salida del Jardín de los Sueños.
     Tiene esa página, flor de oro, flor postrera del ensueño, olor de voluptuosidad estética. Diríase que procede de los cármenes del Ática. El poeta, romero del amor, regresa de su incierta romería, presa del hastío, harto deefímeros placeres, y se detiene «laxo y herido», «a la vera del camino», porque ya «sabe que la realidad, a la cual ha pagado tributo doloroso, es siempre inferior al sueño». «Ante él desfila una larga teoría de mujeres»... Y pasa una, y pasa otra, y otra, y pasa la última, la Electa, y vuela el ave fénix de la plegaria en «letanía de amor», y se percibe en «las frases inflamadas y en el perfume de las violetas» el acorde final de vibración inacabable: tibi semper

*

     Esa es la obra literaria realizada, hasta ahora, por Tulio M. Cestero. Es una bella obra de artista.
     Nótase en ella: que a lo original, a lo suyo, suele seguir, con ufanía, algo de lo exótico rejuvenecido. Desde luego, que un cierto aire de familia, notorios rasgos de semejanza, despiertan a veces más o menos vagas reminisceneias de otros rasgos y perfiles, de otros temperamentos artísticos, de estados de alma que se repiten o se reproducen, indefinidamente, en la magnífica gama psicológica del arte américo-modernista, maravillosa escala de luz de la Zona Tórrida, con que puebla el mundo de imágenes, de colores y de armonías, por modo inefable, la literatura hispano-americana.
     No poco hay que centrar, todavía, del joven y asiduo cultivdor feliz de las flores del espíritu en el Jardín de los Sueños. Desde la atalaya de la torre de marfil, su Turris eburnea, domina él sin duda nuevos campos y vírgenes florestas, perspectivas de arte y horizontes de luz, que se extienden y se abrillantan y coloran en las lejanías de nuevos sueños e ideales de suprema belleza.

La cuna de América 78. Año II. Diciembre 25 de 1904.

Pedro Henríquez Ureña, Ante el mar (La cuna de América 80, 8 de enero de 1905)