Jardín de los sueños*

Tulio M. Cestero

(Selecciones)

 

Camafeo florentino

María de Sena.

     En el jardín monacal, un cálido crepúsculo de estío. El sol péndulo en el cielo azul por entre los naranjos en flor es cual una poma bermeja; un hálito de fuego emerge, todo languidecer y se enerva. Y un joven oblato, toma un camafeo y un fino estilo de oro y con mano hábil labra en la piedra un perfil de virgen: una frente henchida de sueños, coronada de un toisón que se extiende como un ala sobre la dulce palidez de la frente y se recoje en un haz en la nuca; las pupilas que reflejan ]a exaltación del alma en plenitud de gracia; la boca beata, saturada de las mieles de la plegaria; las manos unánimes en un gesto de adoración, tal un solo lirio, prócer y turíbulo; erguido en un busto que sujieren dos líneas suaves, firmes, inacabables. Una cabeza leonardina concebida para ilustrar las vidas de santos de Fra Domínico Cavalca.
     Luego el artista contemplando su obra la acerca a los labios exangües; un estremecimiento doloroso agita su cuerpo débil como una hoja; y con violencia la engarza en su negro rosario.
     Y cada noche en su celda, de hinojos, sufre mordida del cilicio la carne miserable, y libra terribles luchas el alma supliciada, reza, ruedan las cuentas del largo rosario y cuando sus dedos acarician el camafeo, durante un espacio infinito como un cielo, su voz trímula de amor murmura: Ave María gratia plena!

Habana, 1903.

 

 

Alma dolorosa

     Marcelo, poeta, en tanto hace las abluciones de la mañana y goza los estremecimientos sensuales que produce el agua fría en la piel tibia, escucha gorjear en su cerebro el motivo de un poema; de un poema canto de cólera y piedad; la odisea de los humildes, de los pobres de bienes y de espíritu. Y el rostro sumergido en el agua buscan sus ojos en el fondo de la jofaina el héroe que simbolice la multitud dolorosa.

     La criada del hotel piensa, la garrida mulata, siempre la escoba en la mano y un cántaro a la cadera; y recuerda sus confidencias mientras ordena y limpia la habitación. Para ella la Vida es fruta sabrosa, si los huéspedes son injusto, brutales, las propinas los excusan; la desespera un escritor que no permite que el plumero acaricie sus libros y papeles; la seduce un tímido estudiante de provincia que ronda a su recledor silenciosamente y cuyo aire de animal enfermo le inspira un deseo piadoso de entregarse: la hostiga un viejo que la besa en la nuca, la muerde con su único diente y la regala con largueza. Para ella es buena y alegre la Vida aun cuando la fatiga macere sus carnes y los celos martiricen la hembra egoísta y bravía, si en las tardes de los domingos pasea con su hombre deslumbrando con sus rojas o azules faldas sonantes, y toda la semana canta, canta en el botel verde como una floresta.

     El poeta sale a recorrer las calles a caza de su héroe. Estudia la fuerza cruel en un carretero que blasfema y azota una bestia y la angustia de la impotencia en un flaco estivador que parece romperse bajo un enorme fardo. La multitud trabaja y sufre al sol estival.

     En el pórtico de una iglesia, espía a un mendigo que muestra a los paseantes una pierna gangrenada y suplica con la voz meliflua de los tenderos y extiende la mano insolentemente. Cuando le da limosna una linda muchacha se inflama su rostro de viejo sátiro y cuando la pide a un rico – ansía en vano el poeta admirar un movimiento de rebeldía, el noble y bello gesto del anarquista que lanza una bomba o clava un puñal – la mueca canallesca de la Envidia anima su cara esponjosa de alcohólico.

     A la puerta de un ministerio, conversa con el portero, un viejo inválido que en sus buenos tiempos sería energía y fuerza de la raza y en la tragedia de la guerra en la decoración primaveral de una sabana, miró galopar la Gloria a la grupa de los caballos, y olvidado hoy, tal vez atenaceado por la nostalgia, se mustia lentamente. Mas no, que solo fue él, un mozo a quien reclutara un oficial, se batió por miedo a la Muerte y bendijo la bala libertadora y vive feliz en su portería: una sonrisa eterna para el ministro y una maldición para el país al contemplar su pierna claudicante.
     Asoleado, dudando encontrar su héroe entre la multitud ciudadana de trabajadores y mendigos que sufre y hiede al sol estival, el poeta sube a un tranvía que va al campo. En el camino estudia al conductor y al cochero y su imaginación evoca las pasiones solitarias y tristes – como esas flores exangües de las desolaciones boreales, lores de ensueño que guardan en la virginidad de sus pétalos el ánima de todas las cosas muertas – que la belleza de las pasajeras hace germinar en estos rústicos corazones; y el idilio diabólico de una dama rara y bella que ama al mancebo fuerte, el olor afrodisíaco de las bestias sudadas y del estiércol fresco. Y cuando cree haber encontrarlo la mina preciosa oculta en la tierra avara, escucha la conversación de los mozos que aprovechando la soledad del carro hablan con ternura de los caballos y cuentan sus vulgares aventuras y sus salvajes amores en las penumbras de los parques – animalidad fecunda y dominadora – ¡e implora Dios mío! ¡dónde existe el alma dolorosa!
     Bajo la caricia solar, la campiña se embriaga, los ramajes se retuercen, se enlazan, languidecen en el paroxismo de una suprema voluptuosidad; la preñez comba el vientre de la tierra, y un campesino desnudo el pecho de bronce bruñido, lentamente, al ritmo de una canción bárbara y melancólica, abre hoyos y derrama semillas que riega el sudor que de su frente mana. El poeta, esta vez satisfecho de su hallazgo, se acerca soñanclo un gran sufrimiento. Y el labriego le dice de su vida: su tierra y su mujer son fértiles, las cosechas abundantes, los muchachos, las aves y los cerdos se crían sanos y rollizos, y amoroso canta a la tierra, la hembra, el río, el sol, cuya esencia es el oro de las mazorcas, de las espigas y de las monedas.

     La nota de plata de una campana vibra en la tristeza crepuscular. En el cielo de un azul lavado de acuarela, el sol rojo y redondo es un lago de sangre. En la techumbre pajiza de una choza, lenguas de fuego. El césped, un tapiz de púrpura. El aire, un velo rosa. Los árboles semejan sombrillas, copas, abanicos rojos y las hojas que vuelan se dirían rubíes alados. El poeta angustioso, iniciando un gesto místico, en la apoteosis de luz bermeja, recuerda las figuras de un estudio a la sanguina de la Adoración de los pastores.

     En su cerebro gorjea siempre el motivo del poema; del poema canto de cólera y piedad; la odisea de los humildes, de los pobres de bienes y de espíritu; pero vencido, sin esperanzas de encontrar su héroe, una certidumbre cruel se impone a su pensamiento. ¿No será él mismo, ese a quien busca? ¿Y el alma de trabajadores y mendigos, vista enantes [sic] dolorosa al través de su socialismo artístico, insensible, extraña a los sufrimientos de la carne enferma y fatigada? El héroe es él, intelectual que cultivando sutiles sensaciones, artificiales y mórbidas orquídeas en su jardín espiritual, hizo su alma complexa, esquisitamente sensitiva y cambió las emociones ingenuas de un corazón sencillo por los refinamientos cerebrales y las rojas rosas que la Vida pone en las mejillas por la tristeza de los libros en las frentes pensativas.

     Un estremecimiento de disgusto y orgullo de las raíces del ser sube a los labios como un regüeldo agridulce y le contrae el rostro en un rictus irónico. Su gran miseria desborda las fuentes de su piedad y al sentir ponderar sobre sus hombros la trágica monotonía de la Vida y contemplar la procesión lenta, inacabable de los Días, iguales, suplicio de su alma dolorosa, lo invade una dulce latitud, un delicioso deseo de morir, – romper la carne inmunda en polvo de oro
en la gloria del crepúsculo.

                                                Caracas, 1899

 

Del amor

     En el parque, bajo un laurel, cinco poetas charlan. El coloquio es animado, divagan acerca del Amor.
La antigua y romántica villa española, en la cálida noche tropical es una como flor de sangre, de voluptuosidad y de muerte.
Uno de los poetas habla.
     El Amor, dice, no existe en la eléctrica vida moderna; el Amor era pagano. La Cruz proyectó su silueta larga y trágica por las campiñas de Chipre, y el triste Nazareno escribió en el pórtico del templo de Amatonte, la horrible palabra: pecado. Y las teorías de vírgenes que ofrendaban rosas blancas, palomas albas y velos azules a Afrodita, iluminaron como antorchas las fiestas en los jardines de Nerón; purpuró su sangre la arena del circo y las garras de las fieras, y se llamaron hermanas del ave, del lobo y del polvo.

     La patria del Amor fue Grecia, la alegre. Sí, alegre en las risas de las ninfas, cuyas bocas bermejas heridas de los besos de los sátiros, se abrían como las granadas heridas de las flechas del Sol; era alegre en la embriaguez de Dionisios y en la siringa del Gran Pan; era alegre en la ceguera de Eros; en la belleza única y gloriosa de Venus; en la fuerza del Toro raptor de Europa, en la gracia del Cisne qne amó Leda.
     La voz que en el mar de Sicilia anunciara a los marinos la muerte de Pan, anunció también la muerte de la Alegría y del Amor. La sangre del Cristo roció las campiñas griegas con las melancolías del Oriente, y las palomas venusinas vuelan y vuelan, sin encontrar una gota de agua en el cáliz de una flor ni un grano de oro en ese pueblo de estatuas mutiladas.
Sin la alegría de la fuerza y la belleza paganas, atormentados, sitibundos, insaciables, persiguiendo siempre un mundo nuevo, los modernos hacen sus almas complejas, sutilizan las sensaciones, buscan en la tortura la voluptuosidad, y, cultivadores de orquídeas raras, malditas, han convertido el jardín del Amor, en el Jardín de los Suplicios de la China.

     – No, dice otro, el Amor es hijo del Cristo. Jesús, el dulce, derramó sobre la tierra la verdadera alegría: la de las almas impecables. Era fuerte y bello el amor griego; es abnegado y casto el amor cristiano; colgaba aquél su nido en las florestas; éste, a los pies de Dios; deseaba el uno la carne bella; sueña el otro las almas puras. El amor pagano es Elena, fuego y sangre para Troya; el amor cristiano es María de Magdala, redención y gloria para el mundo.

     Y un tercero interrumpe:
     – Eso que vosotros llamais el Amor, es una debilidad: el hombre, fue creado para el Orgullo y para el Odio, y amar es humillarse, es poner cadenas al yo libre y original. La mujer es Onfala, que ofrece una rueca á Hércules; Dalila, que corta los cabellos a Sansón. El poeta de la Escritura la ha cantado: «más terrible que el arma en la batalla.» Es la enemiga del Ensueño y del Ideal; es fuente inagotable de tristeza y de dolor; la miel de sus labios engennra el Hastío.

     Y el más joven habla:
     Florece en mi alma la Primavera. Amo a todas las mujeres. Soy Paolo: en todo labio para mí se enciende el beso de la de Rimini. Soy Romeo: de cada balcón pende para mí una escala y en cada árbol la alondra anuncia el alba. Soy don Juan: amo la morena, cuya negra cabellera perfumada es un jardín en la noche; amo la rubia, de cabellera como un río de oro, cual una floresta de oro.

     Y tú qué opinas? preguntan a coro los cuatro, al quinto, que permanece callado escuchando una fuente gemir.
     – Yo? Uno de vosotros ha hablado del Jardín de los Suplicios de la China; yo vivo en él: de una mujer amo las manos. Os reis, verdad?
     Pues bien, oíd: todo amante es fetichista. Se ama a una mujer; pero hay algo de ella que nos seduce más: los cabellos, los ojos, la boca, las manos, la voz, el gesto, algo; mas no se la ama unánimemente, igualmente. Así, yo amo sus manos.
Blancas, de una albura mate de marfil antiguo; su carne es ideal; la piel, dulce; las curvas, suaves, florentinas; las uñas, pétalos de rosa; frágiles, como esos lirios que florecen en los arenales ardidos y solo viven el espacio de una mañana. Más bellas que las manos de Friné, de Helena, de Cleopatra, cantada por el poeta Gautier; divinas manos de Monna Lisa, pintadas por Leonardo da Vinci.
     Se dijera que el alma rara y noble de una dogaresa palpita en ellas; que acendran todas las virtudes y las gracias ancestrales; que las flores por ellas tocadas les han trasmitido su alma. Y su perfume es turbador, embriagante como un vino nuevo y fuerte.
     Mi angustia es intolerable; los leones de Otelo desgarran mis entrañas. Sólo el amado puede besar la boca, los ojos; pero todos los amigos pueden estrechar sus manos y la banalidad del saludo es una profanación. Cuando alguien, incapaz de admirarlas, las estrecha ante mi vista, yo siento que unos brazos de gigante me oprimen fuertemente, fuertemente, y en la locura de los celos, mis ojos contemplan un campo florecido de lirios albos, y luego una gran voz que los troncha implacable, y luego una onda de sangre que sube, sube y ahoga todos los lirios, todos los lirios. Y ante mí están sus manos separadas del gentil tallo que son sus brazos exangües, muertas; y las cubro de pétalos de rosa, blancos y rojos, blancos y rojos, en tanto murmuro como una plegaria: «suavidades para la suave.»
     Oh! cuando mi Verso merezca un lauro, yo no anhelo la coroaa de gramíneas de los héroes romanos, ni la de rosas y acantos de los poetas griegos, yo quiero para mi frente, que una dulce y cruel tristeza asombra, sus manos blancas, que la ciñan dulcemente, dulcemente.
     La antigua y romántica villa española, en la cálida noche tropical es una como flor de sangre, de voluptuosidad y de muerte; yuna fontana, al destrenzarse, aljofara las azucenas que perfuman.
     Y cuando el último de los poetas hubo hablado, los otros cuatro le miraron: dos con piedad, dos con ironía.

1901.

 

* El Jardín de los Sueños. Santo Domingo: Imp. La cuna de América,  1904.